jueves, 10 de enero de 2008

'TEORÍA DE LA CONSPIRACIÓN' Y APOLOGÍA DEL SILENCIO: RESEÑA DE "EL TRIGO Y LA CIZAÑA"



Prieto Celi, Federico El trigo y la cizaña. Radiografía de una conjura contra el Cardenal Cipriani Lima, s/ editorial 2007 275 pp.


Gonzalo Gamio Gehri



La publicación del Informe Final de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación (IF-CVR) en agosto de 2003 ha dejado una estela de reflexiones y debates acerca del rol de la memoria histórica en la reconstrucción de las instituciones en el Perú, así como una importante discusión en torno a las responsabilidades de nuestras autoridades políticas y sociales, de los institutos armados y de la ciudadanía, en los veinte años de conflicto armado interno en el país. En muchos sentidos, se trata de una discusión pública que todavía permanece pendiente, dado que la investigación y las conclusiones del IF-CVR no han sido sometidas a un examen sistemático en los foros del Estado y la sociedad civil. Es sabido asimismo que sus recomendaciones no han sido atendidas con seriedad y genuina voluntad política por los dos últimos gobiernos elegidos. La mayoría de los libros que han sido publicados sobre el tema se han aproximado al IF-CVR desde canteras partidarias (como el caso de Mártires de la pacificación, escrito por el militante aprista Jesús Aliaga), o constituyen reflexiones sobre el conflicto armado interno desde la experiencia de determinadas comunidades e instituciones sociales (destaca aquí el importante libro Ser Iglesia en tiempos de violencia, editado por Cecilia Tovar). El IF-CVR se ha convertido también – qué duda cabe – en objeto de los ataques provenientes de lo peor de la prensa peruana. El trigo y la cizaña constituye uno de los primeros libros que recoge y continúa esta cuestionable clase de lucha ideológica.

1.- En la senda de Dan Brown.

El trigo y la cizaña no tiene nada que envidiar a El Código Da Vinci en lo que a derroche de imaginación maquiavélica se refiere. Ambas cultivan lo que los norteamericanos llaman conspiracy theory, la idea según la cual determinados eventos en la vida de las personas o las instituciones son el fruto directo de las intrigas y actividades clandestinas de sociedades secretas o grupos de poder en la sombra. Según el autor, Federico Prieto Celi – periodista, ex profesor de la Universidad de Piura y miembro del Opus Dei -, la imagen controvertida que el Cardenal Juan Luís Cipriani proyecta en la opinión pública peruana es obra de sus enemigos, algunos sectores heterodoxos del clero peruano, la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación, los activistas de ciertos organismos de Derechos Humanos. Esta “conjura” estaría enmarcada dentro del contexto mayor de la lucha de los teólogos de la liberación por influir en el curso de la vida de la Iglesia latinoamericana. Los cuestionamientos de la CVR a la actuación de Cipriani como obispo de Ayacucho y el caso de las cartas entregadas por el ministro Olivera sólo pueden entenderse como parte de una oscura conspiración en su contra. Como el título del texto lo sugiere, el autor invita a “separar el trigo y la cizaña” respecto de la actuación de los sectores de la sociedad peruana y la Iglesia local en las dos últimas décadas. Este trabajo de distinción “moral” es llevado a cabo, empero, a partir de una más que discutible reconstrucción histórica, digna de Dan Brown.

El texto se inicia con una descripción de la homilía del Te Deum del año 2006, en la que el Cardenal le reprocha al presidente saliente – con ánimo de “terminar con las venganzas” – el juicio elaborado por la CVR en torno a la conducta de las autoridades episcopales de Ayacucho, Huancavelica y Apurimac, así como por el incidente de las cartas falsificadas. Inmediatamente, el autor se entrega a una descripción – cargada de interpretaciones personales – de la “irrupción de la teología de la liberación” en el escenario eclesiástico local, que habría generado una “crisis de fidelidad” a la Iglesia. Luego pasa a reconstruir el proceso de formación de la presencia del Opus Dei en el Perú. Como se trata de una confesión de parte, no es de extrañar que se trate de una descripción que pretende asumir tonalidades épicas. Uno se pregunta qué sentido tiene tal ejercicio de proyección hacia el pasado. La respuesta no tarda en llegar: se trata de justificar la tesis de un antiguo ‘complot marxista’ contra la propia Iglesia.

Desde el inicio de la lectura, uno va cayendo en la cuenta que el autor no está particularmente interesado en afirmar un compromiso con la objetividad periodística: Prieto Celi ha elegido su trinchera particular contra la CVR y los sectores progresistas de la Iglesia desde la primera línea del libro. Las fuentes evocadas por El trigo y la cizaña son casi exclusivamente los medios que desarrollaron abiertamente una campaña contra la CVR: Expreso, Correo, La Razón. Prieto Celi usa sin ningún reparo el vocabulario con el que estos órganos de prensa califican a sus adversarios en la arena política y en la sociedad civil: “izquierda caviar”, “cívicos”, etc. Es claro que su defensa de la persona del Cardenal Cipriani está definida en el contexto del juego de fuerzas de las posiciones internas de la Iglesia y de la sociedad peruana. Por ello, no considera una deficiencia de su relato el que sólo evoque el punto de vista de los clérigos, periodistas, feligreses o ronderos próximos a la causa del Cardenal. Incluso se sumerge en un intrincado ejercicio hermenéutico dirigido a rescatar el “sentido positivo” de las irreproducibles expresiones de Cipriani contra la Coordinadora de Derechos Humanos.

El bosquejo de la propia historia del obispado de Cipriani en Ayacucho omite una serie de situaciones y datos que permitirían al lector formarse un juicio más completo acerca de la conducta de la persona en cuestión, si esa es la intención del texto. No se menciona nada acerca de la tensa relación entre Cipriani y CEAS en Ayacucho (al punto que se le impidió trabajar en la región), o cómo la oficina del Padre Carlos Schmidt – la Oficina Arquidiocesana de Acción Social de Ayacucho, que cumplía una importante labor en materia de atención médica y defensa de los Derechos Humanos de las víctimas de la violencia – fue cerrada por “órdenes superiores”[1]. Sus declaraciones más violentas contra los organismos nacionales e internacionales de Derechos Humanos no figuran en el texto. Ni una palabra acerca de su defensa incondicional del régimen autoritario de Fujimori en materia de represión, de control político y temas vinculados a la ética pública (sólo tomó distancia respecto de las políticas reproductivas emprendidas por aquel gobierno).

Aparentemente, Prieto Celi ha contado, sin ninguna vocación de objetividad una parte de la historia (en el mejor de los casos, pues esto también es altamente discutible). Corresponde a la ciudadanía – y en particular al pueblo de Ayacucho – juzgar la conducta de quien fue primero obispo auxiliar y luego obispo de la zona en una época de terror y de represión. Le toca a la ciudadanía ayacuchana examinar si las autoridades concentraron su labor en el exclusivo “plano espiritual” (el culto y la administración de los sacramentos) o si su servicio le dio prioridad a la defensa de la vida y la integridad de quienes eran víctimas de las acciones subversivas o de sectores de la Fuerza Armada. Los fieles de Ayacucho recordarán con claridad si las autoridades eclesiásticas locales acogieron sus pedidos de ayuda o sus denuncias cuando los suyos sufrieron tortura o desaparición forzada, o si quedaron desamparados en medio de su dolor y desesperación; si eran escuchadas las apelaciones a sus derechos humanos, o si su observancia era subordinada al cumplimiento de lo que la propia autoridad eclesiástica llamaba los “deberes humanos”.

En el libro de Prieto Celi confluye una serie de lugares comunes de la reacción conservadora frente al IF-CVR. Muchos de ellos se evidencian falsos y maledicientes al pasar revista a las conclusiones del Informe. Tal es el caso de la acusación de que la Comisión a puesto en el mismo nivel a las huestes subversivas que declararon la guerra al Estado y a las Fuerzas del Orden que juraron defenderlo. O que las organizaciones de Derechos Humanos ejercían sistemáticamente la defensa de los grupos subversivos. La identificación de la teología de la liberación con una ideología marxista contraria a la doctrina de la Iglesia es también una vieja observación cuya inconsistencia es manifiesta a la luz de los propios textos (incluyendo el documento vaticano que acredita la ausencia de problemas doctrinales en la obra de Gustavo Gutiérrez). Pero El trigo y la cizaña defiende una serie de tópicos que bajo ciertos contextos pueden apuntar a la vindicación de políticas de impunidad promovidas por regímenes autoritarios (como el de Fujimori y Montesinos). Prieto Celi sugiere que la represión es fundamentalmente ‘reactiva’ frente a los crímenes terroristas, de modo que las acciones de aquellos militares que “presuntamente se excedieron en el cumplimiento de su deber” sean vistos bajo una luz diferente; el autor considera que el IF-CVR carece de esta clase de análisis, y “que se debió estudiar hasta qué punto la violencia revolucionaria es causa de la violencia militar y paramilitar” (p. 106). Resultan desconcertantes las alusiones a la tenebrosa “pedagogía” impartida en la Escuela de las Américas (donde estudió, por ejemplo, el siniestro perpetrador argentino Emilio Eduardo Massera). No sorprende que muchos políticos afines a la postura de Prieto Celi hayan apoyado la nefasta Ley de Amnistía bajo el fujimorato.



“En consecuencia, hasta qué punto ‘el voluntario in causa’ como se
dice en ciencia moral, explica la violencia represiva fomentada desde los
Estados Unidos en la Escuela de las Américas de Panamá,
dónde estudiaron como
combatir al comunismo los generales más prestigiosos de América Latina, también
algunos dictadores”
(p. 106, las cursivas son mías).

Si uno no está dispuesto a confrontar hechos e interpretaciones rivales – privilegiando la propia perspectiva y negándole cualquier espacio a las demás - está condenado a convertir la investigación en panfleto, la historia en historieta. A convertir los personajes de su relato en esculturas monolíticas, inevitablemente poco creíbles. La apología de Prieto Celi abunda en ejemplos en los que su lectura crítica de los eventos y su semblanza de los personajes se hacen manifiesta y conmovedoramente inverosímiles:



“Para comprender a Cipriani hay que conocer a fondo el ambiente
deportivo. Porque Cipriani es un deportista por vocación. Si no se hubiera
dedicado al baloncesto, por la influencia de su colegio, posiblemente hubiera
terminado jugando fútbol en primera división. Su carácter se ha ido perfilando a
lo largo del tiempo con las virtudes propias del jugador, y, por qué no decirlo,
la deformación profesional connatural de los deportistas.

Así, es
un ganador nato, no le gusta perder, pero su sentido ético de la vida se traduce
en su actitud al final del partido: magnanimidad al ganar y nobleza al perder.
Sabe aceptar el resultado de todo juego, como debe ser. En el juego como en la
vida, que tiene en sí misma una trascendencia hacia la eternidad en la persona
que tiene fe pero que es, al mismo tiempo y por eso mismo, un juego humano a lo
divino, una comedia terrena con un espectador divino” (pp. 261 -2).




2.- La verdad reducida a silencio.

Este curioso entramado de silencios, infundios y medias verdades convierte en implausible el relato que Prieto Celi pretende precariamente construir apelando a artículos periodísticos – propios y ajenos – documentos eclesiásticos citados al paso y declaraciones de personajes afines al punto de vista y a la persona que procura defender. No obstante, el libro contiene algunas tesis sumamente curiosas acerca del modo como ciertos sectores de la opinión pública vinculadas a las Fuerzas Armadas y a la jerarquía católica limeña conciben la verdad del conflicto armado vivido y cómo entienden que ésta debe ser afrontada políticamente, tanto desde la sociedad como desde la Iglesia. Algunos pasajes del texto permiten vislumbrar la penosa concepción del autor respecto de las políticas de Derechos Humanos. No sorprende que se declare adverso al trabajo de la CVR. He aquí uno de los más reveladores en esta materia:



“Hubiera sido mejor que el Perú no sufriera el drama del terrorismo
en esos años, y una vez ocurrido, hubiera sido mejor que nadie confrontara a los
actores
, más allá de las irrenunciables funciones policiales y judiciales. Todo
suceso importante de la historia nacional requiere su seguimiento y su
escritura. Son valiosos los protagonistas, los hechos, y el análisis histórico.
Todo ello debe darse en la vida de la sociedad y en la vida de la Iglesia, de
mano de los historiadores.
No es dable un silencio cómplice, que oculte la
verdad objetiva. Pero frente al dolor de los pueblos, dicho en su momento lo que
es debido, es viable asimismo, como acompañamiento a la verdad, el silencio
respetuoso a los que sufren, el silencio que acompaña con claridad y con cariño.
No la manipulación exhibicionista. Ya lo dijo Neruda: ‘Me gustas cuando callas
porque estás como ausente / Distante y dolorosa como si hubieras muerto./
Una palabra entonces y una sonrisa bastan’. Es un silencio que además tiene un
valor singular para el cristiano, porque es el clima natural de la contemplación
divina, que hubiera purificado con el tiempo los corazones de los hombres” (p.
81, las cursivas son nuestras).


Dejemos de lado por un momento lo hiperbólico del estilo y las extravagantes referencias a Neruda. Prieto Celi pone de manifiesto su abierta vocación por el silencio en materia de justicia transicional. Las tareas de una comisión de la verdad le resultan inconvenientes (“hubiera sido mejor que nadie confrontara a los actores”), y considera que la reconstrucción de la memoria de la violencia es un asunto que deben examinar ante todo los historiadores, pasado un tiempo prudencial que haga propicio su trabajo. No se trata de que los ciudadanos organizados en la sociedad civil, ni las organizaciones de Derechos Humanos, ni una comisión ad hoc investigue y asigne responsabilidades (pues esto sería materia exclusiva de “las irrenunciables funciones policiales y judiciales”). Merece especial atención su peculiar dialéctica de verdad y silencio. Las recargadas alusiones al Poema 15 de Neruda se refieren a la verdad del sufrimiento del inocente: ‘Me gustas cuando callas porque estás como ausente / Distante y dolorosa como si hubieras muerto”. El silencio frente a la verdad de la tragedia padecida transmite la sensación (¿acaso deseada?) de su ausencia (aunque de hecho esté presente aunque no se la quiera ver).

Las frases finales del texto citado son particularmente elocuentes. Este silencio frente a la verdad “es el clima natural de la contemplación divina”, señala. Nótese que el paradigma aquí de la experiencia cristiana no es la encarnación, la acción por la construcción del Reino de Dios – definida como una comunidad de justicia y reconciliación – sino la contemplatio medieval. Es esta clase de visión, y no el proceso de deliberación pública que ciudadanos y fieles afrontan para el esclarecimiento de la memoria y la acción de la justicia, lo que finalmente purificaría “con el tiempo los corazones de los hombres”. Pero no es esto lo que enseña el Evangelio y el Magisterio de la Iglesia. La reconciliación es fundamentalmente acción – interacción – antes que contemplación y recogimiento: “Si vas, pues, a presentar una ofrenda al altar”, dice el propio Jesús, de acuerdo con el Evangelio, “y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda” (Mateo 5: 23 - 24). La Iglesia Católica lo ha reconocido así en repetidas oportunidades y en múltiples documentos; tal es el caso de la intensa exhortación de Juan Pablo II Reconciliatio et paenitentia y del estudio de la Comisión Teológica Internacional Memoria y reconciliación.

Pero Prieto Celi considera que la Iglesia y la sociedad peruanas no deben examinar en público sus responsabilidades frente a la situación de violencia y desamparo vividos en las dos décadas del conflicto armado. A su juicio, la recuperación pública de la memoria promovida por el IF-CVR es motivo de “escándalo”. El autor sugiere que los comisionados sacerdotes no debieron suscribir el Informe Final – en particular la sección sobre el comportamiento de la Iglesia en Ayacucho, Apurimac y Huancavelica – por respeto a las cabezas de la Iglesia peruana. Afirma que mientras los comisionados laicos “pueden apelar a su ignorancia sobre la naturaleza de la Iglesia” (p. 128), los clérigos tendrían pleno conocimiento de las consecuencias de sus acciones. Tal actitud significaría “un atentado frontal contra la Iglesia” (Ibid.). Prieto Celi parece invocar una especie de “espíritu de cuerpo” que proteja a la institución eclesiástica de la necesaria reflexión sobre su actuación en los tiempos de la violencia. Un espíritu abiertamente contrario al que puso de manifiesto la Iglesia de Juan Pablo II en textos como Memoria y reconciliación.

El libro de Prieto Celi se describe a sí mismo como un intento de cubrir a la sociedad con el “bálsamo de la verdad, de la justicia y de la caridad, que devuelva la normal salud espiritual a la opinión pública” (p. 81). Enseguida compara esta tarea con el episodio del Evangelio en el que Jesús aplaca la tempestad, salvando a los discípulos. No obstante, El trigo y la cizaña no es un texto de reconciliación. Tampoco es un escrito académico, en absoluto. Es un escrito de combate – de “agitación y propaganda”, según una antigua terminología - en la larga campaña de ataques que ha recibido la CVR desde su formación. Su evidente vocación por la distorsión de la historia y por el ataque personal le dan un lugar de privilegio en esta “época folletinesca” – para usar la expresión de Hermann Hesse – que ha convertido al oficio periodístico en una herramienta de demolición política y confrontación ideológica, herencia de los peores años de nuestra historia reciente.

[1]Comisión de la Verdad y Reconciliación (Perú), Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación Tomo III, p. 292.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Gonzalo, ¿pero que esperabas? Estan ciegos a la realidad pues la observan desde sus estrechas ideologías. Este libro solo es un reflejo de eso.

Gonzalo Gamio dijo...

Es cierto que no se puede esperar de ellos una mirada más compleja – y autocrítica – respecto de una experiencia tan dramática como la del conflicto armado interno. Sin embargo, uno podría esperar al menos una mayor fidelidad para con los hechos. “El trigo y la cizaña” es tan caricaturesco y burdo que es razonable pensar que ni siquiera los ultraconservadores lo van a encontrar creíble. Sospecho que ha sido escrito por encargo.