Gonzalo Gamio Gehri
La tradición liberal se concentra
en la idea de un gobierno limitado que proteja los diferentes espacios de
autonomía personal. En particular, este argumento apela a la necesidad de
proteger a los individuos frente a cualquier poder tutelar que pretenda erigirse sobre los ciudadanos y decirles a las
personas cómo deben actuar, qué deben desear en la vida, que relaciones deben
establecer y con quiénes, cómo deben pensar, o qué productos deben consumir en
el mercado. La idea de imponer un estilo de vida sobre otros es severamente
cuestionada por los liberales, y existen buenas razones para defender este
punto de vista pluralista. Lo que combaten es la suposición de que existe una
única forma de ser un ser humano civilizado o valioso, una condición que
cualquier persona que tuviera el saber pertinente o la virtud requerida podría
reconocer como válida. Se trataría de guiar a la gente hacia su única meta, llevar
a la humanidad hacia el cumplimiento de su supuesta “esencia”. Los
totalitarismos de diverso cuño asumen esta hipótesis profundamente contraria al
pluralismo, una perspectiva potencialmente violenta y desgarradora. Desconocer
la existencia de esta meta superior y la necesidad de orientarse hacia ella
implicaría para el agente – según esta visión – caer en alguna forma de
degradación moral o de alienación. Las ideologías totalitarias, como sabemos,
se propusieron salvar a los seres humanos de esas situaciones perversas, a
menudo recurriendo a la manipulación y a la violencia.
“Lo que nos revuelve, lo que es indescriptible, es el espectáculo de un grupo de personas que se inmiscuyen tanto y se “meten tanto” con los demás, que los demás acaban haciendo su voluntad sin saber lo que están haciendo; y al hacer esto pierden su condición de seres humanos libres, y de hecho, su condición de seres humanos” [1].
Esta clase de reflexiones llevan
a autores pluralistas como Berlin y otros, a percibir ambas formas de libertad - la libertad cívica y la libertad individual - como relevantes, así como a destacar la capacidad de razón práctica o agencia como
núcleo vivo presente tanto en el autogobierno cívico como en el cultivo de la
autonomía privada. El concepto de razón práctica (noús praktikós) alude a la capacidad de elegir conscientemente un
modo de vida que podemos identificar como valioso o como vehículo de plenitud.
Ella se refiere a nuestra disposición hacia el ejercicio del discernimiento y
la elección práctica, la evaluación crítica de las ideas y de las convicciones
que persiguen orientar nuestra existencia y contar con nuestra lealtad.
Si el ejercicio de la razón
práctica constituye una capacidad humana vital, entonces un sistema político
justo tendría que contar con normas y espacios propicios para su desarrollo,
así como promover procesos educativos que permitan su configuración desde las
primeras etapas de la vida. Educar para la formación y el cuidado de la razón
práctica no implica la imposición de un estilo de vida, sino concentrar la
tarea educativa en la adquisición y cimentación de un sentido crítico que nos
permita examinar diferentes opciones potenciales de sentido, y alentar la construcción
del juicio propio en materia moral y política. Teóricos del desarrollo humano
como Amartya Sen y Martha Nussbaum han señalado claramente de lo que se trata
es de incentivar el cultivo de las “capacidades” que integran una vida de calidad,
no inculcar “funcionamientos”, esto es, no fomentar un modo concreto de
desplegar tal capacidad o auspiciar una forma de elección en detrimento de
otras decisiones potencialmente valiosas o razonables.
Esta perspectiva revela
importantes consecuencias en cuanto a la comprensión de la política y al
terreno de la acción. La disposición a adquirir y poner en ejercicio la razón
práctica tendría que ser considerada un derecho
fundamental (el derecho a la libertad de conciencia y al libre pensamiento)
tal y como éste suele ser considerado al interior de la tradición de las
sociedades democráticas y liberales. La invocación a este derecho está
implícita en la idea de poder contar con un espacio propio para la elaboración
y el cuidado estricto del proyecto personal. La valoración de este derecho
también subyace a la convicción de que la participación ciudadana permite la
construcción y la preservación de una comunidad política libre y justa y que
ésta puede entrañar un modo posible de realización humana.
Sostenía al inicio que la tensión
entre la acción ciudadana y la libertad individual constituía un genuino
conflicto cultural que constituye parte de la historia espiritual del mundo
occidental y da forma a su “cultura política” postilustrada. Ambas interpretaciones
de la libertad entrañan visiones heterogéneas y acaso rivales del agente
humano. La idea del individuo independiente de sus lazos rivaliza con la imagen
griega del ser humano como un animal político. Una concepción nos habla de la
persona libre de la política; la otra
nos remite a un agente que es libre en
y para la política. El hombre del
Renacimiento y el de la modernidad temprana descubren espacios y actividades
que compiten con las virtudes cívicas como fuentes de sentido y plenitud ética:
el trabajo, los vínculos emotivos, el quehacer científico, el arte, la
persecución de lo sagrado. La plaza pública no es el único lugar para la
realización existencial. Estas diversas formas de actividad requieren de un
marco público que las reconozca como opciones potencialmente valiosas para las
personas, esto es, como prácticas que pueden ser consideradas dignas de ser
elegidas como posibles expresiones cabales de lo humano.
No obstante, este descubrimiento no
implica desconocer la conexión práctica entre ambas formas de libertad
política. La limitación del gobierno para contar con espacios para la autonomía
privada no se desarrolla espontáneamente ni depende sólo de sí misma; se trata
de un fenómeno histórico – social que ha requerido (y requiere) de la acción y
la movilización cívica gestadas desde los partidos políticos o desde las
instituciones de la sociedad civil. Si los ciudadanos no están alertas y bien
dispuestos a organizarse y salir a las calles a defender sus derechos, el
sistema legal y político que protege estos derechos básicos puede verse
lesionado por formas de abuso de poder generados desde el escenario de
operaciones de la autoridad política o desde la actuación de otros grupos que ejercen algún tipo de
influencia en la comunidad (los llamados “poderes fácticos”). La acción cívica y la defensa de la autonomía
privada pueden ser consideradas, en esta línea de reflexión, como dos caras de
una misma moneda, como dos dimensiones centrales de la libertad política.
* Esbozos para unas reflexiones que serán publicadas en el siguiente número de PÁGINAS
* Esbozos para unas reflexiones que serán publicadas en el siguiente número de PÁGINAS
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