lunes, 16 de julio de 2012

EL ÚLTIMO DÍA





Gonzalo Gamio Gehri


Intuyendo el curso de lo inexorable, Héctor se pregunta si debe o no enfrentar a Aquiles. Sabe que combatirlo equivale a aceptar la inminencia de la propia muerte. Contempla los intensos tonos naranjas del amanecer, con la mano en la empuñadura de su espada, y examina los sombríos pensamientos que se agitan en su interior. Sus padres le han suplicado no librar esta postrera batalla, y el lúcido Polidamante – amigo de la infancia y antiguo compañero de armas – es de la misma opinión. La noche anterior, en plena sesión de la asamblea, el joven orador ha pretendido persuadirlo con aladas y convincentes palabras. Ha pedido que los guerreros troyanos se replieguen hacia la ciudad. Él había respondido:

“Mañana temprano, al alba, equipados con las armas, despertemos junto a las huecas naves al feroz Ares. Si es verdad que el divino Aquiles ha salido de las naves, peor será para él, si es eso lo que quiere. Yo no pienso huir fuera del entristecedor combate, sino que me plantaré delante a ver quién se lleva una gran victoria, si él o yo. Enialio es imparcial y también mata al matador”[1].

No obstante, Atenea había ofuscado su juicio, y le había empujado a hablar así.

Ahora, observando desde las altas murallas los primeros rayos del sol, comprende que éste será su último día. Se ha calzado las armas con esmero y sólo espera la acometida de la funesta Moira. Observa a sus propios soldados prepararse para el combate, y le parece ver cómo sus almas se precipitan velozmente a la cavernosa morada de Hades. Él mismo, pese al amor que le profesa su pueblo y a los cantos que entonan sobre sus hazañas, ha llegado a considerar sensata y pertinente  la propuesta de Polidamante. Él también ansía una vida larga y próspera. Con gusto cambiaría la espada por el cetro que algún día heredaría de su padre. Sin embargo, otro pensamiento contuvo su aliento. Todos los seres humanos mueren, de un modo o de otro ¿La diferencia no consiste acaso en cómo morimos, en si nos atrevemos a mirar o no a los ojos de la misma Muerte y dedicarle una sonrisa? ¿Por Qué aspirar a dejar la vida en una tibia cama y no en medio del combate, cubierto de sangre, escuchando a mil gargantas que corean tu nombre, cuyo recuerdo desafiará los siglos? Seremos inevitablemente alimento de gusanos, nuestra existencia tiene fecha de vencimiento, aunque ignoramos la fecha de nuestra muerte. La única inmortalidad que puede acariciar un ser humano es aquella que confiere el recuerdo de tus semejantes. El amor propio y el de quienes empuñan las armas en el campo de batalla.

Estos pensamientos sacudieron el ánimo de Héctor. Luego escuchó el violento llamado de Aquiles.


[1] Iliada, canto XVIII 303-9.

1 comentario:

Henry Kurt Michael Ayala Alva dijo...

Interesante reflexión. Muy buena!!!