Gonzalo Gamio Gehri
Consideremos por un momento nuestros modos elementales de experiencia y juicio en el ámbito del actuar cotidiano. Nuestras formas ordinarias de relacionarnos con el mundo circundante (la percepción, el juicio, la comunicación gestual o verbal, etc.) están siempre mediadas por creencias y compromisos con creencias sobre lo real, creencias y compromisos que no siempre examinamos a pesar de su frecuente densidad teórica; ellos constituyen en buena medida el léxico que subyace a nuestra comprensión del mundo y nuestra actuación en él.[1] El conjunto de suposiciones que guían nuestro sentido básico de ubicación en la realidad es lo que cotidianamente llamamos nuestro “sentido común”. Este sistema de creencias está vinculado a la relación somática y social con el mundo vivido. Se forja en el seno de una comunidad y se enmarca en el horizonte del intercambio de opiniones y el cuestionamiento de sus ‘cimientos’. La apropiación y formulación del sentido común implica, en un cierto nivel, la búsqueda de justificación de su sentido[2]. En determinados contextos, la revisión de los léxicos constituye una práctica común. La filosofía hace su ingreso cuando procuramos “desocultar” (alethéin), “sacar a la luz” aquellas suposiciones que sostienen este horizonte pre-conceptual.
Pero este movimiento reflexivo implica un cambio de actitud frente a las propias creencias y al entorno[3]. La filosofía se ocupa de lo invisible, vale decir, de aquellos modos de plantear problemas o interpretar nuestra experiencia que permanecen ocultos o inexplorados en las formas establecidas y generalmente admitidas de saber. El ejercicio del pensamiento supone una cierta superación de la “actitud natural”- que se abandona al mundo en tanto lo da simplemente por sentado – en la disposición crítica, para la cual no existe nada obvio, nada que deba sobreentenderse sin mas y aceptarse como evidente. Esta nueva figura comprensiva no deja de “extrañarse” (thaumatzein) de aquello que para el sentido común es un dato inmediatamente verdadero. Lo que cotidianamente nos resulta familiar se convierte en “extraño” para nosotros. De esta manera, la emergencia de la filosofía suscita irremediablemente fisuras en el ámbito de nuestras “certezas” ordinarias. La filosofía “rompe” con la consideración dogmática de nuestras creencias.
Sin embargo, nuestro sistema de creencias cuenta con “capas” más sutiles, que van más allá del conjunto de suposiciones implícitas en nuestros actos perceptivos y comunicativos. Contamos con imágenes densas acerca de la estructura del cosmos, la condición humana y los valores y normas que habrían de dirigir el curso de nuestras vidas. Estos sistemas de creencias no describen algún aspecto puntual de la realidad o el mundo social, sino presentan un retrato completo de la existencia e involucran la vida como un todo. Las cosmovisiones culturales, las religiones y muchas ideologías políticas son buenos ejemplos de lo que quiero decir con esto. Estas narrativas generales contribuyen a dar forma, por así decirlo, al “mapa” que señala las coordenadas en las que nuestra identidad se despliega. Es el espacio de los fines de la vida – de su “sentido” -, de los más caros anhelos y también de los temores que inquietan el corazón y el pensamiento. Es claramente un espacio social de significaciones sociales, dado que las acciones y el curso de la vida de un agente constituyen un tejido intersubjetivo – histórico, así como los lenguajes en los que se expresa la ipseidad son resultado de transacciones colectivas[4]. La sustancia de este horizonte hermenéutico es el ejercicio de la interlocución.
Todos los individuos estamos inscritos en estos sistemas de creencias y trasfondos de interacción lingüística, estos se hacen patentes incluso en nuestras formas más básicas de contacto social[5]. Es preciso, no obstante, distinguir dos actitudes posibles frente a dichos horizontes. Podemos considerar reflexivamente estos lenguajes, de modo que estos puedan ser puestos en cuestión y ser reformulados sensiblemente, en el sentido mencionado de la metánoia; este modo de aproximarnos críticamente a nuestro sistema de creencias se extiende al conjunto de prácticas sociales e instituciones que las sostienen. Asumir la tarea crítica racional respecto de nuestros valores e interpretaciones de la vida implica siempre entablar un diálogo con las instituciones que pretenden representarlos ante nuestras comunidades vitales. A su manera, la filosofía, las ciencias humanas, el arte y la literatura han apuntado siempre a impulsar ese trabajo de ejercicio crítico y cambio conceptual: ellas hacen eco de la advertencia socrática según la cual “una vida carente de examen no es una vida digna para un hombre”[6]. Esta actitud crítica y autocrítica no tendría necesariamente que ser ajena al pensamiento religioso o político[7]. Pero es posible también, desarrollar una actitud existencial e institucional reacia a la reflexión y al cuestionamiento. Se trata del fundamentalismo, o más precisamente, del espíritu de la ortodoxia[8].
Esta actitud se identifica con la propensión – especialmente institucional – a declarar la propia interpretación sobre determinados valores y creencias o cierto cuerpo de opinión como el único “correcto” (orthē dóxa), frente a la diversidad de perspectivas sobre el sentido de la realidad y la vida buena. Cuando se proclama que un sistema de creencias representa la verdad, esa toma de posición implica considerar a las otras formas de comprender los mismos problemas como no verdaderas o no propiamente “correctas”. En esa línea, la ortodoxia es una concepción monista que concibe el factum de las diferencias culturales o el pluralismo en materia de religión, cultura moral o política como un rasgo de inmadurez o corrupción del espíritu humano, pues debería esperarse la suscripción universal de un único saber y de una única verdad. “Antes que nada, pues”, señala Jean Grenier, “una ortodoxia es una doctrina de la exclusión”[9].
El espíritu de ortodoxia apuesta por la inmovilidad conceptual. La búsqueda de la verdad o del bien tiene que circunscribirse estrictamente a los márgenes establecidos por su sistema de creencias y léxico último, tanto como a sus textos canónicos y autoridades tradicionales. Considera, extrañamente, que el juicio de la institución o sus autoridades es simplemente inapelable. Fuera de esas fronteras institucionales, esta perspectiva asegura que no estamos realmente libres del error o de la confusión. Rehuye en ese sentido las preguntas que escapan al “catálogo de la fe y la militancia”. Es preciso destacar que esta posición no puede identificarse sin más con el punto de vista del creyente - por ejemplo, una actitud cuestionadora como la de Job en la práctica desafía a cualquier visión ortodoxa acerca de la justicia divina y la presencia del mal en la tierra[10] - sino más bien con un credo endurecido por pretensiones ideológicas y sociales que no se agotan en la lógica misma de la creencia[11]. Ante todo estas pretensiones conciernen a los vínculos entre el credo y el ejercicio del poder y la discriminación: “un creyente acude a todos los hombres para que compartan su fe; un ortodoxo recusa a todos los hombres que no comparten su fe”[12] . En sus formas más feroces, el espíritu de ortodoxia ha llevado esta intolerancia básica a la represión violenta: los campos de concentración, los gulag, la Inquisición y las diferentes formas religiosas y seculares de persecución ideológica son prueba de ello. El punto de partida de esta actitud radica en el anhelo ortodoxo de ahogar conscientemente toda interpelación que pueda conmover sus cimientos teóricos o a cuestionar el origen de su poder. Como indica lúcidamente Gianni Vattimo, “la violencia [está] implícita en toda ultimidad, en todo primer principio que acalle cualquier nueva pregunta”[13].
Este rechazo explícito de la metánoia hace que el espíritu de ortodoxia encuentre en la filosofía a su adversario natural. El filósofo no teme a la muerte de sus pre-juicios, no retrocede ante la redefinición de su mundo conceptual; la ortodoxia aspira a la permanencia de sus creencias, a la cristalización de su doctrina. La filosofía cultiva el disentimiento y la discrepancia, porque considera que la valoración del disenso es un síntoma de humanidad y de racionalidad en el más alto sentido, el de la constitución de una vida libre y abierta a las diferencias. La ortodoxia encuentra en la discrepancia solamente la inminencia del error y la herejía. La búsqueda de la racionalidad y la buena vida a través del diálogo le resulta al fundamentalismo una concesión gratuita al juicio común de los no iniciados. Para el ortodoxo, la racionalidad no es consenso. Por ello huye del interrogar radical del pensamiento crítico y sólo aprecia el trabajo filosófico cuando éste ha sido violentado y domesticado – en realidad destruido, ‘desnaturalizado’ – con el pesado yugo y los arneses de la ideología.
Pero este movimiento reflexivo implica un cambio de actitud frente a las propias creencias y al entorno[3]. La filosofía se ocupa de lo invisible, vale decir, de aquellos modos de plantear problemas o interpretar nuestra experiencia que permanecen ocultos o inexplorados en las formas establecidas y generalmente admitidas de saber. El ejercicio del pensamiento supone una cierta superación de la “actitud natural”- que se abandona al mundo en tanto lo da simplemente por sentado – en la disposición crítica, para la cual no existe nada obvio, nada que deba sobreentenderse sin mas y aceptarse como evidente. Esta nueva figura comprensiva no deja de “extrañarse” (thaumatzein) de aquello que para el sentido común es un dato inmediatamente verdadero. Lo que cotidianamente nos resulta familiar se convierte en “extraño” para nosotros. De esta manera, la emergencia de la filosofía suscita irremediablemente fisuras en el ámbito de nuestras “certezas” ordinarias. La filosofía “rompe” con la consideración dogmática de nuestras creencias.
Sin embargo, nuestro sistema de creencias cuenta con “capas” más sutiles, que van más allá del conjunto de suposiciones implícitas en nuestros actos perceptivos y comunicativos. Contamos con imágenes densas acerca de la estructura del cosmos, la condición humana y los valores y normas que habrían de dirigir el curso de nuestras vidas. Estos sistemas de creencias no describen algún aspecto puntual de la realidad o el mundo social, sino presentan un retrato completo de la existencia e involucran la vida como un todo. Las cosmovisiones culturales, las religiones y muchas ideologías políticas son buenos ejemplos de lo que quiero decir con esto. Estas narrativas generales contribuyen a dar forma, por así decirlo, al “mapa” que señala las coordenadas en las que nuestra identidad se despliega. Es el espacio de los fines de la vida – de su “sentido” -, de los más caros anhelos y también de los temores que inquietan el corazón y el pensamiento. Es claramente un espacio social de significaciones sociales, dado que las acciones y el curso de la vida de un agente constituyen un tejido intersubjetivo – histórico, así como los lenguajes en los que se expresa la ipseidad son resultado de transacciones colectivas[4]. La sustancia de este horizonte hermenéutico es el ejercicio de la interlocución.
Todos los individuos estamos inscritos en estos sistemas de creencias y trasfondos de interacción lingüística, estos se hacen patentes incluso en nuestras formas más básicas de contacto social[5]. Es preciso, no obstante, distinguir dos actitudes posibles frente a dichos horizontes. Podemos considerar reflexivamente estos lenguajes, de modo que estos puedan ser puestos en cuestión y ser reformulados sensiblemente, en el sentido mencionado de la metánoia; este modo de aproximarnos críticamente a nuestro sistema de creencias se extiende al conjunto de prácticas sociales e instituciones que las sostienen. Asumir la tarea crítica racional respecto de nuestros valores e interpretaciones de la vida implica siempre entablar un diálogo con las instituciones que pretenden representarlos ante nuestras comunidades vitales. A su manera, la filosofía, las ciencias humanas, el arte y la literatura han apuntado siempre a impulsar ese trabajo de ejercicio crítico y cambio conceptual: ellas hacen eco de la advertencia socrática según la cual “una vida carente de examen no es una vida digna para un hombre”[6]. Esta actitud crítica y autocrítica no tendría necesariamente que ser ajena al pensamiento religioso o político[7]. Pero es posible también, desarrollar una actitud existencial e institucional reacia a la reflexión y al cuestionamiento. Se trata del fundamentalismo, o más precisamente, del espíritu de la ortodoxia[8].
Esta actitud se identifica con la propensión – especialmente institucional – a declarar la propia interpretación sobre determinados valores y creencias o cierto cuerpo de opinión como el único “correcto” (orthē dóxa), frente a la diversidad de perspectivas sobre el sentido de la realidad y la vida buena. Cuando se proclama que un sistema de creencias representa la verdad, esa toma de posición implica considerar a las otras formas de comprender los mismos problemas como no verdaderas o no propiamente “correctas”. En esa línea, la ortodoxia es una concepción monista que concibe el factum de las diferencias culturales o el pluralismo en materia de religión, cultura moral o política como un rasgo de inmadurez o corrupción del espíritu humano, pues debería esperarse la suscripción universal de un único saber y de una única verdad. “Antes que nada, pues”, señala Jean Grenier, “una ortodoxia es una doctrina de la exclusión”[9].
El espíritu de ortodoxia apuesta por la inmovilidad conceptual. La búsqueda de la verdad o del bien tiene que circunscribirse estrictamente a los márgenes establecidos por su sistema de creencias y léxico último, tanto como a sus textos canónicos y autoridades tradicionales. Considera, extrañamente, que el juicio de la institución o sus autoridades es simplemente inapelable. Fuera de esas fronteras institucionales, esta perspectiva asegura que no estamos realmente libres del error o de la confusión. Rehuye en ese sentido las preguntas que escapan al “catálogo de la fe y la militancia”. Es preciso destacar que esta posición no puede identificarse sin más con el punto de vista del creyente - por ejemplo, una actitud cuestionadora como la de Job en la práctica desafía a cualquier visión ortodoxa acerca de la justicia divina y la presencia del mal en la tierra[10] - sino más bien con un credo endurecido por pretensiones ideológicas y sociales que no se agotan en la lógica misma de la creencia[11]. Ante todo estas pretensiones conciernen a los vínculos entre el credo y el ejercicio del poder y la discriminación: “un creyente acude a todos los hombres para que compartan su fe; un ortodoxo recusa a todos los hombres que no comparten su fe”[12] . En sus formas más feroces, el espíritu de ortodoxia ha llevado esta intolerancia básica a la represión violenta: los campos de concentración, los gulag, la Inquisición y las diferentes formas religiosas y seculares de persecución ideológica son prueba de ello. El punto de partida de esta actitud radica en el anhelo ortodoxo de ahogar conscientemente toda interpelación que pueda conmover sus cimientos teóricos o a cuestionar el origen de su poder. Como indica lúcidamente Gianni Vattimo, “la violencia [está] implícita en toda ultimidad, en todo primer principio que acalle cualquier nueva pregunta”[13].
Este rechazo explícito de la metánoia hace que el espíritu de ortodoxia encuentre en la filosofía a su adversario natural. El filósofo no teme a la muerte de sus pre-juicios, no retrocede ante la redefinición de su mundo conceptual; la ortodoxia aspira a la permanencia de sus creencias, a la cristalización de su doctrina. La filosofía cultiva el disentimiento y la discrepancia, porque considera que la valoración del disenso es un síntoma de humanidad y de racionalidad en el más alto sentido, el de la constitución de una vida libre y abierta a las diferencias. La ortodoxia encuentra en la discrepancia solamente la inminencia del error y la herejía. La búsqueda de la racionalidad y la buena vida a través del diálogo le resulta al fundamentalismo una concesión gratuita al juicio común de los no iniciados. Para el ortodoxo, la racionalidad no es consenso. Por ello huye del interrogar radical del pensamiento crítico y sólo aprecia el trabajo filosófico cuando éste ha sido violentado y domesticado – en realidad destruido, ‘desnaturalizado’ – con el pesado yugo y los arneses de la ideología.
[1] Utilizo libremente la expresión de Richard Rorty. Cfr. Rorty, Richard Ironía,contingencia y solidaridad Barcelona, Paidós 1989.
[2] He desarrollado este argumento en Gamio, Gonzalo “La comprensión como práctica social” en: Villar, Alicia y Miguel García Baró (eds.) Pensar la solidaridad Madrid, Universidad Pontificia de Comillas 2004 pp. 441 – 464.
[3] Es preciso señalar que esta actitud crítica – reflexiva sobre el horizonte pone en cuestión diferentes aspectos del mismo, pero no está en capacidad – desde un punto de vista fenomenológico - dado el carácter encarnado y finito del agente, examinar simultáneamente la totalidad del horizonte. El trabajo de la crítica es temporal y progresivo.
[4] Sobre este punto conviene revisar los principales textos de la tradición fenomenológico – hermenéutica sobre el tema de los horizontes identitarios. Cfr. Husserl, Edmund La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental Barcelona, Crítica 1991; Taylor, Charles Fuentes del yo Barcelona Paidós 1996 en especial los capítulos 3 y 12; Gadamer ,Hans-Georg Verdad y método Salamanca Sígueme 1979; Ricoeur, Paul El si mismo como otro Madrid, Siglo veintiuno 1996.
[5] Véase Bordieu, Pierre El sentido práctico Madrid, Taurus 1991.
[6] Apol. 38a5.
[7] Me he ocupado de este tema en el caso de la crítica religiosa del ethos religioso en Gamio, Gonzalo “Ética y eclipse de Dios” en: Sal Térrae Nº 91, Julio – Agosto 2003 pp. 559 – 575.
[8] Tomo esta expresión del agudo y ya clásico trabajo de Jean Grenier Sobre el espíritu de la ortodoxia Caracas, monte Ávila 1969.
[9] Grenier, Jean “¿Qué es una ortodoxia?” en: Sobre el espíritu de la ortodoxia op.cit., p. 15.
[10] Por ejemplo, véase Job 21. Para un excelente estudio sobre el tema revísese Gutiérrez, Gustavo Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente Lima, CEP 1986.
[11] Véase al respecto Arens, Eduardo “¿Cuál verdad? Apuntes sobre el fundamentalismo”? en: Páginas 188 Agosto 2004 pp. 36 – 47.
[12] Grenier, Jean op.cit., loc.cit.
[13] Vattimo, Gianni Creer que se cree Barcelona, Paidós 1998 p. 77.
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