Gonzalo Gamio Gehri
Una
de las ideas más poderosas que Nietzsche ha desarrollado en El ocaso de los ídolos es aquella que
insiste en el reconocimiento de la finitud como “principio” de saber para la
vida. Incluso la “verdad” ha de ser concebida desde y en el flujo de la
temporalidad. Esta tesis – recibida luego por pragmatistas y hermeneutas – nos lleva
a pensar la “verdad” como un proceso histórico, si se quiere, narrativo.
Plantear
el asunto de la “verdad” en el marco del curso de una existencia finita tiene
consecuencias. Nietzsche las identifica y las hace explícitas. Sostiene que la
obsesión de poetas, teólogos y metafísicos con la representación de una verdad
eterna – que desafía la temporalidad
finita, el devenir, la negación y la muerte –, la postulación de una verdad
tranquilizadora que reposa sobre certezas, sólo expresa nuestro más elemental
miedo a la muerte. Pone de manifiesto un
mecanismo de defensa para intentar sortear nuestra vulnerabilidad y caducidad. La
sabiduría consiste en aceptar nuestra ineludible finitud, aceptar la muerte no
sólo como parte de nuestra existencia física (su episodio final, por así
decirlo), si no también la eventual muerte de nuestras teorías, creencias,
cosmovisiones ¿podemos asumir esa difícil condición? ¿Podemos rechazar los “mundos”
en nombre de la tierra?
¿No
somos capaces de ver que toda realidad y sistema de pensamiento perecen devorados
por el tiempo? Pensemos en el culto a los Olímpicos, en cuántos combates se han
entablado invocando sus nombres, en
cuantos sacrificios y libaciones se celebraron en virtud del temor o del amor
que se les profesaba. Hoy, todo el saber y la virtud que ese culto entrañaba se
exhiben en los anaqueles de las librerías dedicadas a la “mitología”. Su legado
conmueve el alma de filólogos, filósofos, críticos literarios y otros académicos,
pero ya no moviliza la fe de pueblos enteros o conmueve las plegarias de los suplicantes, como en el pasado. Se trata hoy de otra devoción, de otra clase de lealtad, por muy poderosa que sea. Esto es algo que quienes amamos
el mundo clásico – quienes pensamos que la literatura griega encierra una
iluminadora sabiduría - no podemos si no admitir.
Salvo
los principios formales que estructuran el pensamiento, nuestras ideas y
herramientas conceptuales están abiertas a la finitud. Saber vivir implica
aceptar este “hecho”. Pensar así equivale a “aprender a morir, moverse en el ámbito de la vulnerabilidad
constitutiva de los agentes humanos. Pienso en una imagen que plantea Martha Nussbaum a propósito del trabajo del noús
praktikós, la de participar en una larga travesía en alta mar, de modo que
la necesidad nos lleva a reparar ‘sobre la marcha’ las grietas y desperfectos
sustituyendo las tablas rotas por otras tablas del barco, sin que por ello el viaje se
interrumpa. Las categorías que usamos para interpretarnos a nosotros y a nuestro entorno son recursos conceptuales para el camino. De lo que se trata es de comprender con lucidez los posibles caminos (así, en plural) que podemos emprender. El propio Nietzsche denunciaba el error de quienes pretendían
garantizar la eternidad de sus convicciones privándolas de incrustación histórica.
Llamaba a ese error “egipticismo”, pues equivalía a momificar el pensamiento y
la verdad. El precio de hacerla extraordinariamente duradera era embalsamarla,
quitarle la vida. Esta actitud revela una desgarradora contradición, y
evidencia un amargo fracaso. Nietzsche proponía devolver la verdad al torrente del
devenir.
No
resulta difícil percibir que tras esta polémica concepción de las cosas (en la raíz de esta incómoda intución nietzscheana) se alza
un nítido horizonte de libertad. Se trata de una lectura de la existencia que es necesario examinar y someter a discusión.
2 comentarios:
Maestro, cuando escribe que "Salvo los principios formales que estructuran el pensamiento, nuestras ideas y herramientas conceptuales están abiertas a la finitud.", ¿a qué se refiere con aquellos "principios formales que estructuran el pensamiento"?
Los principios de la lógica.
Saludos,
Gonzalo.
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