Gonzalo Gamio Gehri
Se ha generado en
nuestro medio un debate interesante sobre el carácter y sentido del
liberalismo. Los diversos escenarios de
esta polémica son algunas revistas y periódicos locales interesados en el tema
político más allá de los escándalos del día. Alberto Vergara, Gonzalo Zegarra y
Eduardo Dargent han desarrollado argumentos contrapuestos en torno a las raíces
de la política liberal y su eventual proyección sobre el precario mapa
ideológico-político peruano. Recordemos que hace un tiempo Martín Tanaka
examinaba en La República las razones
por las cuales el liberalismo no encontraba un lugar entre los partidos
nacionales, mostrando con claridad cómo los liberales auténticos desarrollaban sus ideas lejos de la arena política y de las organizaciones que le son propias. Se trata de un asunto de singular importancia para quienes están interesados en analizar rigurosamente la calidad de nuestra democracia y la diversidad y alcances de las ideologías en el país.
Vergara sitúa muy
bien el corazón del liberalismo en una concepción antijerárquica de la vida
política, centrada en la defensa de las libertades y derechos de los
individuos. “Ante todo, el liberalismo es una
conspiración política contra las desigualdades pretendidamente naturales en la
sociedad”, señala acertadamente. Añade que el liberalismo constituye
ante todo un sistema de ideas políticas, y que la dimensión económica se
desprende de aquel. No resulta sorprendente que la perspectiva liberal no haya
calado en un país en el que una parte significativa de su autotitulada “clase dirigente” ha saludado
sistemáticamente proyectos autoritarios, o considera a la Iglesia católica y a las Fuerzas Armadas
“instituciones tutelares”, vulnerando cualquier sentido fundamental de
ciudadanía democrática. El capitalismo no les molesta, pero sí la igualdad y la
agencia política. Tampoco escasean en el Perú los diminutos personajillos que
glorifican los títulos de nobleza propios y ajenos o avalan múltiples formas de
discriminación e injusticia estructural.
El autor afirma
que, si bien las organizaciones políticas nacionales no han suscrito el ideario liberal,
se ha preservado una suerte de “liberalismo intuitivo” entre ciudadanos de buena
voluntad que han censurado la justificación espuria de las desigualdades
económicas, el ejercicio de la violencia cultural y el clericalismo. Con frecuencia, estos ciudadanos han apoyado la candidatura de alguna figura o grupo que ostentaba una trayectoria democrática, o han actuado juntos desde alguna institución de la sociedad civil. No obstante, ese
importante sector de la población no encuentra todavía un espacio político
adecuado para articular sus intuiciones pluralistas y sus aspiraciones cívicas.
En contrate, abundan en el Perú los políticos y periodistas pseudoliberales – en la
práctica, antiliberales – que rechazan los derechos humanos, la secularización
de la política, pero que a la vez suscriben alguna forma catequética de
mercantilismo, pues creen que la lógica del mercado constituye el espontáneo e
incuestionable sustrato de la justicia distributiva. Tales objetables presuposiciones
les impiden reconocer la pertinencia de un elemento central en la agenda
liberal: el fortalecimiento de las instituciones del Estado y la sociedad
civil. Para los líderes de opinión creyentes en este mercantilismo dogmático, Milton Friedman es un
héroe, y John Rawls es prácticamente un "criptocomunista". Tampoco sorprende que estos
predicadores pseudoliberales hayan pretendido que el capitalismo florezca al
interior de los regímenes autoritarios que en su día aplaudieron sin rubor.
En general, cultivan el recurso
antiliberal del macartismo y la estigmatización ideológica como herramientas de
combate intelectual. Lo vemos diariamente en algunos medios de prensa.
Como Vergara y
Dargent han argumentado en sus columnas en Poder
360° y en Diario 16, este
pseudoliberalismo se aproxima nítidamente a posiciones conservadoras, en las
que – como se ha dicho – se presume que el capitalismo puede coexistir con
políticas que reprimen seriamente las libertades cívicas y el pluaralismo. En
sus versiones radicales, esa derecha mercantilista desestima cuestiones que son
importantes en el horizonte de la filosofía pública liberal, como las
posibilidades del entendimiento intercultural o el respeto de la diversidad
religiosa. Dargent ha citado correctamente el caso del rígido ideario de “El
perro del hortelano” como expresión de este ideario neoconservador.
Gonzalo Zegarra
reconoce la sensibilidad política de académicos como Vergara y Dargent, pero
advierte que “la sensibilidad no es fuente de
Derecho (…).No califican, pues, las preferencias morales, estéticas ni
sentimentales. Éstas son contingentes y cambiantes: no se pueden volver ley”.
A pesar de su alegato legalista, Zegarra percibe en Vergara una cierta
proclividad al “estatismo” por su vocación institucionalista. Como se sabe, el
“estatismo” es el sombrío fantasma que quita el sueño de nuestra derecha
mercantilista. Los diversos estatismos, sugiere Zegarra, abrazan alguna forma
de sentimentalismo. Afirma que “tanto
las izquierdas como las derechas estatistas se apartan de la razón y pretenden
la imposición de sentimientos. De la compasión el socialismo; del nacionalismo
y la fe, el conservadurismo”. En contraste, el liberalismo sería una
doctrina basada en el imperio de la razón.
Desconcierta el
burdo antagonismo planteado entre la razón y las emociones. A primera vista, Zegarra
parece desconocer la dimensión cognitiva de las emociones morales, que en su
momento defendieron Aristóteles y Adam Smith, y que en un tiempo reciente
destacaron Richard Rorty, Michael Walzer, Bernard Williams y Martha Nussbaum. Las emociones no son meramente irracionales - ni exclusivamente privadas -, eso lo sabemos desde los griegos, y su impacto en el ejercicio de la razón pública no es necesariamente negativo. El juicio práctico supone el
concurso de la percepción emotiva y la deliberación racional: esto sucede tanto en el discernimiento sobre el buen vivir como en la cimentación del justo trato (curiosamente, Zegarra no desarrolla un concepto de razón, pero podría sospecharse de que se trata del estricto cálculo estratégico). Sorprende más
todavía que Zegarra no caiga en la cuenta de que el liberalismo se nutre de una
peculiar sensibilidad. Judith Shklar ha discutido la importancia del miedo en
la construcción del sistema político y legal liberal, particularmente (pero no
solamente) los derechos humanos. Curiosamente, la sensibilidad sí es fuente de derecho. Shklar se ha ocupado de examinar los vicios
que son incompatibles con una sociedad liberal. El primero de ellos es la crueldad. Uno de los problemas conceptuales
más graves en nuestros debates locales sobre el liberalismo - particularmente presente en posiciones como la de Zegarra - radica en que se
desvincula el pensamiento liberal de su historia ¿Cómo entender la política
liberal sin la experiencia trágica de las guerras de religión y los efectos funestos del integrismo religioso? El pensamiento político no surge por generación espontánea. Sólo de cara a
esta experiencia histórica puede mostrarse con toda claridad la conexión entre el
liberalismo y determinadas formas de sensibilidad articulada.
El liberalismo
aspira a construir un escenario institucional en el que el individuo pueda
diseñar y realizar su proyecto de vida sin las ataduras del linaje o de la
condición social, que otrora le imponían un férreo “destino”. Por eso el
énfasis en los derechos universales y en
la igualdad de oportunidades (presente en los contractualistas del siglo XVII,
en Rawls, en Sen y en tantos otros). Del mismo modo, el liberalismo plantea
como un elemento fundamental el cultivo de la razón práctica o agencia,
la capacidad de la persona de examinar críticamente las propias tradiciones y
elegir el modo de vida “que tienen razones para valorar”[1]. La evaluación de las convicciones constituye una inequívoca expresión de libertad. Rechazar la asignación exterior (e indiscutible) de un propósito vital o de un
sistema de creencias. La tradición no puede proferir la última palabra en la cuestión de la plenitud de la existencia, así como en la materia políticamente estructural de los principios distributivos (y conmutativos). Por ello el énfasis en el principio de autonomía y en la
construcción de espacios de deliberación pública. La centralidad de la justicia
que vindica la visión liberal recoge esta constelación de consideraciones de orden
práctico sobre la igualdad, la elección
de la vida y el cuidado del discernimiento.
La idea de justicia
que cimenta la teoría política liberal no brota de la abstracción, si no de una
compleja reflexión que bebe de un acervo de experiencias y de una historia de
debates y de movilizaciones sociales. El miedo, la compasión y la indignación
son dimensiones de la sensibilidad ética que no pueden disociarse de dicha idea
sin condenar esa idea a la indeterminación. El liberalismo es un modo de pensar
y de sentir que encuentra su encarnación pública en un sistema de instituciones
políticas y legales que se propone proteger al individuo frente a la violencia
y la represión de la libertad.
(Nelson Manrique publicó ayer un artículo en La República sobre el tema)
(Nuevo artículo de Nelson Manrique sobre el tema 1-1-2013).
(Nelson Manrique publicó ayer un artículo en La República sobre el tema)
(Nuevo artículo de Nelson Manrique sobre el tema 1-1-2013).
[1] Como hemos señalado, el
discernimiento invoca el trabajo coordinado de la razón y los sentimientos.
2 comentarios:
Gonzalo,
Gracias por no olvidar los temas políticos; como siempre, acertado. No dejemos que el liberalismo se confunda con el capitalismo.
Saludos,
Muy buen artículo.
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