Gonzalo Gamio Gehri
La tragedia griega fue concebida desde sus inicios como una fuente de aprendizaje ético y político, fundamental para la construcción de la ciudadanía y la agencia moral. En el mundo político ateniense, la organización y la puesta en escena de la tragedia constituían los elementos centrales de un complejo ritual cívico y religioso que convocaba a la ciudadanía entera: los miembros del coro, los actores, los espectadores y quienes se ocupaban de la producción del espectáculo eran ciudadanos de la pólis (en contraste con el teatro moderno, que recurre al servicio de profesionales en la materia). En tiempos de Pericles, la asistencia y participación en la tragedia constituía un aspecto medular del proceso de paideia: la consideración de los conflictos prácticos que planteaba el drama por parte de los agentes era reconocida como una experiencia crucial en la formación del carácter y el cultivo del discernimiento público.
Debemos a Aristóteles una notable descripción del carácter de la tragedia griega y su impacto en la pedagogía moral del ciudadano. En Poética 6, 1449b 23, sostiene que la tragedia se propone, en virtud de la representación (mímesis) de la acción y del curso de una vida (práxeos kai bíou), “realizar, mediante la compasión y el temor, la katharsis de las experiencias de este género”. Como se sabe, el arte clásico asumía un rol mimético, aspiraba a ofrecer un retrato fiel del objeto que le servía de modelo, o intentaba representar la naturaleza como tal. En tanto la tragedia busca dar cuenta de la acción y del curso de una vida, su vínculo con la reflexión ética y política es manifiesto. Ella trata de representar en su complejidad las deliberaciones, elecciones y acciones humanas, la precariedad de los hábitos humanos, la incertidumbre que rodea a las decisiones que toman los agentes en situaciones conflictivas. En lugar de transmitir una visión tranquilizadora u optimista de la vida humana, la tragedia nos confronta con la vulnerabilidad de la vida humana, con la inconmensurabilidad de los bienes (y males) que debemos ponderar en nuestras deliberaciones, con la ausencia de ‘principios maestros’ que nos muestren una salida general y definitiva ante los dilemas concretos que nos presenta la vida ordinaria. Diríase que la tragedia constituye una suerte de laboratorio moral y político que examina el ejercicio y las condiciones de la razón práctica.
Concentrémonos un momento en el concepto de katharsis y en su proyección hacia la praxis. Como se sabe, se trata de una noción usada inicialmente en el ámbito de la investigación y el trabajo de la medicina antigua. Katharsis significa originariamente “purga” y “limpieza”: a través de la ingestión de determinados medicamentos el organismo consigue expulsar sustancias que podían resultar dañinas para él y que son causantes de la enfermedad. En su dimensión propiamente ético – política – desarrollada básicamente en la tragedia -, la katharsis alude a un proceso de purificación del juicio, puesto en juego a partir de la experiencia del temor y de la compasión. Estas experiencias nos invitan a ponernos en el lugar del héroe trágico – por ejemplo, en el agudo predicamento de Antígona, o en el terrible dilema de Agamenón - quien debe decidir si sacrificará a Ifigenia o si respetará su vida y se enemistará con los dioses – para deliberar instalados imaginativamente en aquella compleja situación. La deliberación procura esclarecer el juicio respecto de cómo podríamos afrontar tales conflictos.
Se trata de conflictos prácticos sumamente difíciles de plantear y de resolver. Estamos acostumbrados – cuando hablamos de los ‘cimientos de la ética’ en clases y conferencias, o a través de artículos especializados – a considerar que los conflictos morales por excelencia se conciben en términos del contraste entre el “bien” y el “mal”. Es cierto que en ocasiones el discernimiento entre el bien y el mal se convierte en una tarea penosa y llena de dificultades. Las tragedias, no obstante, sitúan en el corazón mismo de la reflexión ética otra clase de conflictos éticos, acaso más complejos y desgarradores. Conflictos en los que el agente se ve confrontado por la colisión entre el bien y el bien, o por la ineludible necesidad de elegir entre el mal y el mal. Con frecuencia, los agentes no pueden salir bien librados de tales situaciones – las ‘soluciones’ postuladas no dejan de ser dolorosas o entrañan alguna forma de riesgo o pérdida para el que las elige -, y sin embargo tienen que tomar una decisión ante ellas.
El agente se ve forzado a elegir entre alternativas que considera – en virtud de sólidas razones – valiosas, enriquecedoras o dignas de ser elegidas. Sin embargo, no puede realizar ambas opciones, tiene que escoger emprender un curso de acción y renunciar al otro. Consideremos el caso que, luego de una profunda meditación sobre el particular, el agente decide seguir el curso de acción A, porque lo estima como el más valioso y sensato. Revisa el proceso deliberativo que le conduce a pensar de esa manera, y ratifica su posición: efectivamente, A es una opción superior a B en virtud de razones que comprendo claramente. A pesar de esta justificada convicción, las razones que revelan la supremacía de A sobre B no anulan los argumentos que hacían de B una opción que podíamos reconocer como significativa y propia de una vida excelente. A pesar de que el agente ‘verifica’ la corrección del razonamiento, renunciar a B le provoca un agudo sentimiento de pérdida. Hubiera deseado que las circunstancias fuesen otras, y que hubiese existido la posibilidad de realizar A y B sin dificultades ni obstáculos.
También es posible que tenga que discernir entre males que colisionan entre sí. En ocasiones tenemos que afrontar situaciones en las que tenemos que elegir entre posibles cursos de acción que consideramos indeseables, o funestos. Las circunstancias no me permiten optar por alguna alternativa que no suponga afrontar alguna forma de dolor o frustración; desearía que el escenario en el que debo decidir y actuar fuese completamente diferente, pero – como es natural - la realidad no corresponde a la medida de mis deseos. Debo procurar reconocer el mal menor. Uno podría pensar sensatamente que, frente a esta clase de dilemas desgarradores es mejor abstenerse de actuar. Sin embargo, permanecer inactivo podría constituir precisamente uno de los males en conflicto. Cualquiera sea el curso de acción que elija, encontraré razones para lamentar haber tenido que pasar por un trance de esta naturaleza.
La katharsis se constituye como el proceso de clarificación ética que pretende reconocer y plantear esta clase de conflictos prácticos – haciendo justicia a su complejidad e intensidad – buscando vías posibles para su eventual “resolución”. Para examinar con mayor rigurosidad la importante cuestión acerca de cómo el espectáculo trágico contribuye al ejercicio de la purificación del juicio, tenemos que detenernos un momento en el tipo de experiencias que Aristóteles asocia con la producción de la katharsis. Como recordamos, la definición aristotélica de la tragedia nos dice que es la vivencia del temor y de la compasión lo que pone en marcha este proceso deliberativo y perceptivo. Una mirada más atenta del tema de lo temible y lo digno de piedad debe llevarnos necesariamente de los análisis de la Poética al examen de estas pasiones en la Retórica.
Como se sabe, la Retórica constituye una obra que examina el discurso y la argumentación, pero también las pasiones que ellos podrían suscitar en un auditorio dispuesto a participar de la dinámica de la persuasión. En este texto encontramos una investigación rigurosa sobre las emociones morales. Es en este contexto de análisis que encontramos las definiciones aristotélicas del temor y la compasión. Aristóteles describe el temor como el sufrimiento motivado por la percepción de un mal venidero, real o hipotético. Se trata una emoción que permite al agente reconocer una situación de riesgo, de modo que procure protegerse a sí mismo y a otros; es por ello que el filósofo sostiene que la experiencia del temor constituye una condición imprescindible para el ejercicio de la virtud de la valentía (en contraste con la temeridad, que revela insensibilidad frente al temor, y por tanto incapacidad para aprender de esta experiencia). La política también aprecia la vivencia del temor, puesto que ésta prepara al ciudadano para conjurar – a través de la observancia de la ley y la acción al interior de las instituciones - las situaciones de peligro en que puede verse sumida la comunidad, y lo empuja a preocuparse por atender las necesidades más acuciantes de sus compatriotas en tiempos de precariedad. La relevancia práctica del temor es destacada por el coro de erinias en Las Euménides de Esquilo:
“Veces hay en que está bien que exista miedo, y debe morar de contínuo, vigilante, en el alma. (…)¿Quién que en la luz de su corazón no alimente un contínuo temor – una ciudad o un simple mortal, para el caso es lo mismo – podría ya venerar a Justicia?”
Aristóteles señala que la compasión se define como “un cierto pesar ante la presencia de un mal destructivo o que produce sufrimiento a quien no se lo merece y que podríamos esperar sufrirlo nosotros mismos o alguno de los nuestros”. Se trata de una emoción moral que me lleva a sentir con el otro – con la víctima inocente – y a asumir su defensa, si esto es posible. Sólo es posible experimentar compasión a partir del ejercicio de la empatía, una operación de la reflexión y la imaginación que proyecta mis reacciones y pensamientos hacia las circunstancias que vive el otro, su dolor, su manera de percibirse en medio de una situación particular (por lo general adversa). La proyección empática hace posible la atención compasiva de quien padece injusticia, y constituye el punto de partida de cualquier compromiso ético o político de gran alcance. El contacto imaginario con la situación del otro me lleva a preguntarme cómo reaccionaría yo si tuviese que afrontar circunstancias similares, y qué podría hacer para combatir la injusticia padecida, o cómo podría reparar el daño infligido.
La experiencia de aquello que es objeto de temor y de compasión constituye el detonante – de acuerdo con la descripción aristotélica de la tragedia – de la deliberación práctica, concebida en términos de esclarecimiento del juicio y la percepción en torno a los conflictos que se plantean en el espacio público. El proceso del discernimiento purifica nuestro intelecto y nuestras emociones de prejuicios y reacciones que nos impedirían interpretar de manera compleja y lúcida situaciones de injusticia y riesgo. El espectáculo trágico nos invita a ponernos en la situación de personajes que tienen que afrontar dilemas desgarradores en los que cualquier elección entraña pasar por un trance doloroso o renunciar a un bien importante para la vida. La deliberación en torno a estos dilemas pone de manifiesto la insuficiencia de los “principios generales”, las “recetas” y las “soluciones definitivas” frente a los problemas prácticos. Aprendemos así a valorar el concienzudo examen de las condiciones particulares de la práctica, y a reconocer la ineludible vulnerabilidad de nuestras vidas, conceptos e imágenes de lo bueno y lo correcto. Podríamos decir que la katharsis trágica – bosquejada en esta clave hermenéutica – echa luces acerca del ejercicio de la razón práctica y su rol en la búsqueda de una vida sensata en el seno de la pólis.
La vivencia del temor y de la compasión son dolorosas, qué duda cabe. Nos remiten al corazón mismo de la paideia trágica en tanto ésta promueve el aprendizaje a través del sufrimiento. Una vida genuinamente humana no puede evadir el sufrimiento (como tampoco la incertidumbre o el deterioro del cuerpo y de las capacidades físicas e intelectuales). Todo ello forma parte de la fragilidad de nuestra condición. Si no es posible eludir la experiencia de lo negativo – en particular el dolor y la pérdida, en sus diversas manifestaciones -, lo que un agente humano sensato puede hacer es aprender de esa clase de experiencias. Podemos reconocer el sentido de nuestros errores, así como el impacto en nuestra vida de las acciones de los demás, e incluso comprender en qué medida una parte importante del escenario vital que tenemos que enfrentar ordinariamente ha sido bosquejado desde situaciones completamente exteriores a nuestras expectativas, elecciones o círculos de influencia (en la línea de lo que los griegos denominaban tyché y que los romanos tradujeron por fortuna). La experiencia de nuestras fallas y del dolor provocado por ellas nos permite discernir mejor la “medida correcta” en los diferentes asuntos de la vida y a la luz de la especificidad de los contextos prácticos. La virtud más elevada para los griegos – incluidos los autores de tragedias y el propio Aristóteles -, la phrónesis (la prudencia o sabiduría práctica), se ocupaba del reconocimiento deliberativo de la proporción adecuada de acuerdo con los diferentes elementos que constituyen una situación concreta. ´
Las tragedias procuran describir el tipo de habilidades y formas de razonamiento que tendrían que cultivar los ciudadanos para lograr adquirir la phrónesis. En el otro extremo, se describe al imprudente como aquel personaje que se haya sumido en la ceguera voluntaria – una de las formas de ate, el error – situación en la que el agente se evidencia incapaz de discernimiento y de moderación: no escucha a quienes confrontan su posición con argumentos rivales, y ni siquiera atienden a las razones de quienes les aconsejan. Es el caso de Creonte en Antígona, y el de Edipo en Edipo Rey; en ambos casos, las advertencias del anciano Tiresias se revelan insuficientes para hacerlos recapacitar y así evitar incurrir en la hybris. Tampoco el Coro – que suele representar la sabiduría práctica y la atención a la pluralidad de perspectivas que se ponen de manifiesto en el espacio público – suele lograr tal importante propósito, hasta el momento en el que a los insensatos les llega el momento de sufrir irremediablemente. La reflexión de estos personajes respecto de la mesura se plantea siempre tardíamente, cuando el mal está hecho y no hay forma de volver atrás. Ese tipo de actitud constituye el principal vicio que el ciudadano debe prevenir: la falta de lucidez frente a una situación conflictiva.
4 comentarios:
Bello texto amigo
Un abrazo
Ricardo
saludos!!!
tengo entendido que usted es filosofo y por ello deseo realizarle una consulta.yo estudie filosofia, pero ahora me dedico al ser chofer de taxi. la filosofia siempre me apasiono, no me arrepiento de haber estudiado filosofia. pero tambien me apasiona mi trabajo en el cual gano bien y me permite vivir comodamente. sin embargo, me han dicho mediocre y conformista por no ejercer lo que he estudiado. pero yo no me siento conformista porque he cumplido mi sueño de estudiar lo que mas he querido? y trabajo en algo que le pongo pasion y alegria. acaso soy conformista por pensar asi? que es ser conformista y mediocre?
muchas gracias por su ayuda.
Gracias, Ricardo.
Un abrazo,
Gonzalo.
Hola Roger:
Si lograste estudiar lo que querías, no tienes que escuchar los reproches de los demás, supongo.
Saludos,
Gonzalo.
Publicar un comentario