Gonzalo Gamio Gehri
El contractualismo - en tanto una forma posible de sostener procedimentalmente la política liberal - surge como una teoría social concebido como una respuesta a la situación de extrema violencia provocada por las guerras de religión (la guerra de los Treinta Años en el continente europeo, la Revolunción de Cromwell en Inglaterra), guerras que enfrentaban a diferentes grupos sociales por cuestiones de fe, consideraciones que tenían graves consecuencias políticas. Si lo que estaba en juego era la salvación del alma – concebida como el summum bonum – en tiempos turbulentos e intolerantes como aquellos, la posibilidad de una muerte violenta les parecía una solución posible. Las discrepancias doctrinales motivadas por el proceso de Reforma y Contrarreforma pasaron rápidamente del púlpito y las facultades de teología hacia los campos de batalla, generando situaciones de anarquía y caos social.
Podemos caer en la cuenta que, al menos en principio, la situación de violencia estaba motivada por un desacuerdo profundo acerca de la vida buena. Lo que divide a los hombres, y, en este caso, los empuja hacia la violencia, es un desacuerdo profundo sobre las condiciones esenciales de la salvación. No podemos hablar aquí de la existencia de un ethos compartido, ni de la vigencia de los lazos propios de la amistad cívica. El ethos se ha quebrado, ya no podemos comprender la búsqueda del bien en términos de un propósito común o del ejercicio de una forma colectiva de vida. Hobbes y luego Locke reconocieron ante esta situación crítica la necesidad de encontrar una solución fuera de los márgenes del problema del bien. Necesitaban un criterio universal normativo, neutral respecto del tema de los fines o del sentido de la vida, que pudiese garantizar la coexistencia pacífica de individuos que suscribiesen creencias rivales sobre ética y religión[1].
La justicia deja así de concebirse como una virtud – que en el esquema aristotélico era inseparable del concepto de eudaimonía – para referirse al conjunto de principios universales que regularían la vida pública y el derecho, principios que debían ser postulados desde un sistema objetivo de fundamentación. Se busca un conjunto de principios universales que todo individuo racional pudiese entender como obligatorio y vinculante, vale decir, que los agentes puedan concebir como un límite para su acción, prescindiendo de cualquier referencia a sus credos religiosos o morales. Los asuntos relativos al sentido de la vida pasan a formar parte de la esfera privada de las personas. Como dice Locke al respecto: “todo poder, derecho y dominio civil está limitado y restringido al sólo cuidado de promover (los intereses civiles) y no puede ni debe (...) extenderse hasta la salvación de las almas”[2] . Si los asuntos ético – religiosos son concebidos como no públicos, entonces es posible denunciar la guerra religiosa como una evidente transgresión de la libertad de las personas.
El objetivo fundamental de esta perspectiva es el de asegurar la estabilidad del Estado y las leyes, y desde esa estabilidad, garantizar la supervivencia de los individuos, su acceso al bienestar y a la libertad, entendida en términos de la posibilidad de diseñar el proyecto de vida sin ninguna interferencia externa. “el papel de las leyes no es cuidar de la verdad de las opiniones”, indica Locke, “sino de la seguridad del Estado, de los bienes y de la persona de cada hombre en particular. Así debe ser”[3]. El tema de la ‘verdad’ de las creencias apela solamente a la conciencia de los individuos, o en todo caso a círculos pequeños, familias o parroquias. Locke fue uno de los gestores modernos de la libertad religiosa y de la separación entre la Iglesia y el Estado, en vista a que tal separación no sólo incrementaría la libertad de los individuos, sino que también despojaría de legitimidad de cualquier gobierno que pretendiese perseguir a algún grupo humano por causa de su fe.
Si las cuestiones que versan sobre los téle descansan ahora en el ámbito privado ¿De qué bienes se ocupa el Estado? El ejercicio y la adquisición de las virtudes ya no compete al ‘cuerpo político’; la virtud se vuelve un asunto de “recta conciencia”. El Estado buscará más bien garantizar para los individuos la posibilidad de acceso a lo que Aristóteles llamaba “bienes exteriores” entre los que figuran – siguiendo la lista elaborada por Locke – “la vida, la libertad, la salud, el descanso del cuerpo y la posesión de cosas externas, tales como dinero, tierras, casas, muebles y otras semejantes”[4]. De este modo, la intelección y aplicación de la justicia distributiva se convierte en una de las actividades fundamentales en la comprensión moderna de lo público.
¿Cómo precisar los principios de la justicia? El fundamento del orden público no puede ser alguna forma de ethos, sino la voluntad universal, la elección de los individuos racionales. Por eso Locke y sus discípulos encontraron en la hipótesis del contrato entre individuos libres e iguales la fuente teórica de la sociedad. El esclarecimiento de las libertades subjetivas, la supervivencia y la propiedad tiene desde entonces su origen en este procedimiento. En el pensamiento de Hobbes y Locke, el contrato marca el paso de un estado natural a un estado de convivencia social basado en el sometimiento a una ley que es fruto del consentimiento de las ‘partes’, a las que se asignan derechos y el acceso a determinados bienes y recursos . No obstante, para estos autores la vida social no es una condición natural o un estado de cosas deseable para los agentes; ellos consideran que la asociación es una especie de mal necesario, la única forma de protegerse eficazmente de la violencia o la incertidumbre propia del estado natural. El asociarse puede ser una operación engorrosa y difícil, que supone una cierta pérdida de libertad, pero constituye una operación justificable en tanto implica una ganancia en materia de la consecución de seguridad física y económica. En palabras del propio Locke, es el temor a la “depravación de la humanidad” – la rapiña y la violencia – lo que “obliga a los hombres a entrar en sociedad unos con otros, a fin de asegurarse unos a otros, mediante la asistencia mutua, sus propiedades”[5].
Es preciso señalar – para que el contraste con la ética de Aristóteles sea más claro – que, en el esquema hipotético del contrato social, los vínculos entre el individuo y la estructura de la sociedad “recién fundada” son estrictamente instrumentales. El anhelo de seguridad, a fin de superar los peligros e inconvenientes que imperan en el estado de naturaleza, es el principal móvil que lleva a las ‘partes’ del contrato a suscribir el pacto social. El enfoque aristotélico, centrado en la lealtad hacia un ethos (y en la capacidad de considerarlo críticamente), no tiene lugar aquí; el individuo encarnado en alguna comunidad cultural no integra las ‘partes’ del pacto. En la configuración del contracto, los individuos sólo actúan desde el esquema del deseo de supervivencia y el anhelo de satisfacción de las necesidades naturales. Es desde ellas que razonan en términos de medios y fines (o en términos de un cálculo entre costos y beneficios, si queremos recurrir a una lectura más contemporánea). Una vez celebrado el contrato, el individuo respetará la ley por miedo al castigo que impondrá el soberano, único administrador de la violencia.
Como resultado del pacto, el individuo des-cubre sus derechos fundamentales, entendidos como espacios de inmunidad orientados al diseño de los planes de vida, espacios que el Estado está obligado a defender. Fundamentalmente, los Derechos universales son tres: el derecho a la vida, el derecho a la libertad, y el derecho a la posesión de bienes y recursos materiales. Nótese que estos derechos son concebidos desde el modelo del derecho a la propiedad – por ello la postura de Locke ha sido frecuentemente denominada individualismo posesivo -. Tengo derecho a la vida, puesto que soy dueño de mi cuerpo, y nadie puede disponer de él por la fuerza. Tengo derecho a la libertad, porque soy dueño (y eo ipso, único responsable) de mis creencias y valores, de modo que no puedo ser víctima de persecución o discriminación por causa de mis convicciones. Tengo derecho a la libre posesión de aquellos bienes económicos que haya adquirido libremente. Locke, añade un cuarto derecho, el derecho a la desobediencia civil, cuya formulación inaugura la historia del liberalismo político. El soberano hace uso de la violencia para hacer cumplir la ley, pero en ningún caso puede situarse por encima de la ley. Si transgrede la ley – o no cumple con su deber de protegerla, merced a una de las cláusulas del contrato – los ciudadanos pueden legítimamente desconocer su autoridad y desobedecerlo.
Podemos caer en la cuenta que, al menos en principio, la situación de violencia estaba motivada por un desacuerdo profundo acerca de la vida buena. Lo que divide a los hombres, y, en este caso, los empuja hacia la violencia, es un desacuerdo profundo sobre las condiciones esenciales de la salvación. No podemos hablar aquí de la existencia de un ethos compartido, ni de la vigencia de los lazos propios de la amistad cívica. El ethos se ha quebrado, ya no podemos comprender la búsqueda del bien en términos de un propósito común o del ejercicio de una forma colectiva de vida. Hobbes y luego Locke reconocieron ante esta situación crítica la necesidad de encontrar una solución fuera de los márgenes del problema del bien. Necesitaban un criterio universal normativo, neutral respecto del tema de los fines o del sentido de la vida, que pudiese garantizar la coexistencia pacífica de individuos que suscribiesen creencias rivales sobre ética y religión[1].
La justicia deja así de concebirse como una virtud – que en el esquema aristotélico era inseparable del concepto de eudaimonía – para referirse al conjunto de principios universales que regularían la vida pública y el derecho, principios que debían ser postulados desde un sistema objetivo de fundamentación. Se busca un conjunto de principios universales que todo individuo racional pudiese entender como obligatorio y vinculante, vale decir, que los agentes puedan concebir como un límite para su acción, prescindiendo de cualquier referencia a sus credos religiosos o morales. Los asuntos relativos al sentido de la vida pasan a formar parte de la esfera privada de las personas. Como dice Locke al respecto: “todo poder, derecho y dominio civil está limitado y restringido al sólo cuidado de promover (los intereses civiles) y no puede ni debe (...) extenderse hasta la salvación de las almas”[2] . Si los asuntos ético – religiosos son concebidos como no públicos, entonces es posible denunciar la guerra religiosa como una evidente transgresión de la libertad de las personas.
El objetivo fundamental de esta perspectiva es el de asegurar la estabilidad del Estado y las leyes, y desde esa estabilidad, garantizar la supervivencia de los individuos, su acceso al bienestar y a la libertad, entendida en términos de la posibilidad de diseñar el proyecto de vida sin ninguna interferencia externa. “el papel de las leyes no es cuidar de la verdad de las opiniones”, indica Locke, “sino de la seguridad del Estado, de los bienes y de la persona de cada hombre en particular. Así debe ser”[3]. El tema de la ‘verdad’ de las creencias apela solamente a la conciencia de los individuos, o en todo caso a círculos pequeños, familias o parroquias. Locke fue uno de los gestores modernos de la libertad religiosa y de la separación entre la Iglesia y el Estado, en vista a que tal separación no sólo incrementaría la libertad de los individuos, sino que también despojaría de legitimidad de cualquier gobierno que pretendiese perseguir a algún grupo humano por causa de su fe.
Si las cuestiones que versan sobre los téle descansan ahora en el ámbito privado ¿De qué bienes se ocupa el Estado? El ejercicio y la adquisición de las virtudes ya no compete al ‘cuerpo político’; la virtud se vuelve un asunto de “recta conciencia”. El Estado buscará más bien garantizar para los individuos la posibilidad de acceso a lo que Aristóteles llamaba “bienes exteriores” entre los que figuran – siguiendo la lista elaborada por Locke – “la vida, la libertad, la salud, el descanso del cuerpo y la posesión de cosas externas, tales como dinero, tierras, casas, muebles y otras semejantes”[4]. De este modo, la intelección y aplicación de la justicia distributiva se convierte en una de las actividades fundamentales en la comprensión moderna de lo público.
¿Cómo precisar los principios de la justicia? El fundamento del orden público no puede ser alguna forma de ethos, sino la voluntad universal, la elección de los individuos racionales. Por eso Locke y sus discípulos encontraron en la hipótesis del contrato entre individuos libres e iguales la fuente teórica de la sociedad. El esclarecimiento de las libertades subjetivas, la supervivencia y la propiedad tiene desde entonces su origen en este procedimiento. En el pensamiento de Hobbes y Locke, el contrato marca el paso de un estado natural a un estado de convivencia social basado en el sometimiento a una ley que es fruto del consentimiento de las ‘partes’, a las que se asignan derechos y el acceso a determinados bienes y recursos . No obstante, para estos autores la vida social no es una condición natural o un estado de cosas deseable para los agentes; ellos consideran que la asociación es una especie de mal necesario, la única forma de protegerse eficazmente de la violencia o la incertidumbre propia del estado natural. El asociarse puede ser una operación engorrosa y difícil, que supone una cierta pérdida de libertad, pero constituye una operación justificable en tanto implica una ganancia en materia de la consecución de seguridad física y económica. En palabras del propio Locke, es el temor a la “depravación de la humanidad” – la rapiña y la violencia – lo que “obliga a los hombres a entrar en sociedad unos con otros, a fin de asegurarse unos a otros, mediante la asistencia mutua, sus propiedades”[5].
Es preciso señalar – para que el contraste con la ética de Aristóteles sea más claro – que, en el esquema hipotético del contrato social, los vínculos entre el individuo y la estructura de la sociedad “recién fundada” son estrictamente instrumentales. El anhelo de seguridad, a fin de superar los peligros e inconvenientes que imperan en el estado de naturaleza, es el principal móvil que lleva a las ‘partes’ del contrato a suscribir el pacto social. El enfoque aristotélico, centrado en la lealtad hacia un ethos (y en la capacidad de considerarlo críticamente), no tiene lugar aquí; el individuo encarnado en alguna comunidad cultural no integra las ‘partes’ del pacto. En la configuración del contracto, los individuos sólo actúan desde el esquema del deseo de supervivencia y el anhelo de satisfacción de las necesidades naturales. Es desde ellas que razonan en términos de medios y fines (o en términos de un cálculo entre costos y beneficios, si queremos recurrir a una lectura más contemporánea). Una vez celebrado el contrato, el individuo respetará la ley por miedo al castigo que impondrá el soberano, único administrador de la violencia.
Como resultado del pacto, el individuo des-cubre sus derechos fundamentales, entendidos como espacios de inmunidad orientados al diseño de los planes de vida, espacios que el Estado está obligado a defender. Fundamentalmente, los Derechos universales son tres: el derecho a la vida, el derecho a la libertad, y el derecho a la posesión de bienes y recursos materiales. Nótese que estos derechos son concebidos desde el modelo del derecho a la propiedad – por ello la postura de Locke ha sido frecuentemente denominada individualismo posesivo -. Tengo derecho a la vida, puesto que soy dueño de mi cuerpo, y nadie puede disponer de él por la fuerza. Tengo derecho a la libertad, porque soy dueño (y eo ipso, único responsable) de mis creencias y valores, de modo que no puedo ser víctima de persecución o discriminación por causa de mis convicciones. Tengo derecho a la libre posesión de aquellos bienes económicos que haya adquirido libremente. Locke, añade un cuarto derecho, el derecho a la desobediencia civil, cuya formulación inaugura la historia del liberalismo político. El soberano hace uso de la violencia para hacer cumplir la ley, pero en ningún caso puede situarse por encima de la ley. Si transgrede la ley – o no cumple con su deber de protegerla, merced a una de las cláusulas del contrato – los ciudadanos pueden legítimamente desconocer su autoridad y desobedecerlo.
NOTAS.-
[1] Un estudio histórico – esquemático pero útil – acerca de la relación entre el liberalismo y la lucha por la tolerancia religiosa entre la época de Cromwell y la Revolución Gloriosa de 1688 (escenarios en los que vieron la luz las propuestas de Hobbes y Locke, así como las distancias de este último respecto de la obra de aquel), puede encontrarse en Merquior, José G. Liberalismo viejo y nuevo México FCE 1997 caps. I – II.
[2] Véase Locke, John Carta sobre la tolerancia Instituto de Estudios Políticos Caracas, 1966 p. 61.
[3] Ibid., p. 109 (las cursivas son mías).
[4]Ibid.,. pp. 61-62.
[5]Ibid.,. p. 112 (las cursivas son mías).
1 comentario:
Estimado Gonzalo, soy estudiante de la villarreal y me encuentro interesado en publicar en una revista este articulo sobre Jhon Locke, quisiera saber si contaria con su aprobación al respecto... mi correo es omar_jaimes2102@hotmail.com
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