martes, 30 de septiembre de 2008

LAS INICIATIVAS CIUDADANAS Y LA BLOGÓSFERA



Gonzalo Gamio Gehri


Resulta desconcertante que los congresistas no quieran informar acerca de sus gastos operativos – y que se ‘blinden’ para no ser fiscalizados -, pero también sorprenden las resistencias que la iniciativa ciudadana Adopte un Congresista (no me gusta la expresión, porque suena tutelar o paternalista) ha generado no sólo en la ‘clase política’ (piénsese en la destemplada reacción de Lourdes Alcorta, quien no rendirá cuentas “porque no le da la gana”), sino también entre algunos jóvenes blogueros. Se piensa que esta medida puede convertirse en una expresión de soberbia y lucimiento personal, y que incluso puede revelar un sentimiento “liberal” de animadversión respecto del Estado.

Discrepo respecto de la pertinencia de ambas críticas. Aunque uno no puede penetrar efectivamente en el terreno de las motivaciones personales – es posible que más de un bloguero pueda usar la iniciativa como una herramienta de marketing personal - se trata de una crítica simplista, efectista, fácil: ¿Puede uno impedir convertirse en blanco de estas sospechas, que penetran de lleno en el ámbito de lo subjetivo? ¿Puede el propio autor de esta "objeción" evitar ser alcanzado por ella? Creo que no. La medida fiscalizadora es perfectamente legítima: los ciudadanos tenemos derecho a fiscalizar a nuestras autoridades en cuanto a la calidad del ejercicio de la función pública y en cuanto al uso de los recursos que le brinda el Estado. Esta iniciativa podría incluso extenderse a otros poderes del Estado, y nuestros representantes y magistrados tendrían probablemente que informar a los ciudadanos acerca de su gestión y gastos. Se sugiere que el hecho de que el que demande esta información sea un bloguero introduce diferencias entre el “ciudadano de a blog” y el “ciudadano de a pie”, que son incompatibles con la democracia. Pienso que todos los ciudadanos tenemos el derecho de solicitar esta información – desde cualquier canal posible -, pero en este caso, los blogs han sido un medio interesante para hacerlo. Esta objeción no puede ser tomada suficientemente en serio. No veo “elitismo” ni "discriminación" en todo esto ¿Qué hubiera sido más “igualitario”, no plantear esta iniciativa? (en otro post he cuestionado estas críticas inútiles y fáciles, ‘pseudo-vanguardistas’, a la igualdad como “ficción”).

La segunda objeción me parece que revela un profundo desconocimiento respecto de la cultura liberal. No se trata de poner a raya al Estado, sino de vigilar a las autoridades. Uno de los frentes de la crítica democrática consiste en fortalecer las instituciones y reglas que controlen a quienes provisionalmente ejercen el poder en los espacios estatales. Organismos de control dentro del Estado y partidos políticos, por ejemplo. No obstante, ese no constituye en único frente en la tarea de la fiscalización en el uso del poder. Las instancias de control democrático no corresponden únicamente a los espacios del sistema político. Las instituciones de la sociedad civil (las Universidades, los colegios profesionales, las organizaciones no gubernamentales, los sindicatos, etc.,) también constituyen escenarios de deliberación cívica y vigilancia. Claro, uno puede retrucar sin rigor alguno – y de modo festivo – que apelar a la ‘sociedad civil’ supone “caviarizar” el asunto, pero ello ya implicaría introducir etiquetas y falacias lógicas en el debate, frivolizarlo, caricaturizarlo, y echarlo a perder, irremediablemente. Estos escenarios ciudadanos son complementarios, no sustituyen a los organismos estatales de control (nadie pretende hacerlo); sin embargo, son ética y políticamente valiosos: a través de ellos el ciudadano puede intervenir directamente en la fiscalización de sus autoridades.

Los blogs constituyen – o pueden convertirse en - espacios deliberativos para la vigilancia. Evidentemente, no son los únicos (¿Alguien podría pensar sensatamente que lo son?). Los blogs no son meros “espacios privados” en tanto se busca a través de ellos - en muchos casos - “socializar” la información, promover la conversación cívica y construir formas de opinión pública allí donde los medios no lo hacen (o no les interesa hacerlo). Tampoco la relación entre el bloguero y el representante “vigilado” es meramente personal. Detecto una lectura innecesariamente sesgada y carente de matices entre lo público y lo privado. Lo público no es solamente lo propio del sistema político. Los espacios cívicos también tienen una dimensión de publicidad (en el sentido del “republicanismo clásico” o del “humanismo cívico”, así como en las perspectivas actuales de Arendt, Taylor, Barber o Habermas).

En fin, la iniciativa me parece interesante. No veo en ella elitismo ni mero afán de figuración. Una sociedad democrática no se divide únicamente en representantes y representados. Las instituciones intermedias que buscamos no son solamente los partidos políticos. Necesitamos (además de ellos) espacios ciudadanos plurales de participación y vigilancia
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lunes, 29 de septiembre de 2008

LA CONCEPCIÓN FUNDAMENTALISTA DE LA VERDAD. AUTORITARISMO Y PODER


Gonzalo Gamio Gehri


Las doctrinas que cultivan el “espíritu de ortodoxia” edifican en torno a sí un sistema de instituciones dirigido a iniciar a sus nuevos miembros, transmitir y conservar su propio saber. Este sistema constituye un soporte esencial para la defensa de su núcleo ideológico. La verdad - según esta visión endurecida - necesita de vigilantes que guarden su pureza de la contaminación proveniente de creencias externas y los efectos corrosivos de la crítica. Se hace imperativo atender a los designios de las autoridades representativas de la sociedad ortodoxa, que pregonan contar con el conocimiento de aquello que constituye la Razón, la Verdad o la “Agenda de Dios”. “Uno debe conformarse con la opinión, ya sea de la mayoría, o de un jefe, y una vez que esta mayoría o este jefe se han pronunciado, seguirlos so pena de verse excluido de la sociedad”[1]. La existencia de ‘funcionarios de la verdad’ - resuenan aquí los nombres de Orwell, Huxley y Foucault – hace patente la estrecha relación existente entre saber ortodoxo y control social. La posesión monopólica de la verdad genera sobre los miembros de las instituciones (tutelares) una influencia inobjetable sobre sus modos de diseñar sus “mapas identitarios” y, por tanto, sus proyectos vitales.

La "posesión" de la verdad llama a la concentración del poder. Esta actitud, volcada hacia el corazón de las instituciones y llevada hacia su extremo más agresivo (no del todo infrecuente) –pensemos en los estremecedores análisis de Vigilar y castigar y en el Gran Hermano orwelliano - desarrolla una obsesión por el panoptismo, la mirada universal y controladora sobre cada resquicio de la vida de los miembros del colectivo[2]; este sistema de vigilancia se despliega, por supuesto, en nombre del “propio bien” de las mentes y las almas de los suscriptores de la Verdad, para los que supuestamente no debería existir secretos. De este modo, el poder se hace presente e impone sus condiciones en todas las esferas de la vida. El obvio peligro de esta situación –de suyo delirante y represora – es la corrupción y la vocación violenta que cultiva casi espontáneamente; “el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”, reza la célebre frase que evoca la figura de John Acton [3].

Los fundamentalismos religiosos de ayer y hoy, el nazismo y el estalinismo han abrigado la idea de construir una “comunidad homogénea”, un sistema social y político vigilante, cerrado y totalitario – concebido a la manera de un organismo vivo – organizado desde el ideario ortodoxo[4]. Quienes disienten o llevan una vida diferente a la del militante o fiel deben ser "convertidos" o "corregidos", "conducidos a la senda correcta": la heterodoxia, en el seno de las tradiciones más duras, es concebida como un severo (aunque no irreversible) desorden del alma. De este modo, los gestores y promotores del ordo impiden el acceso a otras formas – “heréticas” - de saber, que cuestionen el sistema de verdades y pudiesen revelar su carácter violento y mutilador; “es cosa inherente al mecanismo de la dominación” – asevera Th. W. Adorno – “el prohibir el conocimiento del dolor que ella causa”[5]. Las diferentes formas históricas de erradicación forzada de las heterodoxias (la Jihad y el Santo Oficio entre ellas) han sido concebidas como medidas para extirpar el error en el nivel de las creencias y los valores - como se elimina un cáncer - y para proteger a la comunidad ortodoxa del abominable virus de la diversidad[6].

Esa peligrosa tentación reaparece una y otra vez, tanto en la historia como en nuestra imaginación ética. Quizá la utopía fundamentalista más poderosa podamos encontrarla magistralmente descrita en la novela de Huxley, Un mundo feliz. El escritor británico retrata allí la pesadilla de un mundo social diseñado a partir del pensamiento único, un mundo programado en nombre de los principios de la ciencia natural, en donde no existen más la pobreza, la vejez y la enfermedad, pero en donde – a cambio de ello – los hombres han renunciado a la libertad y a la posibilidad de la crítica. En el Londres futurista de Huxley los libros de arte y humanidades han sido prohibidos, y sólo cuentan oficialmente los manuales y los dogmas hipnopédicos que han sido prescritos por los Supremos Interventores de Utopía, los guardianes de la verdadera fe. Programas genéticos guían la propia conducta hacia la única senda del bienestar “verdadero” y múltiples funcionarios observan cualquier asomo de conducta “anormal”. Incluso el trabajo científico – a la sazón la narrativa general de aquel orden social – está severamente parametrado y dirigido. La siguiente escena presenta una conversación entre los tres protagonistas de la novela, acusados de “heterodoxia agravada”, y Mustafá Mond, el Supremo Interventor.

“No deseamos cambios. Todo cambio constituye una amenaza contra la estabilidad. Esa es otra razón por la cual somos remisos a aplicar nuevos inventos. Todo descubrimiento de las ciencias puras es potencialmente subversivo; incluso hasta a la ciencia debemos tratar como a un enemigo. Sí, hasta a la ciencia.
- ¿Cómo? – dijo Helmholtz, asombrado - ¡Pero si constantemente decimos que la ciencia lo es todo! ¡Si es un axioma hipnopédico!
- Tres veces por semana entre los trece años y los diecisiete – dijo Bernard.
- Y toda la propaganda a favor de la ciencia que hacemos en la Escuela…
- Sí, pero ¿Qué clase de ciencia? – preguntó Mustafá Mond, con sarcasmo – Ustedes no tienen una formación científica, y por consiguiente, no pueden juzgar. Yo, en mis tiempos, fui un físico muy bueno. Demasiado bueno: lo bastante como para comprender que toda nuestra ciencia no es más que un libro de cocina, con una teoría ortodoxa sobre el arte de cocinar que nadie puede poner en duda y una lista de recetas a la cual no debe añadirse ni una sola sin un permiso especial del jefe de cocina. Yo soy actualmente el jefe de cocina
[7].

Huxley describe con un escalofriante esmero un mundo social posible hecho a la medida del espíritu de la ortodoxia. Con aquella novela nos presenta sus propios temores acerca de la represión del pluralismo y el libre discernimiento: un mundo así no sería un mundo humano en más de un sentido importante. En el universo fundamentalista la libertad es concebida como un valor ambivalente, en tanto suele convertirse en la causa fundamental de los extravíos del juicio y de la voluntad. Para la ortodoxia, el acto supremo de la libertad consiste en someterse voluntariamente al imperio absoluto de la autoridad: ello implica necesariamente la renuncia al ejercicio crítico. El fundamentalismo – especialmente en el plano ético-político – defiende una comprensión monolítica y sobresimplificada de la vida; interesado en exaltar un cuerpo acrítico de valores y creencias, el ortodoxo tiende a desconocer la complejidad de los asuntos humanos y sus vínculos. Un catálogo rígido y limitado de valores no permite describir con solvencia las formas encarnadas de deliberación práctica o los conflictos éticos que los agentes concretos han de enfrentar en circunstancias puntuales de la vida. Un sistema político basado en el imperio exclusivo de un valor supremo tiende ineludiblemente a reducir las relaciones institucionales y la acción social a transacciones hilvanadas desde ese único valor, siendo incapaz de percibir las tensiones motivadas por la búsqueda de los valores desdeñados o reprimidos. Para comprender la vida es preciso observar con cuidado, y no imponerle sin más los criterios abstractos de la doctrina: la realidad se resiste sin cuartel a la simplificación ideológica. La experiencia nos enseña que por lo general tales esquemas político-sociales están condenados al fracaso, en tanto la inquebrantable y multidimensional realidad termina haciendo valer sus derechos sobre la trágica ceguera voluntaria de los – autocalificados – “funcionarios de la verdad”.



[1] Grenier, Jean op.cit., p. 16.
[2] El modelo del panóptico ha sido desarrollado en la obra de Michel Foucault. Cfr.Foucault, Michel Vigilar y castigar México, Siglo XXI 1976.
[3] Consúltese al respecto Acton, Lord Ensayos sobre la libertad, el poder y la religión Madrid, Boletín Oficial del Estado / Centro de Estudios Políticos y Constitucionales 1999. Véase asimismo Hernández, Max intervención citada en Blondet, Cecilia y otros Corrupción y Democracia Lima, SIDEA 2001 p. 29.
[4] Sobre el tema de la crítica del fundamentalismo conservador en política véase Gamio, Gonzalo “¿Pensando peligrosamente? La teoría política reaccionaria el mito del retorno al ‘orden natural’” en: Pensamiento constitucional Año VIII, N· 8 pp. 465 -85.
[5] Adorno, Th. W. Mínima moralia Caracas,, Monte Ávila 1975 p. 69.
[6] Sobre la lógica violenta que puede llegar a practicar el poseedor excluyente de la verdad, John Locke dice lo siguiente: “Dejo pues pensar cuánto es el crimen de los que agregan la injusticia a la soberbia, si aún no es al error, cuando persiguen y despedazan, con tanta insolencia como temeridad, a los siervos de otro Señor, que no dependen de ellos sobre ese particular”. Cfr. Locke, John Carta sobre la Tolerancia en: Idem: Escritos sobre la tolerancia Madrid, CEC 1999 p.120.
[7] Huxley, Aldous Un mundo feliz Barcelona, Plaza & Janés 1969. op.cit. p. 178 (las cursivas son mías). He desarrollado un análisis más detallado de Un mundo feliz en Gamio, Gonzalo “Ética, contacto humano y utopía tecnológica” en: Miscelánea Comillas Nº 60 Madrid, UPCo 2002 pp. 515-543.

jueves, 25 de septiembre de 2008

CUESTIONES ÉTICAS: EL FUNDAMENTALISTA Y LOS "VALORES"


Gonzalo Gamio Gehri


Cuando al "espíritu de la ortodoxia" se le formula la pregunta ética fundamental - ¿Qué dirección ha de seguir la vida? - se le antoja que la respuesta es fácil de ser encontrada. Para los fundamentalistas, ya tenemos a nuestra disposición, en las inagotables arcas de nuestro “propio” ethos, los valores, los preceptos eternos que todo ser humano en sentido pleno debería observar. La búsqueda de tales valores es una búsqueda menor, en tanto sabemos en donde encontrar lo que buscamos: ellos están, por así decirlo, habitando nuestra propia casa. Si existe actualmente una “crisis de valores” no es porque ellos sean problemáticos o porque no esté claro cómo podamos formularlos; la crisis consiste en que no se viven. Tenemos a nuestra disposición la “verdad” sobre las cuestiones prácticas, de lo que se trata, en todo caso, es de ejercitar esa verdad. Eso es lo que piensa el ortodoxo. Estrictamente, la ética que cuenta básicamente es la ética aplicada.

Quién considera críticamente el problema de la orientación en la vida reconoce ante todo su complejidad ¿Es posible enunciar una lista única de “valores”? El hecho que otras formas de vida u otras culturas propongan listas alternativas de “valores” ¿mella en alguna medida la pretendida universalidad de la mía? ¿Existe una jerarquía a priori de valores? En todo caso, la experiencia de verme forzado a dar razón (lógon dídonai) de mis propios fines y mis concepciones del bien ante quienes no necesariamente las comparten es una práctica ordinaria, tan común que lleva a hacernos preguntas de fondo sobre los alcances de nuestro imaginario moral, y la necesidad de reformarlo y ampliarlo. Como he señalado en otras oportunidades, la textura de la acción es la de un tejido de relaciones. Es bastante común que las consecuencias de mis actos (o las consecuencias de los actos de otros) afecten a otras personas (o me afecten a mí). Es frecuente que nos veamos involucrados en debates éticos cotidianos con quienes no comparten – parcial o completamente – nuestra particular comprensión de la vida. Este rendir o pedir cuentas respecto del sentido de las acciones nos arranca positivamente del locus fundamentalista. La acción misma de dialogar, argumentar y escuchar las razones del otro nos impulsa a revisar nuestro propio acervo de creencias y, en ocasiones, a estar dispuestos a cambiar de punto de vista.

El contacto con quienes proceden de un ethos diferente llama la atención sobre la particularidad de nuestros valores, sobre la historia de argumentos, relatos y construcciones sociales en la que se enmarcan. Ello no tiene porqué llevarnos, en realidad, a relativizar la intensidad de nuestra adhesión a ellos si lo que nos compromete con ellos son las buenas razones que los sostienen (nada de esto tiene que ver con una invocación a un fantasmal "relativismo"). Sin embargo, esta experiencia sí nos previene acerca de la posibilidad de que la realidad de nuestras consideraciones éticas podría ser de otra manera sin que eso signifique renunciar al ejercicio de la racionalidad práctica; el espíritu de ortodoxia, ciertamente, no concibe que esto pueda ser así.. El fundamentalista no reconoce que su posición doctrinaria representa el punto de vista de esta o aquella forma de vida: considera la suya una concepción ‘objetiva’ de los bienes. La verdad de la que es depositaria su comunidad o institución es inmutable, los valores que defiende son supuestamente inmortales, insensibles a la voracidad del tiempo e invulnerables a la crítica. Su relación con la muerte es completamente distinta a la planteada por la filosofía. Nietzsche ha mostrado cuán alienante puede ser esa pretensión totalitaria, que él denominaba “egipticismo”: asegurar la validez ‘eterna’ de una teoría, desencarnar una doctrina – en lo relativo a su historicidad y temporalidad - equivale a “momificarla”[1]. Se la inmuniza a la acción del tiempo privándola de su contexto, pero con ello se le despoja de toda vida, de toda encarnación humana concreta, siempre finita. El ánimo de ungir de eterna absolutez nuestras imágenes de la vida esconde realmente – de acuerdo con el autor de La Gaya Ciencia – nuestro más elemental temor a morir.



[1] Cfr. Nietzsche, Friedrich El ocaso de los ídolos Buenos Aires, Siglo XX 1979.

martes, 23 de septiembre de 2008

REFLEXIONES PERSONALES SOBRE MARX Y EL MARXISMO






CONSIDERACIONES CRÍTICAS


Gonzalo Gamio Gehri

Siempre admiré la pluma osada de Kart Marx, su implacable espíritu crítico y su interés por conectar los temas políticos con los de la cultura y la economía. Su compleja descripción crítica del ‘trabajo enajenado’ en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Su denuncia del sistema laboral deshumanizante en las fábricas de la Europa del siglo XIX, en la que los obreros – incluidos muchos niños – eran encadenados a las máquinas, y morían contaminados por el humo del carbón (Charles Dickens desarrolla una perspectiva crítica similar desde la literatura). Su esperanza por la llegada de un día en la que todos los hombres pudieran repartir simétricamente el tiempo dedicado al trabajo, al ocio, y a la actividad intelectual y espiritual. Su corrosivo escepticismo frente a los activistas que querían convertir su filosofía en una doctrina, en una caricatura (al punto que uno puede sostener sin problemas que Marx no era "marxista"). Siempre me quedé con el joven Marx, el más hegeliano, el más humanista.

Pero nunca me consideré un discípulo de Marx, y mucho menos un marxista. Leí con interés su obra – algo que muchos de sus críticos, y no pocos marxistas no han hecho -, y siempre abrigué la fundada esperanza de que muchas de sus observaciones sobre la cultura y sobre la filosofía podían ser contestadas desde Aristóteles y Hegel. Consideraba, y considero, que su “materialismo” podía ser cuestionado tomando como eje las primeras figuras de la Fenomenología del espíritu. Pensaba que constituye una contradicción fundar el conocimiento histórico en la observación de los 'hechos' – “lo que los hombres hacen” – y postular simultáneamente una concepción “dialéctica” de la historia. Que la categoría “conciencia de clase” era desmedidamente reductiva, y que la dicotomía estructura económica / superestructura ideológica transmitía la idea errónea de que los fenómenos culturales, morales y políticos no tenían vida propia, y constituían efectos de las relaciones económicas. Que la religión era un mero anestésico social, y que el ‘proletariado’ era un sujeto epistemológico privilegiado. En todo esto encontraba convicciones conceptualmente cuestionables. Por supuesto, explicar en detalle estos cuestionamientos requiere de mayor espacio del que dispongo aquí. Sin embargo, me esforcé siempre en conectar mis críticas con una lectura atenta de los textos. Lo que resulta patético es que muchos activistas que rinden culto a la personalidad de Marx y muchos de los "censores" que lo tratan como el gestor de los mayores males no conocen sus escritos. No se puede cuestionar un punto de vista sin conocimiento de causa. Esta es una regla fundamental de la vida intelectual. El debate sobre Marx y el marxismo no debe convertirse un duelo de ignorantes que confrontan sus fobias y sus slogans.

Tampoco compartía la tesis de la necesidad de una ‘salida revolucionaria’ para los problemas estructurales de la sociedad. Siempre he considerado que la violencia es antipolítica - e inaceptable desde un punto de vista moral -, como método para el cambio social. Siempre consideré que los cambios sociales y políticos debían ser fruto de reformas y consensos, y que una perspectiva progresista debía promover la inclusión de todos los ciudadanos en el espacio de las deliberaciones y decisiones públicas. No es casualidad que postmarxistas como Habermas, Fraser y Zizek hayan rechazado el determinismo económico, la pretensión de conocer la "racionalidad del curso de la historia" y la tolerancia frente a la violencia de Marx, y hayan denunciado el dogmatismo de las versiones leninista, estalinista y maoísta del marxismo. De hecho, se quedaban con una reinterpretación crítica de Marx, y rechazaban el marxismo. Las ideologías que exigen una militancia que tiende a ser irreflexiva está reñidas con la filosofía y el pensamiento crítico. Yo siempre preferí al joven Hegel - aunque aprecié muchísimo la lectura crítica de Marx -, y consideré que el pensamiento izquierdista debía trascender incluso a Marx. No se trataba solamente de procesar los sucesos de 1989: era necesario rexaminar y reformular radicalmente los cimientos ético-políticos del imaginario progresista. Eso me llevó al liberalismo de izquierda: a Sen, a Walzer, a Rawls y también a Nussbaum.

Muchas de las críticas del joven Marx – el de los Manuscritos económico-filosóficos - a los desarrollos del capitalismo son de utilidad para comprender los niveles de inhumanidad de una concepción económica divorciada de la moral y la política: pueden ser reinterpretadas en una perspectiva humanista. En mi modesta opinión, allí encontraremos parte del legado de Marx. Es probable que no era eso lo que el tenía en mente cuando pensaba en el efecto futuro de su pensamiento. Debemos rechazar firmemente su invocación a una revolución violenta (concebida como un "imperativo categórico" según uno de sus escritos tempranos), su propuesta para una sociedad futura, su epistemología - pues las anima una impronta que podríamos considerar totalitaria -, pero saber apreciar su energía crítica. El pathos de una revolución en el sentido de Marx no cabe en el contexto de la cultura moderna de los Derechos Humanos. No obstante, esa energía intelectual sí podría tener un espacio en una sociedad democrática.

viernes, 19 de septiembre de 2008

DESMONTANDO UN MITO ABSURDO



Gonzalo Gamio Gehri


Sabemos que uno de los “caballitos de batalla” de los más ‘feroces’ críticos de la CVR (antiguos y nuevos colaboradores de La Razón y Expreso, políticos conservadores, autoridades cercanas al fujimorismo, además de algunos extremistas anti-DDHH que frecuentan la blogósfera, etc.) ha sido la denuncia de un “pronunciado sesgo izquierdista” en el Informe Final, que se pondría de manifiesto – la acusación es francamente delirante y delata una absoluta ignorancia frente al documento – en una actitud condescendiente respecto de los grupos terroristas, y bastante blanda con los grupos socialistas que tenían representación parlamentaria en los años del conflicto armado interno. Esta imputación no tiene el más mínimo asidero, y se refuta inmediatamente leyendo el Informe. La CVR sostiene que el principal perpetrador de violaciones a los Derechos Humanos fue Sendero Luminoso (54% de los muertos y desaparecidos). Se señala que este grupo desató el conflicto, y que frente a ello, “el Estado tuvo el deber y el derecho de defenderse" (Tomo I, p. 89). Debió asumir esta defensa en el marco del respeto de la legalidad y de los Derechos Humanos: en ciertos períodos y lugares esto no fue así.

En una entrada anterior hemos mostrado – en diálogo con especialistas en el tema – que la CVR ha sido sumamente dura con los grupos de izquierda democrática que no hicieron un claro deslinde con el terrorismo. Hemos defendido la tesis – que se hace especialmente patente en el tomo sobre la reconciliación – que el trasfondo ético-político del Informe de la CVR es el de los principios de la democracia liberal y de la cultura de los Derechos Humanos. Esto es evidente. El cuestionamiento final – igualmente falaz, basado en una absoluta no-lectura del texto – era que la CVR no había condenado la ideología senderista. Se trata de una crítica malintencionada, carente de todo fundamento, que en su día dirigieron Rey y Giampietri, y que ciertos extremistas conservadores repiten sin cesar, esperando que el “miente, miente, que algo queda” – herencia del marketing político nazi, no lo olvidemos – haga su triste trabajo. Manuel Barrantes nos ha recordado algunos textos del Informe de la CVR en los que se fustiga duramente el fundamentalismo ideológico del ideario terrorista:


Capítulo sobre Sendero del IF de la CVR
1.1.1.1. Orígenes ideológicos

"El PCP-SL tomó de Lenin la tesis de la construcción de «un partido de cuadros, selectos y secretos», una vanguardia organizada que impone por la vía de las armas la «dictadura del proletariado». De Stalin, figura menor entre los hitos históricos que reconoce el PCP-SL, heredó, sin embargo, la simplificación del marxismo como materialismo dialéctico y materialismo histórico y, además, la tesis del partido único y el culto a la personalidad. De Mao Zedong recogió la forma que la conquista del poder habría de adoptar en los países denominados semifeudales: una guerra popular prolongada del campo a la ciudad. Pero, tanto o más que la caracterización de la revolución en países agrarios atrasados, el PCP-SL tomó de Mao los siguientes conceptos".
[...]
"El denominado «pensamiento Gonzalo» hace «especificaciones» al maoísmo, todas ellas con el fin de simplificarlo o volverlo más violento: a) la unificación de las leyes de la dialéctica en una sola: la ley de la contradicción; b) la universalidad de la guerra popular; c) la necesidad de que la guerra se despliegue desde un inicio en el campo y la ciudad; d) la militarización del Partido Comunista y de la sociedad resultante del triunfo de su revolución; e) la necesidad de revoluciones culturales permanentes después de dicho triunfo. Éstos son, a grandes rasgos, los fundamentos ideológicos del proyecto que desarrolló el PCP-Sendero Luminoso.
1.1.1.3. La trayectoria del PCP-SL en la década de 1970 y su perfil hacia 1980"
[...]
"La transformación de Mariátegui en precursor del maoísmo fue presentada por el PCP-SL como un «desarrollo» de su pensamiento. Así comenzaba el largo camino de Guzmán a la cúspide de su propio Olimpo. Desde entonces, los documentos del PCP-SL hablan de «Mariátegui y su desarrollo», sin mencionar todavía por su nombre al responsable de ese desarrollo: Abimael Guzmán.
Armados con esa base ideológica, los principales cuadros senderistas concentraron su trabajo en la transmisión, en las aulas universitarias, de un marxismo de manual que consistía en la elaboración de una visión del mundo simplista y fácilmente transmisible a los estudiantes".

CONCLUSIONES
 "El PCP-SL representa la expresión de una ideología fundamentalista, sin respeto a la vida, y es una organización construida en torno del culto a la personalidad de Abimael Guzmán Reinoso, quien se hizo proclamar «el más grande marxista-leninista-maoísta viviente». La exaltación de Guzmán fue un factor muy importante para lograr la cohesión interna del PCP-SL, pero se convirtió en su talón de Aquiles cuando aquél cayó preso en abril de 1992".

 "De acuerdo con sus bases filosóficas, políticas e incluso psicológicas, el PCP-SL «ve clases, no individuos»; de ello se deriva su absoluta falta de respeto por la persona humana y por el derecho a la vida, incluyendo la de sus militantes. Éstos fueron educados en un fanatismo que se convirtió en su sello de identidad, lo cual condujo a la ejecución de acciones terroristas y genocidas".


Existen otros pasajes del Informe igualmente contundentes en este tema. La condena es categórica e implacable. La CVR condena el fundamentalismo del terrorismo, su pretensión de capturar el poder por la fuerza, su creencia en la violencia y su rechazo por los DDHH (tomo I, pp. 88-89), así como su pretensión de conocer las 'leyes de la historia'. Es el primer documento en el que se califica expresamente a Sendero Luminoso como un grupo genocida, en base al conocimiento de las acciones execrables que realizó, por ejemplo, con el pueblo ashaninka. Si esto no es una condena ¿Qué podría serlo?

En los círculos políticos – tan venidos a menos – y en las alcantarillas de la prensa inescrupulosa se ha impuesto la costumbre de juzgar sin conocer, de objetar sin leer. En el caso de los “críticos” de la CVR, esa práctica es sistemática, y goza de impunidad conceptual. Para estos “censores espirituosos”, próximos al gobierno y al fujimorismo, la verdad es lo de menos (a pesar de que sus declaraciones públicas están llenas de invocaciones a la “verdad”). Esa terrible costumbre debe ser erradicada, si queremos vivir en una sociedad decente.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

LA FILOSOFÍA FRENTE AL "ESPÍRITU DE ORTODOXIA"


Gonzalo Gamio Gehri


Consideremos por un momento nuestros modos elementales de experiencia y juicio en el ámbito del actuar cotidiano. Nuestras formas ordinarias de relacionarnos con el mundo circundante (la percepción, el juicio, la comunicación gestual o verbal, etc.) están siempre mediadas por creencias y compromisos con creencias sobre lo real, creencias y compromisos que no siempre examinamos a pesar de su frecuente densidad teórica; ellos constituyen en buena medida el léxico que subyace a nuestra comprensión del mundo y nuestra actuación en él.[1] El conjunto de suposiciones que guían nuestro sentido básico de ubicación en la realidad es lo que cotidianamente llamamos nuestro “sentido común”. Este sistema de creencias está vinculado a la relación somática y social con el mundo vivido. Se forja en el seno de una comunidad y se enmarca en el horizonte del intercambio de opiniones y el cuestionamiento de sus ‘cimientos’. La apropiación y formulación del sentido común implica, en un cierto nivel, la búsqueda de justificación de su sentido[2]. En determinados contextos, la revisión de los léxicos constituye una práctica común. La filosofía hace su ingreso cuando procuramos “desocultar” (alethéin), “sacar a la luz” aquellas suposiciones que sostienen este horizonte pre-conceptual.

Pero este movimiento reflexivo implica un cambio de actitud frente a las propias creencias y al entorno[3]. La filosofía se ocupa de lo invisible, vale decir, de aquellos modos de plantear problemas o interpretar nuestra experiencia que permanecen ocultos o inexplorados en las formas establecidas y generalmente admitidas de saber. El ejercicio del pensamiento supone una cierta superación de la “actitud natural”- que se abandona al mundo en tanto lo da simplemente por sentado – en la disposición crítica, para la cual no existe nada obvio, nada que deba sobreentenderse sin mas y aceptarse como evidente. Esta nueva figura comprensiva no deja de “extrañarse” (thaumatzein) de aquello que para el sentido común es un dato inmediatamente verdadero. Lo que cotidianamente nos resulta familiar se convierte en “extraño” para nosotros. De esta manera, la emergencia de la filosofía suscita irremediablemente fisuras en el ámbito de nuestras “certezas” ordinarias. La filosofía “rompe” con la consideración dogmática de nuestras creencias.

Sin embargo, nuestro sistema de creencias cuenta con “capas” más sutiles, que van más allá del conjunto de suposiciones implícitas en nuestros actos perceptivos y comunicativos. Contamos con imágenes densas acerca de la estructura del cosmos, la condición humana y los valores y normas que habrían de dirigir el curso de nuestras vidas. Estos sistemas de creencias no describen algún aspecto puntual de la realidad o el mundo social, sino presentan un retrato completo de la existencia e involucran la vida como un todo. Las cosmovisiones culturales, las religiones y muchas ideologías políticas son buenos ejemplos de lo que quiero decir con esto. Estas narrativas generales contribuyen a dar forma, por así decirlo, al “mapa” que señala las coordenadas en las que nuestra identidad se despliega. Es el espacio de los fines de la vida – de su “sentido” -, de los más caros anhelos y también de los temores que inquietan el corazón y el pensamiento. Es claramente un espacio social de significaciones sociales, dado que las acciones y el curso de la vida de un agente constituyen un tejido intersubjetivo – histórico, así como los lenguajes en los que se expresa la ipseidad son resultado de transacciones colectivas[4]. La sustancia de este horizonte hermenéutico es el ejercicio de la interlocución.

Todos los individuos estamos inscritos en estos sistemas de creencias y trasfondos de interacción lingüística, estos se hacen patentes incluso en nuestras formas más básicas de contacto social[5]. Es preciso, no obstante, distinguir dos actitudes posibles frente a dichos horizontes. Podemos considerar reflexivamente estos lenguajes, de modo que estos puedan ser puestos en cuestión y ser reformulados sensiblemente, en el sentido mencionado de la metánoia; este modo de aproximarnos críticamente a nuestro sistema de creencias se extiende al conjunto de prácticas sociales e instituciones que las sostienen. Asumir la tarea crítica racional respecto de nuestros valores e interpretaciones de la vida implica siempre entablar un diálogo con las instituciones que pretenden representarlos ante nuestras comunidades vitales. A su manera, la filosofía, las ciencias humanas, el arte y la literatura han apuntado siempre a impulsar ese trabajo de ejercicio crítico y cambio conceptual: ellas hacen eco de la advertencia socrática según la cual “una vida carente de examen no es una vida digna para un hombre”[6]. Esta actitud crítica y autocrítica no tendría necesariamente que ser ajena al pensamiento religioso o político[7]. Pero es posible también, desarrollar una actitud existencial e institucional reacia a la reflexión y al cuestionamiento. Se trata del fundamentalismo, o más precisamente, del espíritu de la ortodoxia[8].

Esta actitud se identifica con la propensión – especialmente institucional – a declarar la propia interpretación sobre determinados valores y creencias o cierto cuerpo de opinión como el único “correcto” (orthē dóxa), frente a la diversidad de perspectivas sobre el sentido de la realidad y la vida buena. Cuando se proclama que un sistema de creencias representa la verdad, esa toma de posición implica considerar a las otras formas de comprender los mismos problemas como no verdaderas o no propiamente “correctas”. En esa línea, la ortodoxia es una concepción monista que concibe el factum de las diferencias culturales o el pluralismo en materia de religión, cultura moral o política como un rasgo de inmadurez o corrupción del espíritu humano, pues debería esperarse la suscripción universal de un único saber y de una única verdad. “Antes que nada, pues”, señala Jean Grenier, “una ortodoxia es una doctrina de la exclusión”[9].

El espíritu de ortodoxia apuesta por la inmovilidad conceptual. La búsqueda de la verdad o del bien tiene que circunscribirse estrictamente a los márgenes establecidos por su sistema de creencias y léxico último, tanto como a sus textos canónicos y autoridades tradicionales. Considera, extrañamente, que el juicio de la institución o sus autoridades es simplemente inapelable. Fuera de esas fronteras institucionales, esta perspectiva asegura que no estamos realmente libres del error o de la confusión. Rehuye en ese sentido las preguntas que escapan al “catálogo de la fe y la militancia”. Es preciso destacar que esta posición no puede identificarse sin más con el punto de vista del creyente - por ejemplo, una actitud cuestionadora como la de Job en la práctica desafía a cualquier visión ortodoxa acerca de la justicia divina y la presencia del mal en la tierra[10] - sino más bien con un credo endurecido por pretensiones ideológicas y sociales que no se agotan en la lógica misma de la creencia[11]. Ante todo estas pretensiones conciernen a los vínculos entre el credo y el ejercicio del poder y la discriminación: “un creyente acude a todos los hombres para que compartan su fe; un ortodoxo recusa a todos los hombres que no comparten su fe”[12] . En sus formas más feroces, el espíritu de ortodoxia ha llevado esta intolerancia básica a la represión violenta: los campos de concentración, los gulag, la Inquisición y las diferentes formas religiosas y seculares de persecución ideológica son prueba de ello. El punto de partida de esta actitud radica en el anhelo ortodoxo de ahogar conscientemente toda interpelación que pueda conmover sus cimientos teóricos o a cuestionar el origen de su poder. Como indica lúcidamente Gianni Vattimo, “la violencia [está] implícita en toda ultimidad, en todo primer principio que acalle cualquier nueva pregunta”[13].

Este rechazo explícito de la metánoia hace que el espíritu de ortodoxia encuentre en la filosofía a su adversario natural. El filósofo no teme a la muerte de sus pre-juicios, no retrocede ante la redefinición de su mundo conceptual; la ortodoxia aspira a la permanencia de sus creencias, a la cristalización de su doctrina. La filosofía cultiva el disentimiento y la discrepancia, porque considera que la valoración del disenso es un síntoma de humanidad y de racionalidad en el más alto sentido, el de la constitución de una vida libre y abierta a las diferencias. La ortodoxia encuentra en la discrepancia solamente la inminencia del error y la herejía. La búsqueda de la racionalidad y la buena vida a través del diálogo le resulta al fundamentalismo una concesión gratuita al juicio común de los no iniciados. Para el ortodoxo, la racionalidad no es consenso. Por ello huye del interrogar radical del pensamiento crítico y sólo aprecia el trabajo filosófico cuando éste ha sido violentado y domesticado – en realidad destruido, ‘desnaturalizado’ – con el pesado yugo y los arneses de la ideología.



[1] Utilizo libremente la expresión de Richard Rorty. Cfr. Rorty, Richard Ironía,contingencia y solidaridad Barcelona, Paidós 1989.
[2] He desarrollado este argumento en Gamio, Gonzalo “La comprensión como práctica social” en: Villar, Alicia y Miguel García Baró (eds.) Pensar la solidaridad Madrid, Universidad Pontificia de Comillas 2004 pp. 441 – 464.
[3] Es preciso señalar que esta actitud crítica – reflexiva sobre el horizonte pone en cuestión diferentes aspectos del mismo, pero no está en capacidad – desde un punto de vista fenomenológico - dado el carácter encarnado y finito del agente, examinar simultáneamente la totalidad del horizonte. El trabajo de la crítica es temporal y progresivo.
[4] Sobre este punto conviene revisar los principales textos de la tradición fenomenológico – hermenéutica sobre el tema de los horizontes identitarios. Cfr. Husserl, Edmund La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental Barcelona, Crítica 1991; Taylor, Charles Fuentes del yo Barcelona Paidós 1996 en especial los capítulos 3 y 12; Gadamer ,Hans-Georg Verdad y método Salamanca Sígueme 1979; Ricoeur, Paul El si mismo como otro Madrid, Siglo veintiuno 1996.
[5] Véase Bordieu, Pierre El sentido práctico Madrid, Taurus 1991.
[6] Apol. 38a5.
[7] Me he ocupado de este tema en el caso de la crítica religiosa del ethos religioso en Gamio, Gonzalo “Ética y eclipse de Dios” en: Sal Térrae Nº 91, Julio – Agosto 2003 pp. 559 – 575.
[8] Tomo esta expresión del agudo y ya clásico trabajo de Jean Grenier Sobre el espíritu de la ortodoxia Caracas, monte Ávila 1969.
[9] Grenier, Jean “¿Qué es una ortodoxia?” en: Sobre el espíritu de la ortodoxia op.cit., p. 15.
[10] Por ejemplo, véase Job 21. Para un excelente estudio sobre el tema revísese Gutiérrez, Gustavo Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente Lima, CEP 1986.
[11] Véase al respecto Arens, Eduardo “¿Cuál verdad? Apuntes sobre el fundamentalismo”? en: Páginas 188 Agosto 2004 pp. 36 – 47.
[12] Grenier, Jean op.cit., loc.cit.
[13] Vattimo, Gianni Creer que se cree Barcelona, Paidós 1998 p. 77.

martes, 16 de septiembre de 2008

RELIGIÓN Y ACTITUD ESCÉPTICA


Gonzalo Gamio Gehri


Quisiera plantear brevemente una cuestión polémica sobre la religión. El potencial crítico y desenmascarador es un rasgo de la experiencia religiosa que el pensamiento moderno y en general la crítica de la religión ha ignorado una y otra vez. No obstante, se trata de una perspectiva que se plantea expresamente en textos como el Libro de Job y el Eclesiastés. La creencia religiosa genera poderosas redes de confianza y nexos comunitarios de primera importancia, pero también es una fuente de un sutil y poderoso “escepticismo” (de inspiración genuinamente ética y espiritual) frente a las “certezas” inmediatas y frente al vano sentido de autosuficiencia de las capacidades humanas. Esta es una faceta de la religión que el conservadurismo ha soslayado sistemáticamente. No se trata de un escepticismo frente a la verdad, sino un escepticismo vital frente a las aparentes verdades - 'meramente humanas' - con las que el hombre quiere erigirse a sí mismo como supremo y único señor del Universo, desconociendo su carácter finito y frágil. La razón científica, la producción o el control instrumental sobre el entorno son potencias humanas que el hombre ha llegado a idolatrar sin reservas. Eliminado cualquier forma de misterio o de precariedad, queda eliminada la posibilidad de considerar alguna Fuerza Superior al hombre. Eliminando el reconocimiento de los otros agentes concretos en términos de Tú, queda eliminada la capacidad efectiva del recogimiento, la apertura amorosa a un Supremo Tú.


Frente a esa divinización de las facultades finitas del hombre, pensadores religiosos de la categoría de San Ignacio de Loyola señalan la extraordinaria intensidad y “negatividad” (en el sentido mencionado del “desmontaje” de las “falsas seguridades” propias de la autosuficiencia humana) de la experiencia originaria de Dios, el Principio y Fundamento[1]. En ella, el hombre se evidencia como una criatura sostenida por el Otro, como un ser llamado gratuitamente a la vida. A la luz de esta experiencia, las “razones” para la autosuficiencia o la hipertrofia del “yo” se hacen añicos - presentes en las formas más extremas de individualismo -, lo finito se entiende y se percibe existencialmente inmerso en lo infinito. Desde esa experiencia las temidas dicotomías humanas: honor / oprobio, salud / enfermedad, vida / muerte, etc., son vistas con una espiritual indiferencia. Se trata de una dimensión crítica de la religión que ha sido descuidada (particularmente por quienes se consideran "religiosos", en sentido tradicionalista).


[1] Ignacio de Loyola, EE 23.

lunes, 15 de septiembre de 2008

“UN MUNDO FELIZ”. LA AMENAZA DEL 'PENSAMIENTO ÚNICO' Y LA DEFENSA DEL PLURALISMO



Gonzalo Gamio Gehri

Un mundo feliz[1] (1931) de Aldous Huxley es probablemente la novela que presenta de manera más dramática y persuasiva la pobreza espiritual de una sociedad para la cual el mecanicismo se ha convertido en el gran relato unificador de vidas, reglas sociales e instituciones. Un mundo social y político en el que la pobreza o la guerra hubiesen desaparecido por completo no sería un mundo carente de problemas: otras formas más sutiles de exclusión y violencia brotarían ineludiblemente de la galopante mediación tecnológica de las relaciones humanas.

Se trata de una advertencia con una larga tradición: ya un siglo antes, Thomas Carlyle había señalado que lo que caracterizaba a la “era mecánica” era la progresiva cosificación e instrumentalización de las relaciones sociales, actitud que habría penetrado “en la mente y el corazón” del hombre moderno. El texto de Huxley, más que mostrar alguna intención predictiva en sentido estricto, intenta bosquejar lo que sería una realidad posible si se llevase a sus más radicales consecuencias ciertas tendencias morales presentes en el occidente moderno en lo que respecta al énfasis en el consumo, la competencia económica, y en los métodos de manipulación psicológica a través de medios audiovisuales. El Londres de Huxley es sólo un ejemplo de cómo funcionaría un orden mundial – curiosamente "globalizado" – en donde los ideales de Ford, Freud y Pavlov se han realizado con creces de la mano de una metafísica mecanicista. La fabricación en serie, la programación de la conducta, la experimentación genética y la abolición de toda represión de los deseos se convierten en las columnas de una sociedad que se pretende "racionalizada".

La Utopía descrita por Huxley es una sociedad basada en el trabajo industrial y en el diseño de la propia fuerza de trabajo en sofisticados laboratorios genéticos. Gracias a que los científicos han perfeccionado las técnicas de fecundación in vitro a gran escala, los programadores sociales están en capacidad de determinar cuantos nacimientos tendrán lugar en un tiempo limitado, e incluso predeterminar las habilidades físicas y las disposiciones intelectuales de los embriones, de acuerdo a las necesidades del estado y del mercado. Al mismo tiempo, los inconvenientes que suponen las relaciones psicológicas y sociales de dependencia propias de la maternidad quedan abolidas por obra y gracia de la tecnología. Una gran incubadora se ocupa de velar por el desarrollo fisiológico de los nuevos vivientes, y la autodenominada "comunidad"[2] se ocupará de su educación. La familia como tal deja de existir, así como el amor filial tal y como lo conocemos. El matrimonio y la pareja monogámica han desaparecido del horizonte de las costumbres de los hombres. Todos somos de todos, reza uno de los slogans emblemáticos de la sociedad mecánica, fórmula que los miembros de la gran máquina social asumirán sin cuestionamiento alguno a fuerza del condicionamiento hipnopédico.

La sociedad programada de Un mundo feliz combina paradójicamente, en su estructura y fines, los rasgos distintivos propios del capitalismo y del comunismo: Huxley estaba particularmente interesado en desentrañar la matriz totalitaria de las principales doctrinas sociales de su tiempo. Por un lado, el acceso al bienestar estaba garantizado, así como una equilibrada proporción entre trabajo y ocio; por el otro, las delicias del consumo y del confort material son fundamentales para los individuos del estado mundial de 632 d.f.: cada uno de ellos es un eslabón en la gran cadena productiva, si no tienen una vida tranquila y placentera, trabajarán de manera deficiente, y la máquina social no funcionará como debe. El discurso de la 'Calidad total' - tan celebrado en nuestro tiempo en el mundo de la empresa y aún en el de la política - llevado a su paroxismo, convierte a los hombres en sofisticados engranajes de la sociedad de consumo.

La manipulación genética de los embriones ha hecho posible que la utopía tecnológica esté organizada a partir de una sociedad de castas, cuyos "estamentos" están configurados por los "tipos humanos" desarrollados a través de la ciencia. Alphas, Betas, gammas, deltas y epsilones han sido programados según sus niveles de excelencia en lo que respecta a los cánones de capacidad intelectual y de perfección física, cualidades que los convierten en sujetos que pueden dedicarse a la investigación tecnocientífica, el trabajo con máquinas o las diferentes tareas de servicio, de acuerdo con su condición y capacidades. Cada uno de estos grupos ha sido adiestrado para amar su propia condición y a sentir recelo y menosprecio por los miembros de otros grupos: la movilidad social es imposible y absolutamente indeseable. Se trata de una sociedad jerárquica en donde el orden social funciona bien si cada uno cumple con el rol que le toca realizar según su "naturaleza". Como la enfermedad, la escasez e incluso la vejez han sido derrotadas por los avances de la tecnología, el estado puede garantizar que cada trabajador puede rendir a plenitud en su puesto a lo largo de toda su vida.

En tanto este orden de cosas promueve la eficacia - esto es la capacidad de obtener óptimos resultados en la realización de los objetivos trazados, en este caso, al interior de este peculiar esquema social - como el primero de los valores humanos a promover, es preciso que la programación estatal asegure a los individuos una vida sin sobresaltos y sin dilemas existenciales que conmuevan su carácter, pongan en cuestión sus proyectos vitales o le fuercen a replantear sus modos de pensarse a sí mismos como agentes en el mundo. Resulta imperativo proteger a los miembros de Utopía de desgarramientos espirituales, de la angustia y del conflicto. Para ello los científicos fordianos han creado el soma, una droga que ha sido tratada químicamente para no presentar los efectos letales de los estimulantes del siglo XX, pero sí preservar sus efectos alucinógenos y evasivos de la realidad. El uso del soma es estimulado en todos los niveles de la sociedad como una especie de calmante espiritual - ideal para evitar las reacciones fuertes y los sentimientos intensos - o si la dosis es mayor, como una plácida retirada temporal de las exigencias típicas de la vida ordinaria, como una huida momentánea al país de los sueños. "Siempre hay soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos con nuestros enemigos, para hacernos pacientes y sufridos" señala burlonamente Mustafá Mond, uno de los Supremos Interventores Mundiales "en el pasado, tales cosas sólo podían conseguirse haciendo un gran esfuerzo y al cabo de muchos años de duro entrenamiento moral. Ahora, usted se zampa dos o tres tabletas de medio gramo, y listo. Actualmente cualquiera puede ser virtuoso. Uno puede al menos llevar la mitad de su moralidad en el bolsillo, dentro de un frasco."[3]

Un mundo feliz es una novela trágica, desesperanzada. Nos habla de la impotencia de la creatividad, la pasión y la reflexión humanas para transformar la realidad una vez que la eficacia, la estabilidad y el control instrumental frente a los asuntos humanos se han erigido como únicos valores racionales. Es una advertencia contra el avance progresivo de la tecnociencia como único discurso con sentido para organizar el saber humano y para diseñar las relaciones sociales. Llama la atención acerca de los peligros del denominado “pensamiento único”: cuando nos precipitamos a ungir alguna concepción antropológica o metafísica como la única verdad – un discurso erigido a priori como la incuestionada y “sana doctrina” - terminamos atentando contra la libertad y el pluralismo razonable basado en el ejercicio del diálogo y la crítica. De manera muy especial, nos previene acerca del progresivo olvido y debilitamiento de los lazos sustanciales generados por las diferentes formas de contacto humano en nombre de las relaciones instrumentales. Huxley señala enfáticamente que si la tecnología y la lógica costo – beneficio se convierten en el eje medular del gran relato de la vida social, entonces la humanidad no tiene salida: va camino a su segura autodestrucción, a la manera de nuestro desesperanzado Salvaje, que acaba suicidándose.

Desde luego, la autodestrucción no puede ser una alternativa razonable para nosotros, hombres del siglo XXI, que ya conocemos y hemos experimentado el potencial deshumanizante y corrosivo de la tecnociencia para la ecología, la justicia económica y la política, cuando esta se convierte en una suerte de “espíritu absoluto” para la sociedad moderna. Sabemos también que es muy alto el precio a pagar por la intolerancia y la estrechez de miras de las diversas formas religiosas y seculares de fundamentalismo ideológico, así como la facilidad con la que se deslizan hacia tenebrosos espirales de violencia y exclusión, cuando no pueden ver en otras creencias o sistemas de pensamiento otra cosa que error y confusión: cerrarse al diálogo y a la fusión de horizontes es una manera de atentar contra el contacto humano y la racionalidad práctica. Nuestro tiempo conoce las patologías del monismo y el rechazo de la diversidad. El pluralismo – la situación de irreductible heterogeneidad y potencial conflictividad de los valores humanos en las circunstancias de la vida – puede no ser simplemente un lamentable elemento de contingencia que haya que mirar con resignación desde una supuesta atalaya epistemológica; más bien parece ser un rasgo importante de la condición de nuestra racionalidad práctica y de la experiencia más básica de nuestra humanidad. Treinta años después de la publicación de su novela, el propio Huxley volvió con ojos críticos sobre la dramática historia de John, Bernard y Helmholtz en un nuevo Prólogo en el que tomaba distancia de su obra de juventud pero a la vez renunciaba a la tentación de alterar el texto. En aquel escrito lamenta sobre todo el carácter irresoluble del dilema del Salvaje, que encubre la incapacidad de transformar el mundo de Mustafá Mond (el Supremo Interventor de Utopía) en un mundo realmente humano. “Al salvaje” - comenta el autor – “se le ofrecen sólo dos alternativas: una vida insensata en Utopía, o la vida de un primitivo en un poblado indio, una vida más humana en muchos aspectos, pero en otros casi igualmente extravagante y anormal. En la época en que este libro fue escrito, esta idea de que a los hombres se les ofrece el libre albedrío para elegir entre la locura de una parte y la insania de la otra, se me antojaba divertida y la consideraba posiblemente cierta (…). Actualmente no siento deseos de demostrar que la cordura es imposible.”[5]

El sentido de justicia y la esperanza razonable por modificar estos temibles males hacen que la terrible decisión de John constituya una alternativa recusable, un fatal acto defensivo. Acaso la idea de la posibilidad efectiva de que llegue existir un mundo social cuyo potencial deshumanizador fuese prácticamente irreversible sea contraria al sano sentido común y al ejercicio de la phrónesis. Si bien la exacerbación del mercado y la violencia hoy en día constituyen un peligro para la paz y la justicia en el mundo moderno, disponemos de los recursos culturales para desarrollar la crítica y la denuncia; el amor, el contacto humano, la fe y el discernimiento práctico constituyen valores tan decisivos y dignos de adhesión como el cultivo de la tecnología y la eficacia. Obras como Un mundo feliz nos recuerdan que ese pluralismo y acaso esa tensión valorativa no deben perderse, so pena de deslizarnos progresivamente hacia el agudo trance que, a modo de advertencia, describe agudamente la novela.





[1]Huxley, Aldous Un mundo feliz Barcelona, Plaza & Janés 1969.
[2] Es obvio que una sociedad basada en la mutua utilidad y el condicionamiento manipulatorio de las necesidades y los deseos no puede ser considerada en modo alguno como una comunidad, instancia ético - política que requiere vínculos de pertenencia y deliberación acerca de lo que sea una vida buena. He discutido acerca de la noción de comunidad, así como sus posibilidades en la teoría política moderna en Gamio, Gonzalo "La sustancia ética. Vida buena, libertad subjetiva y sociedad moderna" en Santuc, V., Gamio, G. y Chamberlain, F. Democracia, sociedad civil y solidaridad Lima, CEP 1999 pp. 55 - 88.
[3]Huxley, Aldous Un mundo feliz op.cit. p. 187.
[4] He utilizado la imagen del Mundo Feliz para cuestionar otro gran relato autoritario de corte schmittiano y straussiano, en boga en ciertos círculos académicos en el Perú bajo el fujimorismo. Véase Gamio, Gonzalo “¿Pensando peligrosamente?” en: Pensamiento constitucional Año VIII, N· 8 pp. 465 -85.
[5] Huxley, Aldous ”Prólogo” en: Un mundo feliz op.cit. p. 10.

jueves, 11 de septiembre de 2008

LA CVR Y SUS “CRÍTICOS”: REFLEXIONES SOBRE LA IDEOLOGÍA, EL LIBERALISMO Y LA TIRANÍA






Gonzalo Gamio Gehri




Los comentaristas más virulentos de este blog han repetido una y otra vez – de modo monocorde – que el Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) acusa un marcado sesgo ‘izquierdista’ (el argumento no incorpora matiz alguno). He respondido, con textos en la mano, que la fuente de inspiración del Informe es la cultura liberal de los Derechos Humanos. A veces no es suficiente que uno lo diga exhibiendo toda clase de argumentos: es preciso que lo diga alguien más. El martes 9 aparecieron en La República dos magníficos textos que describen muy bien la hipocresía, la ignorancia y el cinismo característicos de los “lobos disfrazados de oveja” que atacan a la CVR. Se trata de dos importantes reflexiones sobre la justicia transicional. Me refiero al texto de Juan de la Puente La ideología y el Informe de la CVR y al de mi antiguo profesor y hoy colega Ciro Alegría Varona, Torturar y matar por la patria. Ambos desenmascaran el carácter ideológico y autoritario de los “objetores” del Informe, a la vez que revelan la apuesta por la impunidad de los perpetradores que inspira sus diatribas. Ambos textos ilustran muy bien mi punto.

De la Puente plantea la tesis directamente: a su juicio el Informe de la CVR “siendo el documento más completo que describe al Perú desde los años 60, contiene valoraciones ideológicas que encuentro bastante decantadas hacia el liberalismo político si nos atenemos a la definición que de este hace Sartori como "la teoría y la práctica de la defensa jurídica, a través del Estado constitucional, de la libertad política individual" (Sartori; 1984)”. Prueba en varios sentidos esta afirmación, al señalar la intensa defensa de la justicia distributiva y legal en sentido procedimental que hace la CVR en el documento, así como la descripción de la reconciliación en términos de la refundación del pacto social. Del mismo modo consigna las severas críticas que la CVR hace del comportamiento de la izquierda peruana en los años del conflicto armado interno:

“Al contrario, no he apreciado en el Informe una adhesión a la estrategia de la izquierda dura o a sus principios, sino firmes reparos a su espíritu y práctica, a su ambigüedad ante la lucha armada en el caso de la izquierda legal (págs. 174, 175, 193 y 196), a los conceptos de partido y pensamiento únicos (127, 129 y 130), a la inevitabilidad de la violencia (175 y 183), al carácter instrumental de la democracia burguesa (173 y 183), y al seguidismo internacional (160), entre otros”.

Estas evidencias echan por tierra la acusaciión de "sesgo ideológico izquierdista" - que repite el coro de "críticos" - y permite comprender el Informe en el horizonte democrático en el que se cimentó. El autor no tiene ningún reparo en identificar a los objetores conservadores de la CVR como exponentes de una derecha rancia, autoritaria y anti-ilustrada, predicadora de un “pensamiento único” en lo religioso y lo político. No es difícil reconocer a qué personajes se refiere, y cómo todos ellos comparten una inocultable simpatía por el fujimorismo y un singular encono por los Derechos Humanos, las políticas interculturales y la acción ciudadana en los espacios de la sociedad civil. Hemos denunciado una y mil veces la inexistencia del liberalismo en los círculos políticos, y la existencia de una derecha autoritaria y antiliberal, deudora de Donoso y Schmitt, no de Mill ni de Kant. La campaña de demolición (y de difamación) contra la CVR ha sido su caballito de batalla. De la Puente lo reitera agudamente.

“Los señalamientos falsos al Informe no hacen más que evidenciar el interesante proceso que experimenta la derecha política y religiosa, un ala conservadora de la sociedad que al separarse del cuerpo liberal en el que se cobijó en los 90, resurge con su talante tradicional propio, excluyente, antirrepublicano y, a veces, odioso. A la tradición conservadora, que está de vuelta con fuerza luego de casi medio siglo (en los años 50-60 tenían discurso,” intelectuales, partidos y poder), es imposible pedirle más; no por razones ideológicas sino históricas. No entienden la reconciliación quienes en su momento no advirtieron las fracturas del Perú, y no se les puede demandar que entiendan las diferencias a quienes propugnan un discurso único, político y religioso. Como hace 50 años.”

El texto de Ciro Alegría es valiente y sumamente lúcido. Muestra la entraña tiránica y antidemocrática de quienes exigen silencio y sumisión en pago a los “servicios prestados” en pago por la pacificación. Son los Rey, los Giampietri, los Barba, sus jefes, y algunas mentes serviles de la prensa fujimorista, que clamaban por amnistías para los agentes del Estado que cometieron crímenes de lesa humanidad. Cerraron filas e invocaron al espíritu de cuerpo bajo la consigna “no ‘desmoralizar’ a los militares con acusaciones o procesos judiciales: para ellos ‘la gloria o el silencio’”. Se exigía un cheque en blanco otorgado por el Perú. Olvido para los criminales e indiferencia para con las víctimas. Y una “historia oficial” ad hoc – basada, por ejemplo, en la manipulación y censura de los textos escolares - para omitir las ejecuciones extrajudiciales, las fosas comunes, el abuso.

“Por qué repiten los paladines del orgullo herido de las FFAA, el fujimorismo y el aprismo, que la CVR ha inflado el número de víctimas, que ha dado lugar a procesos penales contra militares? ¿por qué la acusan de mellar la imagen de las instituciones? Porque el único sentido del honor que tienen es el tiránico. ¿Qué caracteriza al tirano? A cambio de un cierto beneficio muy importante, el tirano pide que le den lo que no se le da a nadie. Te he salvado de los asesinos, te he dado de comer cuando te morías de hambre, ahora tienes que decirle a tu hija que venga conmigo, porque tu hija me gusta y no vas a ser malagradecido. Estabas reventado por los terroristas, no tenías seguridad ni para ir a trabajar, los jóvenes tenían que irse del país, ahora tienes que olvidar las bocas que he desdentado a golpes, los cuerpos que he quemado, los detenidos que he hecho matar; más que eso, tienes que convivir con mis guerreros amnistiados, porque ellos son tu seguridad y no vas a ser malagradecido.”

Como decía Unamuno, a veces callar es ser cómplice. Y Alegría habla claro, denuncia la prepotencia y las viejas mañas de los sirvientes de la tiranía. El pensamiento del buen Kant – a quienes los reaccionarios detestan profundamente, pues consideran que simboliza la “modernidad” y su universalismo moral – le ofrece un estupendo horizonte de reflexión:

La tiranía es la humillación de la justicia. Las máximas de los tiranos de todos los tiempos son, según Kant: 1) fac et excusa, haz lo que sea y da explicaciones después; luego, en caso de que lo anterior no funcione, 2) si feciste, nega, niega que tú lo has hecho; y en todo caso, para debilitar la resistencia 3) divide et impera, trata a los que te acusan como enemigos y oblígalos a dividirse. Este último recurso incluye en el Perú acusar de diversos delitos a quienes trabajan por la verdad sobre la violencia. La acusación favorita es complicidad con SL. Los ayayeros de la autoridad tiránica, los que quieren dejar a sus hijos un recuerdo glorioso de un tiempo de violencia lleno de atropellos contra todo derecho, tienen que hacer callar a la justicia.”

Los ciudadanos libres no debemos temer mirarnos en el espejo de la historia reciente. Las víctimas aguardan por justicia y reparación: su desamparo no puede ser eterno. Democratizar el país implica construir una comunidad de individuos libres e iguales, que estén protegidos en sus derechos básicos. Este proceso no podrá hacerse efectivo mientras quienes padecieron violencia continúen siendo tratados como miembros de “pueblos ajenos dentro del Perú”. Es hora de resistir firmemente – desde los principios democráticos, los canales constitucionales y los espacios ciudadanos – ante la apuesta por la impunidad que predican quienes han sucumbido plácidamente a la seducción de la tiranía.

LOS JÓVENES Y LA POLÍTICA

Gonzalo Gamio Gehri

Pienso que, en gran medida, la renuencia de los políticos a promover políticas de Derechos Humanos y democracia participativa se debe en parte a que la autodenominada “clase política” está compuesta aun por gente que está o ha estado involucrada en casos controvertidos o ejercita una militancia política que los compromete con intereses de partidos, empresas o sectores autoritarios que rechazan estas iniciativas. Contamos con “partidos políticos” – si así podemos llamar a estas agrupaciones electorales, generalmente de corta vida – que practican el caudillismo y se niegan a instalar mecanismos de democracia interna. Sus líderes tienen un protagonismo vitalicio y muchas veces influyen decisivamente en el diseño de las listas parlamentarias y en la determinación de las autoridades partidarias. Soy de los que guardaban la esperanza de que la lucha contra el fujimorato y la experiencia de la transición contribuiría finalmente a democratizar la política, pero los viejos esquemas se impusieron una vez más.

Necesitamos renovar la política, tanto la política partidaria como la política ciudadana al interior de los espacios de la sociedad civil. Como profesor universitario, conozco a muchos jóvenes brillantes y llenos de entusiasmo que aspiran a cambiar el país. Los partidos políticos – por lo general – se muestran reacios a cuestionar sus bases ideológicas y a encargarles mayores responsabilidades a los jóvenes; los estudiantes han optado sabiamente por formar sus propias instituciones, discutir sus fundamentos intelectuales, organizarse, pensar juntos. Consideran que la formación académica constituye la columna vertebral de cualquier propuesta social. Y en esto aventajan largamente a los partidos políticos existentes. Proyecto Coherencia – que anuncia su cuarto proceso de incorporación -, el Círculo de Estudios políticos y sociales, el Grupo Genera y muchos otros aspiran a convertirse en instancias de reflexión y acción que contribuyan a convertir la política en un ejercicio ciudadano y no en el privilegio de una élite. Yo he colaborado varias veces con ellos (particularmente en materia académica) y debo decir que la motivación que los anima merece todo nuestro respeto y apoyo.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

PERSPECTIVAS EN TORNO A LA FE Y LA JUSTICIA, HOY: REFLEXIONES SOBRE UN LIBRO PUBLICADO POR JÓVENES JESUITAS *




Gonzalo Gamio Gehri


Es para mí un honor y un placer participar en la presentación de este libro – A más universal más divino. Misión e inclusión en la Iglesia de hoy[1] -, fruto del trabajo de cinco jesuitas, cinco académicos peruanos que pertenecen a mi generación. Se trata una generación que ha vivido una aguda crisis de paradigmas en lo ético y lo político – la caída del muro de Berlín y el desplome del Bloque del Este en el hemisferio norte, pero también el conflicto armado interno en el Perú – que no han dejado intactas nuestras concepciones del cristianismo y la justicia. Dicha crisis nos ha sumido muchas veces en la incertidumbre, pero también ha despertado en nosotros la necesidad de buscar nuevos modos de plantear y resolver los problemas que los viejos esquemas dejaron pendientes. El individualismo, el fundamentalismo y la razón instrumental nos han llevado a reformular, pero también a recuperar como horizonte crítico, la comprensión cristiana de la justicia y del amor. Ese esfuerzo de recuperación y de explicitación acompaña cada uno de los ensayos que componen el texto.

Si una cosa tengo clara respecto del mensaje de Jesús es que se trata de un mensaje de encarnación. El cristianismo presenta la irrupción de Dios al horizonte del tiempo y la vida de los seres humanos, con quienes entabla una relación de amistad y compromiso. Esta perspectiva se hace patente en la forma de vida del propio Jesús de Nazaret, que predica el amor incondicional y el perdón entre los seres humanos – incluso en referencia al enemigo –, una prédica que se cimenta en el anuncio del Reino de Dios. Este mensaje de amor lo lleva a enfrenta al poder sacerdotal de su época, que impone un formalismo ritual sin justicia ni compasión. La exigencia veterotestamentaria “¡misericordia quiero, y no sacrificios!” marca la pauta de las enseñanzas de Jesús. El compromiso con Dios se revela en el compromiso con el ser humano. Esta opción raduical por el cuidado del otro – particularmente el excluido y el insignificante – lo lleva a afrontar una muerte de cruz, una muerte que implica no solamente un profundo dolor, sino la exposición a la humillación pública y la marginación de parte de la propia comunidad. Jesús se hace pequeño para dar la vida por los pequeños. Se trata de un enfoque que muchos cristianos hemos olvidado, en nombre del ritualismo y la obsesión por la “pureza formal” que el propio Jesús fustigó en la persona de los fariseos. Este libro nos recuerda la centralidad de la encarnación en la vida del cristiano.

Quisiera comentar muy brevemente dos ensayos que componen el libro que entroncan directamente con esta preocupación encarnada por el amor y la justicia. En Decían: "tiene un espíritu impuro", Rafael Fernández se ocupa del problema de la impureza en la tradición judeocristiana. Explora rigurosamente una tensión que considera fundamental para comprender el compromiso radical con el otro que predican Jesús y sus discípulos. El pueblo de Israel excluía al huérfano, el extranjero y la viuda. En contraste, “Jesús, judío practicante, se hace marginal al tomar sobre sí las ‘penalizaciones’ religiosas que un sistema hacía cargar a los ‘impuros’”[2]. Tomar contacto con los excluidos “contaminaba”. Jesús – en contra de las indicaciones oficiales - cuida de los ‘impuros’ y asume libremente la muerte de uno de ellos. Una muerte de cruz, reservada a los criminales y a los blasfemos, ejecutada fuera de los límites de la propia comunidad. Jesús desafía la normativa existente sobre la impureza, porque considera que esta lesiona el sentido de la Creación del mundo y del ser humano, a los que Dios encontró buenos. Nada creado por Dios es en sí mismo impuro, impuro es lo que sale de un corazón injusto. Las prescripciones sobre la impureza son fruto de las construcciones sociales relativas a lo sagrado, con las que los hombres han afirmado posiciones de poder.

A juicio del autor, Jesús asumió una opción preferencial por los impuros, aquellos que el sistema religioso marginaba y consideraba agentes de contaminación. Esta tesis tiene un impacto teológico y pastoral muy importante, dado que la Iglesia Latinoamericana ha considerado necesario proponer la opción por el pobre como un eje central en su trabajo en materia de evangelización y promoción de la justicia. Esta fuente de inspiración ha sido discutida y planteada en las reuniones de Medellín, Puebla y Aparecida, y muchos la identifican como uno de los grandes aportes de la Iglesia del subcontinente a la Iglesia Universal. Se trata además de uno de los principales motivos de la teología de la liberación. Fernández sostiene que su análisis contribuye a ampliar el horizonte del compromiso con el otro, sin desmerecer el espíritu de la opción por el pobre. “La impureza supone lo que la pobreza designa, pero va mucho más allá. Muerde una dimensión de la realidad mucho más incómoda y resistente. Muerde un filtro de la sociedad mucho menos evidente y mucho más impermeable a la transformación”[3].

No estoy seguro de que Gustavo Gutiérrez haya empleado el concepto de pobreza en un sentido reductivo, básicamente social y económico. En muchos de sus escritos, Gutiérrez se refiere al pobre como el “excluido” y el “insignificante”: describe la pobreza en términos de la exposición a una muerte injusta y prematura. De todos modos, es justo decir que la precisión de Fernández resulta sumamente útil en un doble nivel: por un lado, nos remite – a partir del estudio del texto bíblico – al impuro como aquel que es excluido incluso por aquellos que el propio sistema ha excluido originalmente, y que constituye para éstos una amenaza permanente de contaminación. Por otro lado, abre la reflexión teológica – y la praxis cristiana – a un amplio conjunto de excluidos que se han tornado ‘invisibles’ para una sociedad moderna que no sólo glorifica la opulencia, sino también el poder, la salud y la juventud. Se trata de los “impuros” de la modernidad tardía: los desplazados, los inmigrantes, las minorías sexuales, los presos, los enfermos terminales, los discapacitados. La reflexión del autor pone de manifiesto la presencia incómoda de aquellos que exigen nuestro cuidado y compromiso incondicionales, pero que el conservadurismo religioso – centrado, hoy como ayer, en el formalismo ritual – juzga como seres impuros, individuos o grupos que no forman parte del plan de Dios, o meros destinatarios del asistencialismo.

Las tesis de Fernández convergen bastante bien con el ideario de la teología de la liberación, y desarrollan su legado de una manera crítica y original. Seguir a Jesús hoy implica cuestionar severamente la “religión de lo sagrado” – que sustenta la estigmatización y la exclusión de los “impuros” – para asumir la práctica del ágape como camino de vida. “La caridad y la ‘higiene’ son antónimos. La higiene es la pretensión de neutralidad frente al impuro”[4]. Esta falsa espiritualidad excluye a Dios y cuestiona la bondad sustancial de la Creación. Pone a los hombres que manipulan lo sagrado como artífices “legítimos” de la marginación de seres humanos por motivos que el amor desconoce y denuncia. El cristiano reconoce como pecado esta forma de manipulación que conspira contra el espíritu mismo de la religión.

El ensayo de Miguel Cruzado - La irrenunciable búsqueda de justicia. Criterios para el discernimiento a partir de dos textos eclesiales recientes - explora los vínculos entre justicia y bien común a partir de la lectura crítica de la declaración de la Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales, El bien común y la doctrina social de la Iglesia (1996), y del documento conjunto de la Conferencia Episcopal Alemana y el Consejo Evangélico Alemán, Para un futuro en solidaridad y justicia (1998). Se trata de textos que examinan en detalle el impacto provocado por la conversión de la economía de mercado y el individualismo en formas de “pensamiento único” en las sociedades noratlánticas, un movimiento que amenaza con erosionar la prédica cristiana de la solidaridad y la justicia social, o convertirla en una creencia marginal en la constelación de perspectivass y credos que constituyen la era contemporánea. Este trabajo de interpretación resulta aleccionador en el contexto nacional, en tanto las políticas neoliberales se aplican aquí sin una resistencia ciudadana e intelectual articulada.

Ambos textos destacan la importancia de la reflexión sobre el bien común y la justicia como fundamento para la necesaria revisión crítica del neoliberalismo, que predica la omnipotencia de las leyes del mercado en la resolución de los problemas sociales y políticos. Después de los sucesos de 1989, esta perspectiva se ha consolidado como la doctrina dominante en lo socioeconómico y en lo político, de modo que toda teoría rival que invoca al interés común como fin de las políticas sociales – o promueve políticas que redistribuyan al ingreso – es sindicada como “colectivista” y “premoderna”. La descalificación se convierte falazmente en una forma de refutación.

En América Latina, este modo de plantear las cosas se ha convertido en moneda corriente, y cuenta – en los medios de comunicación y en los círculos políticos – con sus profetas y apóstoles criollos. El neoliberalismo (que en la región no dudó en establecer alianzas con dictaduras despiadadas) suele considerar la defensa cristiana de la justicia y la comunidad como un alegato teológico de tipo “izquierdista”, opinión que es reforzada por sectores más conservadores de la propia Iglesia, que suelen identificar la promoción del compromiso social como secular o “inmanentista”. Ese sentido común conservador está calando hondo en un buen número de creyentes. “Nada más fuera de la Revolución cristiana y la realidad histórica de la Iglesia”, señala agudamente Cruzado.

La preocupación por la justicia y por el bien común constituye una exigencia moral para la Iglesia. De acuerdo con los documentos comentados por el autor, la Iglesia debe pronunciarse sobre las situaciones de injusticia o abuso sin guarecerse en generalizaciones que se traduzcan en “maneras de evitar la controversia”[5]. Los obispos ingleses y galeses sostienen que “en tanto que obispos, tenemos la responsabilidad particular de discernir y de interpretar los signos de los tiempos, aun a riesgo de equivocarnos”[6]. Resulta ejemplar la disposición de estas autoridades eclesiásticas a dialogar en un plano de simetría con los ciudadanos en torno a un tema tan importante como la vigencia de la búsqueda del bien común en los tiempos de la hegemonía de la doctrina del mercado. Que el punto de partida del documento sea el análisis de la sociedad moderna – y no una perspectiva estrictamente normativa – constituye una toma de posición interesante – y sumamente inspiradora – en el contexto del trabajo pastoral en materia social.

Cruzado argumenta que – en el marco de la ética cristiana – “la situación de injusticia, el dolor de los otros, constituye el motor primero de la búsqueda de justicia”[7]. No se trata de asumir la perspectiva de un elector racional que elige principios de justicia haciendo abstracción de sus concepciones de la vida buena y de su posición en el mundo – para usar las expresiones de Rawls – sino de ponerse en el lugar de los que sufren. La justicia no es sólo un procedimiento que distribuye ‘bienes primarios’: es también una virtud que supone la defensa de quienes padecen exclusión y violencia a causa del daño generado por la voluntad de las personas, pero también de quienes sufren a causa del carácter impersonal de nuestros sistemas sociales y económicos.

El cristianismo plantea incluso ir más allá de la justicia, exige la práctica de la misericordia y del reconocimiento respecto de aquellos individuos o grupos que se han visto privados del trato debido a la persona humana. El Evangelio exige una atención al individuo en su particularidad, tomando en cuenta sus necesidades y derechos, así como su aspiración a desarrollar vínculos sociales que le permitan llevar una vida de calidad. Esta exigencia proviene de la responsabilidad que Dios asigna al ser humano en materia del cuidado de su Creación. El ser humano se convierte así en agente de redención y de transformación social. Se trata de que asumamos la tarea de modificar las “estructuras de pecado” que provocan discriminación o muerte prematura para otros seres humanos. Ello sólo es posible si volvemos a mirar el mundo social como un ente creado por un Dios amoroso – un mundo llamado a ser regulado por la justicia y la solidaridad – y dejamos de observarlo como un complejo mecanismo abstracto que administra intereses privados en conflicto.

Ello me devuelve al tema de la encarnación. Si existe un espíritu común que anima a los autores de este libro – compañeros de una comunidad viva, al fin y al cabo – es el que vindica el esfuerzo por el Reino. Sin el cuidado concreto de la dignidad del otro, tal Reino constituye una ficción; un deseo sublime, pero distante. El compromiso con el otro hace posible que el Reino de Dios no esté allá ni acá, sino – como señala el Evangelio - en medio de nosotros.


*Fragmento de la presentación del libro A más universal más divino).
[1] Cruzado, Miguel, Juan Dejo, José Luis Gordillo, Rafael Fernández Hart y José Piedra A más universal más divino. Misión e Inclusión en la Iglesia de hoy Lima, UARM 2008 (en adelante MUMD).
[2] MUMD p. 27.
[3] MUMD p. 35.
[4] MUMD p. 47.
[5] MUMD p. 154.
[6] Ibid.
[7] MUMD p. 161.