jueves, 29 de enero de 2009

PLURALISMO VERSUS “PENSAMIENTO ÚNICO”



Gonzalo Gamio Gehri


La discusión sobre la vigencia de la ética de los Derechos Humanos ha derivado – en los últimos días – hacia una reflexión en torno al pluralismo. Por lo general, éste ha sido descrito a partir de la tesis según la cual no existe una única manera de llevar una vida humana con sentido. Esto no significa que todas las vidas con sentido que uno pueda llevar sean “igualmente valiosas” (no confundir con el fantasmal “relativismo”). Dejemos que Isaiah Berlin – el filósofo que ha pensado con mayor insistencia este fenómeno – lo exprese con sus propias palabras:

“ Yo prefiero café, tu prefieres champagne. Tenemos diferentes gustos. Aquí no´hay más que decir´. Eso es relativismo. Pero el punto de vista de Vico y el de Herder no corresponden a esto: esto es lo que he descrito como pluralismo – esto es, la tesis de que hay muchos fines diferentes que el hombre puede buscar y aún ser plenamente racional”[1]

El liberalismo ha querido convertirse en el discurso legal y político que toma en serio el pluralismo. Respalda la tesis de que el Estado debe garantizar la posibilidad de que los individuos puedan diseñar, discutir, elegir y cultivar sus proyectos de vida sin interferencias externas, siempre y cuando éstos no vulneren los derechos de los demás. El sistema de Derechos – incluyendo en primera línea a los Derechos Humanos – busca proteger los espacios en los que los agentes disciernen y desarrollan sus planes vitales. Los preceptos contra la tortura, la desaparición forzada o la discriminación apuntan a defender esos espacios y esa libertad. Se parte de la premisa de que ese sistema de Derechos cuenta con el consentimiento racional de los involucrados. Esta es la teoría, bosquejada con pinceladas gruesas. Por eso me cuesta entender las objeciones de los ‘contramodernos’ que consideran que esta concepción pública de la justicia es “asfixiante” o “invasiva” en el propio Occidente ¡Si es todo lo contrario! Se trata de suscribir un conjunto mínimo de normas que garanticen la convivencia social, de manera que las personas puedan elegir conscientemente sus maneras de llevar una vida buena. Se trata de una concepción que en principio promueve el diálogo y la tolerancia en un contexto de reglas que los participantes eligen y discuten ¿A quién se estaría ilegítimamente “excluyendo”? ¿A quienes piensan que solamente ellos poseen la verdad? ¿A quienes piensan que es deseable convertir a los demás a la fuerza, “por su bien”?

Por supuesto, este esquema no admite toda forma de pensar sin establecer límites. Quienes predican la violencia está fuera de una sociedad pluralista. Por ejemplo, yo rechazo la blasfemia. Pero no creo que Salman Rushdie deba ser asesinado por blasfemo. De igual modo, el sistema de Derechos postula la igualdad entre los sexos y en la no discriminación racial o religiosa. No es “neutral” –ni puede serlo – en esta materia.

¿Quiénes se oponen al pluralismo? Muchos pensadores y activistas de diversas canteras, desde el marxismo hasta los integrismos religiosos. Es el caso de quienes se autodenominan “reaccionarios” (insisto en que no uso este rótulo peyorativamente, ellos lo utilizan). Evoquemos los textos del pensador reaccionario más importante en nuestro medio, Eduardo Hernando, a quien aprecio y respeto, como he señalado en este blog, aún en medio de la más radical discrepancia (en general, cuando uso el término "reaccionario", me refiero fundamentalmente a la perspectiva que defienden Hernando y sus discípulos directos, jurídicos y filosóficos, en blogs como Nomos contra Anomos y otros). Se trata de un intelectual honesto, que no oculta su punto de vista y que siempre está dispuesto a discutir con transparencia. Él considera que la modernidad – con sus ideas de libertad, tolerancia y compasión – ha trastocado el genuino ideal político, el de una comunidad homogénea, “orgánica”, que refleja “el orden natural querido por Dios”.[2] En sus dos libros, identifica ese ideal con la fuente espiritual del sacro imperio romano-germánico.

De acuerdo con e autor que citamos, el liberalismo y la democracia han traído la confusión babélica a la vida del hombre. “(la sociedad democrática) es un escenario gigantesco en el que confluirán tradiciones musulmanas, puritanas, católicas, escépticas (...) entre otras, esto es, un gran mosaico cargado de contrastes y donde esa diversidad no plasmaría el armónico y bello símbolo de un radiante arco iris, sino todo lo contrario, nos remitiría a los oscuros momentos de la construcción de la torre de Babel, es decir, el caos y el desorden.”[3]. La inclusión de una pluralidad de formas de vida no constituye un rasgo positivo para una sociedad humana; de lo que se trataría es de recuperar una visión unitaria de la vida, reflejo de la trascendencia a la que los seres humanos debemos aspirar. Esa unidad "disuelve", "unifica" las diferencias, suprimiéndolas o fijándolas en un orden jerárquico inmutable. Los autores que inspiran a la reacción - De Maistre, Donoso Cortés y Schmitt - consideran que son los líderes o los intelectuales quienes deben ofrecer esta visión, pues la gente no está capacitada para examinarla por sí misma; estos autores reaccionarios – advierte – sienten “un desprecio y un temor a los hombres que se hallan demasiado corrompidos para merecer la libertad y por ende ni siquiera saben como usarla”[4]. La represión de la libertad por razones de “pureza doctrinal” aparece como una alternativa cuando se trata de guiar a los seres humanos por la senda correcta.

Finalmente, las tradiciones – tal como las concibe el pensamiento reaccionario – no fomentan la discusión o el espíritu crítico, que tienden a minar sus fundamentos: por eso yo sostengo que los “reaccionarios” están mucho más cerca del comediógrafo conservador Aristófanes – que en Las Nubes condenó la mayéutica socrática - , que de Platón y Aristóteles. La apelación al “mundo clásico” sólo es epidérmica. La duda puede ser corrosiva. Vayamos a los textos: “las sociedades tradicionales” advierte Hernando “jamás discutieron sobre sus verdades y sólo se encontraba espacio para discutir principios de contraste, es decir, aquellos que se hallaban en el error; pero en un segundo estadio (evidentemente la modernidad) se proclamaría la impotencia humana para designar los errores, y de este principio de libertad de discusión nacería el fundamento de las constituciones modernas.”[5].

Sospecho que el “pensamiento único” va por esta dirección.

Una doctrina que pretenda “poner orden” en la sociedad en torno a la cuestión de los “fines últimos de la vida” puede convertirse en un credo violento. Si los “líderes” consideran que están en posesión inobjetable de tales bienes supremos, pueden plantear los casos de heterodoxia como patológicos, e intentar “corregir” o “reeducar” violentamente las almas de las personas por su bien. Precisamente, para evitar tal perversión es que se fue configurando la cultura de los Derechos Humanos desde una concepción centrada en la justicia y no explícitamente en el Bien. Se trata de dejar las cuestiones de la vida buena en manos de los propios agentes, personas capaces de deliberación práctica y autorreflexión.




[1] Berlin, Isaiah “The idea of pluralism” en:Anderson, Walter T. The truth about the truth New York, G.P. Putnam´s sons 1995;p. 51.
[2] Hernando, Eduardo Pensando peligrosamente , p. 280.
[3] “¿Justicia discursiva o el retorno de la Torre de Babel?” en: Deconstruyendo la legalidad p. 115.
[4] Hernando, Eduardo Pensando peligrosamente., p. 87.
[5] Hernando, Eduardo “¿Justicia discursiva o el retorno de la Torre de Babel?” op.cit p. 112 .

lunes, 26 de enero de 2009

LA SHOÁ Y LA CULTURA DE LOS DERECHOS HUMANOS



Gonzalo Gamio Gehri


Se ha generado una intensa discusión en este blog a raíz del post sobre la Barbarie en la franja de Gaza. Mi artículo ha sido comentado, a veces, con cierta precipitación e injustificada irritación; en otros casos, he leído comentarios que me han llevado a pensar que algunas hipótesis evocadas en el texto podrían ser examinadas desde nuevos ángulos. El texto ha servido para explicitar discrepancias sobre el conflicto Palestino – Israelí en los mejores términos. Gustavo Faverón sostiene que Israel realiza los bombardeos en Gaza como parte del ejercicio de su legítimo derecho a defenderse de los ataques terroristas de Hamás, e indica que algunas acciones israelíes constituyen crímenes de guerra. Yo he señalado que los métodos usados por Israel – el empleo de bombas de racimo contra la población, su negativa a permitir la entrada de Médicos sin Fronteras a atender a los heridos – merecen el rechazo más firme de la opinión pública internacional: el derecho a la defensa (y la lucha contra la insania de Hamás) no puede justificar acciones bárbaras como éstas. La discusión ha continuado en otros espacios virtuales. Algunos de los argumentos desarrollados en este contexto han sido distorsionados y manipulados de manera ofensiva y tendenciosa, por lo que debo protestar. Desde un blog que describe sus propias ideas como “reaccionarias” se ha acusado infundadamente a los críticos “liberales” – léase Faverón y Salas – de ser “adeptos del infanticidio y el genocidio en Palestina”. Esta afirmación agraviante pretende basarse en una extraña "lectura" de los comentarios publicados por ellos en este blog (por ello creo que es pertinente hacer estas precisiones, para que el lector no se deje sorprender). Incluso "denuncia" desde allí – a partir de lo dicho contra ambos académicos - “la hipocresía" y "el carácter demoníaco" que presenta la 'doctrina' (sic) de los derechos humanos.
Más allá de la caricatura implícita en tales "acusaciones", es lamentable que se llegue a esta clase de insinuaciones y ataques. Yo he discrepado abiertamente con la lectura que hacen Gustavo Faverón y Daniel Salas - quien es además un gran amigo - acerca del conflicto de Gaza, pero puedo dar fe de que ninguno de sus comentarios apunta a justificar el crimen (quien afirma tal cosa demuestra no haber leído detenidamente los comentarios). Deslizar la idea de que la presunta incoherencia de quienes defienden los derechos humanos y a la vez apoyan la causa israelí "revelaría" (¿?) la inconsistencia o la perversión de la doctrina de los derechos humanos es simplemente una aseveración que no tiene ningún fundamento. ¿En qué sentido la opinión de Salas y Faverón sobre este caso comprometería conceptualmente la doctrina misma de los DDHH? Si hay una razón para sostener esto, el crítico de los Derechos Humanos no la ofrece. Se trata de una afirmación casi disparatada(1), meramente efectista. Creo que ese tipo de proceder simplemente enturbia el debate.

En fin. En alguno de los momentos más difíciles de la discusión se aludió a lo vivido por el pueblo judío en el Holocausto. Sostuve que me preocupaba el hecho de que algunas personas que apoyaban (u ordenaban) los bombardeos en la franja de Gaza tuvieran parientes que padecieron los horrores de Auschwitz, o fueron confinados al Gueto de Cracovia. Señalé que ello me parecía lamentable, porque revelaría dificultades en algunas personas para ponerse en el lugar de los demás. Primo Levi, Elie Wiesel y tantos otros han señalado que una de las lecciones morales de la Shoá – para evitar que catástrofes humanitarias como esa se repitan en el futuro - consistía precisamente en reconocer que no hay muertos ajenos, que lo muertos siempre son nuestros. Se trata de luchar por la vida y la integridad de todos los seres humanos. Esta es la forma más básica e importante de universalismo moral. Esa clase de sabiduría ya la encontramos en los profetas del Primer Testamento (y en algunas tragedias griegas). Si consideramos que fundamentalmente lo que aprendemos de amargas experiencias como las del Holocausto es saber reconocer oportunamente al enemigo, entonces no hemos logrado un aprendizaje estrictamente moral, en lo absoluto. Seguimos en el registro de la violencia. Ese no es el mensaje de Levi, Wiesel y tantos otros que vencieron el terror nazi. Sus reflexiones no son de corte estratégico y necionalista: convergen con lo que Appiah llama cosmopolitismo arraigado, la defensa universalista del valor de la vida humana y al mismo tiempo el compromiso con los propios vínculos comunitarios. Considerar que ambas lealtades están por principio inexorablemente enfrentadas entre sí - como piensan algunos autores conservadores - constituye una suposición simplificadora y poco razonable.

Siento que fui malinterpretado. Se indicó que yo suponía que “el Holocausto debería representar una lección no para sus perpetradores y sus testigos inmóviles, sino para sus víctimas”. No es cierto. Considero que la lección moral de la Shoá está dirigida a todos los seres humanos sin excepción, precisamente porque se trata de abandonar la posición de “testigos inmóviles de la injusticia”, para convertirnos en agentes comprometidos con la dignidad y las libertades de las personas, más allá de su nacionalidad, raza, cultura, religión, ideología política, género o sexualidad. Y no lo digo yo, lo sostienen quienes se comprometieron con la elaboración y discusión del texto de la Declaración universal de los Derechos Humanos. No es ninguna casualidad que la Declaración haya sido planteada a poco tiempo de finalizada la II Guerra Mundial. Lo que se buscaba con ella era precisamente generar el discurso, pero también las prácticas sociales y políticas, para conjurar otras formas de genocidio, tortura y discriminación racial o sexual como se había vivido en los campos. Por ello extraña que algunos intelectuales conservadores hoy asumen una posición de "denuncia" frente a los crímenes del Estado de Israel sean curiosamente los mismos que sostienen que los Derechos Humanos “no existen”, o que la doctrina de los derechos humanos entraña perversiones “diabólicas” (¿?). Se trata de los mismos personajes que ejercieron el “activismo mediático” en la infame campaña contra la CVR - protagonizada por La Razón, Expreso y otros medios de ultraderecha próximos al fujimorismo -, quienes apostaron por la impunidad de los perpetradores, y por la intangibilidad de las fosas comunes por “razones de Estado”. Es lo que yo llamaría hipermetropía moral.

La vocación por el universalismo moral – la tesis de que cada ser humano debe ser considerado intrínsecamente digno y valioso, y que no hay muertos ajenos - está presente poderosamente en la cultura y la espiritualidad judía. De hecho, esa es su fuente. La encontramos en Martin Buber, en Edmund Husserl, en Emmanuel Levinas, en Simone Weil - también en Jesús de Nazaret, judío ciento por ciento - y procede de los textos bíblicos y de la tradición rabínica. En Los abusos de la memoria, Tzvetan Todorov evoca una breve historia contada por André Schwarz-Bart:

Un gran rabino a quien preguntaban: ‘¿Por Qué si la cigüeña, en hebreo fue llamada Hassida (piadosa) porque amaba a los suyos, está situada, sin embargo, en la categoría de aves impuras?’

Respondió:
Porque sólo dispensa su amor a los suyos”.

(1) Según el Diccionario de la RAE, "disparatar" es "decir o hacer algo fuera de razón y regla".


miércoles, 21 de enero de 2009

CONFLICTOS ÉTICOS: NEOARISTOTELISMO Y UTILITARISMO




Gonzalo Gamio Gehri




Los conflictos éticos no son pseudoproblemáticos. Tampoco pueden resolverse abstractamente en una sola dirección. El utilitarismo – como hemos podido señalar anteriormente, en otro post – creyó encontrar en el placer una instancia que pudiese conmensurar las diferentes alternativas para la elección práctica, de manera tal que el agente pudiese calcular entre diferentes expectativas de placer o displacer y decidir en función del más y del menos. Resulta claro que quien procede de esa manera malentiende los bienes, confunde aquellas acciones, sentimientos o actitudes que son objeto de estimación con sus consecuencias o efectos. El agente utilitarista desconoce el carácter eminentemente heterogéneo de los bienes, procurando “traducirlos” al lenguaje uniformizante del placer; sin embargo, al obrar así distorsiona el sentido de tales bienes. Aunque el placer en sí mismo es valioso, con frecuencia elegimos ciertas acciones con independencia de si nos provocan placer o no; en ocasiones, el placer resulta ser un añadido de una acción virtuosa, o incluso puede simplemente estar ausente en las circunstancias examinadas, en aquello que está en juego y en nuestra deliberación. En todo caso no es el único móvil de nuestras elecciones, y no siempre es el móvil más poderoso.

El discernimiento práctico no puede identificarse sin más con el mero cálculo. La tesis (neo) aristotélica acerca de la comprensión de la vida como una totalidad en la que deben estar presentes los múltiples bienes en diferentes proporciones en función de algún bien que rige teleológicamente sobre los demás no puede leerse en clave cuantitativa. La idea del cuidado de las proporciones es más bien metafórica: es en base a las deliberaciones que el agente realiza sobre sus propias creencias y costumbres que determina las diferentes facetas de su vida; dichas evaluaciones suponen enfrentar directamente las zonas de tensión valorativa. La imagen del razonamiento práctico desde el modelo del cálculo nos lleva a suponer que el agente – entendido como un simple sopesador de alternativas – no está cualitativamente involucrado en la deliberación. Elegimos simplemente la opción que comporte una mayor cantidad – expectativa de placer; los desgarros o temores que acometen al elector se convierten en variables de cálculo o incluso rezagos de visiones pre-científicas de la elección (esto último se hace especialmente patente en el ámbito de la economía, donde a menudo el utilitarismo ha sido asumido como una teoría básicamente correcta). En este sentido, el utilitarismo está profundamente comprometido con una lectura desvinculada de la razón práctica.

Si el kantismo niega la posibilidad “teórica” de los conflictos éticos, la perspectiva utilitaria minimiza su poder y gravedad. Los dilemas que plantea la experiencia ética simplemente pueden ser resueltos a partir de un cálculo técnico, de modo que el carácter conflictivo de tales dilemas prácticamente queda diluido. Para Bernard Williams esta posición malentiende profundamente la especificidad de la experiencia moral al desarrollar un retrato no comprometido del agente que elige. Para este autor esta posición no solamente manifiesta una falta de lucidez filosófica respecto de las diferentes determinaciones de la deliberación práctica, sino también asume una actitud moralmente escuálida frente a situaciones complejas o críticas: ”uno puede ciertamente reducir el conflicto, o hacer la vida más simple, reduciendo el rango de las demandas que está dispuesto a tomar en consideración; pero en ciertos casos esto podría ser considerado no como un triunfo de la racionalidad, sino como una evasión cobarde, una negativa a ver lo que hay que ver”[1].

La perspectiva neoaristotélica dispone de un lenguaje moral que permite tanto el reconocimiento como el planteamiento racional de los conflictos. Negarlos o configurar una actitud indolora frente a ellos constituye más bien una especie de mecanismo de defensa: nos ofrece una imagen del agente como un sujeto racional que ejerce un control absoluto sobre sus contextos vitales y aún sobre las posibles consecuencias de sus actos. Esta sin duda es una imagen profundamente incorrecta acerca de lo que significa ser un actor moral, pues considera que el hombre es fundamentalmente inmune a la acción de la tyché[2]. Para un contemporáneo de Esquilo o Sófocles, quien así concibiera la condición humana no sólo carecería del sentido común más elemental – no hablemos ya de sophrosyne (sabiduría práctica) – sino incurriría en una espantosa hybris[3]; renegaría de su ineludible condición de agente finito, empujando más allá de su límite las capacidades propias de la deliberación práctica. En efecto, los conflictos nos exponen al sufrimiento y la pérdida; no obstante, ambas vivencias constituyen dimensiones ineludibles de la experiencia ética ordinaria y representan un elemento sumamente importante para nuestro saber acerca de nuestros modos de estar en el mundo. Como ha señalado agudamente Isaiah Berlin, “la idea misma de una vida moral en la que nunca sea necesario perder o sacrificar nada que tenga valor y en la que todos los deseos racionales (o virtuosos, o legítimos de cualquier otra manera) tengan que poder ser satisfechos de verdad no es solamente una idea utópica, sino también incoherente. La necesidad de elegir y sacrificar unos valores últimos a otros resulta ser una característica permanente de la condición humana”[4]. En esta misma línea de reflexión, el singular énfasis que pone la Ética de Aristóteles en el examen de lo particular (por ejemplo, tanto en la teoría del silogismo práctico como en la tesis acerca de la areté como término medio) como un momento fundamental de la reflexión ética pretende arrojar luces respecto de la fragilidad de las acciones y elecciones.




[1] Williams, Bernard Introducción a la ética Madrd, Cátedra p. 99.
[2]Cfr. Nussbaum, Martha La fragilidad del bien Madrid, Visor 1995 capítulos 1-2; Williams, Bernard “La fortuna moral” en: La Fortuna moral México, UNAM 1993. pp.35-58.
[3] Los griegos representaban a la diosa Tyché como una niña que juega con una pelota haciéndola botar y saltar decidiendo – a cada bote – la fortuna de los hombres; tal decisión era absolutamente inconsciente y espontánea como el juego mismo. Cuando algún mortal se jactaba de gozar de los favores de Tyché entraba en escena Némesis (la ley debida o incluso la venganza) para castigar al hombre por su imprudencia. Consúltese sobre este tema Graves, Los mitos griegos Madrid, Alianza Editorial 1985; tomo 1, pp.152-8.
[4] Berlin, Isaiah “Introducción” en: Cuatro ensayos sobre la libertad Madrid, Alianza 1993 p. 53. Berlin es un tratadista extraordinario de los conflictos de valores. Berlin es un autor liberal sui generis – un liberal contextualista en una sentido similar a Oakeshott, Rorty y Shklar– cuya concepción de la razón práctica ha recibido la poderosa influencia del aristotelismo viqueano.

lunes, 19 de enero de 2009

UNA NOTA SOBRE LOS CONFLICTOS DE VALOR Y LAS ÉTICAS DE PROCEDIMIENTO


Gonzalo Gamio Gehri


He dicho en más de una oportunidad que los conflictos éticos constituyen el corazón mismo de la reflexión sobre la praxis. Se trata de situaciones en las que el agente tiene que elegir, de modo ineludible, entre cursos de acción que reconoce como poderosamente valiosos (cada uno a partir de argumentos diferentes), de tal forma que realizar una de estas acciones implica renunciar a la otra opción. En otros casos, el agente tiene que escoger entre alternativas indeseables – optar entre dos “males” – suponiendo que (dadas las circunstancias) incluso el abstenerse de actuar constituye un mal. Como hemos visto, las tragedias griegas tenían el objetivo de llamar la atención del ciudadano respecto de la complejidad de estos conflictos, y en todo caso, contribuir con los debates prácticos, así como con la formación del buen juicio y la phrónesis entre los miembros de la polis. La posibilidad de que los diferentes bienes (y males) puedan colisionar entre sí no era considerada una eventualidad funesta, sino el corazón de la vida ética, una experiencia que sometía a prueba el buen sentido y el carácter de los hombres. También la Ética aristotélica somete a discusión la posibilidad de tales conflictos, por ello su especial énfasis en la experiencia y la deliberación. En el phronimós (el hombre prudente) los diferentes bienes propios de una buena vida deben estar presentes en la proporción correcta que la recta razón y el sentido común aconsejan, pero en ocasiones estos bienes pueden enfrentarse. Elegir un curso de acción en vez de otro no neutralizará las razones que hacen que la opción no escogida sea legítima.

Tales conflictos a menudo son dolorosos: nos recuerdan que – pese a los poderes de nuestra mente – la posibilidad de ejercer un control racional sobre nuestra vida es bastante relativa. Los conflictos suelen exponernos a la lamentación y la pérdida. Sin embargo ¿Sería provechoso desterrarlos del campo de la racionalidad práctica? ¿O, por el contrario, no tematizarlos o declararlos carentes de racionalidad es expresión de una grave falta de lucidez respecto de la “naturaleza” de la ética? Aunque confieso que estoy llevando agua para mi molino, estas preguntas no son en absoluto retóricas. Más bien buscan “echar luces” sobre lo que constituye una grave limitación en las concepciones procedimentales.

Para las éticas formales del siglo XVIII, los conflictos de valores han sido sindicados sistemáticamente como imposibles o como síntomas inequívocos de irracionalidad. A la luz de la racionalidad de inspiración objetivista – desvinculada de los contextos prácticos de la acción -, los desacuerdos o los conflictos son más bien pre – racionales, propios de una visión ética en donde el consenso comunitario es la única medida de la verdad. Ya desde Descartes, la verdad era entendida en términos de claridad y distinción, resultado de una captación intelectual inmediata, de modo que cualquier tipo de conflicto o discrepancia es eliminado al hacer su ingreso el conocimiento cierto de sí mismo. Dicha empresa fue concebida desde sus orígenes en confrontación con la racionalidad tópica del aristotelismo: se trataba de sustituir la racionalidad dialógica por la apodicticidad de la intuición y el razonamiento deductivo.

En Kant, pese a que el discurso moral abandona los parámetros del modelo de la representación inmediata, la idea de que la racionalidad supone la posibilidad de llegar a conclusiones unánimes si seguimos con corrección los procedimientos adecuados está obviamente presente en su postura práctica. El sujeto moral puede examinar en solitario si sus máximas pueden adoptar o no la forma de la ley, llegando a una conclusión a la que cualquier otro agente tendría necesariamente que llegar siguiendo la regla de universalización. Precisamente elevarse reflexivamente por encima del “reino de las máximas” – el horizonte de las tradiciones y la experiencia – hacia el punto de vista de la razón pura práctica permite que el sujeto pueda dejar atrás las diferencias culturales, sobrepasar la perspectiva del ethos[1], y determinar preceptos que constituyen obligaciones incondicionales para la acción. Kant presupone que nuestra comprensión de los fines, propósitos o preceptos pueden revelar su significación para la vida moral desde su confrontación con el principio (metafísico) de demarcación entre ley moral y mera máxima, el imperativo categórico.

Para Kant, los posibles conflictos pertenecen al nivel de las máximas, no al de la ley. Supone que el punto de vista de la universalidad ha eliminado ya toda posibilidad de conflicto práctico. Claramente afirma en la Introducción de La metafísica de las costumbres de 1797 que "puesto que dos reglas opuestas entre sí no pueden ser a la vez necesarias, sino que cuando es deber obrar de acuerdo a una, obrar siguiendo a la otra no sólo no es deber alguno, sino incluso contrario al deber: es totalmente impensable una colisión de deberes y obligaciones (obligationes non colliduntur)"[2]. En todo caso, de acuerdo con Kant los conflictos de leyes son tan solo aparentes: se plantean en términos de la confrontación entre un deber incondicional y un deber prima facie, una máxima que pasaba erróneamente por ley[3]; podría suceder también que el sujeto pueda descubrir que ambas opciones constituyan “falsos deberes”, meras máximas. Aquí el sujeto ha incurrido en un error de procedimiento, no se ha planteado un conflicto real. Al plantear el problema de esa manera, Kant está pasando por alto auténticos conflictos morales, los conflictos entre obligaciones; está soslayando el mismísimo centro de gravedad de la experiencia ética, un área de tensiones teórico – prácticas sobre la cual la ética kantiana aparentemente tiene poco que decir. Esta línea de argumentación fue desarrollada con agudeza por Jean Paul Sartre, cuando en El existencialismo es un humanismo examinó lo que consideraba un signo de la impotencia del imperativo categórico para enfrentar dilemas radicales, a la luz de su famoso ejemplo del joven francés que debía elegir entre ir a la guerra y quedarse con su madre anciana[4].

Lo que Sartre pretende poner de relieve al discutir este caso es la incapacidad de la ética kantiana para comprender la naturaleza de los conflictos y plantear pistas para su resolución. El joven del ejemplo mencionado no puede encontrar en alguna regla de universalización alguna pauta para afrontar lucidamente su dilema: quedarse a cuidar a su madre, así como ir a la guerra a combatir a los nazis pueden ser máximas universales. El conflicto se reproduce cuando examinamos ambas alternativas desde la estructura del imperativo categórico. No pocos intelectuales han insistido en señalar que es posible reconocer que quedarse con la madre o marchar a la guerra no pueden concebirse como obligaciones incondicionales, que apelar al amor o a la lealtad a la patria supone invocar formas de adhesión que son incompatibles con la idea de autonomía. Este dato revela que dentro de la posición kantiana no encontramos alguna salida clara a los problemas que plantea el ejemplo de Sartre. Es perfectamente posible pensar en ambas opciones como motivadas por un espíritu universalista: ambas pasan la prueba del imperativo categórico. Me quedo con mi madre sin tomar en cuenta mis sentimientos hacia ella – de hecho, podría darse el caso de que nuestra relación haya sido o sea negativa – sino porque la reconozco como fin en sí mismo; puedo entender mi impulso por ir a la guerra como no inspirado en algún sentimiento tribal, sino animado por un compromiso con la humanidad, concebida como un reino de fines, una humanidad amenazada por el nazismo.

La raíz del problema reside en la concepción de la racionalidad que el teórico kantiano asume. Para una visión de la racionalidad que se define por las operaciones consistentes que desarrolla la mente, la ausencia de contradicción o la no intromisión de factores externos al proceso de reflexión, los conflictos son simplemente fruto de la ignorancia o la irracionalidad – algún error en la aplicación del principio correcto – o son imposibles. El resultado generalmente es el mismo: al menos una de las alternativas es considerada ilegítima, aquí hay un falso deber; como dice Charles Taylor: “una ética procedimental no puede hacer frente al prospecto de que las fuentes del bien puedan ser plurales. Un único procedimiento válido pulveriza las reglas, y si funciona adecuadamente no generará mandatos contradictorios; de la misma forma como un sistema formal bien ordenado no generará teoremas contradictorios. Kant no podía resolverse a encarar un conflicto de leyes morales, y ante el obvio contraejemplo de la mentira benevolente fue a extremos extraordinarios para evitar admitirla”[5]. No obstante, la complejidad de la experiencia moral concreta suele desafiar la pesada estructura del razonamiento abstracto. Parafraseando al phronético Mefistófeles de Goethe, toda teoría es gris frente al árbol de oro de la vida.



[1] Obviamente esta lectura - esquemática y por demás estándar - de la ética kantiana pone énfasis en el formalismo, énfasis que los neokantianos han desarrollado intensamente (y que dicho sea de paso, sirve de base para la feroz crítica hegeliana). La Fundamentación a la metafísica de las costumbres es el texto que sirve de base a mis comentarios Cfr. Fundamentación de la metafísica de las costumbres - Crítica de la razón práctica Madrid, Porrúa 1975. No obstante, es posible leer la filosofía práctica de Kant desde otros registros, por ejemplo desde sus reflexiones sobre la noción de virtud (que el propio Kant desarrolla en en la Metafísica de las costumbres. Cfr. Bubner, Rüdiger “Las máximas, otra vez” en: ARETÉ Vol XI N°s 1-2 (volumen de aniversario) 1999 pp. 351-366.
[2] Kant, Inmanuel La metafísica de las costumbres Madrid, Tecnos 1989 pp. 30 - 1.
[3] Ibid., p. 31.
[4] Sartre, Jean Paul El existencialismo es un humanismo Buenos Aires, Hyspamérica 1984.
[5] Taylor, Charles “Justice After Virtue” en: Horton, John y Susan Mendus (eds.) After MacIntyre Notre Dame, Notre Dame University Press 1994 p. 39.

miércoles, 14 de enero de 2009

ÉTICA CÍVICA, EMPATÍA Y HUMANIDADES


Gonzalo Gamio Gehri


Construir ciudadanía significa – entre otras cosas – contribuir a crear conciencia crítica en torno al acceso de todos los individuos a los bienes asociados a la posesión de derechos universales y a las libertades vinculadas a la pertenencia a una comunidad política libre y a la participación política. El corolario de esta tesis es que las diferencias de raza, cultura, religión, género o sexualidad no constituyen motivos razonables para exceptuar a ciertos individuos del disfrute o el ejercicio de tales bienes. De tal forma que el daño que provoca la exclusión y la discriminación es inaceptable en la perspectiva de una democracia constitucional. No obstante, para hacer justicia y reparar a la víctima es preciso comprender la ‘naturaleza’ y alcances de la injusticia. Para aproximarnos al sufrimiento del excluido resulta insuficiente el vocabulario de la economía moderna y del derecho básicamente procedimental: la primera contempla la realidad desde el criterio del cálculo costo-beneficio, el segundo estudia la conducta humana desde su remisión a reglas universales. Necesitamos una aproximación al fenómeno del daño que no abandone el horizonte de la singularidad humana, el carácter eminentemente particular de la acción y las relaciones humanas.

Es en este punto en el que el aporte del trabajo de las humanidades es decisivo. En los últimos años, filósofos de la talla de Richard Rorty, Iris Murdoch, Bernard Williams y Martha Nussbaum han recurrido a la vieja y fecunda relación entre la ética y la literatura[1]. Estos filósofos han argumentado – desde diferentes derroteros conceptuales - que los desarrollos metafísicos de la filosofía moral no permitían la configuración de modos de pensar y sentir con el otro concreto en circunstancias concretas. El otro que sufre no es un “otro generalizado” o una de las “partes” del hipotético contrato social. Es un ser humano que posee un cuerpo, ha desarrollado su identidad a través de vínculos de amor, amistad y pertenencia social, tiene un conjunto de creencias religiosas, políticas, morales; posee atributos de raza, género, nacionalidad; tiene preferencias literarias, sexuales, etc. Afronta determinadas circunstancias adversas que producen en él dolor. Identificar la injusticia, así como sus efectos sobre las víctimas – y eventualmente la discusión en torno a los modos que permitirían conjurarla y reparar el daño – requiere algo más que la intelección de principios abstractos. Exige una conexión empática con la víctima que nos permita descubrir – de manera incontestable – la humanidad del otro.

“Decir que todos los hombres son humanos es una tautología, pero es útil, puesto que sirve para recordarnos que quienes pertenecen anatómicamente a la especie homo sapiens y pueden hablar un lenguaje, usar herramientas, vivir en sociedades, cruzarse a pesar de las diferencias raciales, etc., son también semejantes en otros aspectos que se olvidan más fácilmente. Estos aspectos son, en especial, la capacidad de sentir dolor, tanto por causas físicas inmediatas como por diversas situaciones representadas en la percepción y en el pensamiento; asimismo, la capacidad de sentir afecto por los demás, y sus consecuencias, relacionadas con la frustración del mismo, pérdida de su objeto, etc.”[2]

La empatía es una operación de la reflexión y de la imaginación que permite a quien la ejercita ponerse tentativamente en la circunstancia que el otro que sufre afronta. Procura sentir con él y plantearse lo que podría hacer desde esa situación de injusticia y dolor. De este modo, la deliberación práctica se nutre tentativamente de la experiencia de la víctima, de tal forma que el agente se vea impulsado a actuar en su favor. Digo “tentativamente”, porque lo que el agente deliberativo hace es reconstruir – con los recursos que brinda la percepción emotiva y el pensamiento – la situación del otro, sus creencias, sus sentimientos. Por medio del diálogo, tal conexión puede ser más estrecha aún. Evidentemente, hay un límite para esa proyección, una parte de ese dolor es incomunicable. Sin embargo, este diálogo constituye una premisa ineludible para el compromiso cívico: nos brinda una comprensión clara de la vulnerabilidad humana y nos permite asumir la defensa de quien padece injusticia.

La literatura, la historia y las artes nos ejercitan en esa clase de deliberación, que se nutre de la experiencia de la empatía. Estas disciplinas nos remiten explícitamente a las experiencias de incertidumbre, indolencia e injusticia, y nos exhortan a asumir una posición que involucre por igual el trabajo de la razón práctica y las emociones. La toma de posición exigida no es la que asumiría un espectador imparcial que pondera costos y beneficios, un observador completamente ajeno a las circunstancias que se viven. Se trata de una perspectiva que procura contar con un retrato complejo de la situación, de tal manera que el agente deliberativo sabe que está emitiendo juicios – y eventualmente tomando decisiones - que afectan o afectarán directamente a otros seres humanos reales. La proyección empática no sólo me acerca a la experiencia del dolor de la víctima; desarrolla en mí la convicción de que resulta perfectamente posible que yo estuviese en esa misma situación, reaccionando de modo similar, etc. El acto de ponerme en el lugar del otro, procurar sentir con él –e incluso responder por él si no está en condiciones de responder por sí mismo - equivale precisamente a percibirlo como uno de nosotros. En otras palabras, equivale a reconocerlo como parte efectiva de nuestra comunidad política.


[1]Véase al respecto Nussbaum, Martha El conocimiento del amor Madrid, Machado 2005; Idem, El ocultamiento de lo humano Barcelona, Paidós 2006; Idem, Justicia poética Santiago, Andrés Bello 1999; Idem El cultivo de la humanidad Santiago, Andrés Bello 2001; Rorty, Richard ¿Esperanza o conocimiento? México, FCE 1997; Idem, Verdad y progreso Barcelona, Paidós 2000; Murdoch, Iris La soberanía del Bien Madrid, Caparrós 2001; Williams, Bernard Shame and necesity Berkeley, University of California Press 1994.
[2] Williams, Bernard “La idea de Igualdad” en: Feingberg, Joel Conceptos morales op.cit., pp. 270-271.

lunes, 12 de enero de 2009

AGENCIA POLÍTICA: SENTIDO DE JUSTICIA Y CONCEPCIONES DE CIUDADANÍA*


Gonzalo Gamio Gehri


“Ciudadanía” es una categoría eminentemente política en tanto pretende determinar con claridad la posición del agente frente al poder constituido. Esta noción pone de manifiesto el grado de acceso a cierto tipo de libertades y derechos, y la posibilidad de intervención en los asuntos públicos. El concepto de ciudadanía redefine el mapa de nuestros espacios institucionales, así como la ubicación y la movilidad de los individuos en su interior. Ese puede ser nuestro punto de partida. No obstante, no se trata de un concepto unívoco. Desde el punto de vista de la teoría política, contamos al menos con dos concepciones de la ciudadanía, que el pensamiento liberal y el cívico-republicano han hecho suyas, configurando ambas el sentido contemporáneo de lo que significa ser un agente político. Bosquejaré brevemente ambas concepciones, concentrándome en sus elementos sistemáticos y destacando su complementariedad en el contexto de una genuina democracia constitucional.

A.- La primera acepción de ciudadanía alude a una cierta condición jurídica y política que los individuos adquieren a través del nacimiento o en virtud de procesos de naturalización. Ciudadano aquí es fundamentalmente titular de derechos. Este status encuentra su justificación teórica en la hipótesis del contrato social como procedimiento que da origen a la ley y el sistema de instituciones políticas. La tesis más poderosa que está implícita en esta perspectiva sostiene que la fuente de legitimidad del cuerpo legal y de cualquier forma de autoridad política es tanto el consentimiento de los individuos – que son las “partes” del contrato – como la protección de las libertades y los derechos de las personas.

Los ciudadanos son iguales ante la ley. A veces este principio es llamado con cierto desdén “igualdad formal”; dicho desdén se debe al hecho que no suelen extraerse los valiosos argumentos e intuiciones morales que ella entraña. Se trata de un principio que cuestiona severamente toda forma de discriminación por razones de origen, cultura, mérito, credo, condición económica, ideología, género o identidad sexual que pueda impedir a los individuos la configuración y el desarrollo de sus proyectos de vida en el nivel del cuerpo, las creencias, las relaciones intersubjetivas y los vínculos con el mundo. El acceso individual a la libertad y al bienestar que pretende garantizar (o al menos proteger) el Estado de Derecho, no está supeditado a los logros o méritos de los agentes[1]. A diferencia de los tiempos premodernos - en los que el status de las personas estaba determinado por el lugar que ocupaban en el ‘orden jerárquico del universo’, asignado por razones de parentesco -, los Derechos básicos que gozan los individuos son concebidos como universales, incondicionales e inalienables. Se desprenden de su dignidad, de su capacidad de ser agentes racionales independientes. La igualdad civil ha sustituido así al supuesto jerárquico de la sociedad premoderna, dividida tradicionalmente en estamentos: guerreros, sacerdotes y campesinos. El supuesto contractualista de una situación previa a la constitución de las bases de la ley y el gobierno – el estado natural en los tratados de Locke y Rousseau, la posición original en la filosofía política de John Rawls -, más que un experimento epistemológico, constituye el diseño de una imagen moral que echa luces en torno a la irrelevancia de las diferencias de origen, convicciones y méritos en la configuración de las libertades y los derechos fundamentales. Las inmunidades y prerrogativas que confiere la ley son las mismas para todos los miembros de una comunidad política.

El Estado de Derecho no sólo protege a los individuos de la violencia ejercida por otros agentes o por la autoridad política misma, sienta las bases de un sistema de coexistencia social. Pretende ofrecer espacios abiertos a las diferentes expresiones personales y colectivas en materia de cultura, religión, género y sexualidad, siempre que no minen la tolerancia o atenten contra el derecho del otro a creer (o a no creer) y a vivir o no conforme a esa creencia. En principio, se trata de espacios privados en los que los agentes cultivan relaciones – afectivas, familiares, laborales – compatibles con sus visiones de la felicidad. En ellos, el individuo se dedica a las actividades que ha elegido como portadoras de sentido o vehículos de realización, se entrega al cuidado de sus tradiciones locales o a la crítica de sus cimientos. Uno de los rasgos fundamentales de la ciudadanía como condición reside en el hecho de que, si bien el ejercicio de los derechos supone la cultura como horizonte vital ineludible, las culturas no constituyen determinaciones inexorables de la identidad, que no son susceptibles de elección. El individuo tiene derecho a desarrollar vínculos de pertenencia a tradiciones o a visiones densas de la vida, pero también puede abandonarlas si con el tiempo estas se tornan opresivas o inconsistentes[2]. El Estado debe garantizar que estas elecciones sean posibles, pero no debe pretender intervenir en los procesos de decisión, que corren a cuenta y riesgo de los ciudadanos.

B.- La segunda concepción de la ciudadanía corresponde, en contraste, al cultivo de una cierta actividad humana, la política. Nos remite directamente a la célebre definición de Aristóteles, según la cual los ciudadanos son aquellos agentes que a la vez gobiernan y son gobernados[3]. Son gobernados, porque acatan las decisiones que toman las autoridades políticas legalmente elegidas, y se someten a las decisiones que se han acordado tomar en la asamblea. Pero a la vez gobiernan, en tanto participan en la elección concertada de las autoridades políticas así como en los procesos de deliberación pública en materia de justicia y legislación. Aristóteles pone énfasis en el hecho según el cual la ciudadanía no puede desligarse del compromiso de los agentes con el ejercicio de las funciones judiciales y los asuntos de gobierno[4]. Mientras en el sentido liberal de ciudadanía el individuo puede elegir intervenir o no en la “cosa pública”, el ciudadano en este segundo sentido – eminentemente ateniense – es propiamente un agente: si no actúa con otros en la arena pública la dimensión política de su vida queda en suspenso. Desde Esquilo y Aristóteles hasta Alexis de Tocqueville y Hannah Arendt se ha ido configurando la tesis que sostiene que a través de la acción política se re-vela un aspecto medular de lo estrictamente humano.

La presencia en el ámbito público pone de manifiesto las capacidades distintivamente humanas del “decir” y del “actuar”. Hannah Arendt sostiene incluso que la pólis – en tanto constituye el mundo configurado a partir de la acción común – constituye el “espacio de aparición” del ser humano como tal[5]. La política inaugura escenarios en los que los agentes se encuentran para forjar consensos a través del discurso, pero también se trata de foros en los que se expresan libremente disensos que puedan ser valiosos para señalar los límites y los riesgos de los proyectos que la mayoría ha admitido o promovido. La política activa permite al ciudadano convertirse en coautor de la ley, hecho que redefine la relación entre los miembros de la comunidad y el cuerpo de reglas e instituciones del que es usuario. El respeto a la ley no brota del miedo al castigo resultado de su trasgresión: dicho respeto proviene del reconocimiento ciudadano de la legalidad como una creación colectiva que involucra el esfuerzo y el juicio de cada uno de los agentes políticos.

En su versión contemporánea, el cuidado de las virtudes cívicas al interior del ágora ha sufrido importantes transformaciones. Como muchos objetores de la espiritualidad de la pólis han argumentado, la exaltación ateniense de la vida pública suponía la vigencia de formas de exclusión – la existencia de esclavos, el confinamiento de las mujeres al ámbito doméstico – que son inaceptables desde la cultura de la libertad que ha inaugurado la modernidad. El compromiso cívico con el bien común compite con otros propósitos de carácter privado (como el éxito laboral o la autoexpresión estética) que ejercen un poderoso atractivo entre los individuos. La ciudadanía ya no puede ser el elemento medular de la identidad de las personas. No obstante, la ética de la acción política ha encontrado nuevos espacios públicos en los cuales desarrollarse: los partidos políticos, como organizaciones que aspiran a tomar las riendas del Estado merced a las condiciones de la democracia representativa, y la sociedad civil, el conjunto de instituciones voluntarias que promueven la formación de opinión pública, y la configuración de formas de vigilancia ciudadana del poder estatal.

No es difícil darse cuenta que ambas concepciones de la ciudadanía son complementarias y se necesitan mutuamente en el seno de una democracia constitucional. La ciudadanía como condición evoca y resume el catálogo de derechos y prerrogativas que protegen al individuo de la interferencia externa y le aseguran el acceso a formas particulares de libertad y bienestar. La ciudadanía como actividad nos remite al tipo de compromisos y movilizaciones que debemos estar dispuestos a hacer en situaciones de crisis. El sistema de derechos individuales no se sostiene por sí mismo. Si no contamos con instituciones sólidas, y no encontramos ciudadanos capaces de ejercer formas de denuncia y resistencia a la arbitrariedad entonces las libertades básicas se tornarían vulnerables ante la acción de gobernantes autoritarios o políticos corruptos. Si los individuos se repliegan hacia sus hogares y recortan las posibilidades de acción común, la cuota de poder a la que renuncian termina inevitablemente en manos de quienes ejercen oficialmente la función pública. El individuo puede elegir actuar políticamente o no – puede percibirse como ciudadano en el primer sentido, y no en el segundo -, pero la completa ausencia de ciudadanía activa podría finalmente minar el sistema político que sostiene los procedimientos y las formas de protección que permiten a las personas entregarse al cuidado de sus proyectos personales. Incluso desde un punto de vista instrumental, el titular de derechos inalienables requiere de la acción cívica como una opción vital significativa para mantener operativa su condición legal y política.

Si mi argumento es correcto, entonces la buena salud de una democracia constitucional requiere de la articulación de estos dos sentido de ciudadanía, de modo que el segundo sentido funciona como complemento del primero. Podríamos expresarlo en los términos siguientes: el ciudadano se describe a sí mismo principalmente como sujeto de derechos en virtud de su pertenencia a la comunidad política, y en segunda instancia se percibe como un agente político. Verse privado del segundo sentido de ciudadanía constituiría un grave atentado contra la libertad, pero la exclusión de la ciudadanía como condición equivale a ser condenado a una verdadera muerte civil [6]. Significa estar expuesto de modo permanente a toda forma de violencia –directa, estructural y simbólica -, estar sumido en una situación de radical indefensión en la que el individuo no podría invocar ninguna ley positiva que amparase sus demandas, no podría asociarse con otros para actuar políticamente - a través de los canales regulares – para hacer valer sus derechos más elementales[7].

La historia nos muestra en qué medida determinados sectores de la humanidad – culturas y minorías étnicas, grupos religiosos, mujeres, homosexuales – se han visto privados sistemáticamente de los bienes que reporta la condición de ciudadano. En muchos casos, el argumento ideológico esgrimido para legitimar tal forma de exclusión ha consistido en la apelación a la fatalidad: ese pueblo merece los maltratos que recibe porque padece las consecuencias de una maldición proferida por Dios; esas minorías raciales o sexuales deben ser tratadas como seres en situación de permanente minoría de edad dado que son por naturaleza propensos a la emotividad y no al uso de la razón, etc. Se trata de argumentos ad hoc fundados en prejuicios que contradicen impunemente los desarrollos de la antropología cultural y las ciencias biológicas; ellos han sido invocados para declarar la inaccesibilidad de los miembros de estos sectores de la sociedad a la ciudadanía en términos de derechos individuales. La intolerancia cultural o religiosa, el racismo, el machismo y la homofobia están entre las formas de violencia simbólica que se sostienen en esta clase de apelación falaz a la “naturaleza de las cosas”.

Corresponde a la cultura de los Derechos Humanos desenmascarar estos argumentos, falsos en la teoría y mutiladores en la práctica. Probablemente quien mejor ha desarrollado esta crítica sea Judith Shklar, notable profesora de Harvard, fallecida hace unos años. En su obra The Faces of injustice (1988)[8], ella sostiene que ofrecer una distinción consistente entre injusticias y fatalidades constituye uno de los propósitos básicos de la filosofía política y uno de los modos más plausibles de explicitar los rasgos distintivos de la violencia. Los asuntos humanos están constituidos por acciones, y no fundamentalmente por eventos, en los que por definición no interviene decisivamente la voluntad humana. Las injusticias y las fatalidades aluden a situaciones que producen experiencias de pérdida y dolor en los seres humanos; no obstante, difieren sustancialmente respecto al principio que las produce. Las fatalidades corresponden a aquellas catástrofes que tienen su origen en un fenómeno natural que en principio la ciencia puede explicar. Un terremoto o la erupción de un volcán constituyen buenos ejemplos de aquello que estamos describiendo. Frente a los daños personales o materiales que pueden provocar, sólo resta lamentarse por estas circunstancias desafortunadas (y acaso prevenir situaciones similares en el futuro). En contraste, la injusticia es el resultado de una acción humana, con frecuencia motivada por el deseo o la negligencia de sujetos concretos que podemos identificar, y responsabilizar por lo ocurrido. Los crímenes contra la vida, la discriminación y la corrupción constituyen casos evidentes de este tipo de daño. Un terremoto es evidentemente un evento funesto, que muchas veces prevalece sobre nuestra capacidad de control sobre el entorno. Sin embargo, una vez desatado y producida la destrucción de vidas y propiedades, el diseño y la ejecución de planes de atención a las víctimas sí corresponden al de la justicia y la injusticia.

En un sentido importante, la filosofía se ocupa de explorar las diferentes dimensiones de la injusticia, así como sus repercusiones en la vida pública de las personas y en el sistema de instituciones que ellas reconocen como suyo. Siguiendo la tesis desarrollada por Cicerón en Los Oficios – que Shklar hace suya en el texto antes citado -, uno puede ser injusto de dos maneras básicas. 1) Activamente, cuando las propias acciones lesionan la integridad o el derecho de un tercero, o infringen la ley de alguna forma. 2) Pasivamente, cuando los individuos asumen una actitud condescendiente con los actos delictivos o trasgresores del orden constitucional. A causa del egoísmo, la desidia o la indiferencia los individuos deciden mirar a otro lado cuando se vulnera el derecho de otro o se violan los principios del Estado de Derecho[9]. De este modo, las personas renuncian a actuar como ciudadanos – denunciando el abuso o protestando contra la prepotencia de las autoridades – y eligen comportarse como súbditos (o como meros agentes privados). Al renunciar a la acción solidaria, el sujeto pasivamente injusto no reconoce en el que sufre a un miembro real de la comunidad política, e incluso “prefiere ver sólo mala suerte donde las víctimas perciben injusticia”[10]. La autora sostiene que la injusticia es una categoría eminentemente cívica, de modo que su práctica sólo puede ser percibida en sociedades republicanas en las que la ciudadanía como actividad constituye un valor compartido.

Las democracias constitucionales apuestan expresamente por la inclusión social y política de quienes habitan la comunidad; en ese sentido, ellas están abocadas – en el discurso, y con frecuencia en la práctica – a combatir la discriminación racial, cultural y sexual, así como las formas de violencia simbólica que ella entraña. Sin embargo, diversos modos de exclusión y discriminación perviven en las mentalidades de los ciudadanos de las repúblicas de hoy, minando silenciosamente las bases del pluralismo que es esencial en una sociedad democrática liberal. Ya hace más de dos siglos que Kant había afirmado que a veces ni siquiera las revoluciones políticas conseguían desterrar los viejos modos de pensar, que tienden a arraigarse en las conciencias de los individuos y a convertirse en parte del “sentido común” del grupo social. La exclusión es un hecho de nuestro tiempo, pero corresponde a los ciudadanos y a las instituciones de una democracia constitucional diseñar formas de pedagogía cívica y políticas públicas que apunten a erradicarla.


* Este texto constituye un fragmento de la Lección Inaugural del año 2008 en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya en Lima, Perú, titulada El cultivo de las Humanidades y la construcción de ciudadanía. Forma parte de un ensayo mucho más largo que ha sido publicado en el último número de la revista Miscelánea Comillas (España).


[1] Sobre este punto véase Vlastos, Gregory “Valor humano, mérito e igualdad” en Feingberg, Joel Conceptos morales México, FCE 1985 pp. 246-266.
[2] Cfr. Sen, Amartya Identidad y violencia Buenos Aires, Katz 2006.
[3] Cfr. Política 1277b 10.
[4] Política, 1275ª 6.
[5] Arendt, Hannah La condición humana Madrid, Seix Barral 1976 p. 262 y ss.
[6] Shklar, Judith N. “Justicia y ciudadanía” en: Affichard, Joelle y Jean-Baptiste de Foucauld Pluralismo y equidad. La justicia en las democracias Buenos Aires, Nueva Visión 1997 pp. 77 y ss.
[7] Sobre las formas de violencia, véase Galtung, Johan Paz por medios pacíficos Bilbao, Gernika Gogoratuz 2003 pp. 21 y ss.
[8] Cfr. Shklar, Judith N. The faces of injustice New Haven and London, Yale University Press 1988.
[9] Cfr. Cicerón Los oficios Madrid, Espasa – Calpe Libro primero, capítulo VII; véase asimismo Shklar, Judith N. The Faces of Injustice op.cit. pp. 40 – 50.
[10] Cfr. Shklar, Judith N. The faces of injustice op. cit., pp. 48 – 49.

sábado, 10 de enero de 2009

BARBARIE EN LA FRANJA DE GAZA





Gonzalo Gamio Gehri


Esta semana han aparecido en La República dos sesudos artículos sobre el tema del conflicto en la franja de Gaza: El martirio de Gaza, del historiador Nelson Manrique, y La solución final, firmado por Alberto Adrianzén. Se trata de dos aproximaciones críticas a la acción del Estado israelí, que ha convertido en Gaza en un auténtico gueto palestino, que hoy sufre ataques sistemáticos contra su población. El Estado israelí aduce que los bombardeos pretenden destruir la infraestructura terrorista del movimiento islamista Hamás, pero la absoluta asimetría en cuanto al armamento y la crueldad del Operativo Plomo Fundido revelan otros propósitos de corte militar y político. Se trataría de propiciar una radicalización del conflicto que refuerce la situación de la ultraderecha israelí de cara a las próximas elecciones y de presionar al Presidente electo norteamericano Barack Obama para definir la posición de su futuro gobierno en un conflicto armado de mayor escala. Que Hamás es una organización terrorista y criminal no cabe duda, pero los métodos empleados por Israel para combatirlo son feroces y violan abiertamente los Derechos Humanos.

El texto de Manrique apunta al examen de los fundamentos políticos y culturales de este penoso conflicto. Para tal fin, evoca las reflexiones de Isaac Deutscher, historiador judío polaco, autor del libro El judío no sionista. Siguiendo a este importante intelectual, Manrique sostiene que los sectores extremistas de ambos lados bloquearon cualquier posibilidad de lograr la paz en tiempos en los que Rabín y Arafat estaban a punto de llegar un acuerdo. El columnista – siguiendo a Deutscher – nos invita a no caer en la trampa (o quizá en el chantaje) de ciertos sectores radicales de la postura israelí que consideran que cualquier crítica al proyecto sionista puede ser acusada de antisemitismo. Del mismo modo, cuestiona severamente la actitud del Estado de Israel frente a la población palestina:

“Deutscher proponía una analogía muy sugestiva para analizar la situación: un hombre atrapado en un edificio que está en llamas se lanza por la ventana para no morir y en su caída hiere gravemente a un transeúnte, cuyo cuerpo amortigua el golpe, salvándole la vida. ¿Qué debería hacer quien así se ha salvado? ¿Golpear al transeúnte y llenarlo de injurias, o apresurarse a disculparse con él, explicarle lo sucedido, confortarlo y curarlo? Quien saltó del edificio en llamas eran para Deutscher los judíos que huyendo el Holocausto ocuparon Palestina. El transeúnte herido los palestinos, sobre cuyo territorio se refugiaron quienes huían de la Europa cristiana; la de los innumerables pogroms contra los judíos por más de un milenio, que finalmente culminaron en la Shoá, en los campos nazis de exterminio. Deutscher abogaba por una coexistencia pacífica y armoniosa entre judíos y palestinos, un ideal al cual, por un camino radicalmente distinto, llegó también otro judío, Yitzhak Rabin, combatiente, militar y primer ministro de Israel, e inicialmente un halcón entre los halcones del sionismo, al que la vida llevó a la convicción de que la única salida al drama era la negociación y la paz dialogada: “Fui hombre de armas durante 27 años –dijo en su discurso final–. Mientras no había oportunidad para la paz, se desarrollaron múltiples guerras. Hoy, estoy convencido de la oportunidad que tenemos de realizar la paz”.
La oportunidad se abrió cuando la al Fatah de Yasser Arafat decidió reconocer el derecho de Israel a existir, abriendo la negociación por la que Arafat, Rabin y Shimon Peres (que como presidente de Israel avala la barbarie) recibieron el Nobel de la Paz. Rabin fue abatido por un judío fundamentalista de derecha pocos minutos después de pronunciar estas palabras, el 4/11/95 y su muerte abrió el camino al triunfo de los extremistas judíos y palestinos, y a la espiral de guerra, dolor y destrucción que tienen su última expresión hoy, en el martirio de Gaza.”

Aquí se plantean algunas distinciones elementales, que considero fundamentales. El judaísmo es una religión (quizás una cultura). El sionismo es fundamentalmente (siguiendo a la principal de sus versiones) un proyecto político, consistente en darles a los hijos de Israel un territorio en el que pueda afirmarse un Estado (hay que decir que muchos pensadores y líderes religiosos judíos discreparon abiertamente con el sionismo). Semita es una de las razas humanas. Identificar la política del Estado israelí en Palestina como la “actitud de los judíos” refuerza una serie de prejuicios antiguos contra el judaísmo y la cultura hebrea que Occidente debe deplorar. Muchos intelectuales judíos profesaron un antisionismo político, o apostaron por la unión de israelíes y palestinos (Martin Buber). La figura del notable filósofo judío Maimónides – interculturalista medieval que escribió en hebreo y en árabe (en la imagen) – resulta ejemplar en estos contextos de crisis. ´

La metáfora del hombre que salva de morir y del herido que amortigua la caída retrata muy bien lo ocurrido en Palestina desde 1945, así como la actitud represiva y violenta del Estado de Israel. El artículo de Adranzén pretende demostrar que fueron los propios israelíes quienes violaron el alto al fuego de junio de 2008, con acciones violentistas que buscaban una respuesta en las fuerzas de Hamás. El autor señala que la conversión de la franja de Gaza en un gueto y su bombardeo obedece a un plan estratégico urdido en tiempos del régimen de Ariel Sharon. Sin duda, sus argumentos pueden resultar controversiales, pero se basan en el testimonio de personas que pertenecen al bando de Israel, pero que no dudan en asumir una perspectiva crítica respecto de su propio gobierno.

Parte de este plan, que habría sido diseñado desde Sharon, consistió en “la retirada israelí de Gaza, saludada por los ingenuos como una concesión o un acto de buena voluntad (que) tenía por objetivo convertir definitivamente la totalidad de ese exiguo territorio en un auténtico gueto. Para encerrar definitivamente a la población de Gaza era necesario desalojar primero a los colonos israelíes. Luego, siempre habría tiempo de reventar el absceso y limpiar de población árabe una zona que poco a poco se ha hecho inhabitable y que solo sobrevive gracias a la ayuda humanitaria internacional” (John Brown). Este proceso de “guetización” del pueblo palestino también se expresa en el ilegal e indecente Muro del Apartheid: “El 80% del muro está construido dentro del territorio ocupado de Cisjordania, aislando entre sí a comunidades y familias” (AI).
También se señala que otro componente de este plan fue el apoyo inicial a Hamas contra la OLP: “Al estallar la primera Intifada en 1987 el movimiento islámico oficialmente cambió su nombre por el de Hamas (acrónimo árabe de Movimiento de Resistencia Islámico) y se sumó a la lucha. Incluso entonces el Shin Bet (servicio de seguridad interior de Israel) no tomó ninguna medida contra ellos, mientras que los miembros de Fatah eran asesinados o encarcelados en gran número. Solo al cabo de un año los israelíes arrestaron al jeque Ahmed Yassin y a sus colegas” (Ury Avnery).”

Las interpretaciones sobre lo que está sucediendo en Gaza son tema de debate. A veces, la virulencia del debate nos lleva erróneamente a considerar de que si uno cuestiona la política bélica israelí, es porque sintoniza con el bando contrario (o visceversa), pero suponer eso es francamente ridículo. La violencia de Hamás no justifica los bombardeos de Israel; los crueles métodos de Israel no convierten el fundamentalismo de Hamás en una alternativa ideológica sana. Se trata de denunciar la barbarie de cualquier origen, y asumir la defensa de las víctimas inocentes de cualquier lugar. Es claro es que la población civil palestina está viviendo una verdadera catástrofe humanitaria, y que el actual gobierno israelí – aún en el caso (objeto de discusión) de que esté contestando los ataques de Hamás – está violando los Derechos Humanos de la gente del lugar, hecho que merece la condena de la opinión pública internacional. Muchos especialistas consideran que los bombardeos sobre la zona pueden obedecer a un proyecto de ‘limpieza étnica’. Se trata de una hipótesis polémica, que requiere una justificación estricta, sin duda. Adrianzén ha titulado su texto La solución final, en dolorosa alusión al perverso plan nazi de acabar con los judíos en el mundo, y con ello suscribe la tesis de que el operativo se enmarca en una estrategia de ‘limpieza étnica’. Muchos de los partidarios de las acciones en Gaza tienen parientes que fueron víctimas de la insania nazi: constituye un atentado contra la memoria de esas víctimas inocentes el negarse a aprender del terrible sufrimiento y la injusticia padecidos en la Shoá al permitir que se comentan las atrocidades que hoy se cometen contra la población palestina. Qué triste constatar que el territorio que tres religiones consideran Santo continúe siendo el escenario de la inmisericorde destrucción del prójimo, y que los diferentes grupos que están en pie de guerra no caigan finalmente en la cuenta de que no hay muertos ajenos.
Actualización (17-1-2009): Gustavo Faverón ha publicado un post en el que comenta parte de este texto. Considero que su comentario distorsiona - involuntariamente, por supuesto - lo que yo he escrito aquí (y creo que una de las ideas generales que he pretendido transmitir en este blog en torno a la cultura de los Derechos Humanos). También omite afirmaciones importantes desarrolladas en otros párrafos de este mismo post. Es una pena, pero a veces ciertos argumentos pueden ser interpretados incorrectamente. En fin, tengo que manifestar esta discrepancia. En uno de los comentarios a este post entro en detalle.
En mi última entrada del 26 de enero - La Shoá y la Cultura de los DDHH - retomo algunos aspectos de esta discusión.

miércoles, 7 de enero de 2009

APUNTES SOBRE LA BLOGÓSFERA



Gonzalo Gamio Gehri


Este blog está próximo a cumplir dos años en mayo y tiene – creo yo – una vida más o menos saludable. Tiene un doble propósito: de un lado, busca extender el debate filosófico-político sobre la vida pública más allá de los espacios académicos; por otro, pretende no descuidar – en el contexto del debate mencionado – una reflexión más arraigada sobre lo que sucede en el Perú, con sus instituciones y con sus ciudadanos. Veo que ambos propósitos se retroalimentan: la vocación filosófica por el planteamiento o el esclarecimiento de la cuestión de la vida buena (o el problema de la verdad) está estrechamente ligada a la preocupación por las tensiones y complejidades de nuestro mundo ordinario. Esta conexión tiene ya una historia larga. Sócrates entendía la actividad filosófica como una práctica social que se llevaba a cabo en la calle – en la plaza -, y que se proponía promover el ejercicio del examen crítico – el tábano filosófico - entre los ciudadanos de la pólis. En una perspectiva sólo parcialmente diferente, Hegel sostenía que la filosofía es su propio tiempo aprehendido en el pensamiento. En mi panteón filosófico personal, ellos son los héroes que ofrecen una pauta inspiradora acerca del diálogo que puede entablarse entre las exigencias de la filosofía y las del mundo ordinario. Si la filosofía permanece como un asunto estrictamente universitario y no se pone al servicio del ciudadano (por supuesto, sin abandonar el rigor conceptual que le es ‘esencial’), entonces estamos desatendiendo el magisterio de Sócrates. Si ella pretende huir de lo temporal en pos de una abstracta eternidad, desatendemos la convicción hegeliana de que la filosofía puede hacer algo significativo con nosotros.
Este blog también ha querido convertirse en un espacio para la discusión en torno a los cimientos y condiciones políticas de la cultura democrática de los Derechos Humanos. Los debates en torno al valor ético de la memoria, la construcción de ciudadanía y los procesos de justicia transicional tienen un lugar importante aquí. Creo que la cultura democrática de los Derechos Humanos ha desarrollado herramientas simbólicas y legales de singular provecho para combatir la crueldad y la concentración del poder. Por desgracia, en el Perú todavía goza de cierto arraigo una mentalidad premoderna y autoritaria, que es preciso erradicar a través de la crítica social y cultural (y por medio de la acción política naturalmente). Algunos blogueros autodenominados “reaccionarios” – pero no sólo ellos – han denunciado explícitamente el supuesto “narcisismo” de quienes defienden una ‘ética cívica’ en el Perú. Eduardo Hernando ha sostenido esta tesis (contra el ethos participativo de la sociedad civil) pero no es el único que la enarbola como estandarte. Hay quienes consideran que toda esta consideración sobre los blogs como espacios de conversación cívica sólo sirve para hipertrofiar la autoestima moral de los blogueros, que pasan a percibirse a sí mismos como “ciudadanos plenos”, que “fiscalizan” y “pontifican” desde la presunta atalaya del “civismo”. No pocos blogueros han argumentado de esta forma (algo retorcida, he de decir).

Este extraño (y cínico) argumento no nos lleva muy lejos, la verdad; después de todo, el terreno de las intenciones y las cavilaciones internas es casi inescrutable desde el punto de vista de los demás. De hecho, este argumento "desenmascarador" tampoco deja la abultada subjetividad de los “críticos” fuera de la ecuación. También engorda la autoestima el goce producido por “voltear el argumento del otro”, “mirar las cosas desde una arista imperceptible, pero crucial”, “desenmascarar el ego del rival”, etc. Simplemente creo que si los blogs sirven como espacios de vigilancia (y algunos pueden resultar útiles en esta materia), está bien. Una democracia sana requiere de ciudadanos alertas y bien dispuestos a actuar en común. Quien teme o se burla del peligro de alentar la formación de “ciudadanos modelo” presupone que nadie o casi nadie se compromete políticamente de otra manera que siguiendo el interés particular. Yo prefiero pensar de otro modo, y no buscar fantasmas donde quizá no los haya. Finalmente, considero que el compromiso con el fortalecimiento del Estado Democrático, y con el derecho a no ser torturado, estar bien informado, etc., no constituye un signo de “beatísima virtud”, sino es la expresión de respaldo ciudadano a ciertos principios e instituciones que permiten que una sociedad moderna funcione y exista como un sistema de justicia y libertades. A los “críticos de la democracia liberal”, que se cuelgan de estas objeciones, les preguntaría qué alternativa proponen a una sociedad democrática ¿Una dictadura comisarial del tipo "reaccionario"? ¿La tiranía estalinista del partido único? ¿Un retorno delirante al Antiguo Régimen? No gracias. Prefiero el Régimen constitucional, con todas sus imperfecciones. Que vivan los “cívicos”.

No cabe duda que la Blogósfera constituye un espacio muy interesante para el intercambio de ideas y de argumentos sobre filosofía práctica y también sobre actualidad política. Contamos en nuestro medio con inspiradores espacios de reflexión virtual. El trabajo excelente que realizan Martín Tanaka y Gonzalo Portocarrero con sus blogs en el campo de las ciencias sociales constituía para mí (y sigue constituyendo) un importante ejemplo a seguir. Creo que en el ámbito periodístico, los blogs han cumplido una labor interesante, en tiempos en los que un sector importante de la prensa oficial ha optado por asumir una burda actitud cortesana respecto de quienes detentan el poder, y en los que cierta prensa ha abandonado casi por completo la investigación como el centro de su propio quehacer. Esta es una gran responsabilidad que ya no cabe evadir: esperamos de los blogs periodísticos mayor rigor y oficio en el tratamiento de la noticia. Han hecho denuncias valientes y organizado campañas importantes, pero en otras ocasiones ha patinado sonoramente.

Augusto Álvarez Rodrich ha dicho que el 2008 ha sido el año de los blogs. Tiene toda la razón. Los blogs son espacios que tienden a democratizar la esfera de opinión pública. El ciudadano de a pie puede polemizar con César Hildebrandt o el propio Álvarez Rodrich. La columna de La República o El Comercio de ayer puede convertirse hoy en foco de discusión cívica en los blogs, y rebotar luego en los medios audiovisuales, como ha sucedido en más de una ocasión. Por supuesto, esa clase de dinamización del diálogo la logramos en los espacios locales – en conversaciones cara a cara -, pero sin la fluidez, la y los alcances que permiten los espacios virtuales. En cierta forma – y bajo contextos puntuales -, la red se pone al servicio de las prácticas democráticas. Sería patético estar a merced permanente de “líderes de opinión” como Aldo Mariátegui, sus “ocurrencias” y sus venerables glosas de Wikipedia. Los blogs han aportado un mayor espíritu crítico en situaciones en que los medios formales hacen guiños al gobierno o se niegan a publicar documentos de interés público como los “petroaudios” en aras de la “gobernabilidad”.

Por supuesto, la Blogósfera peruana también presenta graves defectos (la política del anonimato de comentaristas y blogueros, que favorece el lenguaje ofensivo y el agravio impune, las “guerritas” mediocres entre blogs, etc.), pero sin duda constituye una alternativa interesante que contrasta con la pobreza de muchos medios de comunicación y con el notoriamente alicaído nivel de la discusión política en los espacios oficiales. Será importante que estos puntos flacos de nuestra blogósfera (empezando por nuestros propios blogs, ciertamente) puedan corregirse con el tiempo.

lunes, 5 de enero de 2009

MICHAEL WALZER: JUSTICIA, INDIVIDUALISMO, IDENTIDAD



“El liberalismo se transforma finalmente en socialismo democrático cuando el mapa de la sociedad se define de manera social”.

Michael Walzer




Gonzalo Gamio Gehri


Ahora quisiera retomar algunas ideas de Michael Walzer – un autor mal llamado “comunitarista” – sobre el individualismo, la agencia política y la justicia. Este autor busca ofrecer una lectura encarnada de la ética liberal. Recordemos que el pensador norteamericano describía la sociedad moderna en términos de un conjunto de esferas relativamente separadas; insistía en que los criterios de la justicia dependían de los significados sociales que los agentes asignaban y discutían al interior de cada esfera (la tesis de la “igualdad compleja”): se trata de evitar que una esfera tiranice las demás, en particular la esfera correspondiente al mercado. La exacerbación del comportamiento económico por sobre todas las facetas del agente ha generado en la cultura moderna un individualismo que de acuerdo con Walzer distorsiona gravemente la interpretación liberal. Una “mala sociología”, a su juicio, ha desarrollado la imagen ficticia de un individuo independiente y desarraigado, que se concibe a sí mismo como un átomo social sin historia ni vínculos con otros o con el entorno. La lectura contractualista – común a Locke y a Rawls – alienta esta percepción: le hace creer al hombre moderno que su nexo con las instituciones es fruto de un acto creativo, de un acto heroico de su voluntad y de la de aquellos con los que se asocia para cumplir con sus expectativas de realización. No contamos con “comunidades”, sólo tenemos “asociaciones” grupos de individuos aislados que se reúnen para el logro estratégico de sus intereses privados.

Pero esta argumentación ha creado sólo ficciones conceptuales. La identidad del individuo es resultado de la historia de su formación, y de las relaciones con sus semejantes y con las instituciones en el contexto de esa historia: todo yo supone un nosotros[1]. “El individuo”, indica Walzer, “no crea las instituciones en las que participa, ni tampoco determina por entero sus limitaciones o las obligaciones que asume. El individuo vive en el seno de un mundo que no ha creado[2]. La familia, así como las instituciones del Estado y de la Sociedad Civil de las que el ciudadano es usuario, por lo general poseen una historia que precede a la de sus miembros actuales. Uno es parte de esa historia – al menos cuando se reconoce como un agente inserto en dichas instituciones -, por lo tanto queda fuera de lugar cualquier ilusión de corte adánico.

La igualdad compleja constituye una propuesta normativa que exige agentes vinculados a sus comunidades de vida tanto como sujetos corresponsables de sus construcciones compartidas. El atomismo es una lectura defectuosa de la vida práctica de los individuos concretos y de sus vínculos: “no se separan los individuos, sino las instituciones”[3]. Las libertades que pretenden lograrse a través de la observancia de la igualdad compleja no son meramente privadas; son formas de vida que pueden – y que a veces sólo pueden – ejercitarse y disfrutarse en comunidad. Mientras el atomismo aparece como un bosquejo simplificado de la existencia social, el pluralismo pretende dar cuenta de los matices que ofrece la experiencia humana de interacción y trato con los bienes propios y ajenos en instituciones comunes. “No nos vemos a nosotros mismos como perfectos desconocidos, como extranjeros o como solitarios. Es más, sería bastante difícil imaginar cuál sería el significado de la libertad para esos individuos. Los hombres y las mujeres son libres cuando ellos o ellas viven rodeados de instituciones autónomas”[4]. Como resulta claro, Walzer no quiere escapar del paradigma liberal, sino afrontarlo de una manera realista y conceptualmente precisa.

Si bien las fronteras pueden ser nítidas, lo que divide una esfera de otras no es una muralla infranqueable. Resulta evidente que los mismos miembros de la comunidad somos usuarios de las diferentes esferas de vida, y por tanto, agentes distributivos en diferentes contextos de distribución. Somos ciudadanos (más o menos comprometidos) de un Estado, médicos o pacientes eventuales de los sistemas de salud, alumnos (o maestros) de escuelas o centros universitarios, consumidores en el mercado, empleados, miembros (o no) de una Iglesia, etc. Nuestra identidad asume cada una de estas formas de membresía y actividad como facetas de nuestro yo. Un agente distributivo competente en una sociedad compleja y liberal sabe – por la experiencia acumulada, así como por el desarrollo del juicio y el carácter a través de la educación – que estas facetas implican una comprensión diferenciada de los distintos bienes sociales, y la práctica de diferentes bienes distributivos. Interpretar los bienes de una esfera a la luz de los de otra no sólo genera graves malos entendidos e injusticias, como también distorsiones en la percepción de la identidad.

La política ciudadana es la actividad que en una sociedad liberal se encarga de la vigilancia de la autonomía de las esferas y sus principios de distribución[5]. El Estado, aun siendo considerado el “constructor” y “protector” de las fronteras de las instituciones – a través, fundamentalmente, de acciones legislativas – puede ser ‘colonizado’ por una lógica instrumental – burocrática, que tienda en la práctica al uso inmoderado del poder político: ello sucede cuando los gobiernos tienden a identificarse sin más con la instancia estatal. En países de escasa y precaria tradición democrática – como los nuestros – esto puede degenerar incluso en regímenes autoritarios. En las democracias del Atlántico Norte, esto puede traducirse en una afirmación de una ‘clase política’ (partidaria o técnica) que puede monopolizar de facto la administración del poder, aunque las libertades individuales básicas se sigan respetando. En uno y otro caso, las fronteras entre el Estado y las demás esferas tienden a debilitarse. En todo caso, los ciudadanos comunes, en situaciones como esa tienden a perder su lugar como agentes distributivos en general, y como agentes políticos en particular.

Si la excesiva fortaleza de los gobiernos puede configurar la violación sutil de la autonomía de las esferas, sólo el ethos cívico – originalmente liberal, pensemos en la obra de Montesquieu y en la de Tocqueville – podría garantizar la observancia de la igualdad compleja[6]. En última instancia, la determinación de los significados sociales proviene de los debates críticos de los agentes de cada esfera; son esos mismos agentes los que influyen en el trazo de las fronteras interesféricas cuando actúan como ciudadanos en el ámbito público. El objetivo de la acción política en ese registro consistiría en procurar, a través de la discusión cívica y legal y la acción, dejar el tema de las transacciones e interpretaciones internas a cada esfera en manos de sus propios usuarios[7], y así combatir cualquier tentación colonizadora. La legislación sobre el diseño de las instituciones sólo tiene auténtica legitimidad cuando cuenta con el reconocimiento y consentimiento de los ciudadanos, especialmente aquellos que están involucrados con los efectos de la ley. La forja de consensos públicos respecto del bosquejo del mapa social como resultado del debate constituye un rasgo esencial a las sociedades democráticas. “Los ciudadanos son personas que no pueden ser excluidas justamente de estas discusiones, no sólo acerca de los límites de las esferas, sino también sobre el significado de los bienes dentro de ellas: de allí que la ciudadanía cobre un mayor valor instrumental, y también simbólico”.[8] El autor reconoce que en el período de redacción de Esferas de la justicia no llegó a considerar con toda su intensidad el rol de la acción cívica para la preservación de la igualdad compleja; sólo tardíamente tomó consciencia de su relevancia como guardiana del pluralismo[9].


[1] Este argumento – que se remonta a Hegel y a Marx – ha sido desarrollado con particular agudeza en Taylor, Charles Fuentes del yo Barcelona Paidos 1996; Taylor, Charles La ética de la autenticidad Barcelona, Paidós A.U.B.-I.C.E. 1994; véase también Sandel, Michael El liberalismo y los límites de la justicia Barcelona, Gedisa 2000; asimismo consúltese Sandel, Michael “The Procedural republic and the unemcumbered self”en:Political Theory 12,1984;pp.81-97.
[2] Walzer, Michael “El liberalismo y el arte de la separación” op.cit., p. 107 (las cursivas son mías).
[3] Ibid, p. 109. Walzer señala que esta afirmación tiene claras consecuencias políticas: “el liberalismo se transforma finalmente en socialismo democrático cuando el mapa de la sociedad se define de manera social” (p. 113).
[4] Ibid, Loc.cit.
[5]Cfr. al respecto Walzer, Michael “Respuesta” en: Walzer, Michael y David Miller (compiladores) Pluralismo, justicia e igualdad. México, FCE, 1996 pp. 370 – 74.
[6] Este es uno de los temas que sirven de contraste entre el liberalismo procedimental y el de corte hermenéutico.
[7] Michael “Respuesta” op.cit., p. 371
[8] Ibid,.
[9] Cfr. Walzer, Michael, “The civil society argument” en: Mouffe, Chantal (Ed.) Dimensions of radical democracy. Pluralism, citizenship, community. New York- London Verso 1992; pp.89-107.