Gonzalo Gamio Gehri
Cuando al "espíritu de la ortodoxia" se le formula la pregunta ética fundamental - ¿Qué dirección ha de seguir la vida? - se le antoja que la respuesta es fácil de ser encontrada. Para los fundamentalistas, ya tenemos a nuestra disposición, en las inagotables arcas de nuestro “propio” ethos, los valores, los preceptos eternos que todo ser humano en sentido pleno debería observar. La búsqueda de tales valores es una búsqueda menor, en tanto sabemos en donde encontrar lo que buscamos: ellos están, por así decirlo, habitando nuestra propia casa. Si existe actualmente una “crisis de valores” no es porque ellos sean problemáticos o porque no esté claro cómo podamos formularlos; la crisis consiste en que no se viven. Tenemos a nuestra disposición la “verdad” sobre las cuestiones prácticas, de lo que se trata, en todo caso, es de ejercitar esa verdad. Eso es lo que piensa el ortodoxo. Estrictamente, la ética que cuenta básicamente es la ética aplicada.
Quién considera críticamente el problema de la orientación en la vida reconoce ante todo su complejidad ¿Es posible enunciar una lista única de “valores”? El hecho que otras formas de vida u otras culturas propongan listas alternativas de “valores” ¿mella en alguna medida la pretendida universalidad de la mía? ¿Existe una jerarquía a priori de valores? En todo caso, la experiencia de verme forzado a dar razón (lógon dídonai) de mis propios fines y mis concepciones del bien ante quienes no necesariamente las comparten es una práctica ordinaria, tan común que lleva a hacernos preguntas de fondo sobre los alcances de nuestro imaginario moral, y la necesidad de reformarlo y ampliarlo. Como he señalado en otras oportunidades, la textura de la acción es la de un tejido de relaciones. Es bastante común que las consecuencias de mis actos (o las consecuencias de los actos de otros) afecten a otras personas (o me afecten a mí). Es frecuente que nos veamos involucrados en debates éticos cotidianos con quienes no comparten – parcial o completamente – nuestra particular comprensión de la vida. Este rendir o pedir cuentas respecto del sentido de las acciones nos arranca positivamente del locus fundamentalista. La acción misma de dialogar, argumentar y escuchar las razones del otro nos impulsa a revisar nuestro propio acervo de creencias y, en ocasiones, a estar dispuestos a cambiar de punto de vista.
El contacto con quienes proceden de un ethos diferente llama la atención sobre la particularidad de nuestros valores, sobre la historia de argumentos, relatos y construcciones sociales en la que se enmarcan. Ello no tiene porqué llevarnos, en realidad, a relativizar la intensidad de nuestra adhesión a ellos si lo que nos compromete con ellos son las buenas razones que los sostienen (nada de esto tiene que ver con una invocación a un fantasmal "relativismo"). Sin embargo, esta experiencia sí nos previene acerca de la posibilidad de que la realidad de nuestras consideraciones éticas podría ser de otra manera sin que eso signifique renunciar al ejercicio de la racionalidad práctica; el espíritu de ortodoxia, ciertamente, no concibe que esto pueda ser así.. El fundamentalista no reconoce que su posición doctrinaria representa el punto de vista de esta o aquella forma de vida: considera la suya una concepción ‘objetiva’ de los bienes. La verdad de la que es depositaria su comunidad o institución es inmutable, los valores que defiende son supuestamente inmortales, insensibles a la voracidad del tiempo e invulnerables a la crítica. Su relación con la muerte es completamente distinta a la planteada por la filosofía. Nietzsche ha mostrado cuán alienante puede ser esa pretensión totalitaria, que él denominaba “egipticismo”: asegurar la validez ‘eterna’ de una teoría, desencarnar una doctrina – en lo relativo a su historicidad y temporalidad - equivale a “momificarla”[1]. Se la inmuniza a la acción del tiempo privándola de su contexto, pero con ello se le despoja de toda vida, de toda encarnación humana concreta, siempre finita. El ánimo de ungir de eterna absolutez nuestras imágenes de la vida esconde realmente – de acuerdo con el autor de La Gaya Ciencia – nuestro más elemental temor a morir.
Quién considera críticamente el problema de la orientación en la vida reconoce ante todo su complejidad ¿Es posible enunciar una lista única de “valores”? El hecho que otras formas de vida u otras culturas propongan listas alternativas de “valores” ¿mella en alguna medida la pretendida universalidad de la mía? ¿Existe una jerarquía a priori de valores? En todo caso, la experiencia de verme forzado a dar razón (lógon dídonai) de mis propios fines y mis concepciones del bien ante quienes no necesariamente las comparten es una práctica ordinaria, tan común que lleva a hacernos preguntas de fondo sobre los alcances de nuestro imaginario moral, y la necesidad de reformarlo y ampliarlo. Como he señalado en otras oportunidades, la textura de la acción es la de un tejido de relaciones. Es bastante común que las consecuencias de mis actos (o las consecuencias de los actos de otros) afecten a otras personas (o me afecten a mí). Es frecuente que nos veamos involucrados en debates éticos cotidianos con quienes no comparten – parcial o completamente – nuestra particular comprensión de la vida. Este rendir o pedir cuentas respecto del sentido de las acciones nos arranca positivamente del locus fundamentalista. La acción misma de dialogar, argumentar y escuchar las razones del otro nos impulsa a revisar nuestro propio acervo de creencias y, en ocasiones, a estar dispuestos a cambiar de punto de vista.
El contacto con quienes proceden de un ethos diferente llama la atención sobre la particularidad de nuestros valores, sobre la historia de argumentos, relatos y construcciones sociales en la que se enmarcan. Ello no tiene porqué llevarnos, en realidad, a relativizar la intensidad de nuestra adhesión a ellos si lo que nos compromete con ellos son las buenas razones que los sostienen (nada de esto tiene que ver con una invocación a un fantasmal "relativismo"). Sin embargo, esta experiencia sí nos previene acerca de la posibilidad de que la realidad de nuestras consideraciones éticas podría ser de otra manera sin que eso signifique renunciar al ejercicio de la racionalidad práctica; el espíritu de ortodoxia, ciertamente, no concibe que esto pueda ser así.. El fundamentalista no reconoce que su posición doctrinaria representa el punto de vista de esta o aquella forma de vida: considera la suya una concepción ‘objetiva’ de los bienes. La verdad de la que es depositaria su comunidad o institución es inmutable, los valores que defiende son supuestamente inmortales, insensibles a la voracidad del tiempo e invulnerables a la crítica. Su relación con la muerte es completamente distinta a la planteada por la filosofía. Nietzsche ha mostrado cuán alienante puede ser esa pretensión totalitaria, que él denominaba “egipticismo”: asegurar la validez ‘eterna’ de una teoría, desencarnar una doctrina – en lo relativo a su historicidad y temporalidad - equivale a “momificarla”[1]. Se la inmuniza a la acción del tiempo privándola de su contexto, pero con ello se le despoja de toda vida, de toda encarnación humana concreta, siempre finita. El ánimo de ungir de eterna absolutez nuestras imágenes de la vida esconde realmente – de acuerdo con el autor de La Gaya Ciencia – nuestro más elemental temor a morir.
2 comentarios:
Estimado Gonzalo:
Muy interesante la relación que nos muestras entre el espíritu de la ortodoxia, los valores y la "momificación" de la que nos habla Nietzsche.
Y no queda ahí: recordemos que Nietzsche nos dice -y siguiendo una propia lectura- que en el ser del fundamentalista se esconde la defensa del monótono-teísmo con una mímica de enterradores... enterradores de la comprensión de múltiples puntos de vista y, posiblemente, de la alteridad en su sentido más amplio.
Saludos,
Fernando
Estimado Gonzalo: Siempre pendiente de tus instructivos editoriales.El texto de Marx es generoso para pensarlo, ojala tengas tiempo para que escribas un ensayo sobre la vigencia de su pensamiento, tus lectores te vamos a agradecer.Un abrazo.
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