viernes, 27 de marzo de 2015

RAZÓN, ETICA Y FINITUD




Gonzalo Gamio Gehri

Alcestis es una tragedia extraña, porque transmite la sensación de que posee un cierto carácter contradictorio. Por un lado, manifiesta con absoluta claridad la absoluta necesidad de la muerte y la imposibilidad de persuadir a Ananke en torno a lo inevitable. De otro, muestra la victoria final de Heracles sobre Thanatos. Sin embargo, tal contradicción puede resultar ser sólo aparente. Tanto Alcestis como Admeto logran postergar la hora de su muerte – a través de la intervención sobrenatural de un dios y de un semidiós -, y no sin padecer desgarros traumáticos. En parte, la obra pone de manifiesto los graves conflictos que afrontarán quienes se involucren con esta clase de negociaciones. La sombra de la hybris permanece sobre las cabezas de ambos personajes. Apolo pensaba que estaba retribuyendo a las atenciones de Admeto en tiempos de su estancia en Feras; en lugar de producir con ello bienes, colocó a Admeto en una situación dolorosa, recibir la negativa de sus padres a la petición de reemplazarlo en su cita con la muerte, y luego contemplar el fallecimiento de su mujer. Heracles, por su parte, logra derrotar a la muerte, pero no queda dudas de que Alcestis no volverá a ser la misma persona que accedió a tomar el lugar del rey. Visitar la morada de los muertos deja heridas indelebles en la mente y en el corazón.  Al final de la tragedia ella guarda silencio para purificarse espiritualmente de la experiencia que ha vivido. Eurípides no hace ninguna descripción o comentario de aquello que ella haya podido ver en los dominios de Hades.

 La muerte como un acontecimiento ineludible a la vez que definitorio de la condición humana es un antiguo motivo trágico y mítico griego. Consideremos el famoso Coro de Antígona, aquel  en el que Sófocles describe al ser humano usando una expresión poderosa - un calificativo inquietante –: déinon. “No hay nada más déinon que el hombre”, sentencia duramente el Coro. Esta expresión puede traducirse como “Extraordinario”, “portentoso”, pero también “terrible”. El asombro que suscitan las capacidades y las acciones humanas puede provocar admiración, pero también puede helarnos la sangre. El ser humano es capaz de lo más alto y lo más bajo. El texto describe cómo los seres humanos han domesticado los mares y la tierra – con sus barcos y sus instrumentos de caza y de labranza – y cómo han podido ejercen su dominio sobre las especies vegetales y animales. Luego el Coro se ocupa del trabajo que el ser humano ha hecho sobre sí mismo, sobre su intelecto, sobre su capacidad de comunicarse y de forjar prácticas compartidas.

“Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el alado pensamiento, así como las civilizadas maneras de comportarse, y también, fecundo en recursos, aprendió a esquivar bajo el cielo los dardos de los desapacibles hielos y los de las lluvias inclementes. Nada de lo porvenir le encuentra falto de recursos. Sólo del Hades no tendrá escapatoria. De enfermedades que no tenían remedio ya ha discurrido posibles evasiones”[1].

Si bien el ser humanos cuenta con numerosas habilidades y herramientas para hacer frente a los avatares de la fortuna, “sólo del Hades no tendrá escapatoria”. Ese es el suelo firme de toda reflexión sobre la vida y sus potenciales sentidos. Sobre si vamos a morir no podemos deliberar – es este un “dato” inalterable de nuestra condición -; recuérdese  el categórico juicio de Aristóteles respecto de que “nadie delibera sobre lo que no puede ser de otra manera ni sobre lo que no es capaz de hacer”[2]. Sobre lo que sí podemos deliberar es acerca del valor o la pertinencia de las acciones, hábitos y propósitos que pueden brindarle una orientación a la vida. La finitud y nuestra percepción de su carácter inexorable están a la base de cualquier forma de discernimiento práctico, como un elemento constitutivo del horizonte subyacente a nuestros juicios, para expresarlo desde categorías fenomenológicas.

Cómo vivir y cómo morir son asuntos de crucial importancia ética y política que son susceptibles de deliberación y elección. El cuerpo y la mente de los agentes están expuestos al deterioro y a la desactivación final de sus capacidades, pero mientras ellas estén en pleno  funcionamiento, el agente tiene la oportunidad de conducir su vida en términos de distinciones de valor que pueda justificar. El cuidado  y la discusión de estas distinciones hacen manifiesto los sentidos posibles de la vida. “Todos los mortales deben pagar el tributo de la muerte”, afirmaba Heracles en el drama, “y no hay ninguno que sepa si vivirá al día siguiente”: esta convicción impulsa a los agentes a asignarle a la vida propósitos que puedan trascender el ciclo vital animal (nacimiento, crecimiento, muerte) y configuran una vida humana con sentido; en la medida en que determinados modos de ser y de actuar conscientemente elegidos pueden ser considerados intrínsecamente valiosos y dignos de recuerdo[3].











[1] Antígona  v. 353-363 (las cursivas son mías).
[2] Eth. Nic. 1140ª.
[3] Uso el término “trascendencia” en una clave mundano-vital en la línea de Martha Nussbaum Cfr. Nussbaum, Martha C. “Humanidad Trascendente” en: El conocimiento del amor Madrid, Machado 2005 pp. 647 - 694.

ANOTACIONES SOBRE HUXLEY Y LA DISTOPÍA





Gonzalo Gamio Gehri



Las distopías literarias retratan mundos en los que la capacidad de pensar se resiente o se proscribe. Mundos en los que los “valores” se asumen como dados, y no se discuten; sólo se “inculcan”. Pienso en el caso de muchos educadores que conciben la formación en ética de forma dogmática. Pienso asimismo en quienes sostienen que el desarrollo sólo se mide con crecimiento económico, innovación tecnológica y una educación que sólo pone énfasis en el cuidado de las “ciencias exactas”. Las humanidades sólo “cuentan cuentos”, según esa perspectiva tan sólidamente arraigada en el prejuicio. Este asunto me llevó a retomar los temas que examiné en un artículo sobre Huxley, - redactado en mis años de estudios doctorales - acerca de los vínculos entre el concepto de contacto humano y racionalidad práctica en la utopía tecnológica presentada por Aldous Huxley en su novela Un mundo feliz, en la que se retrata el Londres del futuro como un mundo social sin vínculos sustanciales ni deliberación.

El trabajo mencionado desarrollaba una argumentación que seguía cuatro pasos. 1).- presenté una descripción de las concepciones epistemológicas y antropológicas que subyacen al mundo social “fordiano” descrito por Huxley, poniendo énfasis en la primacía de la racionalidad instrumental y la metafísica mecanicista. Intenté mostrar cómo esos compromisos conceptuales implican el rechazo de las formas encarnadas de discernimiento práctico y los lenguajes de contacto humano; 2).- intenté mostrar, en segundo lugar, en qué medida el impulso crítico de los personajes Bernard Marx y Helmholtz Watson genera una cierta rehabilitación de una comprensión neoaristotélica de la deliberación, la heterogeneidad de los bienes y el carácter constitutivo de las relaciones humanas en la configuración del agente ético; 3).- cómo la aparición del Salvaje en el hilo argumental de la novela permite la contrastación del lenguaje cientificista de Utopía tecnológica con nuevas formas de expresión del contacto humano en términos de la relación yo-tú; 4).-  finalmente, discutí la concepción fordiana de la experiencia de lo absoluto a partir de un examen de los pasajes finales de la novela, en la célebre conversación entre el Salvaje y el Supremo Interventor, Mustafá Mond.

El libro echa luces sobre la compleja represión de las libertades en nombre del “bienestar de la mayoría”. Como en 1984, la aspiración al ejercicio de la libertad es un rasgo incómodo y autodestructivo, una tendencia que puede combatirse en nombre de la “felicidad”. En ambos casos, los personajes deben luchar por defender su derecho a elegir y a discrepar.

jueves, 12 de marzo de 2015

UNA FUENTE DISTANTE. UNA NOTA SOBRE “EL UNICORNIO” DE IRIS MURDOCH






Gonzalo Gamio Gehri


Admiro profundamente los textos de Iris Murdoch. De hecho, La soberanía del Bien es uno de mis libros filosóficos predilectos. Su lectura de la atención al Bien – que reformula algunas ideas de S. Weil -, su interpretación de la adquisición de la virtud a partir de la disciplina cotidiana que impone aprender una actividad sencilla, me resultan poderosamente inspiradoras. No obstante, no la conocía como creadora literaria, hasta ahora. Acabo de leer El unicornio (1963), una novela extraña y muy bien escrita. Es la historia de Marian Taylor, una joven profesora de francés que llega al castillo de Gaze, en las costas de Irlanda, con el propósito de convertirse en tutora de literatura francesa de la dueña de la casa, una mujer que – misteriosamente – parece recluida en su propia casa.

Marian se da pronto cuenta que todos los sirvientes que trabajan para la casa esconden el hecho de ser, más allá de sus gentiles modales y sentido del trabajo, los carceleros de su patrona. Hannah Crean-Smith vive confinada en el castillo a causa de sombríos sucesos que la comprometen en el polémico intento de asesinato de Peter Crean-Smith, con quien se casó en su juventud. Ella vive sola en el castillo, no se atreve a salir al mundo exterior, y parece aceptar tales restricciones a su libertad con serenidad y cierta convicción extraña. Es visitada con frecuencia por amigos – Max Lejour, un antiguo profesor de filosofía griega, así como su antiguo discípulo, Effingham Cooper, que ha abandonado la academia para convertirse en funcionario público, y su hija Alice, quien vive en la rica mansión contigua a Gaze -, que están fascinados con su historia, y que apenas pueden reprimir el anhelo de ayudarla a salir. El lugar tiene una atmósfera medieval, y las sombrías circunstancias del encierro de Hannah tienen el efecto de un antiguo hechizo de la Irlanda druídica. Las penurias de ella parecen irradiar sobre la vida de los otros – a la manera de los poderes de un unicornio -, ella parece ser el chivo expiatorio que purifica los pecados de quienes la acompañan o trabajan para ella.    

Las discusiones sobre el predicamento de Hannah Crean -Smith son tan recurrentes como sutiles. Effingham en una ocasión pregunta a Max Lejour si en el destino de la hermosa y sombría Hannah existe un lugar para el perdón. Si existe un lugar incluso para encarar lo divino.


             “Dios – dijo Effingham - ¡Dios! – Y formuló la pregunta que le parecía haber tenido en la punta     
               de la lengua toda la vida - ¿Tu crees en Dios, Max?


-          No lo sé, Effingham – la lámpara de aceite siseaba en la estancia silenciosa y sombría, y hacía que el humo del cigarro se elevara en espiral. Añadió -: Por supuesto, en el sentido habitual de creer en Dios, sin duda no. No creo en ese viejo tirano, en ese monstruo. Sin embargo…

-          Me temo que eres un cripto-platónico.

-          Ni siquiera “cripto”,  Effingham. Creo en el bien. Igual que tu.

-          Eso es diferente – dijo Effingham – el bien es una cuestión de elección, de actuación…

-          Esa es la doctrina vulgar, mi querido Effingham. Lo que podemos ver determina lo que elegimos. El bien es una distante fuente de luz, nuestro inimaginable objeto del deseo. Nuestra naturaleza corrompida no conoce del bien más que su nombre y su perfección”[1].

 Estas consideraciones filosóficas sobre el bien y el mal, sobre la culpa y el amor acompañan toda la obra, ya sea en la perspectiva de los personajes – que se enfrascan en esos debates sin echar a perder la naturalidad de las circunstancias – o a través del narrador. En todo caso, un lector de la obra intelectual de Murdoch reconocerá sus ideas  - así como las de sus críticos y adversarios - en sus personajes.

La cuestión principal es si el destino de Hannah Crean-Smith es fruto de su propia responsabilidad o si ella es una víctima de las circunstancias o del encono de sus carceleros. El texto mantiene la tensión entre ambas suposiciones y cultiva una cierta ambigüedad hasta el final. La autora maneja la sensación de incertidumbre con singular habilidad. El lector tiende a preguntarse si acaso no ha logrado “ver” algún factor importante que le permita descubrir la respuesta. En todo caso, en el desenlace se encontrará alguna pista para resolver este misterio.






[1] Murdoch, Iris El unicornio Salamanca, Impedimeta 2014 p. 132.

miércoles, 11 de marzo de 2015

BUENA MUERTE



Gonzalo Gamio Gehri

Conocido es el pasaje homérico en el que Aquiles  - temeroso de morir arrastrado un río – clama a los cielos lamentándose porque esa muerte miserable no le correspondía como su destino. Efectivamente, en Iliada XXI, Homero cuenta cómo Aquiles, que ha vuelto a la batalla y siembra el terror entre los teucros, está en peligro de perecer en medio del feroz oleaje del río, removido por la sangre de los cadáveres.

Entonces el guerrero se dirigió al Padre de todos:

“¡Zeus Padre! ¡Pensar que ningún dios se ha comprometido a salvar del río a este infeliz! ¡Aunque luego sufra lo que sea! Mas ningún descendiente de Urano es a mi juicio tan culpable como mi madre, que me ha hechizado con sus mentiras, al asegurarme que bajo la muralla de los aguerridos  troyanos perecería por los agudos dardos de Apolo”[1].

Terrible y vacía muerte la de verse doblegado por el río. Frente a ella, buena muerte sería caer abatido por Héctor, el mejor de los troyanos. Pero acabar con sus días en estas aguas sería la muerte propia “del hijo de un porquerizo” imprudente, a juicio del fiero Aquiles…sabe, empero, que sólo el dios solar puede arrebatarle la vida. Esa es su móira, la parte que le toca de acuerdo con sus acciones. Pronto, Atenea y Poseidón – invocados por Zeus, le prestarán ayuda. Aquiles deberá aguardar aún más la flecha de Loxias.

Es que el pélida tiene derecho a afrontar su propio destino, y lo sabe. Lo encontrará en el campo de batalla, no en las aguas del Escamandro.  Zeus ha acogido sus palabras.






[1] Iliada 273-9.

martes, 3 de marzo de 2015

¿POR QUÉ MONTAIGNE (1533-1592) NOS HABLA TAN CERCANAMENTE HOY? (VÍCTOR HUGO PALACIOS)






Víctor Hugo Palacios

Contaba Nietzsche que cada vez que abría Los ensayos le crecía un ala o una pierna. Aquella única publicación de Michel de Montaigne –divagatoria y miscelánea– creó una brecha entre los géneros de la literatura filosófica, historiográfica y didáctica del siglo XVI y, con esa mezcla de frescor y consistencia de los clásicos precoces, inició el periplo de un estilo que atravesó airoso las modas y las ideas, y aún goza de espléndida salud.

            Los ensayos (Les essais) es el libro detrás de los grandes libros de la tradición europea. Es la presencia, callada o revulsiva, que se halla implícita en los Ensayos de Bacon, el Discurso del método de Descartes, los Pensamientos de Pascal, el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke y las Confesiones de Rousseau, entre otros. Es también un alimento agradecido en el Nietzsche crítico de la modernidad y de su academicismo, y en un Flaubert irritado por las suficiencias de la sociedad burguesa.

            En una misiva a Louise Colet, el autor de Madame Bovary prorrumpe de este modo: “Estoy releyendo a Montaigne. ¡Es singular hasta qué punto estoy lleno de ese individuo! […] Tenemos los mismos gustos, las mismas opiniones, la misma manera de vivir, las mismas manías. Hay gente a la que admiro más que a él, pero no hay a quien evocaría más a gusto, y con quien charlaría mejor”.

Su biógrafo Jean Lacouture habla de él como “uno de los fundadores de la introspección” y “uno de los inventores de la sensibilidad y de la cultura occidental”. Para Tzvetan Todorov, se trata del “primer verdadero humanista” en el sentido de aquel que piensa no que el humano sea un ser formidable, sino uno indeterminado que tiene en la libertad la ocasión de su felicidad o su desdicha. Y en sus apuntes, Elias Canetti comenta: “Montaigne tiene esa actitud abierta hacia cualquier forma de vida humana que actualmente es universal y ha sido incluso elevada al rango de ciencia, pero él la tuvo en su época, una época fanáticamente convencida de su propia infalibilidad”.

¿Es decir demasiado? Narrando un avatar muy castellano, Cervantes talló un arquetipo universal. De este francés nacido en Gascogne (Gascuña) podría decirse que, ocupándose de asuntos personales, alentado por sus lecturas preferidas y sin deseos de escribir más que para sus amigos y parientes, acumuló un grueso de folios que con incomparable amenidad anticiparon algunas de las referencias que la mentalidad occidental, incluso contemporánea, ha aprendido a asumir, apreciar y aun extrañar: la conciencia de la individualidad, la defensa de la libertad, la reciprocidad entre experiencia y reflexión, la exhortación al diálogo, la celebración de la pluralidad, el valor formativo de los viajes y, más que la tolerancia, el sincero interés por los otros. A lo que se añade la originalidad con que Montaigne profesa una consonancia entre la mesura aristotélica y el fervor de los amantes del mundo, entre la ignorancia socrática y la avidez de lecturas y de encuentros, y entre la certeza de la propia finitud y la honesta confianza en el infinito.

Si, como dice Sándor Márai, describiendo el proceso de estatalización y despersonalización de la sociedad húngara bajo la ocupación comunista, el mayor de los aportes del Viejo Continente a la historia es la delimitación del individuo y del sentimiento burgués –entendido no como una autocomplacencia social sino como el cultivo decidido de la propia alma–, no cabe, entonces, la menor duda de que Michel de Montaigne es un prócer de la cultura europea.

            En la carta al lector de Los ensayos se lee: “yo mismo soy la materia de este libro”, “me pinto a mí mismo”. ¿Es acaso el inicio de un despliegue de vanidad de un millar y medio de páginas? ¿Es el preludio de un moroso ejercicio de ensimismamiento y evocación a la manera de Marcel Proust? Harold Bloom dice que uno termina de leer al gascón y quiere saber más de él. El índice de LosEnsayos presenta estos encabezados: “sobre los caballos”, “sobre la oratoria”, “sobre la crueldad”, “sobre el dormir”, “sobre la guerra”, “sobre Cicerón”… Extraña manera de tratar de uno mismo. Montaigne mismo confiesa: “no he hecho más a mi libro de lo que mi libro me ha hecho a mí”. Versando sobre asuntos ajenos ha garabateado un retrato de sí mismo.

Pero en otro momento esclarece: “sea lo que sea, quiero serlo fuera del papel”, pues “yo soy cualquier cosa antes que un escritor de libros. Mi cometido es dar forma a mi vida”. Finalmente, el hombre desborda el texto, el yo se sitúa más allá de la acción y sus resultados. La vida, inaprehensible, aletea sobre el olor de la tinta y se escabulle para siempre. No accederemos jamás a esa cámara secreta.

Pero nos queda el consuelo de sus huellas sobre el mundo.



El filósofo y escritor Víctor H. Palacios Cruz imparte el curso “El amor al mundo en un tiempo de espanto. Michel de Montaigne, del siglo XVI al XXI”, dirigido a estudiantes, profesores, investigadores y público en general.

11, 12 y 13 de marzo, de 6:30 a 8:30pm, Universidad Antonio Ruiz de Montoya.
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