Gonzalo Gamio Gehri
Es para mí un honor y un placer participar en la presentación de este libro – A más universal más divino. Misión e inclusión en la Iglesia de hoy[1] -, fruto del trabajo de cinco jesuitas, cinco académicos peruanos que pertenecen a mi generación. Se trata una generación que ha vivido una aguda crisis de paradigmas en lo ético y lo político – la caída del muro de Berlín y el desplome del Bloque del Este en el hemisferio norte, pero también el conflicto armado interno en el Perú – que no han dejado intactas nuestras concepciones del cristianismo y la justicia. Dicha crisis nos ha sumido muchas veces en la incertidumbre, pero también ha despertado en nosotros la necesidad de buscar nuevos modos de plantear y resolver los problemas que los viejos esquemas dejaron pendientes. El individualismo, el fundamentalismo y la razón instrumental nos han llevado a reformular, pero también a recuperar como horizonte crítico, la comprensión cristiana de la justicia y del amor. Ese esfuerzo de recuperación y de explicitación acompaña cada uno de los ensayos que componen el texto.
Si una cosa tengo clara respecto del mensaje de Jesús es que se trata de un mensaje de encarnación. El cristianismo presenta la irrupción de Dios al horizonte del tiempo y la vida de los seres humanos, con quienes entabla una relación de amistad y compromiso. Esta perspectiva se hace patente en la forma de vida del propio Jesús de Nazaret, que predica el amor incondicional y el perdón entre los seres humanos – incluso en referencia al enemigo –, una prédica que se cimenta en el anuncio del Reino de Dios. Este mensaje de amor lo lleva a enfrenta al poder sacerdotal de su época, que impone un formalismo ritual sin justicia ni compasión. La exigencia veterotestamentaria “¡misericordia quiero, y no sacrificios!” marca la pauta de las enseñanzas de Jesús. El compromiso con Dios se revela en el compromiso con el ser humano. Esta opción raduical por el cuidado del otro – particularmente el excluido y el insignificante – lo lleva a afrontar una muerte de cruz, una muerte que implica no solamente un profundo dolor, sino la exposición a la humillación pública y la marginación de parte de la propia comunidad. Jesús se hace pequeño para dar la vida por los pequeños. Se trata de un enfoque que muchos cristianos hemos olvidado, en nombre del ritualismo y la obsesión por la “pureza formal” que el propio Jesús fustigó en la persona de los fariseos. Este libro nos recuerda la centralidad de la encarnación en la vida del cristiano.
Es para mí un honor y un placer participar en la presentación de este libro – A más universal más divino. Misión e inclusión en la Iglesia de hoy[1] -, fruto del trabajo de cinco jesuitas, cinco académicos peruanos que pertenecen a mi generación. Se trata una generación que ha vivido una aguda crisis de paradigmas en lo ético y lo político – la caída del muro de Berlín y el desplome del Bloque del Este en el hemisferio norte, pero también el conflicto armado interno en el Perú – que no han dejado intactas nuestras concepciones del cristianismo y la justicia. Dicha crisis nos ha sumido muchas veces en la incertidumbre, pero también ha despertado en nosotros la necesidad de buscar nuevos modos de plantear y resolver los problemas que los viejos esquemas dejaron pendientes. El individualismo, el fundamentalismo y la razón instrumental nos han llevado a reformular, pero también a recuperar como horizonte crítico, la comprensión cristiana de la justicia y del amor. Ese esfuerzo de recuperación y de explicitación acompaña cada uno de los ensayos que componen el texto.
Si una cosa tengo clara respecto del mensaje de Jesús es que se trata de un mensaje de encarnación. El cristianismo presenta la irrupción de Dios al horizonte del tiempo y la vida de los seres humanos, con quienes entabla una relación de amistad y compromiso. Esta perspectiva se hace patente en la forma de vida del propio Jesús de Nazaret, que predica el amor incondicional y el perdón entre los seres humanos – incluso en referencia al enemigo –, una prédica que se cimenta en el anuncio del Reino de Dios. Este mensaje de amor lo lleva a enfrenta al poder sacerdotal de su época, que impone un formalismo ritual sin justicia ni compasión. La exigencia veterotestamentaria “¡misericordia quiero, y no sacrificios!” marca la pauta de las enseñanzas de Jesús. El compromiso con Dios se revela en el compromiso con el ser humano. Esta opción raduical por el cuidado del otro – particularmente el excluido y el insignificante – lo lleva a afrontar una muerte de cruz, una muerte que implica no solamente un profundo dolor, sino la exposición a la humillación pública y la marginación de parte de la propia comunidad. Jesús se hace pequeño para dar la vida por los pequeños. Se trata de un enfoque que muchos cristianos hemos olvidado, en nombre del ritualismo y la obsesión por la “pureza formal” que el propio Jesús fustigó en la persona de los fariseos. Este libro nos recuerda la centralidad de la encarnación en la vida del cristiano.
Quisiera comentar muy brevemente dos ensayos que componen el libro que entroncan directamente con esta preocupación encarnada por el amor y la justicia. En Decían: "tiene un espíritu impuro", Rafael Fernández se ocupa del problema de la impureza en la tradición judeocristiana. Explora rigurosamente una tensión que considera fundamental para comprender el compromiso radical con el otro que predican Jesús y sus discípulos. El pueblo de Israel excluía al huérfano, el extranjero y la viuda. En contraste, “Jesús, judío practicante, se hace marginal al tomar sobre sí las ‘penalizaciones’ religiosas que un sistema hacía cargar a los ‘impuros’”[2]. Tomar contacto con los excluidos “contaminaba”. Jesús – en contra de las indicaciones oficiales - cuida de los ‘impuros’ y asume libremente la muerte de uno de ellos. Una muerte de cruz, reservada a los criminales y a los blasfemos, ejecutada fuera de los límites de la propia comunidad. Jesús desafía la normativa existente sobre la impureza, porque considera que esta lesiona el sentido de la Creación del mundo y del ser humano, a los que Dios encontró buenos. Nada creado por Dios es en sí mismo impuro, impuro es lo que sale de un corazón injusto. Las prescripciones sobre la impureza son fruto de las construcciones sociales relativas a lo sagrado, con las que los hombres han afirmado posiciones de poder.
A juicio del autor, Jesús asumió una opción preferencial por los impuros, aquellos que el sistema religioso marginaba y consideraba agentes de contaminación. Esta tesis tiene un impacto teológico y pastoral muy importante, dado que la Iglesia Latinoamericana ha considerado necesario proponer la opción por el pobre como un eje central en su trabajo en materia de evangelización y promoción de la justicia. Esta fuente de inspiración ha sido discutida y planteada en las reuniones de Medellín, Puebla y Aparecida, y muchos la identifican como uno de los grandes aportes de la Iglesia del subcontinente a la Iglesia Universal. Se trata además de uno de los principales motivos de la teología de la liberación. Fernández sostiene que su análisis contribuye a ampliar el horizonte del compromiso con el otro, sin desmerecer el espíritu de la opción por el pobre. “La impureza supone lo que la pobreza designa, pero va mucho más allá. Muerde una dimensión de la realidad mucho más incómoda y resistente. Muerde un filtro de la sociedad mucho menos evidente y mucho más impermeable a la transformación”[3].
No estoy seguro de que Gustavo Gutiérrez haya empleado el concepto de pobreza en un sentido reductivo, básicamente social y económico. En muchos de sus escritos, Gutiérrez se refiere al pobre como el “excluido” y el “insignificante”: describe la pobreza en términos de la exposición a una muerte injusta y prematura. De todos modos, es justo decir que la precisión de Fernández resulta sumamente útil en un doble nivel: por un lado, nos remite – a partir del estudio del texto bíblico – al impuro como aquel que es excluido incluso por aquellos que el propio sistema ha excluido originalmente, y que constituye para éstos una amenaza permanente de contaminación. Por otro lado, abre la reflexión teológica – y la praxis cristiana – a un amplio conjunto de excluidos que se han tornado ‘invisibles’ para una sociedad moderna que no sólo glorifica la opulencia, sino también el poder, la salud y la juventud. Se trata de los “impuros” de la modernidad tardía: los desplazados, los inmigrantes, las minorías sexuales, los presos, los enfermos terminales, los discapacitados. La reflexión del autor pone de manifiesto la presencia incómoda de aquellos que exigen nuestro cuidado y compromiso incondicionales, pero que el conservadurismo religioso – centrado, hoy como ayer, en el formalismo ritual – juzga como seres impuros, individuos o grupos que no forman parte del plan de Dios, o meros destinatarios del asistencialismo.
Las tesis de Fernández convergen bastante bien con el ideario de la teología de la liberación, y desarrollan su legado de una manera crítica y original. Seguir a Jesús hoy implica cuestionar severamente la “religión de lo sagrado” – que sustenta la estigmatización y la exclusión de los “impuros” – para asumir la práctica del ágape como camino de vida. “La caridad y la ‘higiene’ son antónimos. La higiene es la pretensión de neutralidad frente al impuro”[4]. Esta falsa espiritualidad excluye a Dios y cuestiona la bondad sustancial de la Creación. Pone a los hombres que manipulan lo sagrado como artífices “legítimos” de la marginación de seres humanos por motivos que el amor desconoce y denuncia. El cristiano reconoce como pecado esta forma de manipulación que conspira contra el espíritu mismo de la religión.
El ensayo de Miguel Cruzado - La irrenunciable búsqueda de justicia. Criterios para el discernimiento a partir de dos textos eclesiales recientes - explora los vínculos entre justicia y bien común a partir de la lectura crítica de la declaración de la Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales, El bien común y la doctrina social de la Iglesia (1996), y del documento conjunto de la Conferencia Episcopal Alemana y el Consejo Evangélico Alemán, Para un futuro en solidaridad y justicia (1998). Se trata de textos que examinan en detalle el impacto provocado por la conversión de la economía de mercado y el individualismo en formas de “pensamiento único” en las sociedades noratlánticas, un movimiento que amenaza con erosionar la prédica cristiana de la solidaridad y la justicia social, o convertirla en una creencia marginal en la constelación de perspectivass y credos que constituyen la era contemporánea. Este trabajo de interpretación resulta aleccionador en el contexto nacional, en tanto las políticas neoliberales se aplican aquí sin una resistencia ciudadana e intelectual articulada.
Ambos textos destacan la importancia de la reflexión sobre el bien común y la justicia como fundamento para la necesaria revisión crítica del neoliberalismo, que predica la omnipotencia de las leyes del mercado en la resolución de los problemas sociales y políticos. Después de los sucesos de 1989, esta perspectiva se ha consolidado como la doctrina dominante en lo socioeconómico y en lo político, de modo que toda teoría rival que invoca al interés común como fin de las políticas sociales – o promueve políticas que redistribuyan al ingreso – es sindicada como “colectivista” y “premoderna”. La descalificación se convierte falazmente en una forma de refutación.
En América Latina, este modo de plantear las cosas se ha convertido en moneda corriente, y cuenta – en los medios de comunicación y en los círculos políticos – con sus profetas y apóstoles criollos. El neoliberalismo (que en la región no dudó en establecer alianzas con dictaduras despiadadas) suele considerar la defensa cristiana de la justicia y la comunidad como un alegato teológico de tipo “izquierdista”, opinión que es reforzada por sectores más conservadores de la propia Iglesia, que suelen identificar la promoción del compromiso social como secular o “inmanentista”. Ese sentido común conservador está calando hondo en un buen número de creyentes. “Nada más fuera de la Revolución cristiana y la realidad histórica de la Iglesia”, señala agudamente Cruzado.
La preocupación por la justicia y por el bien común constituye una exigencia moral para la Iglesia. De acuerdo con los documentos comentados por el autor, la Iglesia debe pronunciarse sobre las situaciones de injusticia o abuso sin guarecerse en generalizaciones que se traduzcan en “maneras de evitar la controversia”[5]. Los obispos ingleses y galeses sostienen que “en tanto que obispos, tenemos la responsabilidad particular de discernir y de interpretar los signos de los tiempos, aun a riesgo de equivocarnos”[6]. Resulta ejemplar la disposición de estas autoridades eclesiásticas a dialogar en un plano de simetría con los ciudadanos en torno a un tema tan importante como la vigencia de la búsqueda del bien común en los tiempos de la hegemonía de la doctrina del mercado. Que el punto de partida del documento sea el análisis de la sociedad moderna – y no una perspectiva estrictamente normativa – constituye una toma de posición interesante – y sumamente inspiradora – en el contexto del trabajo pastoral en materia social.
Cruzado argumenta que – en el marco de la ética cristiana – “la situación de injusticia, el dolor de los otros, constituye el motor primero de la búsqueda de justicia”[7]. No se trata de asumir la perspectiva de un elector racional que elige principios de justicia haciendo abstracción de sus concepciones de la vida buena y de su posición en el mundo – para usar las expresiones de Rawls – sino de ponerse en el lugar de los que sufren. La justicia no es sólo un procedimiento que distribuye ‘bienes primarios’: es también una virtud que supone la defensa de quienes padecen exclusión y violencia a causa del daño generado por la voluntad de las personas, pero también de quienes sufren a causa del carácter impersonal de nuestros sistemas sociales y económicos.
El cristianismo plantea incluso ir más allá de la justicia, exige la práctica de la misericordia y del reconocimiento respecto de aquellos individuos o grupos que se han visto privados del trato debido a la persona humana. El Evangelio exige una atención al individuo en su particularidad, tomando en cuenta sus necesidades y derechos, así como su aspiración a desarrollar vínculos sociales que le permitan llevar una vida de calidad. Esta exigencia proviene de la responsabilidad que Dios asigna al ser humano en materia del cuidado de su Creación. El ser humano se convierte así en agente de redención y de transformación social. Se trata de que asumamos la tarea de modificar las “estructuras de pecado” que provocan discriminación o muerte prematura para otros seres humanos. Ello sólo es posible si volvemos a mirar el mundo social como un ente creado por un Dios amoroso – un mundo llamado a ser regulado por la justicia y la solidaridad – y dejamos de observarlo como un complejo mecanismo abstracto que administra intereses privados en conflicto.
Ello me devuelve al tema de la encarnación. Si existe un espíritu común que anima a los autores de este libro – compañeros de una comunidad viva, al fin y al cabo – es el que vindica el esfuerzo por el Reino. Sin el cuidado concreto de la dignidad del otro, tal Reino constituye una ficción; un deseo sublime, pero distante. El compromiso con el otro hace posible que el Reino de Dios no esté allá ni acá, sino – como señala el Evangelio - en medio de nosotros.
A juicio del autor, Jesús asumió una opción preferencial por los impuros, aquellos que el sistema religioso marginaba y consideraba agentes de contaminación. Esta tesis tiene un impacto teológico y pastoral muy importante, dado que la Iglesia Latinoamericana ha considerado necesario proponer la opción por el pobre como un eje central en su trabajo en materia de evangelización y promoción de la justicia. Esta fuente de inspiración ha sido discutida y planteada en las reuniones de Medellín, Puebla y Aparecida, y muchos la identifican como uno de los grandes aportes de la Iglesia del subcontinente a la Iglesia Universal. Se trata además de uno de los principales motivos de la teología de la liberación. Fernández sostiene que su análisis contribuye a ampliar el horizonte del compromiso con el otro, sin desmerecer el espíritu de la opción por el pobre. “La impureza supone lo que la pobreza designa, pero va mucho más allá. Muerde una dimensión de la realidad mucho más incómoda y resistente. Muerde un filtro de la sociedad mucho menos evidente y mucho más impermeable a la transformación”[3].
No estoy seguro de que Gustavo Gutiérrez haya empleado el concepto de pobreza en un sentido reductivo, básicamente social y económico. En muchos de sus escritos, Gutiérrez se refiere al pobre como el “excluido” y el “insignificante”: describe la pobreza en términos de la exposición a una muerte injusta y prematura. De todos modos, es justo decir que la precisión de Fernández resulta sumamente útil en un doble nivel: por un lado, nos remite – a partir del estudio del texto bíblico – al impuro como aquel que es excluido incluso por aquellos que el propio sistema ha excluido originalmente, y que constituye para éstos una amenaza permanente de contaminación. Por otro lado, abre la reflexión teológica – y la praxis cristiana – a un amplio conjunto de excluidos que se han tornado ‘invisibles’ para una sociedad moderna que no sólo glorifica la opulencia, sino también el poder, la salud y la juventud. Se trata de los “impuros” de la modernidad tardía: los desplazados, los inmigrantes, las minorías sexuales, los presos, los enfermos terminales, los discapacitados. La reflexión del autor pone de manifiesto la presencia incómoda de aquellos que exigen nuestro cuidado y compromiso incondicionales, pero que el conservadurismo religioso – centrado, hoy como ayer, en el formalismo ritual – juzga como seres impuros, individuos o grupos que no forman parte del plan de Dios, o meros destinatarios del asistencialismo.
Las tesis de Fernández convergen bastante bien con el ideario de la teología de la liberación, y desarrollan su legado de una manera crítica y original. Seguir a Jesús hoy implica cuestionar severamente la “religión de lo sagrado” – que sustenta la estigmatización y la exclusión de los “impuros” – para asumir la práctica del ágape como camino de vida. “La caridad y la ‘higiene’ son antónimos. La higiene es la pretensión de neutralidad frente al impuro”[4]. Esta falsa espiritualidad excluye a Dios y cuestiona la bondad sustancial de la Creación. Pone a los hombres que manipulan lo sagrado como artífices “legítimos” de la marginación de seres humanos por motivos que el amor desconoce y denuncia. El cristiano reconoce como pecado esta forma de manipulación que conspira contra el espíritu mismo de la religión.
El ensayo de Miguel Cruzado - La irrenunciable búsqueda de justicia. Criterios para el discernimiento a partir de dos textos eclesiales recientes - explora los vínculos entre justicia y bien común a partir de la lectura crítica de la declaración de la Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales, El bien común y la doctrina social de la Iglesia (1996), y del documento conjunto de la Conferencia Episcopal Alemana y el Consejo Evangélico Alemán, Para un futuro en solidaridad y justicia (1998). Se trata de textos que examinan en detalle el impacto provocado por la conversión de la economía de mercado y el individualismo en formas de “pensamiento único” en las sociedades noratlánticas, un movimiento que amenaza con erosionar la prédica cristiana de la solidaridad y la justicia social, o convertirla en una creencia marginal en la constelación de perspectivass y credos que constituyen la era contemporánea. Este trabajo de interpretación resulta aleccionador en el contexto nacional, en tanto las políticas neoliberales se aplican aquí sin una resistencia ciudadana e intelectual articulada.
Ambos textos destacan la importancia de la reflexión sobre el bien común y la justicia como fundamento para la necesaria revisión crítica del neoliberalismo, que predica la omnipotencia de las leyes del mercado en la resolución de los problemas sociales y políticos. Después de los sucesos de 1989, esta perspectiva se ha consolidado como la doctrina dominante en lo socioeconómico y en lo político, de modo que toda teoría rival que invoca al interés común como fin de las políticas sociales – o promueve políticas que redistribuyan al ingreso – es sindicada como “colectivista” y “premoderna”. La descalificación se convierte falazmente en una forma de refutación.
En América Latina, este modo de plantear las cosas se ha convertido en moneda corriente, y cuenta – en los medios de comunicación y en los círculos políticos – con sus profetas y apóstoles criollos. El neoliberalismo (que en la región no dudó en establecer alianzas con dictaduras despiadadas) suele considerar la defensa cristiana de la justicia y la comunidad como un alegato teológico de tipo “izquierdista”, opinión que es reforzada por sectores más conservadores de la propia Iglesia, que suelen identificar la promoción del compromiso social como secular o “inmanentista”. Ese sentido común conservador está calando hondo en un buen número de creyentes. “Nada más fuera de la Revolución cristiana y la realidad histórica de la Iglesia”, señala agudamente Cruzado.
La preocupación por la justicia y por el bien común constituye una exigencia moral para la Iglesia. De acuerdo con los documentos comentados por el autor, la Iglesia debe pronunciarse sobre las situaciones de injusticia o abuso sin guarecerse en generalizaciones que se traduzcan en “maneras de evitar la controversia”[5]. Los obispos ingleses y galeses sostienen que “en tanto que obispos, tenemos la responsabilidad particular de discernir y de interpretar los signos de los tiempos, aun a riesgo de equivocarnos”[6]. Resulta ejemplar la disposición de estas autoridades eclesiásticas a dialogar en un plano de simetría con los ciudadanos en torno a un tema tan importante como la vigencia de la búsqueda del bien común en los tiempos de la hegemonía de la doctrina del mercado. Que el punto de partida del documento sea el análisis de la sociedad moderna – y no una perspectiva estrictamente normativa – constituye una toma de posición interesante – y sumamente inspiradora – en el contexto del trabajo pastoral en materia social.
Cruzado argumenta que – en el marco de la ética cristiana – “la situación de injusticia, el dolor de los otros, constituye el motor primero de la búsqueda de justicia”[7]. No se trata de asumir la perspectiva de un elector racional que elige principios de justicia haciendo abstracción de sus concepciones de la vida buena y de su posición en el mundo – para usar las expresiones de Rawls – sino de ponerse en el lugar de los que sufren. La justicia no es sólo un procedimiento que distribuye ‘bienes primarios’: es también una virtud que supone la defensa de quienes padecen exclusión y violencia a causa del daño generado por la voluntad de las personas, pero también de quienes sufren a causa del carácter impersonal de nuestros sistemas sociales y económicos.
El cristianismo plantea incluso ir más allá de la justicia, exige la práctica de la misericordia y del reconocimiento respecto de aquellos individuos o grupos que se han visto privados del trato debido a la persona humana. El Evangelio exige una atención al individuo en su particularidad, tomando en cuenta sus necesidades y derechos, así como su aspiración a desarrollar vínculos sociales que le permitan llevar una vida de calidad. Esta exigencia proviene de la responsabilidad que Dios asigna al ser humano en materia del cuidado de su Creación. El ser humano se convierte así en agente de redención y de transformación social. Se trata de que asumamos la tarea de modificar las “estructuras de pecado” que provocan discriminación o muerte prematura para otros seres humanos. Ello sólo es posible si volvemos a mirar el mundo social como un ente creado por un Dios amoroso – un mundo llamado a ser regulado por la justicia y la solidaridad – y dejamos de observarlo como un complejo mecanismo abstracto que administra intereses privados en conflicto.
Ello me devuelve al tema de la encarnación. Si existe un espíritu común que anima a los autores de este libro – compañeros de una comunidad viva, al fin y al cabo – es el que vindica el esfuerzo por el Reino. Sin el cuidado concreto de la dignidad del otro, tal Reino constituye una ficción; un deseo sublime, pero distante. El compromiso con el otro hace posible que el Reino de Dios no esté allá ni acá, sino – como señala el Evangelio - en medio de nosotros.
*Fragmento de la presentación del libro A más universal más divino).
[1] Cruzado, Miguel, Juan Dejo, José Luis Gordillo, Rafael Fernández Hart y José Piedra A más universal más divino. Misión e Inclusión en la Iglesia de hoy Lima, UARM 2008 (en adelante MUMD).
[2] MUMD p. 27.
[3] MUMD p. 35.
[4] MUMD p. 47.
[5] MUMD p. 154.
[6] Ibid.
[7] MUMD p. 161.
[1] Cruzado, Miguel, Juan Dejo, José Luis Gordillo, Rafael Fernández Hart y José Piedra A más universal más divino. Misión e Inclusión en la Iglesia de hoy Lima, UARM 2008 (en adelante MUMD).
[2] MUMD p. 27.
[3] MUMD p. 35.
[4] MUMD p. 47.
[5] MUMD p. 154.
[6] Ibid.
[7] MUMD p. 161.
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