sábado, 24 de noviembre de 2007

EL GOBIERNO DE GARCÍA Y LA MAFIA


FAVORECIENDO AL EXTRADITADO


Gonzalo Gamio Gehri


El día de hoy, diarios independientes como La República y Perú 21 han destacado una noticia en realidad perturbadora: el poder ejecutivo ha remitido al Congreso de la República un proyecto de ley que busca la "simplificación del juicio oral". El proyecto lleva el sello urgente y pretende modificar los artículos 243 y 256 del Código de Procedimientos Penales. El objetivo es dar facilidades al procesado Alberto Fujimori - el sombrío dictador de los noventas -, permitiéndole que no se confronte con Vladimiro Montesinos y Nicolás de Bari Hermoza. El extraditado ha pretendido arguir que desconocía las actividades ilícitas de su asesor (una teoría probadamente falsa); no tener que declarar en presencia suya le ahorraría las dificultades psicológicas y somáticas - además de dialécticas - que supondrían para él sostener esa versión. Todos sabemos que Fujimori y Montesinos son hermanos siameses, unidos por un amplio bolsillo y un siniestro corazón. Empero, se hace necesario que los especialistas en el campo del Derecho, los activistas en Derechos Humanos y los peruanos en general denunciemos esta estrategia y no guardemos silencio frente a este proyecto diseñado a la medida de las expectativas de la mafia

Esta acelerada maniobra converge perfectamente con las recientes declaraciones de García en favor de la excarcelación de Moisés Wolfenson - en exclusiva para La Razón, diario que ha servido y sirve a los intereses del fujimontesinismo -, sus encendidas declaraciones sobre el presunto "rebrote" del terrorismo - un gesto que intenta soslayar la ineptitud y la irresponsabilidad con que su gobierno y su ministro del interior afrontan el fortalecimiento del narcotráfico en el país, pues de eso se trata -, destacando un antiguo y engañoso caballito de batalla de la conjura dinástica de los Fujimori y cía. Frente a todo este comportamiento, la iniciativa de Alianza para el futuro dirigida a buscar la interpelación del premier Del Castillo aparece como una morisqueta distractora de un mago torpe. La discreta lucidez y los agarrotados reflejos políticos de los fujimoristas se hace evidente, pero también se hace manifiesto que - como Nelson Manrique ha señalado - la alianza entre apristas y fujimoristas no ha sufrido mella alguna (de lo que casi nadie habla hasta ahora es que Sousa - el abogado del procesado ex dictador - preside la comisión parlamentaria de reforma del código procesal penal). La presencia de los dos vicepresidentes, de Kouri y Rey, los jerárcas conservadores de la Iglesia en el entorno presidencial apuntó desde el principio en la dirección de una inobjetable proximidad con el régimen de Fujimori.

Con estas actitudes, Alan García nos hace ver cuán partidario de la impunidad realmente es. No sorprende de un político que buscó el beneficio de la prescripción para rehuir de la acción de la justicia. Creo que el futuro de este asunto se ve bastante claro: el gobierno de García está tratando - por debajo de la mesa - de beneficiar al ex dictador; es posible que intente influir en su favor en las instancias superiores, con el fin de asegurar su impunidad. Estos sí sin caimanes del mismo pantano. Curiosa manera de pretender "pasar a la historia". La ciudadanía tiene ahora la palabra.




Gracias, Carlín, por la caricatura.


martes, 20 de noviembre de 2007

ALAN GARCÍA Y SU CURIOSO SENTIDO DE LA LEGALIDAD


Gonzalo Gamio Gehri


En el último post de su magnífico blog – “Alan Fujimori Fujimori” en Desde el tercer piso -, José A. Godoy discute lúcidamente la clara vocación por la impunidad (sobre todo en materia de Derechos Humanos) que cultiva nuestro Presidente de la República. Es cierto que no deberíamos esperar otra cosa de quien se acogió a la prescripción de los presuntos delitos de corrupción que eran materia de acusación en su contra; tampoco podría esperarse otra cosa de quien ha elegido como aliado electoral a un invitado frecuente a la salita del SIN, ha convocado como sus Vicepresidentes a fujimoristas convictos y confesos, o ha formado su gabinete con sonoros apologetas de la impunidad y de las leyes de amnistía.

García ha concedido una entrevista al diario La Razón – en más de una ocasión el órgano de prensa de Montesinos – en la que se ha pronunciado a favor de la liberación de Moisés Wolfenson (quien colaboró con Montesinos brindándole titulares hasta en tiempos de su proceso) y ha defendido la fórmula “un día en la cárcel = un día en prisión domiciliaria”, penosa iniciativa frustrada del ex legislador Kuennen Franceza, de Unidad Nacional (otro devoto del fujimorismo). Esta iniciativa se reveló ya como un gigantesco despropósito al servicio de los prontuariados de cuello y corbata. Curioso sentido de la legalidad de nuestro presidente, que opina a sabiendas de que sus palabras podrían tener un (ilegítimo) eco en otros fueros del Estado. Cuando uno se topa con esta clase de declaraciones presidenciales se pregunta si existe una genuina voluntad política que permita que Fujimori pueda ser finalmente condenado – como apuntan todo los indicios y pruebas en materia de justicia – en los tribunales. O si el poder ejecutivo (tan empático con el ex dictador, rodeado como está de sus simpatizantes) terminará presionando para garantizar la impunidad del procesado. ¿Qué primará en García, la “solidaridad” con el fujimontesinismo y el cálculo político? ¿O su evidente obsesión por “pasar a la historia” con alguna decencia?

Asimismo, el mandatario ha señalado que publicará la lista de los 1800 “terroristas liberados e indultados” - "para que vea quién es su vecino", según la corrosiva declaración presidencial - suponiendo que estos realizan acciones subversivas en el VRAE. El tema es complejo y delicado, pero, en principio, medidas como esta – que hay que discutir exhaustivamente (pues tal y como se plantean pueden ser lesivas de los Derechos Fundamentales) – no corresponden a la Presidencia de la República, sino a la Policía Nacional y particularmente al Poder Judicial. Constituye un sórdido mito la idea de que se han “liberando terroristas” en los años de la recuperación de la democracia, una “leyenda urbana” que han aderezado gente interesada en beneficiarse políticamente con el tema como Martha Chávez, Giampietri, y diarios fujimoristas como Expreso y por supuesto La Razón. Recordemos que los primeros excarcelados fueron personas injustamente inculpadas por terrorismo en los años del fujimorato, merced al trabajo de una Comisión ad hoc dirigida por el P. Hubert Lanssiers – de intachable probidad y prestigio – y aprobada por el propio Fujimori (eso no lo mencionan Chávez, Giampietri, y Raffo, como es de esperar). El propio régimen autoritario reconoció que el endurecimiento de la política en esa materia generó muchísimas injusticias y abusos. La Comisión siguió trabajando con la misma transparencia y eficiencia. Mucha gente padeció carcelería, perdió a su familia y su trabajo siendo inocente, y sufrió por años el estigma inmerecido de “terrorista” a causa de la irresponsabilidad de las declaraciones del Presidente y de campañas como las que emprende La Razón. La deshonestidad de muchas autoridades y nuestra indiferencia contribuyeron a convertir las vidas de gente inocente en un verdadero infierno (gente que investigó tales casos, como Pilar Coll y quienes trabajaron con Lanssiers pueden dar fe de ello); debemos evitar que estas injusticias se repitan poniendo siempre la ley por delante. En los últimos años ha quedado demostrado que para castigar al terrorismo no se “necesita” romper con el Estado de Derecho, que nos es posible sancionar con todo el peso de la ley – asignando justas penas de cadena perpetua – en el marco de los principios democráticos y en el respeto de la legalidad y el debido proceso.

Esperemos que se investigue y castigue a quienes practican el terror – pues son evidentemente enemigos de la Ley y de la sociedad: ya el Informe Final de la CVR ha señalado que Sendero Luminoso constituye el principal perpetrador de violaciones contra los Derechos Humanos -; pero es preciso exigir que se protejan los derechos constitucionales de quienes - como ha quedado demostrado - jamás tuvieron nada que ver con el crimen. Distinguir a unos de otros corresponde a una seria y rigurosa investigación policial y legal. Debemos evitar incurrir en la arbitrariedad y el discurso fácil y efectista, en nombre de la dignidad de esos ciudadanos injustamente vejados y por la memoria de un hombre ejemplar como Hubert Lanssiers.
(La caricatura es de Carlín).

miércoles, 14 de noviembre de 2007

JOHN LOCKE: JUSTICIA Y CONTRATO



Gonzalo Gamio Gehri


El contractualismo - en tanto una forma posible de sostener procedimentalmente la política liberal - surge como una teoría social concebido como una respuesta a la situación de extrema violencia provocada por las guerras de religión (la guerra de los Treinta Años en el continente europeo, la Revolunción de Cromwell en Inglaterra), guerras que enfrentaban a diferentes grupos sociales por cuestiones de fe, consideraciones que tenían graves consecuencias políticas. Si lo que estaba en juego era la salvación del alma – concebida como el summum bonum – en tiempos turbulentos e intolerantes como aquellos, la posibilidad de una muerte violenta les parecía una solución posible. Las discrepancias doctrinales motivadas por el proceso de Reforma y Contrarreforma pasaron rápidamente del púlpito y las facultades de teología hacia los campos de batalla, generando situaciones de anarquía y caos social.

Podemos caer en la cuenta que, al menos en principio, la situación de violencia estaba motivada por un desacuerdo profundo acerca de la vida buena. Lo que divide a los hombres, y, en este caso, los empuja hacia la violencia, es un desacuerdo profundo sobre las condiciones esenciales de la salvación. No podemos hablar aquí de la existencia de un ethos compartido, ni de la vigencia de los lazos propios de la amistad cívica. El ethos se ha quebrado, ya no podemos comprender la búsqueda del bien en términos de un propósito común o del ejercicio de una forma colectiva de vida. Hobbes y luego Locke reconocieron ante esta situación crítica la necesidad de encontrar una solución fuera de los márgenes del problema del bien. Necesitaban un criterio universal normativo, neutral respecto del tema de los fines o del sentido de la vida, que pudiese garantizar la coexistencia pacífica de individuos que suscribiesen creencias rivales sobre ética y religión[1].

La justicia deja así de concebirse como una virtud – que en el esquema aristotélico era inseparable del concepto de eudaimonía – para referirse al conjunto de principios universales que regularían la vida pública y el derecho, principios que debían ser postulados desde un sistema objetivo de fundamentación. Se busca un conjunto de principios universales que todo individuo racional pudiese entender como obligatorio y vinculante, vale decir, que los agentes puedan concebir como un límite para su acción, prescindiendo de cualquier referencia a sus credos religiosos o morales. Los asuntos relativos al sentido de la vida pasan a formar parte de la esfera privada de las personas. Como dice Locke al respecto: “todo poder, derecho y dominio civil está limitado y restringido al sólo cuidado de promover (los intereses civiles) y no puede ni debe (...) extenderse hasta la salvación de las almas”[2] . Si los asuntos ético – religiosos son concebidos como no públicos, entonces es posible denunciar la guerra religiosa como una evidente transgresión de la libertad de las personas.

El objetivo fundamental de esta perspectiva es el de asegurar la estabilidad del Estado y las leyes, y desde esa estabilidad, garantizar la supervivencia de los individuos, su acceso al bienestar y a la libertad, entendida en términos de la posibilidad de diseñar el proyecto de vida sin ninguna interferencia externa. “el papel de las leyes no es cuidar de la verdad de las opiniones”, indica Locke, “sino de la seguridad del Estado, de los bienes y de la persona de cada hombre en particular. Así debe ser[3]. El tema de la ‘verdad’ de las creencias apela solamente a la conciencia de los individuos, o en todo caso a círculos pequeños, familias o parroquias. Locke fue uno de los gestores modernos de la libertad religiosa y de la separación entre la Iglesia y el Estado, en vista a que tal separación no sólo incrementaría la libertad de los individuos, sino que también despojaría de legitimidad de cualquier gobierno que pretendiese perseguir a algún grupo humano por causa de su fe.

Si las cuestiones que versan sobre los téle descansan ahora en el ámbito privado ¿De qué bienes se ocupa el Estado? El ejercicio y la adquisición de las virtudes ya no compete al ‘cuerpo político’; la virtud se vuelve un asunto de “recta conciencia”. El Estado buscará más bien garantizar para los individuos la posibilidad de acceso a lo que Aristóteles llamaba “bienes exteriores” entre los que figuran – siguiendo la lista elaborada por Locke – “la vida, la libertad, la salud, el descanso del cuerpo y la posesión de cosas externas, tales como dinero, tierras, casas, muebles y otras semejantes”[4]. De este modo, la intelección y aplicación de la justicia distributiva se convierte en una de las actividades fundamentales en la comprensión moderna de lo público.

¿Cómo precisar los principios de la justicia? El fundamento del orden público no puede ser alguna forma de ethos, sino la voluntad universal, la elección de los individuos racionales. Por eso Locke y sus discípulos encontraron en la hipótesis del contrato entre individuos libres e iguales la fuente teórica de la sociedad. El esclarecimiento de las libertades subjetivas, la supervivencia y la propiedad tiene desde entonces su origen en este procedimiento. En el pensamiento de Hobbes y Locke, el contrato marca el paso de un estado natural a un estado de convivencia social basado en el sometimiento a una ley que es fruto del consentimiento de las ‘partes’, a las que se asignan derechos y el acceso a determinados bienes y recursos . No obstante, para estos autores la vida social no es una condición natural o un estado de cosas deseable para los agentes; ellos consideran que la asociación es una especie de mal necesario, la única forma de protegerse eficazmente de la violencia o la incertidumbre propia del estado natural. El asociarse puede ser una operación engorrosa y difícil, que supone una cierta pérdida de libertad, pero constituye una operación justificable en tanto implica una ganancia en materia de la consecución de seguridad física y económica. En palabras del propio Locke, es el temor a la “depravación de la humanidad” – la rapiña y la violencia – lo que “obliga a los hombres a entrar en sociedad unos con otros, a fin de asegurarse unos a otros, mediante la asistencia mutua, sus propiedades”[5].

Es preciso señalar – para que el contraste con la ética de Aristóteles sea más claro – que, en el esquema hipotético del contrato social, los vínculos entre el individuo y la estructura de la sociedad “recién fundada” son estrictamente instrumentales. El anhelo de seguridad, a fin de superar los peligros e inconvenientes que imperan en el estado de naturaleza, es el principal móvil que lleva a las ‘partes’ del contrato a suscribir el pacto social. El enfoque aristotélico, centrado en la lealtad hacia un ethos (y en la capacidad de considerarlo críticamente), no tiene lugar aquí; el individuo encarnado en alguna comunidad cultural no integra las ‘partes’ del pacto. En la configuración del contracto, los individuos sólo actúan desde el esquema del deseo de supervivencia y el anhelo de satisfacción de las necesidades naturales. Es desde ellas que razonan en términos de medios y fines (o en términos de un cálculo entre costos y beneficios, si queremos recurrir a una lectura más contemporánea). Una vez celebrado el contrato, el individuo respetará la ley por miedo al castigo que impondrá el soberano, único administrador de la violencia.

Como resultado del pacto, el individuo des-cubre sus derechos fundamentales, entendidos como espacios de inmunidad orientados al diseño de los planes de vida, espacios que el Estado está obligado a defender. Fundamentalmente, los Derechos universales son tres: el derecho a la vida, el derecho a la libertad, y el derecho a la posesión de bienes y recursos materiales. Nótese que estos derechos son concebidos desde el modelo del derecho a la propiedad – por ello la postura de Locke ha sido frecuentemente denominada individualismo posesivo -. Tengo derecho a la vida, puesto que soy dueño de mi cuerpo, y nadie puede disponer de él por la fuerza. Tengo derecho a la libertad, porque soy dueño (y eo ipso, único responsable) de mis creencias y valores, de modo que no puedo ser víctima de persecución o discriminación por causa de mis convicciones. Tengo derecho a la libre posesión de aquellos bienes económicos que haya adquirido libremente. Locke, añade un cuarto derecho, el derecho a la desobediencia civil, cuya formulación inaugura la historia del liberalismo político. El soberano hace uso de la violencia para hacer cumplir la ley, pero en ningún caso puede situarse por encima de la ley. Si transgrede la ley – o no cumple con su deber de protegerla, merced a una de las cláusulas del contrato – los ciudadanos pueden legítimamente desconocer su autoridad y desobedecerlo.



NOTAS.-

[1] Un estudio histórico – esquemático pero útil – acerca de la relación entre el liberalismo y la lucha por la tolerancia religiosa entre la época de Cromwell y la Revolución Gloriosa de 1688 (escenarios en los que vieron la luz las propuestas de Hobbes y Locke, así como las distancias de este último respecto de la obra de aquel), puede encontrarse en Merquior, José G. Liberalismo viejo y nuevo México FCE 1997 caps. I – II.
[2] Véase Locke, John Carta sobre la tolerancia Instituto de Estudios Políticos Caracas, 1966 p. 61.
[3] Ibid., p. 109 (las cursivas son mías).
[4]Ibid.,. pp. 61-62.
[5]Ibid.,. p. 112 (las cursivas son mías).

martes, 13 de noviembre de 2007

MUCHO MÁS QUE UN LÍO JUDICIAL


NUEVAS REFLEXIONES SOBRE EL CASO DE LA PUCP




Gonzalo Gamio Gehri


La semana pasada, un importante grupo de intelectuales representativos del país – entre los que se cuentan Mario Vargas Llosa, María Rowstoroski y otros – firmaron un pronunciamiento a favor de los principios de tolerancia y libertad de pensamiento que ha observado la Pontificia Universidad Católica del Perú desde su fundación. La declaración constituye un gesto a favor de la Universidad en momentos en que la autoridad eclesiástica limeña y su representante buscan – por todos los medios, en contraste con el respeto de sus predecesores por la autonomía universitaria – intervenir en los asuntos de la PUCP, particularmente en la administración de sus bienes y en la definición de la línea académica de la institución. Estos distinguidos intelectuales y artistas respaldad a la PUCP cuando se pone en juego toda la maquinaria de cierta jerarquía católica - sumada a la del poder político en el gobierno – para dañar a una de las instituciones académicas más importantes del país. A buen entendedor, pocas palabras. Hace tres días, las autoridades, representantes estudiantiles y profesores nombrados de la PUCP han suscrito un documento similar.

En las últimas semanas, se ha revelado que el Poder judicial ha desestimado – en una primera instancia – la acción de amparo interpuesta por la PUCP contra las pretensiones del señor Muñoz Cho, representante del Arzobispado de Lima, de tener ingerencia en los asuntos internos de la Universidad. Es cierto que en materia de acciones de amparo el Poder judicial no se pronuncia sobre cuestiones de fondo sino de forma, pero es una mala señal. El diario Perú 21 ha mostrado la cantidad de presiones que el juez de la causa ha recibido de parte del bando que representa los intereses arzobispales. Es que, si bien la autoridad eclesiástica no tiene la ley de su lado, sí tiene al poder político de su parte. Tiene entre sus aliados a los dos vicepresidentes - reconocidos fujimoristas -, un ministro en funciones (cuya trayectoria "política" ya es conocida), y evidentemente, al propio Presidente de la República y al partido de gobierno casi en su totalidad (que tiene, como se sabe, una gran influencia en el Poder judicial y entre los nuevos integrantes del Tribunal Constitucional). En fin, hay veinte mil razones diversas que explican este desconcertante y lamentable resultado inicial, completamente contrario a la justicia. El aspirante a interventor en jefe sabe que sólo tendrá la oportunidad de capturar la PUCP bajo un gobierno de escasas credenciales en materia de democracia y moral pública, como el fujimorato en los noventa o la actual administración García, por eso mueve sus piezas de ajedrez con tanta celeridad. Es que, si algo ha “aprendido” García es a aliarse con los ‘poderes fácticos’ del país: los grandes empresarios, el capital internacional, los jerarcas eclesiásticos, la “clase política” conservadora, los dueños de los medios de comunicación. Uno lee El síndrome del perro del hortelano y reconoce inmediatamente a qué intereses sirve García. Uno escucha su encendido discurso religioso – político y distingue que sector eclesiástico frecuenta ¡Qué lejos de la prédica secularizadora del joven Haya en los tiempos de la dictadura de Leguía!
Junto a estos actores, hay que contar a cierta prensa autoritaria (Expreso, Correo, La Razón), que se ha sumado a esta suerte de sombría cruzada contra la autonomía universitaria. Estos órganos de prensa conservadora han hecho suya esta campaña - no sabemos si actuando en concierto o no -, incluyendo artículos o notas pequeñas ("sin confirmar") en las que se dedican a mostrar una versión de la historia, a distorsionar los hechos o a atacar directamente a las personas. Particularmente se esfuerzan por retratar falsamente a la PUCP como una institución "izquierdista" que supuestamente "adoctrina" a sus estudiantes en la "ideología derechohumanista". No obstante, la mala fe y la mentira cultivada por estas "empresas de la comunicación" es manifiesta: ni siquiera ellos pueden ocultar el hecho de que en la PUCP se cultiva el pluralismo: en ella encontramos profesores liberales, socialdemócratas, izquierdistas, del Opus Dei, ex candidatos humalistas, apristas, católicos, judíos, agnósticos, etc., todos interactuando en un clima de cordialidad y cooperación, lo cual constituye un signo inequívoco de tolerancia y apertura intelectual en la comunidad universitaria de la Católica. Es que las credenciales que permiten el acceso a la PUCP son los de la excelencia académica y la honestidad intelectual, y no el carnet o la línea ideológica o religiosa (que es lo que pretenden imponer quienes suspiran por controlar la Universidad desde una ideología ultramontana, como ocurre en algunos centros de educación "superior" dedicados a la "formación teológica" que regentan hoy con "mano de hierro" y manuales de Navarra en lugar de bibliografía académica). Sin embargo, la parte contraria a la PUCP ha llegado a colgar en su Página Web institucional - hasta hace poco tiempo - una serie de notas agraviantes contra la Universidad procedentes precisamente de esa prensa amarillista. Qué triste, realmente. Se supone que la institución episcopal está para promover la caridad y para dar testimonio del Evangelio, no para avalar ni para celebrar estrategias mediáticas moralmente cuestionables.

Pero los analistas más agudos y radicales van más allá. Señalan que a los intereses del conservadurismo católico, el gobierno, los sectores políticos anti-ONG y anti-CVR se les suma los intereses de otra universidad privada – hoy poderosamente vinculada al gobierno central en diferentes niveles -, que cosecharía en grande la violenta conversión de la PUCP en un gran colegio católico pre-concilio Vaticano II, como sucedería con un hipotético (e inadmisible) control cardenalicio sobre la PUCP. La universidad privada señalada cuenta hoy con una poderosa infraestructura, con un importante capital (¿De dónde proviene tanta bonanza?), con una influencia de privilegio en las “grandes esferas”, pero los bienes de la excelencia académica todavía les son relativamente esquivos. Una eventual 'expulsión' de los profesores más libres y notables ante una imaginaria incursión ultraconservadora sobre la PUCP le favorecería en ese sentido ¿Se equivocan estos analistas más radicales? Quizá no.

Lo he dicho muchas veces. En mi opinión – y no hago otra cosa en este breve texto que volcar mi opinión, ese es es sentido de un blog, exponer mi punto de vista personal sin cortapisas y con los argumentos correspondientes – estas escaramuzas contra la PUCP no representan otra cosa que un intento por demoler una parte importante de lo que queda del pensamiento pluralista y progresista en nuestro país. Para los grupos más conservadores - aquellos que recusan lo que llaman "hodiernidad" y su cultura de la libertad y del cuidado de la diversidad - las distinciones conceptuales e ideológicas son lo de menos: la distinción entre humanistas, ecologistas, socialistas o liberales les da igual, todos los que defiendan los Derechos Humanos, la libertad de conciencia y las políticas de diferencia son "rojos" (véase sus juicios gruesos y caricaturescos sobre las ONG o sobre la CVR en sus propios blogs). Su intolerancia no conoce matices. Ellos pretenden desmantelar una institución que cultiva el respeto por la pluralidad y defiende la democracia y los Derechos Humanos contra cualquier sombra autoritaria. Perder la PUCP sería una verdadera tragedia para el Perú. En tiempos en los que las evaluaciones educativas internacionales ponen al Perú a la cola del mundo, promover ilegítimamente desde esta curiosa e inaceptable alianza entre cierto poder eclesiástico y los poderes fácticos la extinción de la voz de una universidad de probada excelencia académica, reconocida mundialmente, constituye un acto perverso contra la vida de la ciencia y el pensamiento crítico en nuestro país. Este es más que un lío judicial. Se trata de un problema político y de libertad de pensamiento.

Pero ello jamás sucederá, jamás. Que sepan los aspirantes a "interventores" que los estudiantes, docentes y profesionales de diversas generaciones que amamos la PUCP no vamos a contemplar cómo destruyen una institución tan importante sin denunciar ante la ciudadanía sus componendas bajo la mesa y sus colusiones con el poder. Creo que es hora de salir a los espacios de opinión pública a denunciar lo que está pasando, señalando las presiones y los intereses que están en juego. Dirigirnos a la sociedad civil para que la ciudadanía esté alerta, y no permita este atropello contra el derecho y contra las libertades más básicas.

lunes, 12 de noviembre de 2007

SOLIDARIDAD CON JUAN CARLOS I Y CON ZAPATERO


CALLAR A CHÁVEZ


Gonzalo Gamio Gehri


Hace muy pocos días - en el contexto de la Cumbre Iberoamericana - tuvo lugar un incidente entre el Rey de España, Juan Carlos I, y el presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Ante las reiteradas alusiones al ex presidente español José María Aznar - al que calificó de "fascista" - el presidente actual, José Luis Rodríguez Zapatero, en uso de la palabra, exigió respeto para un presidente con el que se podía discrepar en materia ideológica y de gestión gubernamental, pero que había sido elegido por los ciudadanos, y de una forma irreprochable. Chávez interrumpió una y otra vez a Zapatero, quién no abandonó una actitud tolerante, a pesar de la prepotencia del venezolano. Zapatero invocó a seguir las reglas de juego del diálogo, evitando descalificar al otro. Irritado ante las recurrentes interrupciones de Chávez, Don Juan Carlos le confrontó: ¿Por Qué no te callas? (no me parece casual la formulación en términos de una pregunta).

El incidente se ha convertido en una telenovela venezolana, merced a las declaraciones ulteriores de Chávez y a las del presidente de Nicaragua, Daniel Ortega. No ha faltado la vana verborrea que alude al "antimperalismo" de otros tiempos. Algunos analistas desorientados han visto aquí una suerte de encuentro criollo entre la monarquía y la república. Otros han evocado las fivolidades de la aristocracia española, cubiertas por revistas del corazón como ¡Hola! . Creo que a estos intérpretes del incidente les inspira la ignorancia frente a la historia española reciente, cuando no la mala fe. Juan Carlos I no es un monarca frívolo ni ajeno a los principios democráticos. Cuando la revuelta de un sector del ejército español se sublevó en 1981, intentó tomar el Parlamento y reanudar el autoritarismo del nefasto régimen de Franco, el Rey se opuso a esta aventura, y se dirigió a los españoles para condenarla y para respaldar la democracia vigente. Esta actitud la recuerdan los ciudadanos hoy, y la celebran.

Chávez está en las antípodas de este gesto. Es originalmente un militar golpista, y su vocación republicana está en entredicho. Está a punto de modificar la constitución para convertirse en una especie de gobernante vitalicio. Ejerce la influencia política y el poder económico que generan sus petrodólares para crear candidaturas "bolivarianas" en otros países y tener impacto en la vida de sus instituciones. Ya sabemos que sus múltiples escaramuzas con Bush ("¡Aquí huele a azufre!", y otras) encubren realmente los buenos negocios que tienen juntos Venezuela y EEUU en temas de petróleo. La prepotencia de Chávez es proverbial, y son célebres sus desencuentros con otros jefes de Estado. No aprecia las reglas del diálogo y la crítica. Se le conoce por promover la censura periodística, y condena cada cierto tiempo a los venezolanos a ver por cinco horas seguidas y en red su Aló presidente o apagar el televisor. Si uno se pregunta ¿Cuál de estos dos personajes son realmente democráticos? A juzgar por la trayectoria de ambos, no me cabe duda que es Don Juan Carlos, y aplaudo su gesto: había que callar a ese político intolerante, que no respeta ni a quien tiene uso de la palabra. No olvidemos que Zapatero estaba invocando la observancia de las reglas del diálogo cívico, y el cultivo del respeto a los mandatarios y ex mandatarios de los países que reune la Cumbre.
No seré yo quien defienda la gestión de Aznar. Estuve en España durante la parte final de su gestión, y me consta su cuestionado apoyo a la política bélica de Bush, su controvertidas medidas contra la inmigración latinoamericana, así como la actitud soberbia de los miembros del Partido Popular en los debates parlamentarios. No obstante, considero que guardar las formas democráticas es lo que separa la civilización de la barbarie, la libertad de la autocracia. En materia de democracia, las 'formas' no son meramente epidérmicas, son parte esencial del contenido. La actitud de Zapatero y del Rey me parece digno de aplauso. Ya era hora de decirle a Chávez que en las cumbres internacionales no puede hacer lo mismo que en sus programas televisivos semanales.

jueves, 8 de noviembre de 2007

EL LECHO DE PROCUSTES


LA CONEXIÓN CONCEPTUAL ENTRE JUSTICIA Y VIDA BUENA



Gonzalo Gamio Gehri


Consideremos la argumentación genérica de las teorías contractualistas de la justicia y la sociedad, presentes, por ejemplo, en la Teoría de la justicia de Rawls o en los textos de Dworkin. Todas ellas asumen la hipótesis teórica de un imaginario pacto universal que daría origen a la vida social, bajo el supuesto de un estado de cosas anterior, en el cual los individuos viven en una situación de igualdad y libertad, sin el amparo y las restricciones que provienen de la ley. Como hemos visto, el estado natural – o la posición original – son presuposiciones conceptuales de índole contrafáctica, no constataciones de corte antropológico. Justamente su carácter ideal pretende darle fuerza normativa a la teoría.

El resultado – si nos guiamos por la propuesta del primer Rawls – más que ingresar a cierto tipo de sociedad, es determinar en condiciones de equidad los principios deontológicos que la regularían en el futuro (si es que no la regulan de facto[1]). Se trata de principios que cada una de las partes elegirían en una situación de absoluta neutralidad, vale decir, si ninguno de sus intereses sustantivos y empíricos se pone en juego en el momento de la elección. Hemos visto cómo, en esta línea de reflexión, la hipótesis del recurso al velo de la ignorancia como mecanismo de eliminación de lo particular (tanto lo ético – cultural como lo socioeconómico e incluso lo “natural”) constituye una estrategia ineludible para preservar la “pureza racional” de la teoría. En esta situación de absoluta imparcialidad, el yo debe ser concebido como ontológicamente anterior e independiente de sus fines, fundamentalmente en lo que se refiere a sus concepciones de la vida buena. Esto constituye el precio de la ‘objetividad’.

No pocos autores – desde Hegel y Tocqueville en adelante – han llamado la atención acerca las debilidades conceptuales subyacentes al individualismo metodológico que han suscrito las diferentes teorías del contrato desde el siglo XVII hasta hoy. Ellas suponen la existencia (al menos teórica) de un individuo desarraigado, carente de raíces históricas y sociales, despojado de cualquier atributo cultural o sexual; un sujeto que se define como un elector racional merced a su capacidad de calcular intereses, costos y beneficios. Es un “yo sin trabas”, un sopesador libre de oportunidades y alternativas, que no ve su elección como constreñida por fines o lazos “exteriores”, heterónomos. No importa qué elija, lo que es relevante desde la perspectiva práctica es su capacidad de elegir.

Este sujeto desarraigado es el protagonista de los desarrollos más radicales de la filosofía moderna, desde las reflexiones metafísicas y cosmológicas de Descartes hasta las propuestas del liberalismo procedimental en Locke y Kant. Recordemos que ya en 1817 había señalado Hegel cuán célebre se había tornado la proyección del atomismo desarrollado en la investigación científico-natural hacia la filosofía moral y política. En efecto, en el § 98 de la Enciclopedia afirma el filósofo de Stuttgart que “en los tiempos modernos, el modo de ser atomístico se ha hecho más importante en el campo político que en el físico. Según este modo de ver, el principio del Estado es la voluntad de los singulares en cuanto tales, lo que atrae [a las voluntades] es la particularidad de las necesidades o las inclinaciones, mientras lo universal, el Estado mismo, es la relación extrínseca del contrato."[2]

El contrato aparece como el acto fundacional de la puesta en marcha de la racionalidad práctica de una sociedad justa y bien ordenada. Bajo el supuesto del pacto social – un acuerdo no distorsionado entre individuos independientes e iguales, que deciden autónomamente en materia de reglas para la convivencia y la asignación de libertades subjetivas y bienes primarios - los principios de la justicia logran su justificación última. Desde este punto de vista, una investigación empírica sobre el origen de los consensos acerca de la justicia no podría garantizar su absoluta imparcialidad y validez. De todos modos, es preciso recordar que la clase de contratos que tienen lugar en el seno de las sociedades concretas no reproducen sin más los esquemas teóricos de la suposición ideal configurada en la posición original. En El liberalismo y los límites de la justicia, Michael Sandel denuncia con agudeza el alto grado de abstracción de las transacciones y los sujetos en la teoría de Rawls.





“De la misma manera en que el “yo” es anterior a los fines que
afirma, el contrato es anterior a los principios que genera. Por supuesto,
no cualquier contrato es anterior a los principios de justicia; como hemos
visto, los contratos reales no pueden justificarse precisamente porque están
típicamente situados en las prácticas y convenciones que la justicia debe
evaluar. De forma similar, las personas reales, habitualmente concebidas como
“llenas (…) de rasgos particulares” no son estrictamente anteriores con respecto
a sus fines, sino que están rodeadas y condicionadas por los valores, intereses
y deseos de entre los cuales el “yo” “soberano”, en tanto sujeto de la posesión,
tomará sus propósitos.”
[3]

En la óptica de Sandel, la Teoría de la justicia de Rawls ha construido una abstracción sobre la base de las prácticas reales de negociación en torno a intereses individuales, prácticas presentes en la construcción de los contratos reales, en la esfera de las transacciones vinculadas al comercio y la propiedad. En esta dirección, Hegel ha argumentado con lucidez que el modelo del contrato constituye un eje de lectura plausible para los acuerdos basados en la ponderación de los intereses económicos privados y el arbitrio individual[4]. Fuera de los márgenes del llamado “derecho abstracto”, el contrato resulta insuficiente para explorar formas de interacción humana en donde no sólo están en juego los bienes instrumentales del individuo o bienes convergentes: aquellas formas de vínculo en donde alguna noción de propósito común tiene lugar, por ejemplo, en la vida privada la familia (recordemos la ácida crítica hegeliana a la interpretación contractualista del matrimonio en el pensamiento de Kant[5]), y por supuesto en las formas de actividad política fundada en la pertenencia crítica a las instituciones que vertebran la comunidad política[6]: fuera del mercado y los tribunales penales, el enfoque contractual fracasa como explicación de las asuntos humanos. El derecho abstracto constituye una comprensión unilateral frente a las relaciones concretas que constituyen la eticidad. En esta perspectiva, tendremos que encontrar recursos conceptuales más finos que el propio esquema conceptual para enfrentar nuestras prácticas sociales y políticas y las reglas de justicia encarnadas en ellas.

Pero el contractualismo ha construido una ‘teoría del yo’ atomista y potencialmente corrosiva de los vínculos sociales que precisamente los principios de justicia pretendían esclarecer u orientar críticamente. La suposición del velo de la ignorancia convierte en borrosos los sentimientos de pertenencia mutua a un grupo social o institución, la remisión a un conjunto de prácticas cultural y reflexivamente adquiridas en el curso de una vida, así como la percepción de determinados ideales o propósitos que para los agentes cuentan como téle (las comprensiones de la vida buena). Puesta entre paréntesis esta amplia gama de valoraciones, relaciones y compromisos con los que de facto los agentes concretos se involucran, entonces resulta claro que el único móvil “legítimo” para la elección de los principios y el actuar reglamentado constituye la búsqueda del interés individual. No obstante ¿Nuestro sentido de justicia necesita realmente de este proceso de abstracción? ¿La justicia no pierde demasiado en el abandono de nuestras adhesiones ordinarias y compromisos sustantivos?

Bajo el velo de la ignorancia, sin duda los individuos elegirían los principios abstractos desarrollados por Rawls, u otros semejantes ¿Debemos entonces cubrirnos con él, o debemos profundizar en nuestra condición de agentes vinculados y enraizados en mundos vitales concretos? Michael Walzer ha desarrollado esta reflexión de una manera persuasiva a través de una curiosa imagen. Sostiene que en el caso hipotético de que tuviésemos que elegir las características del lugar donde vivir sin tener memoria de cómo eran los hogares donde vivíamos, probablemente propondríamos algo muy parecido a las habitaciones del Hotel Hilton; en tal situación hipotética los electores desarraigados pretenden configurar algún lugar donde sentirse “como en casa” (seguramente ese es el objetivo máximo de todo buen hotel), de modo que la pertenencia concreta incluso como metáfora marca la pauta valorativa de un consenso ideal en lo concerniente a la sociedad. Walzer señala con razón que las habitaciones de un hotel de cinco estrellas podrían reproducir los estándares deseables para individuos desarraigados mutuamente “extraños” – personas que viajan, que requieren habitaciones provisionales estando fuera del hogar -, pero que para los agentes concretos no hay nada mejor que “estar en casa” [7] .

Los agentes distributivos son agentes históricos concretos, y no “yoes desarraigados” escindidos de sus situaciones mundano – sociales. Los retos incorporados en la agenda de la justicia distributivos están asociados a bienes concretos, a significados sociales concretos, y a políticas distributivas también concretas. El enfoque meramente procedimental impone nuevamente a las formas de justicia a padecer sobre el Lecho de Procustes, simplificando las posibilidades de la distribución justa: si el individuo distributivo no posee atributos sustantivos, los únicos bienes en juego son privados, los únicos criterios deliberativos son instrumentales, los únicos principios distributivos son la igualdad y - en caso de existir desigualdad - las necesidades. La justicia contractualista echa a perder la sutileza del análisis en torno a los bienes sociales y la riqueza de los caminos posibles de la distribución.

El ideal de un ‘principio maestro’ no aprehende la complejidad del problema de la justicia (ya percibida por el propio Aristóteles). Este ideal nos recuerda al legendario actuar de Procustes – llamado Polipemón – quien vivía en el camino de Coridalo, en Ática. Cuenta el mito que Procustes brindaba hospedaje a los viajeros, ofreciéndoles por la noche un lecho mortal, supuestamente de ‘medidas perfectas’: quienes eran demasiado grandes para la cama, perecían mutilados por la parte de las piernas que sobresaliese, quienes resultaban demasiado pequeños para el lecho, eran estirados en un potro hasta ajustarse a su longitud. Esta macabra tortura provocaba el disfrute del malévolo anfitrión. El héroe ateniense Teseo acabó con él al poco tiempo, aplicándole sus propios tormentos, devolviéndole lo que merecía, según el juicio del joven[8]. Este mito representa alegóricamente (para nuestros propios intereses) la dramática hybris en la que incurren aquellos que pretenden imponerle esquemas ciegos y rígidos a la realidad, forzándola a adecuarse a ellos a como dé lugar. Muestra la carencia de lucidez de quienes no toman en consideración la complejidad de la vida práctica. Eso es precisamente lo que piensa Walzer de los dos principios de Rawls. Por ello entiende necesario asumir el punto de vista del agente, en oposición a la perspectiva desarrollada en tercera persona.





“Incluso si favorecieran la imparcialidad, la pregunta que con
mayor probabilidad surgirá en la mente de los miembros de una comunidad política
no es ¿qué escogerían individuos racionales en condiciones universalizantes de
tal o cual tipo? Sino ¿qué escogerían personas como nosotros, ubicadas como
nosotros lo estamos compartiendo una cultura y decididos a seguirla
compartiendo? Esta pregunta fácilmente puede transformarse en: ¿qué
interpretaciones (en realidad) compartimos?”
[9]



Es cierto que algún discípulo de Rawls podría argüir en su favor que la distribución justa que la justicia como imparcialidad busca promover se concentra estrictamente en el fuero político, hogar de la razón pública: en ese caso, seríamos nosotros quienes pretenderíamos aplicar a la teoría de Rawls el Lecho de Procustes, estirando sus coyunturas – originariamente circunscritas a lo político procedimental y estatal – hacia toda la amplia gama de los bienes distributivos. Hay que precisar, no obstante, que esta objeción resulta ser bastante defectuosa en un nivel conceptual, si tomamos en cuenta el estrecho margen del ámbito político en el pensamiento de Rawls (las instituciones y actividades que conciernen al trabajo de los jueces y las autoridades estatales, gubernamentales y legislativas, así como la labor de los candidatos a ocupar estas plazas[10]), en contraste con los “bienes primarios” a ser distribuidos. Está claro, por ejemplo, que la estima social – bien perteneciente al rubro de las formas sociales de autorrespeto – no constituye un bien cuya transacción corresponda al plano restringido de lo político procedimental. La estima social (fuera del caso del respeto debido a la dignidad intrínseca de todas las personas), es un valor cuyas asignaciones nos remiten a la dinámica propia del reconocimiento, que transita diversos escenarios sociales; resulta evidente que esta clase de estima no es distribuida por el Estado, al menos no fundamentalmente por él. Suelen ser aquí los méritos, y no las necesidades y la igualdad, las pautas que priman ordinariamente en la administración de la estima social. Diríase que, acaso de un modo no completamente explícito, la multiplicidad de aristas de la propuesta de Rawls excede la estrechez básica de las fronteras de su limitado concepto de lo político.

El esquema contractualista asimismo caricaturiza sin remedio las conexiones entre lo justo y lo bueno, entre los fueros públicos, propios de la “política” y el “derecho” frente a la “ética”, entendida desde las aspiraciones y prácticas no públicas referidas a la plenitud de la vida. El liberalismo de inspiración procedimental promueve un “modelo normativo” externo a nuestras prácticas públicas, porque pretende examinar en qué medida éstas se fundan en relaciones equitativas y no discriminatorias. La propia pretensión de neutralidad ética, la búsqueda de imparcialidad frente a las concepciones particulares de la vida buena responden al ideal de respeto a la diversidad y a la promoción de la libertad subjetiva frente a la dirección de los proyectos vitales: en ese sentido se trata de pretensiones prácticas guiadas implícitamente por cierta clase de “bienes”. No cabe duda de que en este proceder puede existir cierta miopía conceptual – como veremos en el apartado siguiente, pues no todos nuestros compromisos éticos pueden asignarse al rubro de la esfera privada y al de la ‘elección individual – pero no es difícil constatar hasta qué punto este modo de pensar y de distinguir fueros se inspira en valoraciones puntuales que funcionan como téle.

Nuestros principios distributivos y sistemas legales apuntan a la protección de los derechos individuales; esto tiene sentido porque apuntamos a honrar aquello que consideramos la intrínseca dignidad de la persona humana. Concebimos que los servicios sociales deban garantizar el acceso de los ciudadanos más pobres a la satisfacción de sus necesidades más imperiosas porque consideramos que la solidaridad, la benevolencia y la igualdad de oportunidades deben ser observadas por una sociedad decente. Promovemos la expresión sin coacciones de las creencias y las valoraciones de todos los individuos, precisamente porque apreciamos las libertades intelectuales y de conciencia (y porque condenamos la discriminación y la tolerancia). Dignidad, solidaridad, igualdad, libertad, equidad constituyen “bienes” que una sociedad “justa” reclama como orientadores de su organización y actuación en la historia. Señalar que no constituyen una compleja visión liberal de la vida buena – a la sazón sanamente compatible con el pluralismo – evidencia una cierta falta de claridad reflexiva del liberalismo como civilización respecto a sus propios ‘fundamentos’. Una peculiar teleología ético – política la guía e interpreta: paradójicamente el liberalismo ha renunciado aparentemente a razonar en términos teleológicos para satisfacer ciertos valores que le dan razón de ser como enfoque normativo[11].

Desde luego, estas consideraciones no pretenden eliminar cualquier elemento procedimental en una imagen compleja de la justicia liberal: ellas apuntan solamente a poner de manifiesto el lugar de los bienes en las distinciones que promueve el liberalismo, e incluso inspiran el anhelo de imparcialidad y de pluralismo. De lo que se trata es de mostrar la articulación sustantiva entre el bien y el procedimiento allí en donde se les necesita (por ejemplo, en los asuntos judiciales, o en los procesos políticos de representación en el nivel del propio Estado, etc.). Intentos por justificar el liberalismo a la luz de sus contextos y compromisos éticos – como la propia perspectiva de Walzer – combaten frontalmente la reducción de las prácticas y las valoraciones a los esquemas formales; este realismo hermenéutico constituye el mejor remedio contra la tentación de tender las formas encarnadas de justicia distributiva sobre el letal Lecho de Procustes.

NOTAS.-

[1] En Liberalismo político, Rawls afirma que los principios que ordenan normativamente la estructura básica de la sociedad corresponden a los fundamentos que sostienen las “tradiciones democráticas).
[2] Hegel, G.W.F. Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Madrid: Alianza Universidad 1995, § 98, p. 201.
[3] Sandel, Michael El liberalismo y los límites de la justicia op.cit., p. 154.
[4] Consúltese Hegel, G.W.F. Principios de filosofía del derecho Madrid, EDHASA 1986. §§ 72-81. Véase además Ritter, Joachim “Persona y propiedad” en: Amengual, Gabriel (Ed.) Estudios sobre la Filosofía del derecho de Hegel Madrid, Centro de Estudios Constitucionales 1989 pp. 121-42.
[5] Ibid. § 75, obs.
[6] Ibid. , véase el Agregado al. § 75.
[7] Cfr. Walzer, Michael Interpretación y crítica social Buenos Aires, Nueva Visión p. 20 – 1.
[8] Consúltese sobre Teseo y Procustes Graves, Robert Los mitos griegos Madrid, Alianza 1985 tomo 1 pp. 411 – 2.
[9] Walzer, Michael Esferas de la Justicia op.cit., p. 19.
[10] Véase Rawls, John “Una revisión de la idea de la razón pública” en El derecho de gentes Barcelona, Paidós 2001 p. 158.
[11] Véase los importantes análisis de Charles Taylor a este respecto. Taylor, Charles Fuentes del yo Barcelona, Paidós 1996, capítulo 3, numeral 3.3.
Fragmento del primer ensayo publicado en mi libro Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007).

sábado, 3 de noviembre de 2007

CONSERVADURISMO TEOLÓGICO - POLÍTICO, CULTURA DEMOCRÁTICA Y SECULARIZACIÓN EN EL PERÚ


COMENTARIOS A UN ARTÍCULO DE BALDO KRESALJA


Gonzalo Gamio Gehri

El 25 de octubre último, Baldo Kresalja publicó en La República el artículo “El Señor Morado”, texto en el que defiende con agudeza la necesidad de separar Estado e Iglesia, así como de promover la secularización de la cultura. El texto se inicia con una reflexión adolescente sobre la Procesión del Señor de los Milagros, que ha motivado la indignación de un lector poco acostumbrado a distinguir lo sustancial de lo anecdótico en un escrito periodístico. El tema central es el de la secularización y la construcción de un Estado laico, compatible con la democracia.

Kresalja examina muy bien el modo en el que los políticos usan las expresiones de religiosidad popular – sin ir más lejos, Alan García celebra su alianza de facto con el conservadurismo católico hablando como un “cristiano redimido” (aunque la emprende contra los católicos que cuestionan la conducta de las mineras en el norte del país), y suele vestirse de morado por estas fechas – con la anuencia de las jerarquías. Asoma por allí el viejo conservadurismo teológico de la dioctrina de las dos espadas, herencia medieval (y virreinal también). Hoy en el Perú, quienes llevan la voz cantante en el escenario religioso son quienes rechazan en bloque los desarrollos de la cultura moderna - que consideran la fuente de todos los males - y suspiran por los buenos tiempos de la escolástica y del proyecto teológico-político de la cristiandad. “Mientras tanto”, continúa el autor, “algunos de nuestros teólogos, preocupados por la pobreza física y moral que nos rodea, son perseguidos por desobediencia a unas instrucciones que casi siempre han salido de unas "caras pálidas", tan lejanos de la América indiana como de Dios”. Bien dicho. En algunos casos, el vínculo entre religión y política es celebrado – cuando se trata de recurrir a la teatralidad y a la celebración de lo establecido -; en otros, el vínculo entre religión y política (¡justamente cuando no se trata de “política”, sino de cuestiones de justicia!), es censurado o mirado con irritación.
Parece que la situación depende del signo político que se imprima en la acción. Basta constatar el tipo de “labor pastoral” que se realiza en el Sur Andino – donde se practica una “nueva extirpación de idolatrías” de la mano de sus nuevas autoridades, como ha señalado agudamente Alberto Adrianzén -; se proscribe la celebración de la misa en quechua, se ha despedido a los antiguos sacerdotes y predicadores por “sincréticos”. Se acusa a los antiguos actores pastorales de la zona de “idólatras” y “paganos”. Una zona en la que mucha gente predicó la opción de la Iglesia por el pobre y que valientemente rechazó al terrorismo en nombre de su fe, hoy se ve sumida en un profundo dolor a causa de la intolerancia y la estrechez teológica de unos cuantos.

Pero Kresalja se detiene especialmente en el tema de la necesaria separación – tanto institucional como ética – entre religión y Estado. Que finalmente se consolide un Estado laico. Se trata de una promesa incumplida por la república, que terminó gestionando golpes militares y que ha creado la penosa contradicción conceptual de las “instituciones tutelares”, las Fuerzas Armadas y la Iglesia Católica. Esto ha sido una tenebrosa realidad, contraria a los principios de la democracia y del liberalismo. Contraria asímismo al espíritu del Evangelio – lo digo como católico -, un espíritu que distingue claramente entre lo que es de Dios y lo que es del César. Pero vivimos en un país en el que los presidentes juegan a ser césares (y a veces a ser dioses), y en el que – en ciertos periodos de nuestra historia - la autoridad eclesiástica asume la posición de César (un César que pretende manejar la "agenda de Dios"). Ha sucedido más de una vez.

Nuestros políticos viven de espaldas a la necesidad de la secularización de nuestra cultura cívica; esto se debe en parte a que hemos contado con una izquierda mayoritaramente indiferente frente al tema, y a que nuestra derecha ha sido fundamentalmente autoritaria y antiliberal (moderna sólo para los negocios). Por ello hemos caminado en la pre-modernidad política. Pero esto tendría que acabarse, si es que queremos vivir de una buena vez en una sociedad democrática. He señalado en un ensayo que la relación entre el fuero político y la Fuerza Armada requiere de un “Rubicón simbólico”; lo mismo podemos decir de la frontera entre Iglesia y Estado. Kresalja ha dicho bien que cuando se cosifica ilegítimamente lo espiritual en términos de poder se incurre en alguna forma de idolatría. Sugiere que tendríamos que acabar con rituales de tipo colonial como el Te Deum, y examinar y replantear cómo se imparte el curso de religión en los colegios, para que esta práctica no contravenga los usos de una sociedad democrática pluralista en la que se tolera las diversas creencias (y no creencias). Estas medidas fortalecerían tanto la cultura democrática como la buena salud de la fe de cada ciudadano, liberada de los cantos de sirena del poder. Llevar a cabo medidas como esta supondría afrontar intelectualmente la resistencia de cierto conservadurismo político y cierto tradicionalismo religioso, muy arraigados en nuestra - autodenominada - "clase dirigente". No obstante, sabemos que tanto el ethos democrático como el espíritu del Evangelio tienen una larga experiencia en la crítica intelectual y moral de las tradiciones que se mantienen renuentes al cambio y se declaran contrarias a la libertad.