lunes, 27 de agosto de 2007

CVR: SIGAMOS LUCHANDO POR LA RECUPERACIÓN DE LA MEMORIA


A escasos siete años de la caída del fujimorato y la constitución del gobierno transitorio - y a cuatro años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) – hemos retomado el camino de la “política corriente”[1]. El reciente discurso presidencial, aderezado de cifras y de indicadores de crecimiento económico, ha guardado un increíble silencio respecto de la salud del sistema anticorrupción y las políticas de Derechos Humanos. Los rostros de los políticos, otrora acusados de complicidad con un régimen que promovía la compra de congresistas y empresarios, así como la comisión de delitos de lesa humanidad, desfilan por los sets de radio y televisión, esbozando la mejor de sus sonrisas. Las exigencias de verdad y reparación planteadas por las víctimas de la violencia y la exclusión han dejado de ser una noticia para los medios; ya no son un asunto que pueda ser explotado desde un punto de vista electoral. La autodenominada “clase dirigente” considera estos temas “políticamente incorrectos”, dado que hiere la susceptibilidad de lo que los sociólogos llaman “los poderes fácticos” de la sociedad: las Fuerzas Armadas, los grandes empresarios, cierto sector jerárquico de la Iglesia Católica. Retomar el cauce de la “política corriente” implica asumir el partido del olvido en contra de la exigencia de la memoria. No se trata, sin embargo, del inexorable olvido implícito en la atención al presente. Se trata de un olvido deliberado, que asume una peculiar figura “política”.

La recuperación pública de la memoria constituye una tarea política fundamental, perteneciente a lo que los politólogos llaman procesos de justicia transicional. Este concepto alude a los proyectos de reconstrucción institucional que deciden afrontar las sociedades que han padecido regímenes dictatoriales o períodos de violencia interna. El esclarecimiento de la tragedia vivida, la asignación de responsabilidades a los que perpetraron o avalaron crímenes contra la vida y la libertad, la reparación de las víctimas constituyen condiciones ético – políticas necesarias para la puesta en marcha de una genuina transición democrática. Una sociedad que ha recuperado la vigencia de la legalidad tiene que comprometerse con la tarea de generar las políticas sociales y las reformas institucionales que impidan que las situaciones de conflicto armado o la suspensión del orden constitucional puedan reproducirse. Como puede apreciarse, la política que se plantea en contextos transicionales no es “corriente”, pues introduce la discontinuidad en el curso de la discusión y el diseño de la política pública: plantea la revisión de la historia y promueve la acción judicial sobre los casos en los que se han lesionado tanto los derechos básicos de los ciudadanos como los principios del propio Estado de Derecho.

Es cierto que – como he señalado líneas arriba – la puesta en marcha del proyecto de justicia transicional es una opción que una sociedad asume en la persona de sus ciudadanos y autoridades. No todos los países que han afrontado transiciones democráticas han conformado comisiones de la verdad o han procesado a quienes han delinquido desde el poder. España es el caso más conocido. Transcurridos cuarenta años desde la Guerra Civil y muerto Franco, las fuerzas políticas que acordaron el retorno al régimen constitucional consideraron conveniente no hurgar en el pasado para sancionar los crímenes de guerra. En diversos países de Latinoamérica se han aprobado desde el poder ‘leyes de punto final’ – o incluso medidas de amnistía - que archivaron investigaciones judiciales y dejaron cerradas las fosas comunes. No han faltado autoridades políticas o incluso religiosas que han abogado por “no reabrir viejas heridas”, y dejar las cosas como están. Debo decir que no creo que estas ‘políticas de silencio’ hayan conseguido ahogar el anhelo de memoria que experimentan las víctimas, aquellas que quieren saber qué pasó con sus familiares desaparecidos, aquellos que no encontrarán la paz a menos que sus verdugos puedan ser castigados con todo el peso de la ley. Considero que este anhelo de memoria no sólo está presente en las víctimas de la violencia y la exclusión. Por ejemplo, son tantos los libros y películas que en España se han producido para narrar bajo diversas perspectivas la dictadura franquista y la Guerra Civil que cuesta creer que a los ciudadanos españoles les es suficiente voltear la página para construir una sociedad estable y civilizada. Allí donde el sistema político y el Estado han preferido el olvido como condición para la transición, comienzan a abrirse espacios sociales diversos para el trabajo del recuerdo.

El mayor adversario de la memoria de la violencia no es el olvido. Paul Ricoeur y Tzvetan Todorov han afirmado con agudeza que la memoria es un proceso selectivo, que procura distinguir qué recuerdos son relevantes para el ejercicio de la justicia, en contraste con aquellas imágenes del pasado que pueden ser finalmente olvidadas[2]. Recordar tiene sentido desde un punto de vista ético – político cuando el ejercicio de la rememoración se la pone al servicio de la construcción del presente. La alétheia – el des-cubrimiento de aquello que permanecía oculto o reprimido intencionalmente – está vinculada al discernimiento práctico. Ambos autores nos han recordado la descripción borgiana de Funes el memorioso, aquel inquietante personaje incapaz de olvidar. El auténtico enemigo de la memoria es su supresión o control bajo la forma de una historia oficial. Se trata de una historia que se construye “desde arriba” por encargo de las autoridades en el poder o de sectores influyentes en la sociedad reacios a la memoria. Una historia en la que los crímenes de lesa humanidad no figuran como hechos relevantes, que merecería la pena que fuesen conocidos por los ciudadanos. Una historia que prescinde de la mirada y la voz de las víctimas. Una historia sin desaparecidos ni fosas comunes. El Informe de la CVR ha cuestionado severamente la historia oficial de la violencia en el Perú, y ha escuchado la voy de las víctimas para construir una historia fiel a sus experiencias.

Es un hecho conocido que los regímenes totalitarios se han esforzado por escribir historias de esta clase, compuestas a imagen y semejanza de la voluntad de sus dirigentes. Hemos visto algunas veces las fotos de Stalin alteradas para que no figure a su lado un antiguo camarada “caído en desgracia”, sabemos de las declaraciones de los generales nazis que negaban en su momento la existencia de los campos de concentración. El control del pasado basado en el recurso a la represión o la fuerza constituye un poderoso instrumento contra la justicia. En nuestro medio, cuando la CVR reveló que – según las proyecciones estadísticas que manejaba – la cifra de muertos y desaparecidos ascendía a 69,280 personas, diversos actores políticos y periodistas insistieron en afirmar que la Comisión había inflado aquel número, dado que hasta aquel momento, las cifras que las instancias del gobierno consideraban no superaban la mitad de esa cantidad. Hasta hace muy poco, uno de los temas recurrentes en la campaña mediática en contra de la CVR ha sido la cifra de muertos y desaparecidos. Incluso un conocido congresista ultraconservador – hoy miembro del Consejo de Ministros – llegó a exigir que, si la Comisión pretendía que dicha cifra fuese creíble, debía adjuntar una lista con los nombres y el DNI de las víctimas. En un país en donde casi dos millones de personas son indocumentados, ya sea porque el Estado no llega a los lugares que habitan o porque se carece de dinero para tramitar el DNI, tales declaraciones ponen de manifiesto la absoluta ignorancia de su autor, o su evidente cinismo. Hoy ese mismo político tradicionalista - que lamentablemente actua como brazo político del sector más medievalizado de la Iglesia - muestra nuevamente su insensibilidad moral bautizando un Pisco como "7.9", en alusión directa al terremoto que destruyó parte del Departamento de Ica. Uno se pregunta seriamente si quienes suscriben esta posición consideran que sería menos escandaloso el hecho que la cifra de muertos y desaparecidos ascendiese a 35 mil personas. Lo que queda claro es que el desafío de los defensores de los Derechos Humanos ya no consiste solamente en demostrar que miles de personas fueron sometidos a tortura o asesinados, sino que nacieron alguna vez, formaron una familia, tuvieron una vida.

La composición de una “historia oficial” constituye una evidente usurpación de la potestad de los ciudadanos de reconstruir la memoria histórica. La recuperación de la memoria es una tarea pública, vinculada no solamente al reconocimiento de la injusticia y al descubrimiento de la verdad acerca de la violencia sufrida; también constituye un elemento fundamental en la construcción de las identidades colectivas. Lo que somos como comunidad política es en parte lo que hemos hecho con nuestras instituciones y con nuestros conciudadanos (y lo que hemos dejado que suceda con ellos). El trabajo de la memoria puede convertirse a menudo en una operación dolorosa, puesto que puede re-velar aquello que pudimos hacer – desde el lugar que ocupábamos en la sociedad – para evitar que otros conciudadanos sufrieran violencia o exclusión. Cuando el propósito de la recuperación de la memoria es la reparación de la injusticia, la primera voz que debe ser escuchada es la de la víctima. Se trata de generar espacios de comunicación en los que la víctima pueda relatar lo que vivió y denunciar a sus agresores. Paul Ricoeur ha señalado que lo que el testimonio de una víctima quiere dejar en claro es ”aquello existió”: no se trata de una ficción creada por sectores sociales y políticos deseosos de poder. El daño sufrido ha dejado una huella que puede ser percibida, y esa imagen del pasado vivido – presente como huella – puede convertirse en objeto de una narración.

Ricoeur señala asimismo que con la aseveración "aquello existió" – corazón del relato de la víctima – el agente quiere decir fundamentalmente son tres cosas: primero, “yo estuve allí”. En ese sentido, el relato pretende verdad, en el sentido lato de fidelidad con la experiencia vivida. En segunda instancia, a través del testimonio la víctima esta formulación se torna imperativa, nos dice “créeme”, invoca que su interlocutor – en el caso de las comisiones de la verdad, la ciudadanía, la opinión pública – se fíe de su palabra, confíe en la veracidad del relato, y asuma la disposición a ponerse en su lugar. Finalmente, nos exhorta a contrastar su testimonio con el de otros: “si no me crees, pregúntale a otros”. La palabra de otros puede dar fe de lo que realmente la víctima ha tenido que afrontar. Lo que se busca es que el relato pueda ser corroborado o confrontado por el testimonio de otras víctimas, por testigos oculares, o incluso por la propia palabra de los perpetradores. Como es sabido, la CVR llegó a recabar casi 17 mil testimonios, visitando zonas andinas y selváticas a las que no llegaban las dependencias del Estado, para entrevistar a campesinos y comuneros que no habían sido acogidos por las autoridades civiles y militares cuando habían intentado denunciar la pérdida de sus familiares, o el abuso o la desidia de quienes ejercían funciones de Estado y prefirieron mirar a otro lado cuando se vulneraban sus derechos fundamentales.

Escuchar y contrastar el testimonio de las víctimas constituyen las primeras acciones conducentes a la restitución de su condición de ciudadano, proceso que se cumple con la sanción de los culpables, con la reparación de la víctima, y con la construcción de una historia más amplia que contribuya a esclarecer el proceso de violencia vivido. Dar prioridad a la perspectiva de las víctimas en el discernimiento cívico de la memoria reincorpora a quienes han sufrido en los escenarios de la esfera pública, el “espacio de aparición” de lo distintivamente humano según el juicio de Hannah Arendt. La víctima comparte y confronta su testimonio con quienes pueden reconocerse a sí mismos en su historia y asumir la defensa de sus derechos. Mientras las “historias oficiales” condenan a las víctimas a la invisibilidad y a la insignificancia social y política, la recuperación pública de la memoria procura devolverles al lugar que les corresponde en la comunidad como personas y ciudadanos. El entramado hermenéutico de testimonios e interpretaciones de las experiencias de la violencia - que es en sí mismo valioso para la reflexión y la acción política – tiene que insertarse en una narrativa mayor, la del proceso histórico del conflicto armado vivido, que pretende hacer explícitas las posibles causas y las secuelas de aquella época de terror y represión.
La pregunta que debemos hacernos es: ¿Cuál es nuestra posición en la lucha ética por la recuperación de la memoria?




[1] Cfr. Reátegui, Félix “Batalla contra la memoria: instrucciones para liquidar una transición” en: IDEHPUCP, El incierto camino de la transición: a dos años del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación Documento de Trabajo Serie Reconciliación Nº 1 Lima, IDEHPUCP 2005 pp. 13 – 24.
[2] Cfr. Todorov, Tzvetan Los abusos de la memoria Barcelona, Paidós 2000; Ricoeur, Paul “El olvido en el horizonte de la prescripción” en: Academia Universal de las Culturas ¿Por Qué recordar? Barcelona, Granica 2002 pp. 73 -80.

LA ÉTICA DE NARCISO (2001)


Gonzalo Gamio Gehri


El Comercio. Perú, mayo del 2001.

En las últimas semanas, dos personajes públicos -célebres cultores de un cierto esnobismo periodístico y de la literatura postmoderna-han emprendido la aventura de fortalecer una iniciativa que ya había sido postulada y difundida en Internet: votar en blanco (o viciar el voto) en el próximo proceso electoral. Lo novedoso de la segunda fase de esta campaña es la peculiar lectura de sus recientes protagonistas, la interpretación de esta tercera opción como fruto de una decisión ética: "vota limpio, vota en blanco".
Lo que sugieren los defensores de esta tesis es que, dada la insatisfacción (o la decepción) de muchos ciudadanos respecto del temperamento y las propuestas de los dos candidatos que han pasado a la segunda vuelta, el voto en blanco expresaría un importante rechazo al escenario político configurado por las elecciones del 8 de abril. Invitan a quienes no votaron por Toledo o por García, o a quienes se hubieran "desencantado" de sus campañas, a no "mancharse las manos" comprometiéndose de mala gana con alguna de estas opciones y a no elegir el "mal menor" una vez más. Si no existe el candidato idóneo, más vale apoyar al tercer candidato, supuestamente el más limpio de todos.
Lo preocupante del caso es que se trataría del candidato más limpio porque precisamente no se trata de nadie en particular. Invocar la adhesión ciudadana al tercer candidato -a votar "en limpio"- sin evaluar las consecuencias políticas de esa iniciativa no sólo es expresión de falta de lucidez respecto de las circunstancias, a la vez que de un cierto aristocratismo intelectual; también es un síntoma de una auténtica falta de madurez moral y evidentemente una acción irresponsable. Es curioso que Álvaro Vargas Llosa afirme que examinar detenidamente las conexiones políticas de su decisión ética (abandonar las filas de Perú Posible y liderar esta nueva opción) implicaría "desnaturalizar el carácter moral de tal elección personal".
Como si la ética fuese un compartimento estanco, totalmente aislado de la política; como si el sentido de las decisiones éticas sólo debiera ser consultado con la propia conciencia sin confrontarlo con el espacio ciudadano; curioso destino de una decisión que pretende ser acogida por la opinión pública como una alternativa "orientada por valores civiles". ¿No es acaso la desvinculación entre la ética y la política precisamente una de las fuentes primarias de la profunda crisis moral e institucional que estamos viviendo?
Un diagnóstico valorativo de la propuesta del voto en blanco tiene que ser inevitablemente complejo. Tomado desde un punto de vista general y abstracto, se trata de una opción legítima, una posibilidad prevista por la ley. Tenemos el derecho de no votar por nadie. Concebido a priori, es una forma de compromiso electoral. En situaciones de estabilidad política y fortaleza institucional, votar en blanco o viciar el voto son formas legítimas y poderosas de protestar frente a la coyuntura, o incluso de ejercer un cierto derecho a la indiferencia política.
En tiempos de tribulación, como los que vivimos, un estadío de tránsito entre el abandono de una dictadura despiadada y el todavía incierto camino hacia la reconstitución de la institucionalidad democrática, la indiferencia ante las alternativas existentes puede ser un lujo que no podemos permitirnos. El desdén frente a las opciones reales de continuidad democrática -un olímpico "que otros se ensucien las manos, que decidan por mí"- podría ser interpretado como una expresión de cobardía, de renuencia a reconocer el entramado de valores, propósitos compartidos y consecuencias ético-políticas que nuestro contexto vital pone de manifiesto ante los ciudadanos. Una manera intimista y sofisticada de patear el tablero. La posición de este peculiar moralista podría evidenciarse como una actitud oscilante entre el narcisismo y la evasión.
Resulta desconcertante que uno de los gestores de esta invocación argumente que lo que se trata de defender es una posición "cívica". En sus términos, esta forma de compromiso moral políticamente neutral buscaría poner en marcha una suerte de "vigilancia ciudadana" frente a la conducta y gestión pública del próximo equipo de gobierno; de modo que un elevado porcentaje de votos en blanco constituiría un contundente mensaje al próximo presidente del país y a su partido: no hay un cheque en blanco para ustedes, los ciudadanos del Perú estamos alertas, saldremos a las calles y presentaremos una batalla democrática ante el menor gesto de autoritarismo y corrupción. Votar en blanco no genera por sí mismo el efecto de construir alguna forma de ciudadanía activa, en absoluto. La movilización de las instituciones de la sociedad civil, la configuración de corrientes de opinión pública, la expresión ciudadana de indignación o de solidaridad frente a las políticas públicas, son expresiones de compromiso cívico y de actividad política que requieren, para hacerse efectivas, la capacidad de deliberar y evaluar críticamente situaciones complejas; e incluso elegir entre opciones no del todo deseables, pero que buscan-a pesar de ello- la supervivencia de las reglas de juego democráticas.
Nada de esto elimina, por supuesto, la dificultad e incluso el dolor que puede suscitar el elegir entre dos opciones que uno podría reconocer como no deseables (o eventualmente entre dos opciones deseables que no pueden realizarse simultáneamente). Esto es lo que se llama un conflicto práctico, un fenómeno común a la experiencia cotidiana en la ética y la política (cuya tematización es tan antigua como la "Ética" de Aristóteles o aún las tragedias griegas). En ocasiones tales conflictos se dan sin que podamos evitarlo, y se hace necesario afrontarlos con lucidez y valentía: nuestra indiferencia moral o nuestra inacción política suponen un alto costo para la sociedad que queremos construir, pues conspiran contra el ejercicio pleno de la ciudadanía. El revestir esta actitud con los ropajes de la pureza moral tan sólo agrava nuestra crisis institucional, pues nos ofrece razones aparentemente espirituales para renunciar precisamente a nuestra condición de agentes políticos, de coautores de nuestro destino en tanto comunidad política.

EXPLORANDO LA DEMOCRACIA (1997)


FILOSOFIA, LIBERALISMO Y CIUDADANIA(*)

Gonzalo Gamio Gehri


Las marchas estudiantiles, las denuncias periodísticas, los debates intelectuales y parlamentarios han puesto sobre el tapete el problema de la democracia a saber, si vivimos en un escenario social democrático o si apreciamos especialmente las prácticas democráticas. El sorpresivo interés por los sucesos actuales, la capacidad de indignación que parece haberse desarrollado entre la población acaso ha persuadido ya a los analistas más escépticos sobre el particular. ¿Se ha generado entre nosotros una ética democrática?

Con todo, el problema fundamental parece continuar oculto, aquel de la “naturaleza” de la democracia. La reconocemos cuando es vulnerada o está amenazada, pero no accedemos a una caracterización positiva de sus determinaciones como forma de vida en común. Apelamos a definiciones etimológicas que son de poca utilidad, pues echan mano de abstracciones - como el término “pueblo” - que brindan una incorrecta dirección hacia una unanimidad que se convierte en autodisolvente (después de todo, no ha sido extraña a nuestra historia la experiencia de quienes han afirmado, con toda convicción: “el pueblo soy yo”). Ello nos hace perder de vista una de las dimensiones fundamentales de la democracia: el apuntar no solamente a la construcción de consensos sino también a la correcta administración de los disensos.

Si lo que estoy insinuando es correcto, una definición más compleja y esclarecedora de la democracia se nos está escapando, a pesar de que es imperativo buscarla. Creo que el filósofo puede colaborar en esta búsqueda, examinado, por ejemplo, el estado de la cuestión a la luz de su historia y señalando con qué pistas contamos. Eso es lo que me propongo hacer aquí describiendo dos de las concepciones de la democracia más relevantes en la teoría política, explorando la disputa entre dos respuestas alternativas al problema planteado, que ni la retórica política ni nuestros debates actuales parece haber puesto sobre el tapete: me refiero a la confrontación del modelo de la democracia liberal con aquel de la democracia neoclásica o radical.

Propongo partir de una "intuición" primera, simple, pero que puede arrojar luces respecto de nuestro tema. Propongo que pensemos la democracia como una actitud (ético - política, institucional) frente al poder, que procura maximizar su distribución e impedir su concentración en pocas manos.Todavía no nos alejamos demasiado de una consideración negativa - en tanto que la democracia se plantea como antítesis de la tiranía o del despotismo - aunque si de una definición de diccionario, demasiado imprecisa y equívoca. Sin embargo, respecto de esa actitud distributiva se han elaborado al menos dos puntos de vista, que pretenden señalar cómo se ha de distribuir el poder, así como en quienes recae el peso de la distribución, que son las perspectivas que acabo de mencionar. Podríamos decir, parafraseando a Aristóteles, que la democracia se dice de muchas maneras; examinemos, pues, sus modos de ser.

I.- El modelo liberal: modernidad, democracia y estado de derecho

El primero de los modelos - el modelo liberal - encuentra su centro de gravedad en los derechos individuales. Surge con la modernidad a partir de la noción de autonomía y el progresivo declive de la creencia en un orden jerárquico del cosmos (natural y social) en donde cada cosa desempeña una función y en donde la cabeza de ese orden - el rey - se constituía como el correlato de Dios en la tierra. La legitimidad del poder político se convirtió en un problema que una cosmología sagrada no podía resolver de manera plausible. La justificación “racional” del orden social justo debía suponer un abandono de los relatos tradicionales del Derecho Divino, así como la explicación de la caída de los cuerpos había prescindido de los cánones epistemológicos del aristotelismo tardío. La suscripción misma de un credo tradicional choca con la idea de libertad individual, que para ser conquistada ha de negar todo orden “externo” (la famosa "libertad negativa").

Tal legitimidad del orden social debía corresponder al corpus legal que todos los individuos racionales elegirían en condiciones de imparcialidad, es decir, a partir de exclusivo uso de su razón. Así como en la física moderna la investigación suponía un universo neutral, en la ciencia política “more geométrico” había que dejar de lado toda consideración cualitativa o contextual para dar lugar a una explicación "objetiva". Es por la observancia de esta pauta metodológica que en la teoría social liberal el móvil que lleva los individuos a suscribir la ley no es una idea del Bien ni la suscripción de un credo sustantivo, sino sus propios intereses egoístas y su deseo de supervivencia El miedo a la muerte ante los irresolubles conflictos que produce la inestabilidad propia del estado natural lleva a los individuos - en las formulaciones teóricas del contrato social - a fundar una regla de derecho que proteja la vida y la propiedad de cada uno de los individuos, a partir de la acción del estado, en tanto guardián de la ley. Esta perspectiva fue desarrollada por Hobbes y luego reformulada por Locke y Montesquieu, puesto que la figura del soberano, ubicada primero por encima de la ley, fue luego sometida al imperio del Derecho.

Esta regla de derecho declara la igualdad civil de todo ciudadano, de tal manera que ni la cuna, ni el status económico (y luego el género) determinen discriminación de ninguna clase en materia legal o en el acceso a los cargos públicos. Así entraban en la escena del pensamiento político los derechos universales, principios normativos inalienables que van del derecho a la vida y a la propiedad, hasta el derecho de la libre conciencia y a la desobediencia civil: todos ellos apuntan a proteger la autonomía, el bienestar y la integridad de los individuos. Montesquieu sabía como nadie que el despotismo institucionalizaba el doble juego del temor y la intimidación y que sólo el imperio de la ley podía mantenerlo a raya Las reformas inglesas, la revolución americana y la revolución francesa se encargaron de la encarnación práctica de las ideas liberales.

Una vez consumada la confluencia- de origen Lockeana - de contractualismo y liberalismo, la teoría política moderna establece la inseparabilidad del estado de derecho y la política pública democrática. Como Jürgen Habermas ha señalado en un reciente e influyente ensayo, en este contexto la ley se entiende necesariamente como personalista, dado que su fin es la protección de la dignidad de los individuos; coercitiva, porque sanciona su transgresión, formal, porque está permitido lo que expresamente no prohibe; es positiva, porque es resultado de una legislación histórica puntual (susceptible de modificaciones) y es procedimental, porque ”es legitimada por un procedimiento democrático.”[1]

El giro intelectual y político que opera en el liberalismo alteró substantivamente el diseño del mapa social y espiritual de la vida moderna. La creación de las nuevas libertades originó nuevas fronteras, gestándose la separación de esferas de vida que en el pasado se mantenían unidas. [2].Asi la libertad de conciencia supuso la separación de la Iglesia y el estado, asi como la libertad académica implicó la separación de la Universidad respecto de ambas. Por su parte el estado se separa de la sociedad civil, dejando lugar a dos manifestaciones fundamentales de la sociedad moderna, la opinión pública y - a instancias del naciente liberalismo económico de Adam Smith y su escuela - el mercado, de tal manera que la instancia estatal no podía intervenir en la dinámica propia del intercambio, la producción y el consumo. Para los pensadores del s. XVIII ni la esfera estatal misma se sustrajo a estos trazos institucionales, puesto que la división de poderes hizo efectivos los límites del poder del soberano en la toma de decisiones respecto de los destinos de la sociedad, así como hizo posible la fiscalización de sus acciones por parte de los representantes de las cámaras y los tribunales. De esta forma las autoridades políticas que co-participan en las decisiones y la ejecución de la política pública pueden representar a la colectividad, en tanto son elegidas por aclamación ciudadana.

Esta breve reseña nos muestra en que medida el liberalismo ha contribuido a dar forma a nuestro mundo social en esferas de vida en principio separadas y con pretensión de autonomía: las esferas relativas a la economía, la vida académica, religiosa y política. Con la constitución de esta fronteras sociales, así como con la institucionalización de la opinión pública y los mecanismos políticos de representación, el credo liberal (no neoliberal, puesto que para un auténtico liberal un sistema liberal en economía que prescinda de la dimensión política del liberalismo sería considerado monstruoso ) considera haber confrontado con éxito al despotismo. El énfasis liberal en la distribución del poder supone la mediación legal e institucional de la vida política y social.

II.- La democracia radical: la democracia como concepción del bien

El segundo modelo de vida democrática - La democracia radical [3] - es, en su variante ‘moderna’, una reacción contra la perspectiva liberal a partir de una recuperación de las concepciones clásicas de la vida política que provienen de una recepción tanto del pensamiento político de las tragedias griegas como de la ética aristotélica (a pesar de que Aristóteles no se consideraba propiamente un demócrata); otra de sus fuentes es la tradición cívica - humanista, que proviene del Renacimiento, en especial de los escritos de Leonardo Bruni y Mateo Palmieri[4].

Esta perspectiva encuentra su núcleo argumentativo en la noción de ciudadanía, vale decir en el ejercicio de Las virtudes cooperativas y deliberativas evoca el modo de vida del ciudadano ateniense, aquel que, comprometido con su ciudad, se volcaba al ágora para contribuir - vía lexis y praxis -a la consecución del bien común interactuando con sus iguales. Este modo de vida supone un sentido de pertenencia respecto de la comunidad política que no encontramos en la versión liberal. El ciudadano se reconoce como tal en tanto considera que forma parte de una comunidad de memoria que hunde sus raíces en la historia cuya herencia ética - cultural realiza a través de la acción política. Si el modelo liberal la autonomía individual tenía la prioridad en la constitución del orden justo, aquí es el vinculo comunitario la base que articula la concepción y aplicación de la justicia en las instituciones democráticas. La comunidad está sostenida por un conjunto de interpretaciones revisables acerca de lo que es compartir una vida buena (v.g. tradiciones), como por las prácticas que actualizan esos horizontes comunes. En este contexto las ciudadanos no entienden sus asociaciones como el resultado de un acuerdo voluntario fundado en la búsqueda de protección sino en un relato acerca del bien en el que se sienten mutuamente reconocidos y comprometidos, pero que al mismo tiempo reformulan y matizan mediante la deliberación publica.

Los defensores de este modelo conciben al individualismo liberal como corrosivo. Sostienen que el liberalismo genera relaciones puramente instrumentales respecto de la esfera pública, cuya función fundamental es la de garantizarle seguridad a los individuos, que pasan a entenderse a si mismos como átomos sociales, desarticulando toda ética de la participación y oscureciendo todo vínculo de solidaridad, socavando, en suma, el suelo mismo de la democracia. Asimismo, la crítica neoclásica del liberalismo señala que los liberales se han preocupado sólo por un aspecto de la justicia igualitaria (la igualdad civil) y dejando de lado - sospechosamente - una dimensión no menos importante. La formulación antigua de la justicia “dar a cada cual lo suyo” alude a que la comunidad debe abocarse a la búsqueda de mecanismos sociales que reviertan las desigualdades que atentan contra una calidad de vida razonable, pues lesionan el Bien Común e impiden el ejercicio pleno de la ciudadanía[5], siendo incompatible con la integridad de los miembros de la comunidad.

El nombre de Hannah Arendt viene a nuestras mentes al evocar estas críticas, pero es Tocqueville acaso el que ha denunciado con mayor lucidez el estrecho límite entre el individualismo liberal y ciertas formas sociales antidemocráticas. En su “Democracia en América”[6] analiza un fenómeno peculiar presente en las democracias modernas en donde ha florecido el individualismo al que llama "despotismo blando": se trata de una especie de acuerdo tácito entre gobernantes y gobernados de tal forma que, a cambio de cierta seguridad y prosperidad económica - garantizadas por el estado - el ciudadano renuncia gustosamente al ejercicio de sus derechos políticos, retirándose a su vida privada. Las decisiones en materia pública quedan exclusivamente en manos de una cúpula de poder, eclipsando toda forma de participación y autogobierno ciudadano. Conocemos de cerca los detalles de este fenómeno. Por ello señalaba que esta visión democrática es fundamentalmente reactiva respecto del primer modelo, en tanto que la ética ciudadana va siendo progresivamente engullida por la política burocrática y el mesianismo de los elegidos. La acción democrática queda reducida así, ante la ausencia de discusión pública y el desprestigio de la política, a la periódica e impersonal elección de los representantes[7] . Los ciudadanos, por su parte, quedan sumidos en un lamentable circulo vicioso: no actúan en política porque la política es sucia y la política permanece sucia porque los ciudadanos no actúan en política.

III.- Hacia un modelo integrador de racionalidad democrática

Presentadas ambas posiciones, pareciera que tenemos hasta aquí dos relatos incompatibles acerca de la vida democrática[8]: uno la concibe como una manera de preservar la autonomía de las personas, las instituciones políticas y las distintas esferas de vida a partir de un sistema procedimental- legalista y otra que la identifica con una noción del bien centrada en el ejercicio de las virtudes cívicas. Tal enfrentamiento existe, las áreas de conflicto son muchas más, no puedo mostrarlas todas aquí[9], pero no es suficiente dar cuenta de la tensión, es preciso dar un paso más. Quiero mostrar que centrar nuestra comprensión de la vida democrática en una de esas narrativas excluyendo la otra mutila una dimensión fundamental de la vida social fundada en el autogobierno.

La perspectiva que pretendía distinguir entre la "democracia formal" y la "democracia real" - tan en boga hace tres décadas - no fue sino un intento por defender el segundo modelo prescindiendo del primero. Las instituciones democráticas, el estado de derecho y la igualdad civil aparecían como emanaciones ideológicas que procuraban impedir que las mayorías asumiesen la dirección de sus propios destinos. Lo curioso es que dicha distinción fue utilizada con frecuencia por todas las dictaduras posibles que se sintieron interpretes más completos de las voces populares que las instituciones y sus representantes. La distinción ha sido, pues, caldo de cultivo de la supresión misma de la democracia. Prescindir del cuerpo público legal y del lenguaje de invocación de derechos en nombre de una nebulosa inmediatez social equivale a neutralizar los espacios institucionales de la pluralidad y el disentimiento - dimensiones esenciales de la democracia -, es decir, neutralizar o anular los escenarios en los que el hombre concreto pone en juego su condición de agente político. Habría que tomar en serio la sugerencia de Hegel según la cual si queremos la cosa misma - lo real - no podemos abstraer la forma del contenido, ni el contenido de la forma, si no queremos quedarnos con la mera irrealidad.

Creo que - a pesar de que en el seno de las democracias liberales se han materializado con creces los temores de Tocqueville - el primer modelo y las ideas políticas que lo gestaron han generado valores y formas de vida a las que difícilmente desearíamos renunciar puesto que son normativos de nuestras acciones en común: tal es el caso de la idea misma de la persona humana como portadora de derechos inalienables cuya observancia social se manifiesta como una exigencia moral crucial para una vida libre y digna de ser vivida. El sistema de derechos encarna, una compleja cosmovisión ético - espiritual con la que estamos poderosamente comprometidos. Aún bajo su aspecto procedimental, los principios liberales son expresión de valoraciones más profundas que son constitutivas de nuestro mundo, como la mencionada defensa de la dignidad humana y los preceptos contra la discriminación que se derivan de aquella. El mapa social que hemos heredado de la modernidad está fuertemente arraigado en nosotros, forma parte del escenario propio de lo que consideramos una vida feliz, dista mucho de ser una mera fábula.

Esto no significa, por supuesto, que el primer modelo sea autosuficiente: solo afirma que, tanto la mediación institucional - legal como el principio de la distinción de las esferas son esenciales a la cosmovisión democrática. Más aún, nos indica que el diseño de nuestro mapa social debe ser completado o no ha sido respetado del todo. Las esferas académica y política (el caso de la esfera religiosa es atípico en este punto, pero podría estar expuesto a la posibilidad) han sido y son colonizadas permanentemente por la lógica del mercado, propia de la esfera económica: el saber y el bien común tienden a ser entendidos desde el cálculo costo - beneficio y no a partir de su racionalidad específica, de los fines que les son propios. Así como la simonía (el tratamiento económico de los bienes espirituales) es considerado un pecado, si somos coherentes con lo que Michael Walzer llama el "arte de la separación", confundir el conocimiento y el buen gobierno con bienes de consumo (con mercancías) y con la eficiente administración empresarial o son fruto de un grotesco malentendido o constituye un vicio.[10] Fomentar el pluralismo de discursos es también una forma de distribuir el poder, y de fiscalizar ciertas formas de actuación equivocadas y desafortunadas. En este sentido el neoliberalismo no sólo puede ser perfectamente anti-liberal, sino incluso, si es llevado lo suficientemente lejos, antidemocrático.

Pero tampoco el autogobierno sobrevive si es que excluimos el segundo modelo y conservamos el primero La autonomía de las esferas requiere de guardianes, de ciudadanos comprometidos con la preservación de las lógicas propias de la vida académica, la praxis política y la militancia religiosa. El liberalismo que conocemos - y no sólo en su variante "neo" - centrado en la igualdad civil, tiende a no tomar en cuenta el rostro social de la igualdad, que aboga por la construcción de una estructura social dirigida a la distribución de los bienes, fundada en la igualdad de oportunidades, asi como la creación de programas de asistencia social que contribuyan a combatir las formas de desigualdad que rebasen indiscutiblemente los limites de lo razonable. Estas medidas son condición esencial para la actualización de las libertades y derechos[11].

Las instituciones, cuando no encarnan la participación y fiscalización de los ciudadanos, adquieren una lógica propia que suele ser opresiva e impersonal, tal era la conducta del estado y el mercado en la sociedad post-industrial que denunció la primera Escuela de Frankfurt. Es el reino de los técnicos - entendidos como administradores públicos - los sumos sacerdotes del instrumentalismo, quienes toman las decisiones en materia política, en tanto pretenden ser sujetos de un discurso que se declara pragmático, valorativamente neutro…¡como si ello fuera posible!. A pesar del carácter infundado de esa declaración - que es en si misma valorativa e ideológica- la imagen del gobierno desde el canon de la gestión empresarial se ha convertido en parte del sentido común en asuntos políticos, una presuposición que tiende a hacer retroceder a la acción ciudadana y la deliberación pública[12]. El frecuente y respetuoso silencio del ciudadano sostiene esta ilusión, que constituye una flagrante transgresión de la distinción (liberal) de las esferas, así como un atentado contra la distribución del poder. Lo que está aquí en juego no es sólo la autonomía de lo político y la libertad cívica, sino también las decisiones sobre las condiciones de vida de las personas. Sólo la acción conjunta de los ciudadanos puede hacer frente a la absolutización de la Razón Instrumental y al despotismo del experto.

La acción ciudadana, por el contrario, requiere de espacios públicos, escenarios abiertos a la asociación y a la discusión crítica. En este punto la agenda liberal resulta clamorosamente insuficiente. El liberalismo no puede hacer inteligibles nuestros compromisos colectivos de largo alcance, ni mostrar la necesidad de la movilización democrática a partir de proyectos comunes. Los liberales - al menos aquellos que suscriben una versión cerrada del primer modelo - consideran el modo de vida orientado por la acción cívica no como un asunto de virtudes, o como condición de posibilidad de la libertad ciudadana, sino como una opción entre muchas otras, fruto de preferencias personales, opción que carece del peso específico de una exigencia moral.

Por su parte, los defensores del primer modelo exclusivo acusan de irrealistas a los partidarios del neoclasicismo político, arguyendo que la complejidad de las sociedades modernas impide un nuevo florecimiento del ágora, que la diversificación de los roles sociales obstaculiza la praxis política, que las encomiables virtudes públicas atenienses suponían - para su ejercicio - el trabajo de los esclavos, incompatible con la moderna libertad.

Creo que esta objeción debe ser tomada en serio, a pesar de la mala fe que contiene. Es una objeción poderosa, pero considero que puede ser contestada desde la democracia radical · o mejor: desde un modelo democrático inclusivo -. Responder a este argumento puede contribuir a despejar un malentendido recurrente en los debates de filosofía política. El segundo modelo no postula un nostálgico regreso a lo griego; autores que defienden las formas de vida participativa como Charles Taylor, Albrecht Wellmer, William Sullivan o Martha Nussbaum no pretenden nada semejante. Antes bien, buscan mediaciones inmanentes al mapa social del mundo moderno que sean propicios para la interacción y el discurso, como la opinión publica o, mas precisamente las instituciones de la sociedad civil. [13]

Si el ágora ha desaparecido, ello no significa que no contemos con espacios de deliberación pública: las comunidades religiosas, las ONGs, las municipalidades y universidades son instituciones en las que sus miembros pueden - o podrían con algún esfuerzo - crear o encontrar foros de debate y cooperación, con miras a intervenir en la discusión pública en pro de la distribución del poder y la fiscalización de conductas autoritarias en nuestros gobernantes. La figura del profeta, del guía espiritual forma parte de la esfera religiosa, no de la esfera política. Se trata, en definitiva, de combatir aquella situación que Tocqueville temió. Si las autoridades políticas son los únicos guardianes de la Ley, no es difícil generar manifestaciones de despotismo blando, el individualismo las favorece.

Es preciso recuperar o en algunos casos potenciar espacios públicos para velar por el cumplimiento de la ley y el ejercicio de los derechos políticos. La acción al interior de estos espacios no puede ser explicada en los términos atomistas de las teorías liberales, en ellos no buscamos lo que nos enfrenta, sino lo que compartimos; no son espacios para la competencia, para el consumo y el intercambio, sino para la cooperación y el diálogo. Los hombres actúan políticamente no solamente para proteger sus (privados) intereses, también actúan en virtud de un compromiso con el Bien Común, con la observancia de los Derechos Fundamentales o con la supervivencia de ciertas formas históricas de vida compartida. Es preciso sobrepasar la lectura instrumentalista, si lo que queremos es vérnoslas con la racionalidad democrática. Esto significa que ser contribuyente no es lo mismo que ser ciudadano, aquel es en todo caso condición necesaria de este, pero en ningún modo condición suficiente.

Es fácil ver como no tenemos que elegir entre la mediación institucional y la vida política. La distribución del poder requiere tanto de una visión de la vida buena centrada en la acción ciudadana como de un corpus institucional y jurídico en el que nos reconozcamos como agentes sociales. Actuamos en el marco de instituciones. La sociedad civil es el escenario de la vida democrática, el estado de derecho es su estructura básica, la deliberación, el sentido de pertenencia y la acción en común son su sustancia. La combinación de estas determinaciones configura la democracia como ethos. No obstante, el atomismo es una tendencia poderosa entre nosotros, asi como la pretendida omnipresencia de la lógica del mercado: ambas pueden neutralizar la ética ciudadana y promover el instrumentalismo. Ello es particularmente preocupante en sociedades como la nuestra, en donde tanto el mesianismo político como el desmantelamiento de las instituciones (que ha acompañado con frecuencia a nuestra historia) han atentado sistemáticamente contra la posibilidad misma de la distribución del poder. ¿Cómo revertir un estado de cosas semejante? La democracia es también una forma de paideia: comprometerse con la vida democrática supone preocuparse por fomentar la discusión publica y perseguir la configuración colectiva de una cultura política contraria a la concentración del poder.

Estas articulaciones exigen que pensemos nuestras instituciones sociales como espacios públicos, en los que la posibilidad del disenso constituya un valor tan relevante como la consecución de consensos. Si lo que he argumentado es correcto, el llamado “progreso” en política tiene su centro de gravedad en la deliberación. Sin duda, mi posición puede ser acusada de revisionista, y ciertamente lo es. Solamente que esta ha dejado de ser una mala palabra (dado que han palidecido los contextos en los que se entendía como un adjetivo peyorativo), sólo nos dice que, si la democracia es la mejor forma de vida colectiva que conocemos hasta hoy, entonces quizás los recursos conceptuales para practicarla o promoverla estén disponibles en la larga historia de discusiones y de construcciones sociales que se remonta a los griegos - y que pasa por la modernidad -, siendo la base de nuestras innovaciones criticas, de nuestros proyectos para el futuro.

La lucha por la democracia requiere de nuestra acción conjunta, del compromiso más férreo como del respeto a la alteridad, ello solo es posible fomentando el dialogo sostenido de la ciudadanía. La democracia - allí donde la hay - suele estar amenazada; exige que los ciudadanos estén en permanente alerta. Lexis y praxis (asi como la capacidad de indignación) siguen siendo sus mejores armas Acaso haya llegado el momento de que la vida política pierda su dramatismo y se convierta, nuevamente, en un asunto cotidiano, en cosa de todos los días.[14]





(*) La versión original de este articulo apareció en el segundo numero de la revista HYBRIS, con el mismo titulo. La presente versión contiene algunas modificaciones y añadidos. Agradezco los comentarios de Luis Becigalupo, Francisco Chamberlain, Vicente Santuc, Fidel Tubino, Atilio Castro, Juan José Ccoyllo y Aleksandar Petrovich que fueron de suma utilidad para darle forma “final” a este texto.
[1] Habermas, Jürgen Struggles for Recognition in the Democratic Constitutional State en:Taylor-Gutmann Multiculturalism Princeton, Princeton University Press 1994.Sigo la descripción de la p.121; la cita viene de allí.
[2] Cfr. Walzer, Michael El liberalismo y el arte de la separación en: Opciones # 16.Noviembre de 1991.Ver también su Esferas de la Justicia. México, FCE 1993.
[3] Tomo el término "democracia radical" de Chantal Mouffe, quien ha desarrollado el tema de la democracia desde una ética contextualista centrada en la ciudadanía activa. No estoy seguro de que Mouffe suscriba el sesgo "griego" de mi lectura de esta visión del relato democrático; por ello adjunto al apelativo "radical" el de "neoclásica" para referirme a este punto de vista. Cfr. Mouffe, Chantal (Ed.) Dimensions of radical democracy. Pluralism, citizenship, community. New York- London Verso 1992; igualmente su "Desconstrucción, pragmatismo y la política de la democracia" en Idem (Editora) Desconstrucción y pragmatismo Buenos Aires, Paidós 1998;pp.13-34.
[4] Respecto del humanismo cívico, conviene revisar .Skinner,Quentin Fundamentos del pensamiento político moderno México FCE 1993; vol. I, parte I.
[5] Aquí es pertinente tomar en cuenta los análisis de Nancy Fraser sobre la necesidad de pensar en términos de justicia redistributiva en materia de riqueza para asegurar la participación democrática de los ciudadanos. Cfr. Fraser, Nancy Justice interruptus New York & London, Routledge 1997.
[6] Tocqueville, Alexis de La democracia en América Madrid, Sarpe 1984; 2 tomos. Para un estudio contemporáneo de este tema, ver Bellah,Robert y otros Habitos del corazón Madrid Alianza Universidad 1989 e idem The good society New York Knopf 1991 ;asimismo, Taylor, Charles La ética de la autenticidad Barcelona, Paidós 1994. Sobre la crisis de la política ciudadana en el caso peruano conviene revisar el esclarecedor artículo de Rosa Alayza, "Política y globalización" en: PÁGINAS n° 153 pp. 33 -40. Allí, Alayza elabora un interesante análisis del declive de la acción política en el Perú en la denominada "época de la globalización", se trata de un documento importante para entender los recientes retos de la ciudadanía en el país. Lo que resulta discutible en su posición es la extraña distinción entre cuestiones de reivindicación y de reconocimiento que utiliza para cuestionar el carácter político de las marchas estudiantiles. Uno puede sostener que en la protesta estudiantil se echa de menos - actualmente - un discurso articulado y una organización más sólida, pero la distinción mencionada puede ocultar lo que parece estar en juego aquí. Es evidente que las exigencias de reconocimiento implican necesariamente reivindicación ( de lo contrario no encarnarían exigencias) en este caso, el demandar ser reconocidos como ciudadanos supone invocar el derecho a participar como tales en el ejercicio del poder - que su voz sea escuchada, pero no solamente eso - del que han sido excluidos ilegítimamente. Eso es expresión de una forma básica de praxis política.
[7] Es curioso que en nuestro medio muchos intelectuales liberales prácticamente restringen el fenómeno democrático a la esencial pero eventual participación electoral. cfr. por ejemplo Ossio, Juan Paradojas del Perú oficial Lima, PUCP 1994.
[8] En realidad, existe una tercera concepción de la democracia estrechamente ligada a la definición literal que criticamos al principio por negar la posibilidad del disenso. Proviene de Rousseau, de su noción de una voluntad general indivisa, en la que la deliberación desaparece o se convierte en innecesaria. La disolución de las diferencias condujeron a que, una vez llevado a la practica (a su concreción histórica) el ideal se convirtiera en el Régimen del Terror -como bien acota Hegel en su Fenomenología- en donde aquel que discrepa es considerado alienado y combatido precisamente por ello. Evidentemente algunas perspectivas inspiradas en ciertas lecturas ortodoxas de Marx son herederas directas de este idea. Su tendencia a abrazar esquemas fundamentalistas o aún mesiánicos la hacen incompatible con la idea de la democracia como actitud distributiva del poder.
[9] Por ejemplo las concepciones de la investigación racional - o de lo que significa ser un yo_subyacentes a ambos modelos es un tema peculiarmente interesante. Cfr. Taylor, Charles Fuentes del yo Barcelona Paidós 1996 en especial los capítulos 3 y 12; Gadamer ,Hans-Georg Verdad y método Salamanca Sígueme 1979; ; Nozick, Robert La naturaleza de la racionalidad Barcelona ,Paidós 1996; Nagel, Thomas El punto de vista de ningún lugar México, FCE 1996.
[10] Cfr. Walzer Las esferas.... op.cit. Ver su famosa tesis de la igualdad compleja.
[11] Una expresión de estas exigencias podemos encontrarla en la obra de John Rawls , un pensador liberal sui generis : su principio de la diferencia es sin duda una formulación contemporánea de la preocupación por la justicia social. Ver su Teoría de la justicia (México, FCE 1995) asi como la revisión de sus tesis en su Liberalismo politico (México, FCE 1996).
[12] En esta línea es necesario señalar que en la escena pública no existe slogan que degrade en mayor medida la buena política que "¡obras sí, palabras no!" (o su variante maquiavélica: "hago primero, consulto después"), en tanto que deja las decisiones en manos de los "ejecutores" y considera absolutamente prescindible la discusión ciudadana y el debate institucional sobre las acciones del estado o los programas alternativos; los ejecutores a menudo catalogan el debate y el discurso como un mero "juego de palabras". Es cierto que el lenguaje puede ser en ocasiones el terreno de la demagogia, pero - más importante aún - es siempre el ámbito del entendimiento común , la exposición y confrontación de buenas razones: no podemos rechazar el discurso sin atentar contra un aspecto nuclear de la política democrática. La vena totalitaria de este pensamiento es evidente.

[13] Es importante resaltar que el escenario de la vita activa ciudadana no se sitúa en el ámbito estatal , lo cual distancia esta concepción del modelo original de la ciudad griega como - con mayor énfasis - del corporativismo del siglo XX. El ámbito de lo público o lo político no puede restringirse al ámbito del estado (como piensan muchos liberales) so pena de neutralizar la praxis cívica. En este punto estoy en deuda con las tesis de Charles Taylor .Cfr. Taylor, Charles Invocar a la sociedad civil en: Argumentos filosóficos Barcelona Paidós 1997; pp.296 y ss.
[14] Cuando redactaba este artículo recibí la noticia de la muerte de Sir Isaiah Berlin, uno de los filósofos más influyentes en los debates actuales sobre teoría política. Son especialmente célebres sus Cuatro ensayos sobre la Libertad por aparecer allí su original distinción entre “libertades negativas” y “libertades positivas”. Fue a la vez un teórico creativo y un crítico lúcido de las democracias liberales. Que este ensayo sirva como un pequeño homenaje a su obra.

lunes, 13 de agosto de 2007

EFICACIA, TÉCNICA Y ESFERA PÚBLICA


CONTEXTOS Y MÁSCARAS DEL (AUTODENOMINADO) “PRAGMATISMO POLÍTICO”(1998)(*)


Gonzalo Gamio Gehri





"MEFISTÓFELES.-(Al canciller) En eso reconozco al docto señor.
Aquello que no palpáis, está a cien leguas distante de vos; aquello que no
comprendéis, para vos no existe; aquello que no calculáis, creéis que no es
verdad; aquello que no pesáis, no tiene para vos peso alguno; aquello que no
podéis amonedar, imagináis que nada
vale”

GOETHE


El proyecto de convertir en racional la política no es nuevo. Es tan antiguo como nuestras primeras formas de vida social y con seguridad es más antiguo que nuestras discusiones sobre la naturaleza de la racionalidad. Versiones diferentes de ese proyecto han sido postuladas y defendidas a lo largo de la historia, bien para enfrentar el status quo, bien para legitimarlo contra concepciones competidoras. Los griegos estaban convencidos de estar racionalizando la política al combatir la tiranía e implantar la democracia; lo mismo pensaba Platón cuando concibió la figura del Rey- filósofo como el arquetipo del buen gobernante para el régimen ideal que sustituyera de modo definitivo a la frágil democracia ateniense (y a sus interludios tiránicos). El paradigma moderno de racionalidad científica ha engendrado, por su parte, numerosos ensayos, que van desde las democracias liberales hasta los sistemas sociales de inspiración marxista. Todos sin excepción han recurrido a la noción de racionalidad para su propia justificación doctrinal. Me propongo hablarles del más reciente (y acaso el más radical) modelo social de pretendida legitimación tecnocientífica y post - ideológica, un fenómeno peculiar en la política moderna que llega hasta nosotros - personas que encontramos sospechoso el anuncio del "fin de la historia" y la "tercera ola" - bajo la forma de un malestar: me refiero al imperio de la razón instrumental en la esfera pública bajo la figura del “pragmatismo político”.

“Pragmatismo político” es un término equívoco en la cultura contemporánea. Designa, por un lado, a una corriente filosófica orientada por el análisis de las presuposiciones conceptuales subyacentes a nuestras prácticas sociales (corriente cuya buena salud no voy a poner en duda). Pero posee un segundo sentido, más familiar a su uso cotidiano en materia social, al que voy a aludir. Con esa denominación quiero referirme más bien al intento de construir un eje de lectura no ideológico de la sociedad moderna, que se ocupe de las cosas (ta pragmata), en este caso los conflictos sociales, sin apelar a cosmovisiones valorativas que se interpongan entre los actores y su tratamiento y resolución.

Una línea del pensamiento social ha defendido la tesis de que el triunfo del modelo liberal y el colapso del bloque del Este demostraba la superioridad de la doctrina epistémica del libre mercado como sistema distributivo sobre el oscurantismo de la ideología marxista, nutrida de consignas demagógicas de corte totalitario. Los sucesos de 1989 son entendidos por ciertos autores (pienso obviamente en A.Toffler, F.Fukuyama y sus epígonos) como expresión del triunfo de la ciencia sobre la superstición ideológica. Suponen que el carácter subjetivo - valorativo del discurso económico y político marxista impidió ver a sus líderes y planificadores sociales la soluciones técnicas y científicas que estaban a la mano de quienes, desestimando la retórica en pro de los hechos, atendían a la aplicación de leyes y cálculos racionales en materia de administración social. Irónicamente, estos críticos del marxismo emitían estos juicios apelando a una noción de ideología que tiene su origen precisamente en Marx, quien la identificaba con una forma de conciencia falsa que intenta legitimar los intereses de poder de un grupo particular.

I.- El modelo cientificista y sus alcances políticos: la "analogía económica"

La actitud pragmático - epistémica respecto de la vida social pretende construir un discurso explicativo valorativamente neutro, esto es, una doctrina que acceda a los problemas y tome decisiones sin mediaciones. Un discurso tal no habla desde un lugar en especial o desde alguien en particular, no es un punto de vista entre otros, sino una visión absolutamente "objetiva" de los fenómenos sociales. De este modo, el credo neoliberal reproduce - o al menos a ello aspira - los criterios de apodicticidad del paradigma moderno de ciencia natural: la búsqueda de control racional (así como de predictibilidad) adquiere plenamente aquí sus credenciales en la política.

Tal pretensión de cientificidad está directamente relacionada con la explícita renuencia de la teoría social a incorporar en su seno articulaciones de valor, actitud que es claramente heredera de la matematización moderna de la ciencia y de la distinción galileana entre cualidades primarias y cualidades secundarias. Así como al interior de la ciencia física en nombre de la universalidad y la necesidad había que prescindir de todo horizonte subjetivo - sensible y preservar lo mensurable, la teoría social en clave matemática debe desestimar todo elemento particular y contingente, a saber, los significados sociales históricamente construidos y culturalmente defendidos, incompatibles con la búsqueda de las de leyes sociales[1]. Lo que otrora articulaba las visiones clásicas de la política - las concepciones acerca de los fines de la vida humana - desaparece como un tema relevante para la racionalidad práctica, se convierte en irracional, o en un asunto reservado al arbitrio individual.

La teoría social competidora y triunfante - el neoliberalismo - reproduce esta operación de sustracción. En tanto teoría, para explicar la sociedad en su conjunto, tiende a no tomar en cuenta sino la actuación de individuos- concebidos como átomos sociales -que se ponen de acuerdo o compiten entre sí con miras a la satisfacción de sus propios intereses o a la realización de sus privados proyectos de vida. Esta perspectiva considera que, fundamentalmente los objetivos de la sociedad moderna son dos: en primer lugar, proteger la vida, la integridad física y la propiedad de los individuos y, en segundo lugar, garantizar las diversas posibilidades de elección individual de acuerdo a las preferencias o aspiraciones de los sujetos a partir de sus proyectos personales de vida[2]. El agente social es entendido como un elector racional, importa menos el contenido de la elección que la posibilidad efectiva de elegir. El eje de lectura del mundo social se identifica con la dinámica de elecciones y decisiones, necesidades, deseos y su satisfacción en un espacio libre de competencia e intercambio; las resonancias hobbesianas son evidentes, la sociedad como una colección de individuos aislados mutuamente indiferentes, que optan por respetar un conjunto de reglas en virtud de sus intereses egoístas, con la esperanza de convertir la guerra de todos contra todos en libre competencia.

El carácter conflictivo y atomizado de los individuos no se suprime en el contexto de un orden legal, adquiere un nuevo trasfondo de reglas: entonces ellos se asociarán y actuarán en conformidad con sus intereses privados pues, en palabras de Adam Smith: “no es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos procura nuestra cena, sino al cuidado de su propio beneficio. No nos dirigimos a su humanidad, sino a su propio interés, Y jamás le hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas”[3].En ese sentido también este estado de cosas es expresión de un fenómeno que llamaré la analogía económica, dado que la sociedad es entendida a la manera del mercado, un gigantesco escenario destinado a la producción, el consumo y el intercambio (competitivos).

¿Cómo se entiende el razonamiento práctico al interior de este modelo teórico?. Los criterios racionales son puramente instrumentales, tanto en el nivel de los “ciudadanos” así como en el de los gobernantes, consiste en la selección eficaz de los medios para la consecución de los fines (entendidos en términos estratégicos como "objetivos" y "resultados", no en el sentido clásico de "fines últimos"), en el cálculo acertado entre costos y beneficios. En materia de planificación social, dicho cálculo acertado supone un conocimiento especializado que es accesible tan sólo a unos pocos - los técnicos- a aquellos que más allá de toda tiniebla ideológica, se convierten en depositarios del lenguaje neutral que da cuenta de los principios generales que pueden orientar las sociedades hacia la libertad y el desarrollo. La política se convierte así en administración eficaz de los recursos y de los conflictos, y la acción de los gobernantes en comportamiento gerencial. [4]

Antes de continuar con la figura del gerente, permitánme hacer un alto para decir algunas palabras sobre la aspiración a la neutralidad valorativa tan esencial a la mentalidad pragmática. Por razones que son ya un lugar común en la filosofía actual y que se hacen particularmente intensas en teoría social, dicha aspiración resulta fallida. Nunca tenemos los hechos desnudos ante nosotros, sino más bien hechos- con- significado que suponen un trasfondo hermenéutico de creencias y usos linguisticos que no es posible pasar por alto sin más. Constituye una ilusión ingenua - aunque extendida - creer tener ante los ojos (de la mente o del cuerpo) un conjunto de hechos carentes de interpretación, no hay que olvidar que, como advierte MacIntyre “...los hechos, como los telescopios y las pelucas para los caballeros (son ) un invento del siglo diecisiete.”[5]

En teoría social tomar en cuenta estos argumentos supone afirmar que todo discurso práctico - para su propia justificación como para dar cuenta de los asuntos humanos - requiere hacer referencia a bienes, o dicho en términos especulativos, que la presencia de marcos referenciales de valor es condición trascendental de toda teoría de la praxis. Aún el científico social de corte epistémico y galileano tendría que apelar a valores para dar cuenta de los criterios cualitativos en que se apoya para discriminar las cualidades secundarias como irrelevantes respecto de su propia cosmovisión “objetiva”.

El neoliberalismo puede ser entendido en esta línea. El mismo contiene una (no tan oculta) teoría atomista sobre la naturaleza de los bienes. Considera que los bienes son fundamentalmente individuales, a lo sumo convergentes, en tanto que los llamados “bienes sociales” pueden a su vez descomponerse en bienes individuales: de tal manera que perseguimos el bien "b" porque este beneficia a w, x, y z en tanto individuos y sólo indirectamente a los tres como grupo[6]. No puedo detenerme demasiado en estas determinaciones, unicamente señalaré que el atomismo resulta insuficiente para dar cuenta de la diversidad de bienes con los que de facto nos comprometemos: algunos de ellos no son meramente convergentes, sino compartidos, los valoramos por si mismos, porque son expresión de algo valioso que nos es común[7]. Es el caso de la pertenencia a una cultura, remitirse a un ethos que no puede ser parcelado, puesto que nos cohesiona y conecta con el tiempo en tanto totalidad: es nuestro en un sentido más intenso. Es por eso que una las críticas más poderosas al neoliberalismo proviene de los defensores de las identidades culturales: el atomismo impone un modo de vida homogenizante que malinterpreta e intenta dislver los lazos de solidaridad inmanentes a las comunidades. La idea de una sociedad de individuos desconectados, gobernados por administradores especializados, forma parte de una cosmovisión histórica que dista mucho de ser neutral.

II.- La figura del técnico y la república gerencial

Ello nos devuelve al tema del técnico. La metáfora “política’ del buen gobernante como gerente ha adquirido especial popularidad en la actualidad, con matices especialmente preocupantes en el contexto local. Alude a un conjunto de técnicos en materia de administración pública que se sustraen al discurso público, que consideran teñido de ideología, e intervienen directamente en el “mecanismo social”. En una historia nacional que no se ha caracterizado precisamente por la presencia de una cultura legalista arraigada -por una trdición de invocación de derechos o de respeto por las instituciones y los regimenes civiles[8] - la imagen del gobernante - técnico tiende a asumir connotaciones proféticas, mesiánicas, en tanto que tal o cual personaje podría colocarse (o ser colocado) por encima de la ley; sin el lenguaje de los derechos la metáfora del técnico es una invitación a la autocracia. Podríamos decir que la nuestra es una "república gerencial" antes que procedimental.

Sin duda, ciertas creencias instrumentalistas, propias de la cosmovisión neoliberal - como el comportamiento gerencial y en general la analogía económica - al menos en el ámbito del discurso y la actividad política cotidiana se han convertido en un asunto de sentido común. No obstante, considero que encierra profundos malentendidos que es oportuno intentar despejar, tarea que no es nueva: es un viejo motivo crítico fundamental en la filosofía política del s. XX en, por ejemplo, la escuela de Frankfurt, el neoaristotelismo y el posthegelianismo, como puede apreciarse en la obra de J. Habermas, H. Arendt, H. Marcuse, Ch. Taylor, entre otros. Nuestra conciencia filosófica ha entablado ya denodados combates con la razón instrumental.

El neoliberalismo, para justificarse como esquema social consistente, apela a su eficacia. Si conocemos el mecanismo, podemos tomar las medidas para beneficiarnos con su funcionamiento, o evitar grandes reveses. Sin embargo, la lógica del mercado no es del todo cristalina. El cambio y la competencia sólo pueden ser “libres” sobre la base de una igualdad de condiciones y de oportunidades que el mercado mismo no promueve. Requiere de un cuerpo de instituciones y reglas que apunten a ciertos mecanismos redistributivos esenciales[9]. El mercado no puede ser por si mismo el locus natural de la justicia distributiva, puesto que lo que en él se entiende como distribución de bienes según los méritos, supone la condición previa de un cuerpo legal que tome en cuenta otros criterios distributivos como la igualdad (en materia política) o las necesidades (por ejemplo en materia de servicios básicos) que permitan la ulterior actividad económica libre. Sin esa estructura legal, sin esa política de igualación, la noción de mérito pierde su sentido y las fronteras entre la competencia y la guerra hobbesiana pueden hacerse muy estrechas o incluso desaparecer.

III.- La crítica desde el pluralismo

Quiero mostrar que el neoliberalismo presenta múltiples máscaras que, amparadas en su pretensión epistémica, ocultan su carácter profundamente simplificador respecto de la complejidad de las sociedades modernas.Ya he mencionado la primera de ellas, la pretensión de neutralidad valorativa me ocuparé brevemente de la suposición relativa a su proclamación como un sistema social fundado en las libertades políticas democráticas.

La perspectiva crítica que defenderé tiene su fuente de inspiración en la historia misma del liberalismo y no en alguna utopía racional competidora, a fin de mostrar su profunda incoherencia respecto lo que parece ser el hilo conductor de esa historia en la figura de dos de sus ideas rectoras estrechamente vinculadas: el principio de separación de las esferas de vida social y el control democrático del poder. Quiero mostrar que el neoliberalismo se comporta en más de un sentido de modo antiliberal y sugerir en esa línea que acaso no hemos aprendido suficientes lecciones de los sucesos de 1989. Esta estrategia puede ser acusada de ser insuficientemente crítica, pero posee la virtud de remitirse a un relato en el que el propio neoliberalismo se entronca. Acaso el crítico social sea menos un apostol de un deber ser supracontextual que un topógrafo moral[10].

Desde sus inicios, el liberalismo ha diseñado el mapa social practicando lo que el pensador norteamericano Michael Walzer ha llamado "el arte de la separación"[11], esto es, una actitud frente a la sociedad que procura trazar fronteras institucionales a fin de dar lugar a libertades importantes. La separación entre iglesia y estado encontró sentido en tanto se intentaba proteger la esfera de la fe respecto de la política, de tal manera que la lógica de una no colonice la otra: la libertad de conciencia fue el resultado de esta operación. La esfera académica adquirió su propia carta de ciudadanía al aparecer la universidad como institución autónoma y con ello la libertad intelectual; la esfera económica se separó de la política, con el fin de garantizar el libre cambio, de tal manera que el mercado aparece claramente como un escenario social visible.

La separación de esferas tiene por objetivo preservar los bienes internos y los criterios distributivos inmanentes a los significados sociales de cada esfera institucional y evitar la tiranía de la racionalidad de una esfera sobre otra: preservar esas fronteras es una forma importante de observar la justicia distributiva. No puedo pretender acceder a los dones espirituales ofreciendo a cambio dinero: la lógica del costo-beneficio es incompatible con la de la fe; incurriría en un grotesco malentendido la simonía es un pecado. Igualmente el creyente devoto no tiene porqué tener privilegios especiales en el mercado. El dinero o la piedad no suponen por ellos mismos el acceso a los méritos académicos, como recibir un doctorado con calificación summa cum laude, sí el talento y la agudeza. La vena crítica de este argumento - la igualdad compleja[12] de Walzer - apunta a la defensa de una estructura social pluralista que combata una lógica social totalitaria.

Queda bastante claro porqué el neoliberalismo no respeta esta práctica liberal, al privilegiar la dimensión económica del liberalismo por encima de su dimensión política. El arte de la separación no ha sido completado del todo: la racionalidad económica - la racionalidad instrumental - se ha convertido, evidentemente, en la lógica última de los fenómenos sociales, en una suerte de espíritu absoluto. Si seguimos la lógica de la igualdad compleja, no se trata de hacer desaparecer al mercado - bajo ciertas medidas igualadoras y condiciones de equidad, puede ser un espacio genuino de libertad - sino restringir su poder y devolverlo al lugar al que pertenece, el de la producción, el intercambio y el consumo (ello implica expresamente generar políticas distributivas que combatan las formas irrazonables de desigualdad y de exclusión incompatibles con los presupuestos del ejercicio de la libertad económica). Walzer es categórico al señalar que “ la moralidad del bazar esta bien en el bazar. El mercado es una zona de la ciudad, no la ciudad entera. Y se comete un gran error, pienso, cuando la gente (...) pretende su abolición total. Una cosa es desalojar del Templo a los mercaderes, y otra muy distinta desalojarlos de las calles”[13]

En este sentido, el totalitarismo del mercado es tan inadmisible como el totalitarismo de estado desde el punto de vista pluralista que he intentado describir. La analogía económica como fundamento del discurso público en el plano teórico no puede sostenerse. Las imágenes que de ella se derivan - el comportamiento gerencial y el cálculo instrumental - son desafortunadas en el discurso y totalitarias en la práctica: cuando se proyectan sobre la esfera política, simplemente disuelven la especificidad del discurso cívico democrático y la esfera pública misma se repliega hasta desaparecer. La política deja de ser un asunto relativo a la acción común en un espacio abierto a la deliberación en vista al autogobierno ciudadano, deja de ser un asunto de vida buena, de actualización de una historia compartida de creencias, debates y aspiraciones, o de sensibilidad constitucional[14], para convertirse en un asunto de administración y cálculo, con el consecuente silencio ciudadano ante los pronunciamientos del técnico. Esta reacción esta sostenida por la retórica cientificista de los expertos y el explícito respeto por la ciencia imperante en la sociedad[15]. Este juego de relaciones entre la administración eficaz y silencio - complaciente o temeroso- por parte de los ciudadanos se constituye como una forma de despotismo, el despotismo administrativo[16], pues el poder real se distribuye entre los funcionarios gerenciales y el poder efectivo del ciudadano se reduce al tema electoral[17]. Opera en este fenómeno una suerte de olvido de la política, de renuncia al autogobierno y, por lo mismo, la democracia retrocede.

Las consecuencias de este respetuoso silencio ante los técnicos pueden ser - y de hecho son - nefastas. Cuando las decisiones son fruto del cálculo entre costos y beneficios, las personas pueden convertirse en meras variables en dicho cálculo. Esto es particularmente revelador al interior de un modelo social que considera como el indicador del desarrollo humano una cifra, el PBI per capita[18]. Cuando el técnico atiende al funcionamiento del mecanismo social a partir de sus lineamientos universales, pierde la perspectiva de la particularidad, la contingencia y la fragilidad de la vida humana, esto es, su carácter concreto. Este peligro fue vislumbrado ya en los primeros tiempos del capitalismo y las revoluciones industriales; ya en 1829, Thomas Carlyle advertía que la comprensión del actuar humano desde el paradigma cuantitativo y del cálculo utilitario llevaría a los hombres a asumir una actitud insensible frente a sus congéneres y a su propio entorno natural y social: "Si se nos pide que caractericemos nuestra época en un solo epíteto, estaríamos tentados a llamarla la Era Mecánica… El mismo hábito regula no solamente nuestra manera de actuar, sino también nuestra manera de pensar y de sentir. Los hombres se desarrollan mecánicamente no sólo en las manos, sino también en la mente y el corazón"[19].

En esta línea de pensamiento objetivista el individuo particular es visto no como un entramado narrativo de relaciones, valores y experiencias; por el contrario, se convierte en una abstracción mensurable y manipulable - descendiendo a la categoría de cifra o de artefacto [20] - al interior de un sistema algoritmico que tiene que funcionar conforme a sus impersonales y objetivas leyes: para la mentalidad instrumental, el hombre concreto pierde sus atributos reales, convirtiéndose en una entidad vacía; a lo sumo, en la “x” de una ecuación macroeconómica. Si las cifras arrojan "buenos resultados", entonces valen la pena los sacrificios, y ya sabemos lo que ello significa. El problema radica en que aquello que significa "arrojar buenos resultados", esta determinado por la lógica misma de ese sistema de abstracciones. Sólo en esta línea pueden entenderse frases cotidianas como "la economía anda muy bien, pero a la gente le va muy mal". Cuando la eficacia exige sacrificios de importantes sectores de la población, a menudo la respuesta del planificador - gerente es que no hay otra manera de proceder, no hay otra salida, porque esa es la salida técnica: es el precio de la eficacia. De esta manera, la perspectiva "pragmática" no sólo constituye un caso particularmente grave de miopía e infradeterminación filosófica, sino un modo de proceder altamente insensible a las formas más básicas de respeto hacia lo humano. Para una de las vetas espirituales constitutivas del mundo de vida moderno - al menos tan importante como el desarrollo de la mentalidad científica - una de las fuentes de nuestro horizonte valorativo cuya expresión política es la invocación de derechos fundamentales, que las personas pasen a ser concebidas como abstracciones al interior del sistema constituye un atentado contra el reconocimiento debido y la dignidad de la vida humana. En situaciones como esa la encarnación práctica de la eficacia instrumental colinda con la crueldad.

Judith Shklar, notable fenomenóloga de la moral contemporánea, ha señalado que la peculiaridad valorativa de las sociedades liberales - en tanto depositarias de una cultura antropocéntrica y al menos en apariencia secular - consiste en encarnar formas de vida que han puesto a la crueldad como el primero de todo los vicios[21]. El sistema de derechos y la separación de las esferas pretenden proteger a la persona humana del daño, la angustia y el temor. El rechazo moral de la crueldad como el sumo mal es una invocación que ha brotado desde la particularidad, desde un modo de vida situado - la cultura moderna -, a partir de una cosmovisión ética que ella llama "liberalismo del miedo" que ha interpretado y evaluado de cierta manera la contingencia de la vida humana Esta perspectiva expresa “..un juicio hecho dentro del mundo en que la crueldad ocurre como parte de la vida privada normal y de nuestras prácticas públicas cotidianas”[22] . No apela en su justificación a un punto de vista neutral o epistémico, sino a una hermenéutica crítica de las creencias sustantivas que son constitutivas de nuestro mundo de vida. Llama la atención sobre otra fibra sensible de nuestro sentido común.

IV.- En defensa de lo particular: el modelo de la phronesis

¿Cómo enfrentar tal situación? Tomando en cuenta los recursos conceptuales disponibles en la tradición democrática, no encuentro una alternativa más plausible que la recuperación de lo político, la recuperación del horizonte propio de la acción cívica y deliberativa. Ciudadanos que a través de la acción y el discurso puedan defender la autonomía de las esferas y el lugar fundamental en la vida social de lo contextual y lo contingente, a fin de que no sea engullido por lo cálculo epistémico. Ello supone luchar por preservar aquellos bienes que, siendo inconmensurables respecto del cálculo instrumental o de los bienes de la eficacia son - precisamente por ello - considerados por la comunidad como esenciales para una vida humana valiosa. Estas consideraciones requieren de un modelo de racionalidad práctica no epistémico, sino más bien phronético, prudencial.

Desde el punto de vista de la phrónesis importa menos el cálculo entre medios y fines que desarrollar - en palabras de Martha Nussbaum -“ (la) capacidad de reconocer las características prominentes de una situación compleja”[23]. Los criterios de evaluación práctica no pueden dar la espalda a los contextos, a las opiniones de los implicados, las posibles consecuencias de la acción y a los valores que están en juego, pues se trata de deliberar acerca de ellos a fin de tomar decisiones correctas, compatibles con el buen vivir: por ello para Aristóteles la phrónesis encarnaba una especie de sabiduría. No hay razón para pensar que esa manera de entender la praxis y la aplicación de principios no sea plausible y provechosa para el mundo de hoy, después de todo - hasta donde sabemos- la vida humana sigue siendo vulnerable, contingente, intersubjetiva, arraigada en un ethos e irremediablemente compleja. [24] En este caso, en nuestro mundo espiritual, la phrónesis apunta a establecer - en nombre de lo particular - que bienes se hayan en conflicto y el cumplimiento de cuáles entre ellos nos alejan de la crueldad. Una evaluación de este tipo no es compatible con un procedimiento matemático, requiere de un examen de lo particular que incorpore la experiencia pasada y las articulaciones de valor socialmente compartidas, indesligables de sus contextos originarios. Extiende el razonamiento a los fines y no solamente a los medios. [25]

Esta forma de entender la racionalidad práctica y la vida política requiere de escenarios sociales diferentes al mercado en lo que respecta a su naturaleza y alcances. La acción ciudadana requiere de espacios públicos, espacios abiertos a la exposición de disensos y consensos a través de la palabra y la acción[26]: en ellos no perseguimos bienes eminentemente individuales, esencialmente competitivos ("exteriores" en términos de Aristóteles), sino bienes compartidos, que son resultado de la interacción dialógica, de la actualización de aquello que nos es común. ¿ En qué ámbito de la sociedad es posible, encontrar, potenciar o aún construir tales espacios? Sería ingenuo responder que tal lugar natural es el estado. Decir que la gerencia es una mala metáfora del actuar político no implica que esta no tenga una encarnacióm práctica. El estado moderno ha engendrado su propia lógica burocrática. Son más bien las instituciones de la sociedad civil, el conjunto de asociaciones libres que se sitúan entre el individuo y el ámbito estatal - las universidades, los colegios profesionales, ONGs, las comunidades religiosas, etc.- los escenarios que, en el horizonte de la sociedad moderna pueden resultar propicios para la acción política. Desde esos espacios institucionales los ciudadanos pueden intervenir en el debate público configurando mecanismos de presión democrática o llamando la atención de la opinión pública sobre determinados aspectos críticos en los programas vigentes o en programas alternativos - iniciativas colectivas que eventualmente influyan en la esfera del poder - con el fin de que las decisiones políticas no se tomen a sus espaldas.

Con esto no quiero decir que en materia de planificación social los criterios técnicos tengan que ser desplazados, en absoluto: no tomarlos en cuenta implicaria desconocer la relevancia de la tecnociencia en la vida contemporánea, incluído su potencial liberador. La eficacia tiene un lugar imprescindible en las sociedades modernas, pero siempre ella está al servicio de programas a los que subyace la idea de una sociedad deseable que puede ser muy diferente de lo que los ciudadanos tienen en mente. Ese es un asunto que requiere de deliberación pública: ellos tendrán algo que decir al respecto. Abandonar la eficacia a sus propias fuerzas, de tal manera que exceda sus propias funciones y se convierta en el criterio único y último de lo político no resulta compatible con la racionalidad democrática. El poder político de los técnicos no puede ser ilimitado e indiscutible, de modo que no quede lugar para el ejercicio de la ciudadanía. En el juego de fuerzas político, los bienes de la techne y los de la phronesis (así como sus espacios correlativos el mercado, el estado y la sociedad civil) se definen en tensión y conflicto[27]. El preservar ese equilibrio bien puede ser uno de los grandes retos de nuestra vida en común.

Como la fascinación por la tecnociencia y la búsqueda del punto de vista objetivo ocupan lugares centrales en el imaginario teórico - práctico de nuestra conciencia histórica,- pues son todavía expresión de un segmento fundamental de las aspiraciones y las creencias de nuestra época - me temo que la defensa contemporánea del modelo de la phronesis y de la democracia deliberativa posee el sello de discurso marginal e incluso contracultural, al menos fuera de la Academia, su lugar de origen. No obstante, tal modelo podría florecer en un terreno adverso si es que extendemos el debate sobre los bienes y nuestros modos de concebir la sociedad fuera de las fronteras de la universidad hacia otros espacios públicos. Sólo así la analogía económica puede dejar de formar parte de nuestro sentido común.

NOTAS.-

(*)El presente ensayo fue presentado bajo el título Eficacia y política. Sobre las máscaras del pragmatismo político en el marco del VII Congreso Nacional de Filosofía realizado en la Pontificia Universidad Católica del Perú entre el 3 y el 7 de agosto de 1998. Publicado en Santuc, Vicente, Gamio, Gonzalo y Chamberlain, Francisco Democracia, sociedad civil y solidaridad Lima, CEP 1999; pp.209-229. La presente versión contiene alguna pequeñas modificaciones.

[1] Sobre los problemas propiamente epistemológicos de esas consideraciones, consúltese Rizo-Patrón, Rosemary "Ciencia, progreso y exilio del sujeto" en: ARETÉ Vol. VI, N°2 1994; pp.273-300. Su influjo en el ámbito político ha sido desarrollado en Santuc, V. ¿Qué nos pasa? Ética y política, hoy Lima, CEP 1997, capítulo I.
[2]Cfr. Bellah, Robert y otros Hábitos del corazón Madrid, Alianza 1989: p. 334.
[3] Smith, Adam La riqueza de las naciones citado por Carlos Rodriguez Braun en su introducción a La teoría de los sentimientos morales Madrid, Alianza Universidad 1997; p. 20.
[4] El personaje del gerente ha sido desarrollado con detenimiento por Alasdair MacIntyre, cfr. Tras la virtud Barcelona ,Crítica 1987; cap.3.
[5] MacIntyre, Alasdair Justicia y Racionalidad Barcelona, Ediciones internacionales Universitarias 1994; p.340.
[6] Estoy en deuda en este punto con el artículo de Charles Taylor “La irreductibilidad de los bienes sociales” en: Argumentos filosóficos Barcelona Paidós 1997; pp.275-297.
[7] El tratamiento de los vínculos de compromiso social por parte de los ideólogos del pragmatismo político constituye un ejemplo bastante sintomático de la actitud neoliberal respecto de los lazos comunitarios. Friedrich Von Hayek sindica a la solidaridad como un valor vetusto, propio de civilizaciones primitivas y de grupos sociales reducidos, pero anacrónico y extremadamente perjudicial aplicada a la sociedad moderna, en donde los lazos parecen ser únicamente instrumentales. Según este autor la supervivencia contemporánea de la aspiración a la solidaridad no es otra cosa que "un rezago emocional de los sentimientos primitivos del grupo pequeño de cazadores o recolectores, donde efectivamente todos debían trabajar para servir las necesidades visibles de sus prójimos visibles". Incluso el título de su artículo - La higiene de la democracia- es bastante revelador, puesto que la solidaridad y la pertenencia serían , en el relato de Hayek, valores que forman parte de las impurezas que debe eliminar la "democracia técnica". Aquí encontramos sin duda una grave simplificación respecto de la comprensión de las relaciones sociales modernas (incluso diría que de las relaciones humanas en general) en donde los términos como comunidad y solidaridad todavía puede encontrar un lugar relevante, especialmente en el campo de la política y la sociedad civil, como espero mostrar más adelante. Cfr. Von Hayek, Friedrich " La higiene de la democracia" en: De Soto, Hernando (Editor) "Democracia y economía de mercado" Lima, ILD 1981; pp. 29 y ss (la cita es de la p.30).
[8] En torno a este punto son interesantes los planteamientos de Guillermo Nugent en su polémico y a la vez sugerente libro El poder delgado ( Lima, Fundación Friedrich Ebert 1996): allí Nugent intenta mostrar cómo los razonamientos de tipo legal se vinculan necesariamente con una cultura de la escritura, y cómo la existencia de una cultura de esta clase se convierte en problemática en una nación en donde - al parecer - la primera y más decisiva línea recta de nuestra historia fue trazada en el contexto de los sucesos de la isla del Gallo. Otra investigación reciente y relevante sobre el tema de legalidad y ciudadanía - en una línea de argumentación diferente - lo constituye el libro de Sinesio López Ciudadanos reales e imaginarios (Lima, Instituto de Diálogo y propuestas 1997); un estudio especialmente iluminador sobre estos temas al interior de una interpretación crítica de la historia del Perú desde el s.XVI en adelante lo constituye el libro de Hugo Neyra Hacia la tercera mitad (Lima, SIDEA 1996).
[9] Aquí es pertinente tomar en cuenta los análisis de Nancy Fraser sobre la necesidad de pensar en términos de justicia redistributiva en materia de riqueza para asegurar la participación democrática y económica de los ciudadanos. Cfr. Fraser, Nancy Justice interruptus New York & London, Routledge 1997.
[10] He tomado el término “topógrafía moral”de Charles Taylor. Cfr. Taylor, Charles Fuentes del yo Barcelona Paidos 1996; cap.5. Cfr. asimismo sobre el tema de la crítica social Walzer, Michael La compañía de los críticos Buenos Aires, Nueva Visión 1993;hemos desarrollado este punto desde una perspectiva epistemológica en nuestro breve artículo" El lugar de la crítica" en: HYBRIS N° 1 (1997) pp. 9-12.
[11] Cfr. Walzer, Michael “El liberalismo y el arte de la separación” en: Opciones # 16.Noviembre de 1991; pp.27-44.
[12] Walzer, Michael Esferas de la Justicia. México, FCE 1993. Ver también Miller, D. y Walzer,M.(Comps.):Pluralismo, justicia e igualdad México, FCE 1996.
[13] Ibid p. 120.
[14] Hemos desarrollado este punto en mi artículo " Explorando la democracia. Filosofía, liberalismo y ciudadanía "recogido en Santuc, Vicente, Gamio, Gonzalo y Chamberlain, Francisco Democracia, sociedad civil y solidaridad (op. cit.; pp. 145-162) y originalmente publicado en: HYBRIS N° 2(1998 ) Lima,; pp. 16-23.
[15] Cfr. Santuc, Vicente . ¿Qué nos pasa? Ética y política op. cit.
[16] El término proviene de Tocqueville, de su La democracia en América ( Madrid, Sarpe 1984; 2 tomos).
[17] Cfr. Bellah, Robert y otros op.cit. especialmente la sección dedicada a la "sociedad nacional". Sobre el caso peruano, cfr. Alayza, Rosa "Política y globalización" en: PÁGINAS n° 153 pp. 33 -40.
[18] Es ta perspectiva se discute en Nussbaum, M. y Sen, A. (Eds.) La calidad de vida México, FCE 1996; ver especialmente la introducción y el artículo de Sen "Vidas y capacidades". La búsqueda de indicadores cualitativos de bienestar aproximan este enfoque con las concepciones clásicas del bien humano, en especial con la eudaimonía griega.
[19] Carlyle, Thomas " Signs of the Times" citado en: Bullock, Allan La tradición humanista en Occidente Madrid, Alianza 1989; p.121.
[20] Martha Nussbaum ha elaborado un sugerente estudio sobre la crítica del economicismo en Tiempos difíciles de Charles Dickens en su artículo La imaginación literaria en la vida pública” en: Isegoría 11(1995) pp.42-80.
[21] Shklar, Judith Vicios ordinarios México, FCE 1990. Cfr. asimismo su agudo artículo "El Liberalismo del miedo" en: Rosenblum, Nancy El liberalismo y la vida moral Buenos Aires, Nueva Visión 1993; pp. 25-40.
[22] Ibid. p. 23.
[23]Nussbaum, Martha” El discernimiento de la percepción. Una concepción aristotélica de la racionalidad privada y pública “ en: Estudios de filosofía (U. de Antioquía) N°11 1995.;p. 130.
[24] [24] Llegado a este punto alguien podría objetar el horizonte hermenéutico - conceptual que presupone la estrategia argumentativa - narrativa que estoy desarrollando. Podría sostenerse en mi contra que no he dado cuenta de las razones que me llevan a vincular uno de los relatos que defiendo - la concepción pluralista de la justicia y el liberalismo del miedo - con aquel que plantea la exigencia de tomar en cuenta la phrónesis como modelo de racionalidad práctica; podría objetárseme, en suma, que estoy dando forma a una "cosa postiza", que al combinar liberalismo y neoaristotelismo estoy incurriendo en una especie de incómoda melánge conceptual. Aunque no puedo dar aquí una respuesta detallada a esto ( lo haré en otra ocasión) quiero si ofrecer algunas pistas. En primer lugar la igualdad compleja supone, para su aplicación, la disposición de criterios de evaluación práctica que permitan interpretar y hacer uso de los vocabularios críticos al interior de las esferas sociales y las prácticas que los sostienen, esto es, el conjunto de habilidades que son propias del phronimós - el reconocimiento de las determinaciones de la situación y de qué bienes se hayan en juego en ella - y que no pueden desligarse de los asuntos relativos a la justicia distributiva: Aristóteles comparaba sus criterios de evaluación y aplicación con los instrumentos de medición de los arquitectos lesbios, cintas flexibles que poseían la virtud de adaptarse mejor a cualquier superficie que una regla estática; creo que lo mismo puede decirse de los criterios de lectura de los principios distributivos de las esferas sociales. En segundo lugar, considero que no tenemos buenas razones para pensar que el modelo teleológico - contextual de la phrónesis sólo puede florecer al interior de la polis antigua. De hecho, ello lo convertiría en una concepción de exclusivo interés anticuario: Aristóteles, como ningún otro, ha puesto énfasis en la contingencia, fragilidad y complejidad de la vida humana y esa preocupación ha hecho posible que autores provenientes de contextos vitales diferentes - Maimónides, Tomás de Aquino, Hegel, y actualmente Ricoeur y Nussbaum - hayan recogido de modo sistemático su visión de la racionalidad práctica para integrarla a su propia reflexión.
[25] Cfr. Martha La fragilidad del bien Madrid, Visor 1995 revisar el cap. 10; asimismo cfr. Wiggins, David “La deliberación y la racionalidad práctica” en: Raz, Joseph El razonamiento práctico México FCE 1986 pp. 267-283 .
[26] Cfr. mi "Explorando…" op. cit..
[27] La figura conceptual de esta "tensión" constituye lo que he denominado - desde el neoaristotelismo - un conflicto de bienes, la situación deliberativa que contempla la oposición de dos formas de comprender o de ejercer valores heterogéneos que exige la jerarquía de uno de ellos sin la eliminación ni la trivialización del bien que resulta subordinado. Me ocupo de estas consideraciones en "La sustancia ética. Vida buena, libertad subjetiva y sociedad moderna" en: Santuc, Vicente, Gamio, Gonzalo y Chamberlain, Francisco Democracia, sociedad civil y solidaridad (op. cit .pp.55-88) y con mayor precisión en "Ética y fenomenología. Consideraciones críticas sobre filosofía práctica" (en preparación). Espero haber ofrecido aquí argumentos suficientes en la dirección de la preeminencia de los bienes de la phronesis sobre los de la mera pericia pragmática.