viernes, 22 de abril de 2016

BORGES Y LA AUSENCIA





Gonzalo Gamio Gehri


Hemos discutido aquí el legado de grandes poetas en torno a la nostalgia: Goethe, Novalis, Wordsworth. Hace poco, me encontré con un extraordinario poema de Borges, que no conocía, Ausencia, y que, con sencillez recoge el carácter de la nostalgia. Es un poema de amor perdido, que evoca con dolor la ausencia del amor.

Habré de levantar la vasta vida
aún ahora es tu espejo:
que cada mañana habré de reconstruirla”. 

Es el sentimiento de la pérdida en el día a día, la ausencia de la amada en las horas y en los días, la pérdida de sentido que eso ocasiona, la pérdida del mundo, quizás.  Cuando uno ha leído a Borges uno espera encontrarse con un autor que cuenta historias con extrema sutileza y erudición, no con alguien que permite ver su alma destrozada en un poema tan transparente como éste. Los lugares transitados en tardes tibias, las calles se convierten en caminos impersonales sin brillo. La música que escuchaban juntos se ha tornado en una mera huella que debe ser ignorada para que el autor pueda seguir adelante, o pueda pretender hacerlo.

“Desde que te alejaste,
cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, iguales
a luces en el día.
Tardes que fueron nicho de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos”.


El último párrafo es de un particular quebranto. La ausencia se convierte para Borges en un horizonte que lo abarca todo, del cual no es posible – ni pensable – escapar. Aquí uno encuentra un cierto eco de Novalis. La alusión al mar y al sol sin ocaso son interesantes y notables. Un sol que brilla y quema sin pausa ni cuartel.

“¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde”.



jueves, 21 de abril de 2016

ESTADO LAICO Y CULTURA POLÍTICA






Gonzalo Gamio Gehri [1]


Es común que en nuestro país las comunidades religiosas pretendan intervenir en el desarrollo de las políticas públicas. Sus líderes intentan justificar su acción aduciendo que estas iglesias representan el punto de vista de millones de peruanos. En ciertas ocasiones, exhiben su importante nivel de convocatoria con marchas y eventos en los que formulan sus juicios sobre la materia ante sus fieles. Esta clase de situaciones de conflicto nos lleva a preguntarnos cuál habría de ser el lugar de las religiones y sus instituciones en una sociedad democrática.

Las sociedades liberales suelen erigir Estados laicos o aconfesionales. Se trata de sistemas legales y políticos que no cuentan con una “religión oficial”, sino que se comprometen a proteger rigurosamente la libertad y el derecho de los ciudadanos a creer y a no creer, a ingresar en iglesias o a abandonar las comunidades religiosas o cosmovisionales de acuerdo con los dictámenes de su conciencia. Estas sociedades reconocen una clara frontera institucional entre los fueros del Estado y los de las iglesias. La política pública no debe ser diseñada a partir de las canteras doctrinales de un credo en particular, dado que el Estado democrático actúa en conformidad con la satisfacción de los derechos y las oportunidades de cada persona, y no privilegia exclusivamente las expectativas de un grupo social, aunque éste sea mayoritario. Atender de manera prioritaria a la voz de un colectivo confesional puntual implicaría discriminar a los demás.

Los conservadores religiosos sostienen que esta defensa de la laicidad constituye una invitación a una suerte de rechazo de lo espiritual en la vida social, una especie de institucionalización del desplazamiento de la esfera de la fe hacia lo meramente individual. Esa suposición es falsa. El tema espiritual no es estrictamente “privado”; es un asunto específicamente social. Cuando se señala que el Estado democrático debe garantizar las libertades de creencia religiosa y de visión del mundo - en tanto se declara ‘neutral’ en términos doctrinales - no se está pretendiendo acallar la voz de las religiones y las visiones del mundo en materia de justicia. Se sostiene acertadamente que el lugar de la creencia religiosa y de visión del mundo es la sociedad civil, los espacios de deliberación y formación de juicio común en materia de construcción de saber, el discernimiento del sentido de la vida, el mundo del trabajo, etc. Las Universidades, los colegios profesionales, los sindicatos, las organizaciones no gubernamentales, las iglesias, son instituciones que pertenecen a este ámbito social.  Es perfectamente  posible que desde estas organizaciones se construyan argumentos, o se reivindiquen derechos y libertades que puedan ser recogidos por la instancia política, en la medida en que se formulen en el registro del lenguaje de la razón pública, el léxico de una cultura política que involucra a todos los ciudadanos que actúan y reflexionan al interior de una comunidad democrática, simétrica e inclusiva. Es precisamente lo que hizo Martin Luther King Jr. en los Estados Unidos en el contexto de la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos en los años sesenta: su mensaje planteó una serie de exigencias de justicia básica y florecimiento humano que se nutrían de una fuente bíblica – los libros proféticos, el propio Evangelio -, pero que asumían estrictamente el lenguaje cívico de la igualdad y la libertad universales, presente en la carta constitucional, en la cultura de los derechos humanos y en el legado ético – político de las democracias. Este mensaje inclusivo convocaba a todos los ciudadanos, no solamente a los creyentes.

En el Perú, la afirmación del Estado democrático como laico es aún una tarea inacabada. Se defiende con frecuencia la neutralidad estatal en materia religiosa y de visión del mundo, pero se mantienen prácticas que son expresamente incompatibles con este principio, como establecer que en el plan de estudios de las escuelas públicas se dicte en curso de religión planteado en términos de difusión de un credo particular, o permitir que las festividades nacionales incluyan (en un nivel institucional) la celebración de un ritual religioso puntual, como la célebre Misa y Te Deum. El discurso del reconocimiento de “instituciones tutelares” de la patria – Fuerza Armada e Iglesia Católica – forma parte todavía – lamentablemente – del imaginario implícito de buena parte de nuestros “sectores dirigentes”, a pesar de ser expresión de un sistema ideológico autoritario, completamente incompatible con el ethos democrático, basado en la idea de la autonomía de los ciudadanos. Se trata de un discurso reaccionario, que alimenta la exclusión social y política en un país de instituciones frágiles. Necesitamos examinar rigurosamente las diversas aristas nuestra cultura política ordinaria, para construir una genuina ética cívica, fundada en el irrestricto derecho al autogobierno. Se trata de un aspecto fundamental del proceso mismo de edificación estricta de una auténtica democracia liberal.

(Publicado en Ideele).




[1] Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.

viernes, 15 de abril de 2016

EL DEBATE EN TORNO A LA LAICIDAD DEL ESTADO LIBERAL






REFLEXIONES FILOSÓFICAS


Gonzalo Gamio Gehri   [1]


Una democracia plena requiere – entre otras (muchas) cosas – un Estado laico, respetuoso del pluralismo religioso y de visiones del mundo, en el marco del respeto de la libertad y la igualdad de cada uno de sus ciudadanos. La existencia de un Estado laico – un Estado estrictamente aconfesional – constituye una condición necesaria (no suficiente) para la construcción de una sociedad democrática y liberal. El tema de la laicidad debe ser asumido con toda rigurosidad conceptual y honestidad intelectual. Es una lástima que en plena campaña electoral este asunto se discuta con poco o ningún cuidado por nuestros políticos. El problema es que los columnistas de opinión que se han referido a este tema tampoco lo enfrentan en términos conceptuales, y prefieren abordarlo ideológicamente, identificando la defensa de un Estado aconfesional con una  política de “hostilidad hacia el cristianismo”. La mejor forma de clarificar este problema y examinar sus consecuencias prácticas pasa por devolverlo al terreno de los argumentos.

Permítanme recapitular la idea central que está en juego en esta discusión, a partir de algunas reflexiones anteriores que he desarrollado sobre este problema[2]. Un Estado es laico si cumple con tres condiciones. 1) Si no existe una religión oficial; 2) si se protege la libertad religiosa y la libertad de conciencia de los ciudadanos; 3) si existe genuina  independencia entre el Estado y las iglesias. El Estado democrático no se pronuncia sobre asuntos religiosos y de visión del mundo, de modo que el diseño de las normas y las políticas públicas no proviene de consideraciones de doctrina religiosa. El Estado democrático liberal se cimenta en principios de justicia y valores públicos, edificados sobre la base de un consenso entrecruzado en condiciones de “pluralismo razonable” (Rawls). Tales principios y valores no abarcan el sentido de la totalidad de la vida o la estructura del cosmos; se refieren únicamente a los cimientos de la razón pública y a las bases normativas e institucionales de la convivencia en una sociedad diversa. Otorgar algún privilegio a una perspectiva religiosa puntual o a una iglesia específica implicaría violar uno de los principios básicos de una democracia liberal, que el Estado trate de igual forma a cada uno de los ciudadanos. La democracia liberal no desestima con ello el importante rol de las religiones y visiones del mundo en la vida de las personas, sólo considera que el vínculo religioso y de cosmovisión es un asunto ajeno al ámbito de acción específico del Estado; corresponde a los espacios deliberativos de la sociedad civil el tratamiento y discusión de los temas espirituales y de sentido de la vida; no se trata, tampoco, de asuntos meramente privados.

La relación entre el Estado democrático y las iglesias, no es, pues, de hostilidad, sino de colaboración inter-institucional allí donde no se compromete la neutralidad doctrinal  del propio Estado. La sugerencia de que la preocupación por la constitución de un auténtico Estado laico supone la promoción de alguna clase de enfrentamiento ideológico con los creyentes proviene de la evidente caricaturización de la idea de la laicidad. A menudo se contrasta la “laicidad” – perspectiva que acabamos de describir – y el “laicismo” (la actitud hostil frente a lo religioso), sin detenerse demasiado en desarrollar conceptualmente este contraste, pues – en la pluma de numerosos críticos - los defensores de la neutralidad liberal en materia de religión y cosmovisión son etiquetados como “laicistas”, generadores de una suerte de “des-espiritualización” de la sociedad. Los partidarios del pluralismo liberal son comparados tendenciosamente con los funcionarios comunistas que se propusieron prohibir la práctica de las creencias religiosas en las primeras décadas del siglo XX.

Una columnista de un portal tradicionalista, Karina Flores Yataco, plantea las siguientes preguntas en torno a las potenciales acciones de un Estado laico. En ellas puede reconocerse un propósito polémico antes qué explicativo, pero a la vez ellas ponen de manifiesto con claridad el nivel de crispación y conflictividad que caracterizan este debate en la hora presente en el país:

“Entonces si el Estado es laico, por qué no quitan todos los símbolos religiosos, o retiran las fechas religiosas del calendario nacional, por qué permiten procesiones en el país, porqué tiene que haber presencia de la Iglesia en la sociedad”[3].

El carácter retórico de las inquietudes que consignan las declaraciones citadas es evidente. Un tratamiento académico riguroso del tema exigiría hacer precisiones importantes en torno al cultivo de la neutralidad que se espera de un Estado laico y el ejercicio de la libertad religiosa qué éste debe proteger y consolidar. Esta clase de simplificaciones precisamente impide el tipo de esclarecimiento intelectual que el problema de la laicidad requiere. Resulta imperativo examinar casos de naturaleza distinta. Ciertamente resultaría absurdo para una democracia liberal prohibir la realización de una procesión religiosa en las calles, pero sí tendría sentido sostener que en la escuela pública no debería impartirse un curso de religión de corte catequético en el que se difunda sólo un credo particular, pues el espacio estatal debe ser plural y aconfesional; sí tendría sentido, en cambio, el desarrollo de un curso más amplio y dialógico sobre el contenido de las “grandes religiones” y su lugar en el horizonte de las culturas humanas.

Otros críticos desarrollan sus puntos de vista desde una perspectiva más abiertamente conservadora, que acaso revela la presencia de una cierta nostalgia por el Estado confesional. En una tradición intelectual que se remite a V. A. Belaúnde, Martín Santiváñez  - Decano de la Facultad de Derecho de una universidad de la capital - sostiene que la discusión local sobre el Estado laico enfrentaría a la Iglesia con sus enemigos en el plano cultural y político, los suscriptores de una “alianza liberal-progresista (…) que busca dividir hasta la enemistad al Estado y la Iglesia[4]. Esta actitud lesionaría gravemente la cohesión de la sociedad, dado que – afirma el columnista de El montonero - “ninguna sociedad se explica sin el hecho religioso”. 

Esa última frase requiere de una argumentación que la sostenga, puesto que, formulada escueta y aisladamente, se revela solamente como una aseveración dogmática más. En un mundo social e intelectual plural, una tesis como esa debe ser discutida con esmero. No resulta claro que la sociedad esté estructurada desde el hecho religioso, o que deba regirse desde criterios de origen teológico; de hecho, la explicación de la sociedad y de su organización política descansa sobre fuentes seculares, al menos desde el siglo XVII hasta el día de hoy. Dicha tesis tradicionalista no sólo resulta controvertida para académicos y ciudadanos que no comparten racionalmente esas premisas teológicas, sino que incluso puede ser cuestionada desde los derroteros espirituales que están a la base del propio Concilio Vaticano II, que plantea de modo explícito la “autonomía de lo temporal”, en términos sociales y políticos.

Santiváñez arguye que “la religión es un componente fundamental de toda sociedad, por lo tanto, el Estado no puede vivir de espaldas a la religión”. Esta es una afirmación algo más matizada que la anterior. No obstante, ella reproduce veladamente la idea de que la neutralidad estatal en materia de religión y cosmovisión supondría el desconocimiento (o la indiferencia) frente a la relevancia de las religiones y las visiones del mundo en la vida de los individuos. En el fondo esta tesis es víctima de una confusión: ella presupone erróneamente que la consolidación de la neutralidad estatal implicaría necesariamente la generación de alguna clase de deterioro de la práctica religiosa en la sociedad, o que se bloquearía cualquier tipo de cooperación inter-institucional entre las iglesias y la instancia pública. Ello, por supuesto, no es cierto. Las iglesias forman parte de la sociedad civil – junto a las universidades, los colegios profesionales, los sindicatos y otras organizaciones sociales -, y desde ella participan activamente en el debate colectivo sobre el bien común, el florecimiento humano, el trato equitativo y otros temas que conciernen a la comunidad entera, temas que interesan por igual a las instituciones sociales y a las organizaciones políticas, y que pueden ser incorporados en la agenda pública. Su voz es importante en un espacio simétrico de interlocución que convoca a diversas voces involucradas con la reflexión cívica sobre temas de interés común que puedan ser relevantes para la consecución del bien público[5].  

Pero la perspectiva conservadora no renuncia a una pretensión política más totalizadora, que recuerda algunos de los objetivos políticos del antiguo Estado confesional. A su juicio, la Iglesia católica, como promotora de la verdad, transmite un mensaje que debe ser escuchado, recogido y ejecutado por el Estado sin mayor dilación, dada la grave situación que afrontaría la sociedad. “La crisis moral que atraviesa el Perú”, señala Santiváñez, “se debe al olvido del idioma estatal, a la postergación del lenguaje político por parte de los cristianos (…). Solo el cristianismo es capaz de iluminar las realidades temporales de la política y precisamente por eso, la Iglesia tiene el deber de pronunciarse sobre el descarrilamiento de los políticos y la creciente inoperancia del Estado”. El autor decreta – sin la mediación de justificación alguna - el protagonismo de una única visión de la existencia en el proceso social y político de solución de los problemas de nuestra sociedad y ‘el logro de su destino’. La contundencia de estas aseveraciones – que parecen no admitir revisión ni discusión -, así como el tono apocalíptico del fraseo revelan que se trata de una interpretación de la política completamente incompatible con la condición de “pluralismo razonable” que constituye la base de una sociedad democrática y liberal.  

La Iglesia tiene que defender TODA LA VERDAD y existe, ¡claro que sí!, una verdad política, una verdad jurídica y como madre y maestra, la Iglesia está en todo su derecho, el de la libertad religiosa, de pronunciarse sobre todo lo humano”.

Estoy en desacuerdo con estas afirmaciones por dos razones fundamentales. La primera, porque el columnista atribuye a la Iglesia católica un “rol tutelar” que no se condice con el espíritu de las democracias, que tiene en gran valía el cultivo de la autonomía de las personas, la capacidad de los individuos de examinar críticamente sus formas de pensar y de actuar. Los ciudadanos que forman parte de una sociedad democrática suscriben diferentes credos – no solamente el de la Iglesia romana -, y algunos han decidido libremente no tener una fe religiosa. No todos van a compartir las convicciones referidas a lo divino o a lo humano que formula ante sus seguidores dicha comunidad espiritual; vivimos en tiempos en los que la suscripción de una fe no constituye un “hecho” que pueda darse por sentado sin cuestionamientos racionales: vivimos en tiempos seculares, en los que la localización de la religión en la cultura moderna no es más un dato incontrovertible[6]. Los ciudadanos comprometidos con el Estado constitucional de derecho reconocen la fuerza ética de las leyes y del sistema de instituciones que organiza la sociedad, así como comparten los valores públicos que constituyen su condición de agentes sociales y políticos. La base de una comunidad política democrática no puede ser de naturaleza esencialmente religiosa.

La segunda razón tiene que ver con mis propias reservas filosóficas sobre el denso  aparato teórico de corte metafísico que Santiváñez asume sin discusión alguna. A su juicio, la verdad sencillamente ‘está allí’ – en todas sus manifestaciones – y necesita una institución religiosa que la defienda y administre. No tengo nada en contra de la idea de verdad, ni en el plano religioso – soy un creyente -, ni tampoco en el plano intelectual. Como filósofo, pienso que la verdad constituye uno de los fines superiores que persigue una vida humana digna de ser vivida. Lo que me preocupa de posiciones como las que comentamos es que no se debe abusar del concepto de verdad, presuponiendo su sentido y alcances, sin desarrollar este concepto con precisión. No se trata de cualquier noción que pueda ser abordada con despreocupación, frivolidad y sin rigor racional. La verdad es la meta de toda investigación seria y de toda forma de diálogo que pretenda realmente saber: ella no es un punto de partida. La verdad está por tanto asociada a un proceso de búsqueda basado en la exposición, la revisión y la escucha atenta de buenas razones. Sólo el integrismo – a veces denominado “fundamentalismo”, en tanto se le identifica con la adhesión a una perspectiva ideológica o religiosa concebida como fija e incorregible – asume la verdad como algo que se tiene de antemano, como algo cuya validez se presupone y que no requiere del más mínimo examen crítico. Por ello, los integristas consideran que quienes discrepan con ellos padecen alguna enfermedad del intelecto o del alma que deben ser curadas o corregidas (“herejías” diversas – ideológicas o religiosas -, o alguna versión del temido “relativismo”)[7]. Por ello las posiciones integristas son a menudo proclives a reprimir el ejercicio del pensamiento crítico o a invocar a la violencia como método para la resolución de conflictos de diversa índole. Las actitudes integristas lesionan la democracia y convierten las religiones en idearios cerrados y violentos. Una sociedad democrática aspira, en el terreno específico del Estado, a construir estructuras sociales e instituciones públicas justas; en el plano particular de la sociedad civil, pretende abrir o promover la apertura de espacios sociales, académicos y espirituales en cuyo interior los ciudadanos actúen juntos y dialoguen libremente en tornos al carácter y el ejercicio de bienes comunes de singular importancia, incluida la verdad.




[1] Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es autor de diversos ensayos sobre filosofía práctica y temas de justicia y ciudadanía publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas del Perú y de España.
[2] He desarrollado este tema de discusión en Gamio, Gonzalo ¨Libertad de creer. Justicia y libertad religiosa en la sociedad liberal¨ en: Miscelánea Comillas  Vol 73 N° 142 Junio 2015 pp. 35-49 y en:  “Democracia liberal y Estado laico” en: http://polemos.pe/2015/10/democracia-liberal-y-estado-laico-apuntes-filosoficos-sobre-el-problema-de-la-laicidad/.
[3] Consúltese su escrito en http://laabeja.pe/opini%C3%B3n/mirada-legal-karina-flores-yataco/612-%C2%BFestado-laico.html
[5] He indicado en los ensayos citados que el “lenguaje” de la discusión en términos de ética cívica y política es el de la razón pública. Las comunidades sociales, seculares y religiosas, desarrollan y constituyen este lenguaje a través de un proceso de “estipulación” (para usar la terminología de Rawls).
[6] Consúltese Taylor, Charles A Secular Age Cambridge, Massachussets and London, The Belknap Press of Harvard University Press 2007.

[7] Cfr. Gamio, Gonzalo “Apuntes sobre el integrismo” en Páginas  Vol. 39, Nº 233 pp. 40-5.










Publicado en Derecho y Sociedad. 

domingo, 10 de abril de 2016

10 DE ABRIL.../ SOBRE LA IDEA DE "RECONCILIACIÓN"







Gonzalo Gamio Gehri

Esta es la primera etapa del proceso electoral, falta una segunda etapa.  Tenemos un empate técnico en el segundo lugar. Definitivamente la izquierda ha recuperado una condición de fuerza política parlamentaria después de años de ausencia. Según los primeros conteos oficiales, Fuerza Popular y el grupo de Pedro Pablo Kuczynski serían los contendientes en la elección de junio.

Si este es el escenario, entonces el espacio de discusión va a situarse en el plano de la política antes que en el de las medidas económicas. Vamos a ver si PPK puede hacerse cargo de la agenda de los críticos del fujimorismo: institucionalidad democrática, derechos humanos, política anticorrupción, libertades básicas. Muchos de nosotros consideramos que su propuesta es una alternativa a la vieja opción fujimorista. Deberá asumir una posición más de centro en lo económico, recoger algunos elementos del mensaje de grupos más moderados, para contar con mayor apoyo en estos casi dos meses de campaña  que faltan. No sabemos si su discurso podrá lograr esa clase de flexibilidad programática. Esperemos que sea el caso.

La marcha de esta semana – que recordó el funesto autogolpe fujimorista y que rechaza la candidatura de esa organización – ha destacado que somos muchísimos peruanos los que no queremos una vuelta al régimen autoritario de la década de los noventa, y que estamos dispuestos a luchar contra esa alternativa con todas las herramientas que ofrecen las leyes y la democracia. Nos costó mucho a todos derrotar al fujimorismo y construir un proceso de consolidación democrática. Es preciso defender lo que se ha ganado en estos dieciséis años.

Resulta interesante percibir cómo los fujimoristas han usado en fechas recientes el concepto de “reconciliación” de una manera imprecisa y confusa, en términos de una especie de “vuelta de página”. Nadie parece haber reparado en ello. Se ha retomado una idea espuria de reconciliación, que supone la suspensión de la memoria frente a lo vivido en materia de legalidad y derechos humanos. Los pueblos no pueden reconciliarse sino se hacen cargo de su pasado con miras a tomar decisiones en el nivel de las mentalidades y de las instituciones. La mirada hacia el pasado está regida por la transformación del presente, pero se requiere de esa perspectiva anamnética. La amnesia moral y política  (y la vocación de impunidad) jamás reconcilian. Es preciso desenmascarar ese discurso vano y edulcorado. Sobre ese discurso no se construye ciudadanía ni comunidad política.