martes, 30 de diciembre de 2008

JOHN RAWLS: LOS DOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA


Gonzalo Gamio Gehri


“¿Qué principios de justicia son los más apropiados para definir los derechos y libertades básicos, y para regular las desigualdades sociales y económicas en las perspectivas de los ciudadanos a lo largo de toda su vida?”[1]. Esta es la pregunta que guía la argumentación de Rawls y que acompaña a los individuos racionales al interior de la posición original. Ellos tienen que elegir principios que determinarán la estructura básica de la sociedad, el cuerpo de leyes e instituciones que vertebren la sociedad como un sistema de cooperación. Bajo el velo de la ignorancia, el sujeto ya no cuenta con los conocimientos, habilidades y convicciones que le brindan una identidad sustantiva – miembro de una comunidad local, usuario de una cultura, sujeto de un rol social y sexual, practicante de un oficio, creyente o no creyente, etc. –, en virtud de esas desconexiones, puede erigirse como un elector imparcial. Pero, una vez suspendidas estas facetas de su vida, de su mente y sus emociones ¿Con qué cuenta para elegir?

En primer lugar, cuenta con su entendimiento de lo que significa configurar una concepción política de la justicia: sabe lo que es sentar las bases de la convivencia social en el contexto de un pluralismo razonable. Aunque no sabe qué visión del bien es la que – una vez despojado del velo de la ignorancia – orienta su vida, sabe que suscribe alguna doctrina comprehensiva, y sabe que tiene la potestad (en tanto agente libre) de examinarla, reformularla o cambiarla a voluntad. Se sabe capaz de hacer valer sus intereses hasta las últimas consecuencias en esta negociación; en ese sentido, someterá a cálculo sus expectativas de ganancia y pérdida en materia de acceso a la posesión y goce de bienes primarios. Como en el caso de Hobbes y Locke, Rawls se sirve del impulso irrefrenable de las ‘partes’ a considerar como prioritarios sus intereses y necesidades para construir – justamente en la convergencia de estos intereses y necesidades con los de todos los demás – un orden público estable y equitativo. La clave de este paso de lo estrictamente particular – radicalmente egoísta - a lo universal radica precisamente en desconocer completamente nuestra situación en la sociedad real.


No podemos beneficiarnos directamente – viciando nuestra elección de los principios de justicia para procurarnos privilegios y ventajas – si es que desconocemos nuestros talentos, creencias y status social. Sin embargo, eso no significa que nuestros cálculos e intereses dejen de actuar como móviles de la elección de los principios. Podemos procurar beneficiarnos indirectamente. De hecho, bajo el velo de la ignorancia no tenemos otro modo de satisfacer nuestras aspiraciones egoístas. Buscando principios de justicia que permitan el acceso de todos al bienestar, podré asegurar mi propio acceso a él. El autointerés se pone al servicio de la promoción del acceso universal a los beneficios de la sociedad.

En esta situación de imparcialidad, todo individuo racional elegiría el llamado principio de igualdad, que reza como sigue:

a) “Cada persona tiene el derecho irrevocable a un esquema plenamente adecuado de libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema similar de libertades para todos”[2].


Se trata de promover un régimen de igualdad de derechos e inmunidades para todos. Este es un principio básico en las democracias liberales, que pretende asegurar la coexistencia de la libertad de cada uno con la de los demás. Los electores de los principios son individuos, y también lo son los titulares de estas libertades y derechos. Estas libertades son las que vindicó la venerable tradición contractualista: libertad de pensamiento, libertad de asociación, libertades vinculadas a la salud y la integridad, etc.

Pero este principio no es suficiente. El ejercicio de las libertades requiere de ciertas condiciones socioeconómicas muy precisas. Sin la posibilidad de gozar de una cierta calidad de vida, sin acceso a servicios básicos (nutrición, salud, educación, entre otros, sin la posesión de los bienes primarios asociados con el bienestar y las bases sociales del respeto de sí mismo, el recurso a las libertades básicas constituye una ficción. Las ‘partes’ desconocen, en el contexto de la evaluación y la elección de los principios de justicia, si reaparecerán – una vez recuperada la información dejada en suspenso por acción del velo de la ignorancia – en los sectores altos, medios, o bajos de la sociedad, por ello optan por promover un reparto equitativo de las libertades y los beneficios. Pero no debemos olvidar que, en el cálculo de las probabilidades de ganancias o pérdidas, es preciso ponerse en la peor de las situaciones posibles ¿Qué sería de mí si formara parte de los sectores más desfavorecidos de la sociedad?

En una situación de radical desventaja económica y escasa estima social, los individuos no están en capacidad de hacer uso de estas libertades. Se necesitan mecanismos de igualación que permitan a todos las ‘partes’ convertirse en auténticos agentes libres en la esfera legal. La igualdad de libertades y derechos requiere de la igualdad de oportunidades en cuanto el posible acceso al goce y la posesión de las cuatro clases restantes de bienes primarios. Como elector racional – sopesador de posibilidades – debo ponerme en el lugar de los sectores más precarios de la sociedad: podría ser ese mi lugar final de destino en el esquema social. Si eso fuese así, decididamente esperaría que las instituciones políticas considerasen la posibilidad de combatir las desigualdades que atentan contra el ejercicio de mis libertades, promover alguna clase de solidaridad con los menos favorecidos. Se sabe que los tributos que los contribuyentes realizan conforme a la ley tienen como objetivo impulsar políticas orientadas a hacer frente a las desigualdades. “Los ciudadanos comprenden que cuando toman parte en la cooperación social”, asevera Rawls, “su propiedad y riqueza, y lo que corresponde de lo que contribuyen a producir, está todo ello sujeto a los impuestos que, digamos, se sabe que impondrán las instituciones de trasfondo"[3]. Como veremos, estas medidas no pueden ser los únicos mecanismos para el incremento de la calidad de vida de los sectores más empobrecidos de la sociedad.

Necesitamos suscribir un segundo principio, complementario en relación con el primero en materia de oportunidades y acceso al bienestar económico y social. Rawls formula el principio de diferencia en los siguientes términos:

b) “Las desigualdades sociales y económicas tienen que satisfacer dos condiciones: en primer lugar, tienen que estar vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades; y, en segundo lugar, las desigualdades deben redundar
en un mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad”
[4].


Las desigualdades deben beneficiar a los menos favorecidos. Es importante constatar con esto que, cuando Rawls se refiere a las desigualdades, no está pensando sólo en los bienes económicos; el principio de diferencia no alude solamente a la necesidad de distribuir los excedentes de producción y los impuestos entre los que menos tienen. Los indicadores de desigualdad son también las doctrinas comprehensivas e incluso los talentos de los agentes. No obstante ¿Qué significa distribuir los talentos entre los menos favorecidos? Sabemos que nadie tiene control sobre el reparto de los talentos: es una “lotería”, decía el propio Rawls. Pero podemos promover públicamente el servicio social de los más talentosos. Esto quiere decir que los más experimentados y competentes en asuntos técnicos, académicos y culturales deberían – de acuerdo con la ley – dedicar un tiempo de sus vidas (por ejemplo, la última etapa de su formación profesional), a asesorar gratuitamente o brindar diversos modos de asistencia especializada a los más pobres.

Rawls es un pensador liberal que se enfrenta directamente a la propuesta neoliberal de un mercado absolutamente libre de cualquier forma de regulación estatal. El mercado no es el reino natural de la justicia distributiva, en donde se da a cada cual lo suyo merced a la libre competencia y a la acción de las fuerzas internas de la economía. El primer deber de un Estado es para con la supervivencia, la calidad de vida y las libertades concretas de sus miembros. A juicio de Rawls, el mercado, abandonado a sí mismo, puede convertirse en un poderoso generador de desigualdades y profundas injusticias, que impiden a enormes sectores de ciudadanos convertirse en electores de sus planes de vida y sujetos de su propio destino; en una situación de precariedad extrema, los individuos se convierten en presa fácil de la manipulación. “Un sistema de libre mercado”, advierte Rawls, “debe establecerse en un marco de instituciones políticas y legales que ajuste la tendencia a largo plazo de las fuerzas económicas a fin de prevenir las concentraciones excesivas de propiedad y riqueza, especialmente de aquellas que conducen a la dominación política”[5].


viernes, 26 de diciembre de 2008

“VIDAS PARALELAS”: CERO EN AUTOCRÍTICA




Gonzalo Gamio Gehri


Hace tiempo que quería comentar esta película, y ahora que ha pasado un tiempo, creo que es posible hacerlo con mayor rigor. Vidas Paralelas de Rocío Lladó (2008) es, literalmente, una película-estandarte: es una película que expone la perspectiva de un sector conservador y autoritario de las Fuerzas Armadas frente al conflicto armado interno. Digo “sector conservador y autoritario” porque también existen otros puntos de vista dentro de éstas (muchos oficiales y ex oficiales colaboraron estrechamente con la CVR, unos están de acuerdo con el Informe, otros discrepan con él de manera alturada, muchos tienen una sólida formación en Derechos Humanos, muchos hacen una autocrítica sana respecto de su desempeño en ciertos períodos del conflicto, una autocrítica que debería practicarse en todos los sectores de la sociedad). La película contó con el apoyo de la Universidad Alas Peruanas (una de las universidades nuevas ("empresariales"), fruto del Decreto fujimorista 882) y con el respaldo del propio Ejército Peruano.

No se trata de un filme que busque ofrecer una mirada crítica o multidimensional al conflicto. Su perspectiva es maniquea: son los caballeros de la mesa redonda enfrentándose a los orcos de Lord of the Rings. La película tiene la complejidad de una telenovela mexicana de los años setenta: ángeles contra monstruos. Aunque tengo claro que las Fuerzas Armadas y Policiales desempeñaron un papel fundamental en la derrota de la insania terrorista, la estrechez de miras del enfoque y la trama son más que evidentes, y no sólo por lo caricaturesco de los personajes: el fornido / heroico / estoico / incomprendido militar peruano; el profesor de universidad nacional ayacuchana / hippie / comunista / asesino; la fiscal / seguro ex abogada de ONG / antimilitar (es una pena que magníficos actores de la talla de Hernán Romero y Jimena Lindo hayan sido desaprovechados). La película ni siquiera describe cómo la derrota del terrorismo supuso un cambio de estrategia (de la represión al trabajo de inteligencia policial), ni dice una palabra sobre la acción de los ronderos (un baluarte para la victoria del Estado) o de la población civil. No dice nada sobre la negligencia de los políticos de turno, que abdicaron de la función pública creando los comandos político-militares, evadiendo su responsabilidad en el proceso de pacificación. En otras palabras, la película objetivamente distorsiona las evidencias históricas en torno a una etapa compleja y amarga de nuestro pasado reciente.

Pero hay más. Esta película desaprovecha una oportunidad de oro para la autocrítica que toda institución debería hacer en torno a su rol en un proceso tan amargo como el vivido entre 1980 y 2000. En efecto, los agentes del Estado realizaron acciones heroicas protegiendo alos ciudadanos, pero también, en ciertos períodos y lugares – como observa el Informe de la CVR – se violaron los Derechos Humanos de pobladores civiles inocentes. Casos como la matanza de Putis o Cayara son ejemplos de lo que estoy señalando. La palabra “exceso” no puede ser usada con propiedad en estos casos. Sin embargo, para la película, ni siquiera existieron “excesos”, menos aún violaciones sistemáticas: no hubo torturas, ni secuestros nocturnos. Para ellos, ni Putis ni Cayara existieron, tampoco el Grupo Colina. Tampoco aparece la figura del “mal elemento” de las Fuerzas del Orden ¡No siquiera como contraejemplo, como signo de verosimilitud! Una hueste de cruzados, solamente. Ello priva de credibilidad a la propuesta, y la convierte en una caricatura. Y es una pena, porque es necesario distinguir a los verdaderos héroes de uniforme de quienes sí cometieron crímenes contra la vida. El Ministerio de Defensa y los Institutos Armados deberían ser los primeros interesados en separar el trigo de la paja, pero entorpecen las investigaciones, negándose a colaborar sistemáticamente brindando información. Lo que queremos es saber la verdad, para honrar a los héroes, y condenar a aquellos a los que se le pruebe la comisión de un crimen. Pero no es esa la idea que subyace aquí en la película. No sorprende que uno de los actores de la cinta sea Edgar Núñez, el congresista aprista que planteaba una fallida amnistía que favorecía a los uniformados investigados o procesados por delitos de lesa humanidad.

En fin. Era de esperarse que – contando con esa coproducción – la película fuese estereotipada y poco creíble en el tratamiento de un tema tan importante y sensible para todos los peruanos. Las puyas a las ONG y a la propia CVR son recurrentes. Al final, “Felipe / Lince” – el heroico soldado (encarnado por Óscar López) procesado por un crimen que evidentemente no cometió -, ofrece un discurso final sobre la “inconveniencia” de “reabrir viejas heridas” (v.g. no se metan con una "institución tutelar", un pensamiento nada democrático). Es decir, dejar las cosas como están. Una cuestionable oda final a la impunidad. Digna de una columna de opinión de la prensa autoritaria. Así el país no podrá aprender de sus errores. Necesitamos otra actitud frente a lo vivido.

martes, 23 de diciembre de 2008

LA NAVIDAD Y EL IMPERATIVO DEL AMOR


Gonzalo Gamio Gehri


La Navidad constituye una de las festividades religiosas más dulces y entrañables que hay. Evoca el nacimiento de Jesús de Nazareth, que los cristianos consideramos Hijo de Dios, y que la mayoría de las religiones identifican como un hombre santo y un hombre bueno, que radicalizó su mensaje de amor incondicional (ágape), al punto de ofrecer su vida por él. Jesús predicó la abolición de la violencia, como un medio que enturbia irremediablemente cualquier ideal de justicia. Puso la vida donde otros pedían la muerte, y combatió la violencia con amor y perdón.

Los cristianos concebimos la Navidad como el ingreso de Dios en el tiempo finito de la vida humana, y celebramos Su presencia entre nosotros. El paso de lo Eterno a la temporalidad (literalmente, eso es secularización). En el vocabulario de Schelling en Las Edades del Mundo, esa es una forma de realización de lo divino en la historia. Recientemente, Gianni Vattimo – en una línea convergente con Taylor y Chesterton – ha desarrollado el concepto cristiano de kenosis de esa manera. El “abajamiento” de Dios – la secularización - constituye la ‘verdad’ (el acontecimiento medular) del cristianismo: antes los llamaba “siervos”, hoy los llamo “amigos”.

Ello nos remite al tema de la encarnación. Ese es un tema que – a pesar de su relevancia – suele no ser examinado en su radicalidad por los propios cristianos. Como alguna vez mi querido amigo Gustavo Gutiérrez sostuvo, el abandono del mundo puede constituir un signo de santidad en otras religiones, pero no en el cristianismo, que invita a habitar el mundo, transfigurarlo, configurarlo como un lugar justo, conforme a los designios de un Dios que quiere la Vida. Humanizar el mundo – hacer de él parte del Reino de Dios – equivale a colaborar con el proceso de Creación, y hacerse responsable por él. Por desgracia, muchos cristianos piensan más en cómo abandonar el mundo que en cómo vivir y actuar en él, siguiendo el imperativo del Amor (Amarás a tu prójimo como a tí mismo). Muchos olvidan, incluso, las dificultades que implica seguir este poderoso imperativo – tomando en cuenta la vida de Jesús y sus discípulos: la tarea profética, la confrontación con los fariseos y los poderosos, el cultivo de la parresía (hablar con verdad y audacia), incluso la cruz -. Esos son los peligros de la encarnación. El ritualismo y la formalidad no entrañan ese tipo de contratiempos. Por eso algunos optan por un epidérmica espiritualidad y un rancio tradicionalismo – con su pomposa estética barroca, piénsese por ejemplo en el patético 'fundamentalismo reaccionario criollo' que camufla como "cristianismo" el delirante retorno de las antiguas jerarquías (¿?), o la sórdida descripción de Pinochet como promotor de la "civilización occidental y cristiana" ¿Qué de cristiano puede tener eso? -, y desestiman la fidelidad al Evangelio, que es justamente aquello que realmente importa.

Seguir el imperativo del Amor, de eso se trata. Creo que ese llamado trasciende la contingencia de las ideologías y las creencias y aún trasciende las religiones. Nos convoca a todos. La imagen de Jesús naciendo en el pesebre nos invita a dar una oportunidad a que ese imperativo de Amor renazca en nosotros, más allá de nuestras cosmovisiones particulares. Que se encarne en nosotros. Creo muy en lo personal que en ello consiste el espíritu de la Navidad.

Feliz Navidad para todos ustedes.

lunes, 22 de diciembre de 2008

LA IZQUIERDA, EL FIN DE LAS IDEOLOGÍAS Y EL BUHO DE MINERVA


Gonzalo Gamio Gehri


El último sábado, Alberto Adrianzén publicó un interesante artículo en La República La Izquierda y el fin del siglo XX – en el que sostiene 1) que tanto la caída del Muro de Berlín (el derrumbe de los “socialismos reales”) como la crisis económica mundial que actualmente vivimos constituyen hechos que marcan el final del siglo XX; 2) que estos hechos históricos señalan el inexorable crepúsculo del liberalismo y del socialismo, e incluso la posibilidad de concepciones políticas relativamente “sincréticas”. Incluso introduce en su análisis el vocabulario kuhniano de los paradigmas científicos y las revoluciones, que puede resultar equívoco en este caso si no se hacen las aclaraciones pertinentes. Por supuesto, le doy toda la razón al columnista en lo que respecta a 1) – aunque yo hubiese incorporado los atentados del 11 de septiembre a la lista de acontecimientos finiseculares cruciales -, pero considero que difícilmente podemos sostener algunos elementos de 2) sin incurrir en algunas simplificaciones peligrosas en el plano del concepto.

Adrianzén argumenta con claridad y contundencia. Sin embargo, tiende a asimilar el liberalismo al ‘neoliberalismo’, lo cual constituye un grueso error. El liberalismo no sólo ha suscrito los principios de la economía de mercado - concebida desde un trasfondo de reglas que los devotos de los Chicago Boys tienden a desatender -, si no que ha construido conceptual y socialmente una serie de ideas que se han encarnado institucionalmente y han dado forma a la democracia constitucional tal y como la comprendemos hoy: Estado de Derecho, separación de poderes, pluralismo ético, laicidad, Derechos Humanos, secularización de la política, etc. Como he señalado en el último post, el neoliberalismo constituye una sustracción antiliberal: liberalismo económico sin liberalismo político. El capitalismo salvaje sin más. Es esa funesta distorsión la que hay que combatir, no al liberalismo tal y como ha sido descrito. De hecho, a diferencia de Adrianzén, no creo que esta crisis haya puesto de manifiesto el agotamiento de la economía de mercado; lo que ha revelado es la sobre-especulación, la estafa y la total falta de escrúpulos de ciertos agentes económicos, que han desconocido el marco legal que la economía precisa para funcionar.

Adrianzén considera que esta situación finisecular permitiría una renovación de la izquierda, prescindiendo por fin de la sombra de la socialdemocracia y de la Tercera vía. Sin embargo, no describe las características de esta izquierda, sólo sugiere que no será dogmática:

“Podríamos decir, en este contexto, que, finalmente, la izquierda ha sido liberada de una de sus últimas rémoras o cargas: la hegemonía que ejerció el neoliberalismo sobre una parte de ella. Si con la caída del Muro un sector de la izquierda se aproximó al neoliberalismo, como lo demuestra la famosa Tercera Vía construida por un laborismo y una socialdemocracia agotados históricamente, hoy, con la crisis mundial del capitalismo, ya no existen paradigmas a los cuales acudir. Ni el socialismo autoritario ni el neoliberalismo son alternativas para imaginar un mundo distinto. El siglo XX llega a su fin con el fracaso de las dos opciones que definieron todo este largo periodo.”

Estoy de acuerdo en que el capitalismo salvaje y el comunismo son alternativas que han fracasado – dado su perverso record en cuanto a la mutilación de las libertades y al bloqueo de la justicia social -, pero creo que se omite con cierta precipitación cualquier reflexión en torno a la actualidad y las posibilidades de la socialdemocracia y de un liberalismo social: la tesis de Adrianzén necesita dar un paso más, y describir esa "futura izquierda". Yo más bien apuesto por esa izquierda autoexaminada a la luz de los sucesos de 1989 (y hay que decir que no toda la izquierda ha pasado por ese ineludible proceso autocrítico: otras versiones han permanecido bajo los viejos moldes totalitarios). Una izquierda realmente democrática tendría que ser liberal en más de un sentido, en tanto tendría que recoger los elementos liberales señalados supra (Estado de Derecho, separación de poderes, pluralismo ético, laicidad, Derechos Humanos, secularización de la política, economía libre con cierta presencia del Estado en el nivel jurídico). Esa clase de izquierda ya existe en los foros públicos y en la academia, hay que abocarse a la tarea de examinarla con precisión. No creo en el retorno de los viejos esquemas exclusivamente colectivistas. La 'solución' requiere de cierto "sincretismo creativo" que no es ajeno al pensamiento crítico y la acción política en el presente.


Hegel recomendaba recordar que la filosofía no anuncia nuevos tiempos. Como el búho de Minerva, ella “emprende su vuelo en el atardecer”, “pinta gris sobre gris”, examina y comprende una figura de la historia cuando ésta se va cerrando (Prólogo a Principios de Filosofía del Derecho). La filosofía se ocupa de lo que es, esto es, del presente, de sus posibilidades y conflictos (y del pasado implícito en el presente): es "su propio tiempo aprehendido en el pensamiento". Para el futuro, el pensamiento riguroso no plantea recetas densas. El filósofo no es agorero ni quiromante, y quizás lo mismo podría decirse del científico social. En la actualidad, no escasean los heraldos de un indeterminado futuro que no guarda vínculo alguno con la realidad efectiva (unos anuncian una “nueva sociedad tecnológica”, otros un retorno al comunismo, incluso algunos proclaman la “ruina apocalíptica del liberalismo”, y proclaman - con todo y trompetas - un retorno al patético “tiempo de los reyes absolutos”. El papel aguanta todo). Una cierta dosis de criticismo hegeliano nos llevaría a pensar que, si pensamos que ‘otro mundo es posible’, nuestros recursos para pensarlo y labrarlo requieren de un entendimiento adecuado de las posibilidades del presente (la famosa dialéctica de topía y utopía). Tanto en el ámbito de las ideas como en el de las instituciones y las prácticas sociales.

viernes, 19 de diciembre de 2008

CONSIDERACIONES FINALES SOBRE LA PRENSA Y LA CRÍTICA CIUDADANA


Gonzalo Gamio Gehri


Los últimos acontecimientos en torno a la nueva Dirección de Perú 21 y el destino de la mayoría de sus ex columnistas – y de su ex Director - me lleva a retomar muy brevemente este tema. Está claro que la elección de Fritz Dubois como el Director de del nuevo Perú 21 pone de manifiesto lo que ya se anunciaba: una diferente “línea periodística” y “política”. Dubois profesa un liberalismo de derecha, digamos ‘acentuado’, aquella posición política que no tuvo mayores reparos en colaborar con el fujimorismo. Algunos usarán la expresión “neoliberal” para referirse a quienes piensan como él, posiblemente apelando a la clásica (y acertada) ecuación: neoliberalismo = liberalismo económico – liberalismo político. Una perspectiva que otros directores de medios conservadores (sí, esos que escriben sus columnas como si estuvieran “chateando”, recurriendo al insulto y sin observar ninguna unidad narrativa) cultivan. Por supuesto, cada cual asume la pauta política que su conciencia le dicte.

No puedo dejar de pensar que los cambios de “línea” en Perú 21 y en El Comercio excede el campo de lo meramente empresarial. El argumento dado a Álvarez Rodrich sobre “una discrepancia severa en la línea” es elocuente, lo mismo que la insistencia de los actuales columnistas de El Comercio en el tema de los audios, y la prohibición “moral” de difundirlos (está claro que ellos no hubiesen difundido el vídeo Kouri-Montesinos), y las apelaciones a la “gobernabilidad” como argumento complementario. Que los cambios poseen una motivación política parece ser una hipótesis sólida; que el interés por guardar buenas y estrechas relaciones con el poder de turno es algo que no se debe descartar como móvil (pero es algo que aun no se puede demostrar de manera contundente). Que hoy una de las personas más poderosas en ambos diarios sea alguien que postuló al congreso por la lista fujimorista en la época más vergonzosa de ese régimen no es un dato que pueda mantenerse en el ámbito de lo meramente anecdótico. Habrá que permanecer pendientes en torno a cómo tratarán estos diarios el tema de las protestas sociales, el curso del juicio a Fujimori, o los fallos del Tribunal Constitucional.

Pero estos golpes de timón pueden leerse como malas decisiones de tipo empresarial. Las ventas de Perú 21 están cayendo. Se sabía que la fortaleza del diario residía en parte en que era un medio opositor. Sin sus columnistas, ha perdido atractivo para el lector. Ya no ofrece comics, lo cual empeora las cosas. No me sorprendería si el periódico desapareciera dentro de unos meses. El Comercio ha vuelto a ser un “diario de familia” aun en el contenido: las páginas de Sociales han crecido y adquirido un mayor entusiasta, la parte política ha perdido (todavía más) calorías, y bueno, tenemos las columnas insípidas y casi oficialistas de Guerra, y además las “notas científicas” de algunos miembros más lejanos del clan Miró Quesada (cómo se nota que la agudeza científica característica de Racso y de Francisco Miró Quesada el filósofo no necesariamente se hereda. De Francisco Miró Quesada el politólogo esperábamos más rebeldía política, merced a su talento, pero de rebeldía, nada). Después de un período de relativa ‘modernidad’, la situación de El Comercio se ha tornado oscura. En contraste, La República ha contratado a la mayoría de los ex columnistas de Perú 21, e incluso ha anunciado la presencia de Álvarez Rodrich con una columna diaria – “desde el 21”, aparece en la publicidad como una nota irónica -. Probablemente esto robustezca las ventas del diario.

En estos movimientos se detecta sin dudarlo la acción del marketing, y también la presencia de la política, pero no podrá descartarse del todo la influencia de la opinión y de las expectativas del ciudadano, de aquel que percibió que los golpes de timón podrían tener consecuencias sobre el ejercicio irrestricto de su derecho a la información. No me refiero al “activista indignado”, si no al ciudadano común que desaprueba que se censure a un caricaturista de El Otorongo por cuestionar las opiniones racistas del Presidente de la República, por ejemplo. El diario que defendió la libertad de expresión de Piero Quijano no puede descender a ese nivel, por principio. Plantear estas cuestiones no implica asumir una posición "moralista" - no implica "pontificar" ni nada por el estilo -, hacer visibles estas contradicciones al interior del debate público constituye una actividad cívica cotidiana. Que un sector - cada vez más amplio - de la ciudadanía se mantenga alerta respecto de este tipo de circunstancias siempre será provechoso para la sociedad entera.

lunes, 15 de diciembre de 2008

BREVES REFLEXIONES SOBRE LA PRENSA EN EL PERÚ


Gonzalo Gamio Gehri


El último sábado se presentó en el Círculo de Estudios Políticos y Sociales Santiago Pedraglio – notable sociólogo y periodista – para hablar en torno al tema Prensa y Poder en el Perú. El tema fue propuesto con varias semanas de anticipación, pero aquel día cobró un significado realmente kairótico: Santiago es uno de los columnistas de Perú 21 que renunció como consecuencia del controvertido despido de Augusto Álvarez Rodrich. Estos sucesos abonan la tesis de que este es quizás el momento más oportuno para pensar esta compleja relación entre el poder y la prensa. Hoy, que los múltiples y agigantados deslices verbales del Presidente de la República no cuentan con los comentarios más contundentes de parte de nuestros periodistas, tiempos en los que otros temas muy sensibles, como el de las reparaciones a las víctimas de la violencia, han desaparecido por completo del mapa político-mediático.

La conferencia exploró diversos argumentos que, por su claridad y agudeza, suscitaron un fecundo intercambio de ideas con los asistentes. Me gustaría comentar brevemente tres tesis - presentes en la ponencia de Santiago -, que me parecen muy importantes, cuya discusión podría contribuir a repensar la situación de los medios en el Perú. Los comentarios son de mi entera y exclusiva responsabilidad, por supuesto.

1.- La prensa es un poder, que asume un lugar muy importante – y a menudo polémico – en los conflictos de poder en el Perú. La prensa introduce temas en la agenda pública, incluso influye – como argumentó Santiago - en los modos de expresarse de la población (por ejemplo, “tránsfuga” es una palabra que comenzó a usarse con regularidad en el Perú luego de la difusión de los casos de corrupción fujimontesinista - el fujimorato literalmente se compraba congresistas -, y “chapapote” comenzó a usarse en España luego del hundimiento del Prestige). El poder de la prensa es muy grande, aunque en el Perú está fragmentado localmente. Pero el poder de la prensa suele ser vulnerable al contacto con otras formas de poder. El caso del poder político es sin duda el más conocido y temido, pero no es el único que resulta letal para el ejercicio ciudadano del derecho a la información. La prensa suele tener un contacto estrecho – muchas veces peligroso – con el poder económico, ubicado dentro y fuera de los propios medios de comunicación. Con excesiva frecuencia, la “línea editorial” se decide por razones que poco tienen que ver con el periodismo. El poder económico – como los restantes “poderes fácticos” – no es un poder en el que sus usuarios han sido elegidos, pero se trata de un poder posee una enorme influencia en la vida social, y los medios no suelen sustraerse a ella. En tiempos de los conflictos con las mineras, o cuando el gobierno actual intentó imponer la vergonzante “Ley de la selva”, los campesinos o comuneros que se movilizaban eran sindicados como vulgares "vándalos" - no como ciudadanos -, al punto que los medios ni siquiera consignaban en sus notas las razones que los llevaban a asumir posiciones de protesta.

2.- Plantear la existencia de un ‘Defensor del Lector’ al interior de los diarios de circulación nacional constituiría una medida de autorregulación interesante, convergente con la irrestricta libertad de prensa y de expresión. El ‘Defensor del Lector’ constituye una figura extendida en los diarios responsables de todo el mundo, incluyendo a América Latina: el Perú es una de las contadas excepciones a esta situación internacional. Se trata de un individuo – elegido por el propio diario en razón de su probidad y trayectoria profesional – que preside un equipo que recibe las reclamaciones de los lectores en materia de la rigurosidad del periodista en la elaboración de su investigación. Cuando el ‘Defensor del Lector’ detecta faltas a la veracidad, al ejercicio de la tarea periodística, o a la ética profesional, tiene la potestad de escribir un artículo de obligatoria publicación en el diario, en el que denuncia en detalle los errores de la publicación. La presencia de un ‘Defensor del Lector’ es perfectamente convergente con las libertades de prensa, expresión y empresa, contribuye a la prevención de la corrupción mediática, y constituye una medida de autorregulación que brota de cada medio (la idea de la regulación estatal de los medios, es siniestra y sencillamente inaceptable en un sistema democrático).

3.- El principal valor de la prensa es la veracidad de la información. Este es un principio elemental, pero que tantos medios peruanos han olvidado – piénsese en la proliferación de “carnecitas”, “chiquititas” en los diarios conservadores, o en las campañas de demolición contra la CVR en la que participaron columnistas inescrupulosos y serviles -. En general, el formato "notitas sin confirmar" (presente en la mayoría de diarios) introduce elementos que enrarecen el compromiso con la veracidad, en tanto no suelen exhibir sustento probatorio, las notas no se firman y suelen abonar el terreno para el ataque personal (que sale del cauce de la información propiamente dicha). El principio de veracidad no está reñido con el razonable deseo de los medios de vender y ganar dinero. Sería aun mejor si al cumplimiento del principio de veracidad se le sumara la promoción del sentido crítico, pero resulta fundamental y vital esperar que los medios digan la verdad. Ellos tienen derecho de lucrar – cierto, funcionan como empresas – pero el ciudadano tiene derecho a informarse, y se trata de un derecho consignado en la Constitución. Ciertamente, los ciudadanos tendríamos que estar mejor dispuestos a reconocer cuándo los medios distorsionan los hechos, no contrastan los testimonios, o incurren flagrantemente en la búsqueda de manipulación del lector. Tendríamos que reconocer y denunciar los casos en los que la condescendencia con los poderes constituidos está por encima del compromiso ‘natural’ de los medios con la información.

Desde el surgimiento de los medios de comunicación social – no en vano proliferaron en la época de la Ilustración –, la prensa estuvo al servicio de la construcción de opinión pública acerca de asuntos relevantes para la sociedad. Los medios generaron desde el principio incomodidades en quienes detentaban el poder. Si de un tiempo a esta parte esto ya ha dejado de ser así, es porque – parafraseando a Hamlet – algo huele muy mal en nuestro país.

jueves, 11 de diciembre de 2008

DERECHOS HUMANOS Y HUMANISMO (CÍVICO)



Gonzalo Gamio Gehri


La Declaración universal de los Derechos Humanos ha cumplido sesenta años de ser enunciada y asumida por la mayoría de las sociedades. Al cabo del tiempo, los Derechos Humanos se han convertido en una forma de cultura moral, un horizonte crítico que permite el cuestionamiento de aquellas prácticas que lesionan el cuerpo, la dignidad o las libertades de las personas en el mundo. Desde la elaboración de la propuesta (en la que se reconocen raíces liberales), se pretendió que los principios presentes en la Declaración tradujeran un consenso intercultural en materia de protección de los seres humanos. En efecto, muchos especialistas, exponentes de diversas culturas, religiones y disciplinas participaron en las discusiones que dieron forma a la Declaración tal y como la conocemos. Desde el principio, fue concebida como la expresión de un ‘universal concreto’.

Evidentemente, los Derechos Humanos constituyen una categoría incómoda para quienes ejercen formas autoritarias de poder político, y para quienes enarbolan ideologías retrógradas o violentistas: "Si hablaste de derechos humanos y a nadie molestaste, estabas hablando de otra cosa", dice atinadamente Wilfredo Ardito. Los Derechos Humanos constituyen un obstáculo para cualquiera que sostenga que las vidas humanas pueden convertirse en medios para el logro de “ideales superiores” (políticos, religiosos, etc.). La tesis subyacente a la cultura de los Derechos Humanos es que no hay nada más valioso que el cuidado de la dignidad y las libertades. Se trata de proteger a los individuos no solamente de la violencia producida por otros individuos, si no a aquella producida por los propios Estados, cuando estos se yerguen como instancias de represión y mutilación. Por eso no basta con el derecho local y positivo (Quien disocia sin más los Derechos Universales y la norma positiva no ha leído bien a Hegel. Pensándolo mejor, tampoco lo ha leído mal: probablemente no lo ha leído en absoluto). La cultura de los Derechos Humanos ha generado un entramado de normas e instituciones internacionales que promueve también la defensa de los derechos de grupos e individuos que son víctimas de las acciones de los propios gobiernos.

Por supuesto, todo esto es susceptible de formas de distorsión y de manipulación. Como ha sucedido con otros valores – la pertenencia comunitaria, la fe, etc. -, los Derechos Humanos pueden ser usados ideológicamente. Pensemos en la política bélica del gobierno de Bush frente a Irak: la ‘democracia’ y los ‘Derechos Humanos’ se convirtieron en los estandartes de una invasión. Sin embargo, estaba claro que Bush y los suyos estaban actuando a contracorriente de la cultura de los Derechos Humanos. Invadieron Irak saltándose los cuestionamientos de las instituciones internacionales correspondientes (la ONU), asumiendo una burda mentira para entregarse a la guerra. Lo sucedido en Guantánamo y en otros centros de reclusión constituye una violación evidente de estos Derechos. No hay que olvidar que Estados Unidos aun no es firmante de la Corte Penal Internacional (una institución cuya existencia es básica para la promoción de Derechos Humanos en el mundo). No pocos ciudadanos norteamericanos exigen hoy a Barack Obama ese compromiso. De cumplirse, podría no estar lejos el día en que George W. Bush – como Pinochet, Fujimori y otros – sea procesado por crímenes de lesa humanidad. Confundir los Derechos Humanos como horizonte crítico con esta clase de manipulaciones implica no ver - o no querer ver - el modo cómo desde la cultura de los Derechos Humanos y sus instituciones se pueden desenmascarar (y ojalá algún día, judicializar) los crímenes de la Administración Bush. Resulta irrisorio leer que ciertos personajes extremistas de la blogósfera sostengan que los Derechos Humanos constituyen un credo totalitario, “una amenaza para el hombre” (sic), que “liberales derechohumanistas” como Bush (¿?) invocan para sembrar la ruina de la humanidad. Los Derechos Humanos constituyen una piedra en el zapato para el neoconservadurismo de gente como Bush (y su órbita). Pero esta clase de afirmaciones no sorprende, viniendo de la misma gente que vibraba de alegría – como señala un severo columnista de un diario capitalino – cuando veía por televisión derrumbarse las Torres Gemelas, sembrando la muerte de dos mil personas. A eso llegaron ciertos “reaccionarios criollos” anti-ilustrados y autoritarios, a gritar el perverso himno “viva la muerte”, la paradoja repelente que agudamente denunciaba Unamuno en otras latitudes. Ese fue su himno frente a la tragedia de New York (y fue ese mismo cantar el suyo frente a la terrible tragedia de Ayacucho).

Los Derechos Humanos no pretenden convertirse en una Weltanschauung imperialista, quienes así piensan son víctimas de la ignorancia o de la mala fe. No se trata de una cultura moral que pasa de contrabando una “metafísica racionalista” – por ejemplo, los dos mundos de Kant (algunos llegan al colmo de calificar a Hobbes como un "metafísico liberal", lo cual francamente no tiene ni pies ni cabeza -. No necesitamos comprometernos con una sofisticada metafísica: considerar que esta tendría necesariamente que partir de una ontología social "individualista" / "atomista" es simplemente absurdo. El notable filósofo británico-ghanés Kwame Anthony Appiah dice que “no podemos decir que la noción de Derechos Humanos esté metafísicamente desnuda; sin embargo, en cuanto a lo conceptual debe – o debería llevar – pocas ropas. No cabe duda de que no necesitamos concordar en que se nos haya creado a imagen y semejanza de Dios, o en que tengamos derechos naturales que emanan de nuestra esencia humana, para concordar en que no queremos ser torturados por los funcionarios del gobierno, ni estar expuestos a arrestos arbitrarios, ni que se nos quite la vida, la familia o la propiedad”[1]. De hecho, podemos comprender los Derechos Humanos de forma pragmatista, como herramientas sociales orientadas a la protección práctica de los individuos contra las agresiones potenciales de personas, grupos o instituciones (esta interpretación no carece de fuerza teórica - evidentemente -, pero posee resonancias "minimalistas" en el sentido de Michael Walzer - por eso son 'universales'-, y puede ser foco de "consensos superpuestos" en términos del segundo Rawls). Sólo en la mente alucinada de quien vive atrapado en un extraño y tenebroso / "glamoroso" cuento de hadas rococó, la democracia liberal – con su agenda política contra la discriminación y la crueldad – aparece en inferioridad de condiciones frente al monarquismo absoluto dieciochesco o el Estado confesional medieval (o virreinal) en cuanto a la eficacia práctica en la defensa de la justicia y la libertad. Sus grotescos "principios distributivos" (ocio y honor para los nobles, trabajo y muerte prematura para sus vasallos y siervos), para usar una expresión walzeriana, son más que elocuentes al respecto. A una iconografía feudal, jerárqica y postiza, corresponde un ideal político mutilador, obsoleto y vano (¿Esa es la calidad de nuestra derecha no-liberal? ¿Esa es la derecha "criolla" existente, pseudoaristocrática, patrimonialista, autoritaria? Parece que sí). Por lo que a mí respecta, elijo una (aun incompleta) modernidad y un (todavía no suficientemente logrado) pluralismo democrático, 'liberal de izquierda'. Prefiero luchar por perfeccionar nuestros propósitos igualitarios que entregarme a una alienante "nostalgia" por un mundo irremediablemente cruel e inexorablemente desigual, como el premoderno.

No obstante, la cultura de los Derechos Humanos no puede fortalecerse sin ciudadanos dispuestos a actuar y a denunciar el abuso en donde aparezca (este énfasis en la participación bebe de una perspectiva ético-política presente en los liberales iniciales y, especialmente, en los humanistas cívicos del Renacimiento y en sus herederos contemporáneos). Esta clase de acción cívica tiene lugar desde los espacios públicos disponibles en las instituciones de la sociedad civil y en los escenarios deliberativos del sistema político, como se ha argumentado en anteriores oportnidades. El asesinato, la tortura y las desapariciones forzadas constituyen violaciones de estos derechos, pero también la pobreza y la autocracia, racismo, la discriminación sexual, constituyen atentados gravísimos contra la humanidad. Es preciso combatir la violencia directa, pero también la violencia estructural que la promueve y la violencia cultural que la legitima (la clasificación es de Johan Galtung). Sin agentes políticos que cultiven el respeto por el otro y estén dispuestos a movilizarse por ello y presionar democráticamente a sus autoridades y representantes, la Declaración universal de los Derechos Humanos puede convertirse en un saludo más a la bandera. Sí, necesitamos una ética "cívica", universalista e igualitaria. En un país como el nuestro, en donde la extrema pobreza y la ausencia del Estado constituyen un hecho verificable, en el que todavía existen más de cuatro mil fosas comunes identificadas y sin abrir, está claro que los Derechos Humanos no han sido una prioridad para nuestra (autodenominada) clase dirigente (su patética ceguera voluntaria frente a los problemas que denuncia el Informe Final de la CVR es prueba de ello). Incluso en la actualidad, muchos “columnistas” de la prensa conservadora siguen predicando la impunidad de los perpetradores, mientras que no pocos congresistas aderezan inconstitucionales leyes de amnistía. Corresponde a todos los ciudadanos – más allá del sector social o de la tienda política a la que se pertenezca, finalmente - comprometerse para que esta historia infame cambie de una buena vez.



[1] Appiah, K.A. La ética de la identidad Buenos Aires, Katz 2007 p. 369.

martes, 9 de diciembre de 2008

SOCIEDAD CIVIL E INTOLERANCIA GUBERNAMENTAL


Gonzalo Gamio Gehri


Hace unos cuantos días se anunciaba desde el Ejecutivo el proyecto de una norma que permitiría disolver cualquier asociación u organización social que pudiera atentar contra la “seguridad nacional”, “la soberanía” e incluso “las buenas costumbres”. El Premier Simon la anunció, pero – luego de los cuestionamientos de algunos juristas y políticos – señaló que tendría que ser revisada con rigurosidad. El proyecto de ley pretende modificar el Código Civil y a la Ley General de Sociedades en lo relativo a esta materia.

“Artículo 96º.- Disolución por atentar contra el orden público y otras causales. El Ministerio Público puede solicitar judicialmente la disolución de la asociación cuyas actividades o fines sean o resulten contrarios al orden público, a las buenas costumbres, a la soberanía nacional, a la seguridad del Estado, o al principio internacional de no intromisión en asuntos internos. (…). En cualquier estado del proceso puede el Juez dictar medidas cautelares suspendiendo total o parcialmente las actividades de la asociación, o designando un interventor de las mismas”.

“Seguridad nacional”, “soberanía” y “buenas costumbres” son categorías que pueden ser interpretadas (o manipuladas) de diversa manera, y pueden permitir la introducción de propósitos de tipo político o estrategias de control gubernamental sobre la protesta social, o sobre formas de vigilancia en temas ecológicos o de Derechos Humanos. Se trata del tercer episodio en la lucha que libran los sectores más “duros” del gobierno – el propio García y sus dos vicepresidentes, afines al fujimorismo – los fujimoristas y la prensa autoritaria en contra de las instituciones de la sociedad civil: ONG, sindicatos, e incluso algunas universidades (el hecho que el fallo del juez en el conflicto entre el Arzobispado y la PUCP se esté inclinando finalmente a favor de la PUCP es un duro revés para los sectores políticos y mediáticos conservadores, que se sentían bajo el abrigo del gobierno). Este nueva versión ha estrechado un poco más el rango de su zona de ataque – esta vez las universidades no son un objetivo - que, con todo, no es pequeño. Quienes consideran que este proyecto de ley sólo dirige sus baterías contra las casas de Alba pecan de ingenuos. Después de todo, se cuenta con los esquemas legales suficientes para prevenir una presunta “penetración chavista”; esta clase de medidas no son necesarias ni convenientes. El verdadero blanco de este proyecto de ley son las ONG ambientalistas (un verdadero dolor de cabeza para algunas mineras), las organizaciones de Derechos Humanos (la obsesión del Vicealmirante), y algunos sindicatos. No obstante, el remedio es peor que la enfermedad.

No me cansaré de decirlo: estas medidas son profundamente antiliberales – a pesar de que “periodistas” pseudos-liberales de Correo ni siquiera lo sospechen – pues conculcan gravemente derechos básicos como la libre asociación y expresión de las ideas, que no podrían ser disociados de la obra de autores liberales como Voltaire y Mill (pero bueno, esos “periodistas” no van más allá de Wikipedia a la hora de elaborar sus “columnas”). Creo, por supuesto, que cuando la protesta genera desmanes y violencia debe ser reprimida en nombre de la ley, pero para preservar el orden público no se requiere de un proyecto de ley que permita que la existencia misma de las asociaciones dependa del poder gubernamental. La mitología de la “mano dura” y la “autoridad” busca imponerse arbitrariamente sobre las libertades básicas, recurriendo a nociones gaseosas que se prestan a la manipulación. No es difícil imaginar que – a criterio de defensores de la amnistía, como Edgar Nuñez – las asociaciones que denuncian violaciones de los Derechos Humanos perpetrados por agentes del Estado estarían conspirando contra la “seguridad nacional”. Esta clase de iniciativas alientan el macartismo.
Nuestra democracia se está "endureciendo" gracias a un Poder Ejecutivo que no gusta tener una oposición firme y organizada en los espacios partidarios o al interior de la sociedad civil. No detectar esto equvale a no saber (o no querer) mirar lo que está sucediendo. Este proyecto de ley estimula sentimientos autoritarios que sí parecen agitarse en el corazón del oficialismo. Por supuesto, siempre es posible apelar a una lectura sarcástica y poco razonable tipo Correo (¡y conozco al menos a un par de blogueros que sueñan con escribir para Correo!): allí están los "izquierdistas de salón" defendiendo sus intereses particulares, seguramente crematísticos. Incluso se le puede aplicar un edulcorado barniz "social" a esta crítica: 'esos intereses no son los del pueblo, que protesta en Tacna y Moquegua'. La miopía del argumento es grave. Creo que debemos concentrarnos más en el contenido del proyecto de ley, y sus posibles consecuencias políticas, antes que en quiénes serían las afectados iniciales (y nó los únicos, ciertamente) de la propuesta que es materia de discusión. Para algunas personas, determinadas situaciones se tornan problemáticas sólo si los posibles afectados se cuentan en los sectores populares; para estos analistas, en política no hay 'cuestiones de principio', lo cual torna empobrecedor el análisis (y la convicción subyacente). No pretendo suscribir una posición tan reductiva como esa (ni sus pretensiones "científicas", a pesar de que pierde de vista cuestiones importantes), antes bien, la rechazo por esa razón. El tema aquí es otro. Se trata de ver, a mi juicio, en qué medida esta iniciativa del Ejecutivo puede convertirse en un "cheque en blanco" para la disolución de cualquier tipo de oposición política o social articulada frente a las políticas del gobierno, incluidos los partidos y las formas de protesta social que se han constituido en Tacna, Moquegua o la selva. Todo defensor explícito de la 'institucionalización de la acción cívica' tendría que percibir este peligro. Esa unilateralidad (lo que Hegel denominaba "abstracción") en el enfoque - que no permite constatar peligros como éste - es el precio a pagar cuando uno presupone que el único móvil (hipotéticamente "objetivo") de la política es el interés (individual o grupal).

En fin, el citado proyecto de ley está en su fase de “revisión”, sea lo que sea que esto signifique. Preocupa y apena que Yehude Simon esté colaborando con aventuras ‘fascistoides’ como ésta: después de todo, el talante autoritario de García es bastante conocido. Se trata de un nuevo signo de ese patético miedo a la democracia que padece un vasto sector de nuestra (autodenominada) “clase política”.

viernes, 5 de diciembre de 2008

SOBRE LIBERTAD, RELIGIÓN Y SOCIEDAD: “SAGRADA ANARQUÍA"





Gonzalo Gamio Gehri


Dentro de las múltiples disciplinas filosóficas, la filosofía de la religión es una de las más interesantes y polémicas. Ha cobrado nueva fuerza con la irrupción de la postmodernidad, la sustitución de los grandes relatos metafísicos y metacientíficos por los pequeños relatos, cuya racionalidad es la de los consensos – razonables y provisionales – que podemos lograr en el seno de nuestros mundos vitales. Los recursos conceptuales procedentes de la fenomenología-hermenéutica y el pragmatismo han potenciado reflexiones de enorme calidad, presentes en las obras de John Caputo, Bernard Welte, Charles Taylor, Daniel Dennett, Gianni Vattimo, y Jacques Derridá.

En la mayoría de los textos de estos pensadores, el vínculo entre religión, sociedad y política posee una especial relevancia. Tanto Gianni Vattimo como Charles Taylor sostienen que el mensaje del Evangelio – centrado en el ágape y en el anuncio del Reino – converge plenamente con la ética de la dignidad propia de la cultura moderna. Vattimo incluso afirma que la secularización constituye una figura del proceso de la kenosis cristiana. Caputo desarrolla con singular esmero la tesis de un Dios que decide hacerse débil al ingresar en la historia, y que en esa debilidad reside su intenso poder, el de la invitación a la libertad. Estos tres autores comparten una vocación académica por la hermenéutica y una inocultable simpatía por las reformas planteadas en los años sesenta por el Concilio Vaticano II.

En la blogósfera, el tema de la filosofía de la religión no se ha presentado exento de problemas y malos entendidos. En ciertos espacios conservadores – autodenominados “reaccionarios” – se identifica, de manera equívoca a mi juicio, la “postmodernidad” e incluso la “hermenéutica” con posiciones que sin más se identifican con la búsqueda de la abolición de la democracia, la secularización y la cultura de los Derechos Humanos, e incluso con una extraña nostalgia por el Antiguo Régimen: se trata de una generalización completamente infundada que genera confusión. Lo mismo la no menos discutible costumbre de identificar cristianismo con contramodernidad. Resulta por demás extraño que se pretenda asociar la prédica de Jesús con una ideología aristocrática fundada en la tesis de que cierta gente nacía para servir y otra vivía de sus privilegios, basados en la herencia y la sangre. El modelo allí es más medieval que propiamente jesuánico, evidentemente. Que existan hoy perspectivas extravavagantes que aboguen por estas formas aristocráticas de vida simplemente me parece absurdo y pintoresco ¿Qué resolvería el retorno de la pompa versallesca y sus injusticias? Más allá de las extravagancias señaladas, la vuelta paleoconservadora a los moldes del Estado confesional bajo la "máscara postmoderna" requiere del ejercicio de la crítica más contundente (aquello que el joven Habermas llamaba 'la crítica de las ideologías'). Se trata, en todo caso, de equívocos que tendrían que ser esclarecidos desde el trabajo del concepto. Ya me detendré en esta discusión más adelante. En este contexto, saludo la aparición de un nuevo blog sobre temas de filosofía de la religión – Sagrada Anarquía -, cuyo autor es Raúl Zegarra, joven egresado de la PUCP, especializado en temas de hermenéutica, pragmatismo y religión. Es un conocedor de la obra de Caputo, James y Vattimo en esta materia. Estoy seguro que participará en la discusión con el tradicionalismo aristocraticoide que he mencionado, y que contribuirá con la meditación en torno a los importantes asuntos ligados a la experiencia religiosa y a la crítica filosófica-teológica.

El título del espacio proviene de la polémica e interesante descripción que hace John Caputo sobre la imagen evangélica del Reino de Dios. Estamos seguros que este nuevo blog aportará decisivamente al diálogo con la teología y con la filosofía practicada en nuestro medio. Se abre entonces un espacio más para el ejercicio de la reflexión, la conversación y la discrepancia. Bienvenido.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

DEL CONTRATO A LA RECONCILIACIÓN: APUNTES SOBRE EL LIBRO “EL DESAFÍO DE LAS DIFERENCIAS” DE AUGUSTO CASTRO


Gonzalo Gamio Gehri




Ayer tuve el gusto de presentar – junto a Santiago Pedraglio y Sandro Venturo – el libro de Augusto Castro, El desafío de las diferencias. Reflexiones sobre el Estado moderno en el Perú (Lima, CEP-UARM-IBC 2008). Un libro ambicioso, combativo y propositivo. Planteado en la venerable tradición de las obras sistemáticas sobre el Perú como problema (que prácticamente se había descontinuado luego del texto de Karen Sanders, Nación y Tradición). El libro de Castro constituye un importante esfuerzo por pensar el Estado moderno y la democracia desde sus fuentes históricas y sus posibilidades en el Perú. Desarrolla una aguda mirada bifocal (filosófica y científico-social) de la realidad política peruana. Evoca en su reflexión la experiencia de “otras modernidades” (Japón, China), que permitirían revisar (e incluso relativizar) el “modelo occidental”.

El libro parte de una premisa normativa: la sustancia del Estado es el acuerdo político de sus ciudadanos para defender sus derechos. Esta afirmación recoge la imagen moral del contrato, en tanto la hipótesis del Estado Natural es profundamente antijerárquica. Supone que los individuos que suscribirán el acuerdo fundacional de la sociedad son libres e iguales, de modo que las diferencias sociales que fundan la desigualdad y la discriminación son “artificiales”. En seguida señalaré en qué sentido la propuesta de Castro parte del enfoque contractualista, pero pretende ir más allá, merced al desarrollo de la idea de Reconciliación.

El moderno Estado peruano ha trasgredido la lógica del contrato. No ha protegido a sus ciudadanos de la violencia y extrema pobreza, y excluye de facto a sectores importantes de la sociedad, que por razones económico-sociales, etnia, género y sexualidad no pueden acceder a la protección estatal ni pueden ejercer sus derechos básicos. El cuerpo político, sostiene Castro, no recoge las expectativas de las personas que integran la sociedad. Según Castro, el conflicto armado interno reveló cuán frágiles (o inauténticos) son tales “acuerdos”. El problema es que las condiciones que desataron la violencia no han sido erradicadas. Quienes detentan el poder han impuesto un Estado que sigue un modelo “colonial”: es autoritario, excluyente y clerical (y cuenta con el apoyo de organizaciones que pretenden constituirse en“instituciones tutelares”).En lo cultural, se ha pretendido imponer una idea monolítica de identidad colectiva, que socava o proscribe las diferencias. Las invocaciones a la “peruanidad”, el “mestizaje”, o la “síntesis viviente” constituyen los nuevos rostros del ideal conservador de la monocultura.

El autor hace suyo en enfoque de la Reconciliación como re-fundación del pacto social. Se trata de reconstruir – o de construir – el acuerdo social y político, de modo que esta vez convoque a todos los peruanos, a todas las diferencias que habitan el Perú. El autor dialoga continuamente – con especial agudeza y creatividad - con el Informe Final de la CVR, la investigación interdisciplinaria más rigurosa sobre la violencia y la desigualdad en el país. La ‘Reconciliación’ sigue siendo la categoría planteada por la CVR más compleja y más controversial, pero una de las más fecundas. El autor somete a dura crítica una lectura conservadora de la Reconciliación (basada en una idea errada del perón como promotor de impunidad) para asumir una posición cívico-humanista, que apunta al restablecimiento de los vínculos perdidos por la violencia.

Pero postular el proceso de Reconciliación como plataforma para la construcción de un proyecto político democrático supone necesidad de ir más allá del contrato. La perspectiva contractualista considera que los individuos (las “partes”) sólo buscan satisfacer en la nueva sociedad sus intereses privados, y sus personales expectativas de seguridad: el nexo con los otros – y con las instituciones – es meramente instrumental. La reconciliación como fuente de integración social y política posterior a un conflicto armado presupone el reconocimiento del otro concreto, el conocimiento de la verdad en torno a la tragedia vivida, la reconstrucción de un sentido de comunidad, el papel del corazón en la reconstrucción de los lazos sociales, y otros tantos elementos que no convergen con el esquema abstracto del contrato. La Reconciliación invoca nuestra capacidad de elaborar un proyecto común de vida, nuestra disposición a la construcción de ciudadanía. Se trata de un proceso histórico de largo aliento, que supone políticas de inclusión y redistribución de diversa índole. No existe Reconciliación ni ciudadanía con hambre y pobreza.

El autor defiende la idea de una democracia fuerte – de corte liberal progresista -, que cuestione severamente los conceptos que poblaron el imaginario tradicional de la extrema derecha y la extrema izquierda: la democracia no constituye el imperio irrestricto del capital o ni es tampoco la dictadura del “partido único”. La democracia constituye un sistema político basado en el control ciudadano del poder del Estado en función del respeto a los Derechos Fundamentales de los individuos y la promoción de sus capacidades. Contar con una ciudadanía vigilante desde la sociedad civil constituye una de las condiciones esenciales para que este modelo funcione. En el texto pueden detectarse el eco de las ideas de Benjamín Barber, John Rawls y Amartya Sen.

Una de las ideas interesantes del libro es que para el autor “todas las banderas aportan” en la construcción de esta democracia fuerte: la concepción de la ciudadanía antigua (su visión de la igualdad ante la ley y su vindicación de las libertades políticas); el Liberalismo (su postulación de un gobierno limitado, la defensa de las libertades personales y la cultura de los Derechos Humanos) y el.Socialismo (con su énfasis en la Justicia social y la solidaridad). Esta tesis dista de ser meramente ecléctica; pasa por el trabajo de la crítica racional y la deliberación pública.

El libro de Augusto Castro es a la vez un tratado de sociología política y de filosofía política peruana. El texto ofrece a la vez una lectura crítica de ‘nuestra modernidad’ y una propuesta política concreta que apunta a fundamentar las garantías de no repetición de las condiciones que generaron el conflicto armado interno y así fortalecer nuestra democracia. Vale la pena leerlo con atención.