jueves, 27 de noviembre de 2014

ACERCA DE LA CULTURA DE DERECHOS





Gonzalo Gamio Gehri

Las democracias vigentes han adoptado los principios de los derechos humanos como un componente básico de su ordenamiento jurídico. Se ha constituido asimismo un sistema internacional  de justicia que hace posible que los propios individuos puedan denunciar a los Estados si es que consideran que éstos vulneran sus derechos o restringen ilegalmente sus libertades. De este modo, las personas pueden verse protegidas frente a potenciales abusos estatales. Estos mecanismos no siempre son comprendidos adecuadamente, y es común que sean rechazados por los sectores más conservadores y recalcitrantes de la sociedad. Sin embargo, constituyen un avance crucial en la historia de la defensa de los derechos humanos. Con todo, estos mecanismos y procedimientos no son autosuficientes; requieren de una ética de la memoria que se comprometa con la escucha de las víctimas y con el ejercicio de su derecho a la verdad y a la justicia. En el caso del Perú, el fortalecimiento de esa ética sigue siendo una tarea pendiente, a once años de publicado el Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación.

Los derechos humanos constituyen poderosas e iluminadoras herramientas sociales para el cuidado de la vida, la dignidad y las libertades de todos los seres humanos sin excepción. La promoción de estos derechos constituye un ‘signo de civilización’ que trasciende las ideas políticas y los enfoques intelectuales. Algunas personas perciben una matriz teológica que sostienen los derechos humanos, otras prefieren asociarlos a una fundamentación metafísica densa – una imagen de la condición humana o de la naturaleza de la razón -, un tercer enfoque plantea interpretar los derechos humanos en una clave pragmátista y contextualista, como una conquista histórica de una cultura humanitaria. La mayoría de los ciudadanos de las democracias concentran su atención en la expresión práctica de la cultura de los derechos humanos antes que en los debates sobre su cimentación teórica. En realidad, los derechos son susceptibles de una justificación filosófica  plural en cuanto a sus fuentes. Se trata de vindicar en el terreno específico de la praxis nuestra potestad de elegir el modo de vivir y contar con las condiciones sociales para llevar esa vida sin violencia ni arbitrariedad.

“No podemos decir que la noción de derechos humanos esté metafísicamente desnuda; sin embargo, en cuanto a lo conceptual debe – o debería llevar – pocas ropas. No cabe duda de que no necesitamos concordar en que se nos haya creado a imagen y semejanza de Dios, o en que tengamos derechos naturales que emanan de nuestra esencia humana, para concordar en que no queremos ser torturados por los funcionarios del gobierno, ni estar expuestos a arrestos arbitrarios, ni que se nos quite la vida, la familia o la propiedad”[1].
Esta vocación universalista requiere de un intenso compromiso ético que implica el cultivo de la empatía – la capacidad de ponerse en el lugar de las víctimas -  así como el cuidado de un estricto sentido de justicia. Creer que toda persona es un titular de derechos inalienables supone estar convencido de que nadie está fuera de nuestra comunidad moral, que nadie escapa a nuestro círculo de lealtades y obligaciones. Ello significa que denunciar el sufrimiento inocente constituye una prioridad para nosotros. Se trata de una nueva manera de considerar a todo ser humano como un compañero de ruta cuya existencia y destino realmente nos interesa.





[1] Appiah, Kwame. La ética de la identidad Buenos Aires, Katz 2007 p. 369.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

DE BLOG A LIBRO





Gonzalo Gamio Gehri

Hace pocos días presenté el libro de mi gran amigo Alfredo Rusca Busco novia, por Rusca. Originalmente era un blog heredado, que no tenía el ángulo más existencial – “idílico” que la versión que Rusca ha planteado, una mayor profundidad en la reflexión sobre el curso de la vida interior y la complejidad de la búsqueda de su propia identidad individual.  Regresando de Alemania, de un desencuentro amoroso, el protagonista viaja por Europa y Canadá – con intervalos largos en el Perú – conociendo diferentes personas, enfrentando diversas situaciones asociadas con la tarea de buscar pareja, pero que lo llevan a encontrarse a sí mismo. Tres años después de terminado el blog (y cumplido su cometido) ha convertido ese espacio en un libro.

Se trata de su segundo libro; el primero, Polianna, es una reflexión sobre la ausencia, el amor y el esfuerzo por trascender esas pequeñas muertes que la vida genera en uno de manera casi forzosa. Es un libro más personal que el que presentamos hace unos días. No obstante, no debe pensarse que este blog / libro es una crónica frívola. En absoluto. Es posible que el formato lo sugiera así, pero lo que examina el libro es una genuina pesquisa personal por un sentido para la vida. Alfredo desarrolla una serie de reflexiones sesudas sobre sí mismo, sus recuerdos, sus ideas sobre la vida. Uno se topa, por ejemplo, con meditaciones sobre cómo los aeropuertos pueden tornarse en lugares para la introspección, en la medida en que se suspenden los vínculos cotidianos y nuestros canales de comunicación acostumbrados.

Se trata de un  libro particularmente autorreflexivo, pese a su temática, supuestamente ligera. Contiene también mucha ironía y cambios de ritmo literario, que incluso dejan un espacio a la visión mística del mundo, que el autor suscribe, así como algunas meditaciones sobre el arte de escribir. Es una lectura que merece la pena, sin el menor asomo de duda. Es, además, un ejemplo de conversión de un espacio virtual a un texto en sentido estricto, sin perder el estilo personal y directo del formato original.


lunes, 17 de noviembre de 2014

UNIVERSIDAD EN SANGRE (E. CAVASSA)




Ernesto Cavassa S.J.



Un 16 de noviembre, hace 25 años murieron asesinados 6 jesuitas y dos colaboradoras laicas en el campus de la Universidad Centro Americana Simeón Cañas, de San Salvador. El nombre más emblemático es el de Ignacio Ellacuría pero compartieron su misma suerte Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando López, Ignacio Martín-Baró y Joaquín López. Cinco españoles y un salvadoreño, que conformaban la comunidad jesuita que tenía su residencia en la misma Universidad. Otro jesuita, teólogo conocido, Jon Sobrino, perteneciente al mismo grupo, se salvó de morir porque estaba fuera del país, dictando conferencias en Asia. En ese continente, en el que los cristianos son solo una minoría, no podían entender que un grupo de militares, que se confesaban cristianos, pudieran asesinar a otros cristianos. Las colaboradoras laicas, la Sra. Elba Ramos y su hija Celina, de solo 16 años, tampoco lo imaginaron y decidieron quedarse esa noche en el campus para no correr el riesgo de tener que ir hasta su barrio, convulsionado –como toda la ciudad– por la guerra civil. Los militares no hicieron distingos y las mataron también a ellas.

Pude visitar el campus hace 5 años, en el 200 aniversario del martirio. Es difícil no conmoverse al entrar a esta universidad que se ha convertido en un centro de peregrinación. En esa ocasión, los familiares de los mártires y los invitados a participar  en el homenaje, fuimos recibidos por el Presidente de la República en el palacio presidencial. 

Fue la primera vez que el Estado salvadoreño, desde su máxima representación, reconoció su participación en el asesinato. Tuvieron que pasar 20 años para ello.

La intervención militar que derivó en el asesinato de estas personas no fue casual. 

Los jesuitas, conscientes de que la guerra civil no llevaba a nada y se había convertido en una masacre por ambas partes, decidieron apostar por la paz. Se comprometieron seriamente en el proceso y Ellacuría fue uno de sus principales impulsores. Tampoco fue casual que lo mataran con un disparo a la cabeza. Decidieron ejecutar a quien consideraban el mentor con un disparo a su cerebro, a la razón. 

El impacto que produjeron esas muertes fue inmenso. Aún recuerdo las noticias de esa madrugada, primero inciertas, luego cada vez más firmes. Llamadas mutuas entre amigos para cerciorarnos si lo que estábamos escuchando era verdad. La solidaridad fue inmediata. La provincia jesuita de Centroamérica solicitó apoyo para continuar las actividades universitarias. Podrían asesinar a los hombres pero no al proyecto que ellos encarnaban. No todos los que se apuntaron pudieron llegar a trabajar en la UCA. Pero la UCA llegó a todos nosotros. A partir de ese momento, las universidades de la Compañía no fueron más las mismas. El 16 de noviembre de 1989 ha marcado para todas un antes y un después.

En palabras del P. Kolvenbach, anterior superior general: “Es ya un estereotipo el repetir que la universidad no es una torre de marfil y que no es para sí misma sino para la sociedad. Más allá de la teoría, el sentido profundo de esta afirmación lo dio el testimonio de Ignacio Ellacuría y sus compañeros. Pocos hechos como éste han causado tanto impacto y se han prestado a tanta reflexión en nuestras universidades en estos últimos años” (Roma, 27 de mayo de 2001).

En efecto, el asesinato de los jesuitas de la UCA ha sellado con sangre el compromiso de la universidad jesuita con las aspiraciones más altas de los pueblos, con los valores de paz y de justicia, y con los más pobres de nuestros países a quienes la universidad desea servir. No hay universidad neutra, lo sabemos. Por ello, la universidad jesuita se pone conscientemente al servicio del país y de la transformación de todas aquellas estructuras de injusticia que impiden su auténtico desarrollo. 

El mejor homenaje a los mártires, en el 250 aniversario de este acontecimiento, es seguir la senda que ellos regaron con su sangre. Citando nuevamente a Kolvenbach, “todo centro jesuita de enseñanza superior está llamado a vivir dentro de una realidad social y a vivir para tal realidad social, a iluminarla con la inteligencia universitaria, a emplear todo el peso de la universidad para transformarla”. Ese es también nuestro compromiso con el Perú.

(Publicado en La República)

SOCIEDAD DEMOCRÁTICA, LIBERALISMO Y ESTADO ACONFESIONAL. CONSIDERACIONES DE PRINCIPIO









Gonzalo Gamio Gehri


Desde la Homilía del Te Deum se ha evocado la figura de una “laicidad positiva”, de parte de algunos columnistas afines al discurso pronunciado el 28 de julio. Se ha dicho que aunque el Estado sea laico e independiente de la Iglesia, ésta tendría el rol de guiarlo en lo que toca al señalamiento de los valores supremos de la vida humana. No estoy de acuerdo con esa descripción del Estado laico, ni con aquella explicación de las relaciones entre un Estado democrático y las Iglesias. Creo que esa interpretación (pseudo platónica, porque platónica realmente no es) resulta tendenciosa y puede reproducir precisamente las pretensiones de un Estado confesional, no compatible con una sociedad estríctamente democrática. En una nota suya publicada en Correo, Martín Santiváñez – comentando la Homilía – sostiene lo siguiente:

“Mientras más me aburro con los mensajes presidenciales, más me detengo en las homilías del TE DEUM. La de este año ha sido relevante por abordar el punto de la separación entre la Iglesia y el Estado. Toda la doctrina católica, desde Orígenes hasta el tomismo, pasando por San Agustín, ha considerado positivo el principio de "dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". De allí que el Estado sea visto como algo temporal que debe ser iluminado por el cristianismo, pero ajeno a la Civitas Dei.

Los laicistas rabiosos que quieren expulsar a la religión de la esfera pública no aspiran a un Estado imparcial. Quieren, en el fondo, una religión del Estado. El Estado no subsiste sin valores. O lo informan los valores de una ideología o influyen en él los principios del derecho natural. El Estado siempre responde a una metafísica. Cuando se exclama "¡que la Iglesia no se meta!", detrás siempre hay una gran intolerancia ideológica que aspira al dominio totalitario del Estado. Y eso, por supuesto, no se puede permitir.

Es preciso mostrar las razones que pueden invocarse para cuestionar esas tesis conservadoras. Voy a concentrarme brevemente en las afirmaciones del segundo párrafo.No voy a ocuparme de lo establecido en el primero, únicamente advertiré algo que cualquier teólogo, historiador o filósofo señalaría de inmediato, a saber, que la independencia relativa entre el Estado y la Iglesia formulada en los primeros tiempos del cristianismo romano no puede asociarse en manera alguna a la idea de un Estado liberal laico, que supone el factum de la diversidad de doctrinas comprensivas y de la increencia, la experiencia de las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII, etc[1]. Ese es el contexto histórico que nutre la idea de laicidad tal y como la entiende la teoría política. La tesis de un Estado plural laico y aconfesional es básicamente moderna, de herencia liberal y surge de la necesidad de promover las libertades religiosas y la tolerancia en un mundo diverso. La alternativa al Estado confesional no es una “religión de Estado” – como se asevera en la columna citada -, sino un Estado democrático liberal respetuoso de las creencias que las personas eligen suscribir sin coacciones. Los ciudadanos ejercen su derecho a creer o a no creer en una determinada visión de la trascendencia o de lo divino.

Un Estado laico es un Estado pluralista comprometido con los derechos y las libertades de los ciudadanos, incluidas las libertades religiosas. No establece ninguna relación de privilegio con Iglesia o comunidad religiosa alguna, con el fin de no discriminar a los creyentes que suscriben otras confesiones o que han decidido no tener creencias religiosas. Guarda una relación de cordialidad y de eventual colaboración con las  diversas Iglesias, así como con otras organizaciones de la sociedad civil, pero no brinda un apoyo especial a ninguna de ellas, por un principio de tolerancia  y justicia. Son los ciudadanos los que eligen libremente en materia de consideraciones sobre el sentido de la vida y el espíritu. El Estado sólo vela por el cumplimiento de la ley, la preservación de las instituciones democráticas y los requerimientos de la razón pública.

La aconfesionalidad del Estado liberal no implica el desconocimiento del importante valor de las creencias religiosas en la vida de mucha gente. Numerosas personas construyen su identidad y eligen sus formas de vida a partir de ideas que provienen de las religiones y de diversas concepciones del mundo. Las religiones han aportado significativamente a la formación de ideas morales fundamentales que nutren la cultura democrática. No obstante, este reconocimiento no supone que este tipo de confesiones constituyan la única fuente de los derechos universales y de la noción de dignidad humana. El liberalismo le otorga un lugar de respeto a las religiones, pero dispone que ese lugar no es el del espacio estatal. Las adhesiones religiosas corresponden a las personas y a las asociaciones en las que voluntariamente pasan parte de sus vidas.
Las distintas Iglesias y comunidades religiosas pueden intervenir en el debate sobre la justicia social y los bienes comunes, tanto como pueden hacer lo propio otras asociaciones voluntarias  que se pronuncian sobre estos temas que interesan a todos los ciudadanos, los creyentes y los no creyentes. Pueden hacerlo como una voz más en el diálogo al interior de la sociedad. Las Iglesias y comunidades religiosas no pueden marcar la pauta sin más de las políticas públicas, políticas que emprende el Estado desde consensos argumentativos más amplios y desde un lenguaje político pluralista que una sociedad compleja requiere (piénsese en el tipo de discurso construido por el movimiento por los derechos liderado por Martin Luther King Jr.; originalmente de raigambre profético, pero conceptual y políticamente convergente con el universalismo humanista y liberal).

La aseveración “El Estado no subsiste sin valores. O lo informan los valores de una ideología o influyen en él los principios del derecho natural” entraña un falso dilema, aderezado por el integrismo religioso y por el conservadurismo teológico. La idea de  la existencia de valores absolutamente inmutables y ahistóricos – arraigados presuntamente en una naturaleza humana monolítica  – ha sido severamente cuestionada desde todos los derroteros de la filosofía contemporánea.  El iusnaturalismo es conceptualmente discutible. Hannah Arendt ha señalado lúcidamente que sólo una divinidad con una visión total no condicionada por el cuerpo y por el lenguaje podría captar la naturaleza humana; nosotros, agentes finitos situados en horizontes ínter-intencionales compartimos una humana condición, que interpreta sus actividades, disposiciones y contextos.  
Esto no significa decretar la defunción del derecho natural, sino someterlo a debate con las diferentes posiciones que señalan que los valores son fruto del discernimiento razonable y finito de seres humanos finitos. El enfoque conservador no quiere discutir los cimientos epistemológicos y éticos del derecho natural, por eso se esfuerza en proponerlo como la única alternativa ante las “ideologías” y “el relativismo”, cuando eso es clamorosamente falso. Recurre al falso dilema “o nuestra doctrina o el abismo” que simplemente vicia toda reflexión seria en la materia. Es perfectamente posible, por ejemplo, que una interpretación filosófica pragmatista – falibilista, en la senda de J. Dewey y de K. Appiah – de los derechos humanos brinde buenos argumentos para sustentar principios eficaces para cautelar la dignidad y las libertades de las personas. No se trata de una perspectiva relativista ni ideológica. Constituye una costumbre perniciosa para la vida intelectual sindicar sin mayores justificaciones una perspectiva que no compartimos como “ideológica”. Quien así procede sólo busca descalificar el punto de vista rival, no confrontarlo en el plano de las razones. Suele aplicarse esa arbitraria etiqueta contra enfoques académicos rigurosos, como los estudios de género y las propuestas interculturales. La idea absurda consiste en sacar del espacio de deliberación esa clase de investigaciones incómodas para un punto de vista más tradicionalista. No existe peor enfermedad en una sociedad democrática que la represión del pensamiento crítico, perpetrado, por ejemplo, en el bloqueo de la discusión pública sobre casos difíciles, o en la prohibición de ciertos libros en algunas universidades privadas.

La afirmación “el Estado no subsiste sin valores” es verdadera, pero es una frase que carece del dramatismo que se le pretende infundir. Un Estado de derecho constitucional propio de las democracias liberales necesita valores públicos, que sostengan el sistema de derechos y libertades y que garanticen el cuidado de la justicia en materia de la convivencia social en un clima de respeto de la dignidad de las personas y de la diversidad de modos de vida. La tolerancia, el cuidado de la vida y la libertad, el trato justo, el sentido de comunidad cívica y la disposición a actuar en el espacio público para fiscalizar el poder son valores de esta clase. Estos valores públicos son expresión de un consenso razonable de diferentes concepciones éticas, religiosas o seculares. Dichos valores no descansan en una homogénea “metafísica”, no al menos en el sentido riguroso – filosófico – del término. Los valores públicos se construyen en un marco de pluralidad e interacción dialógica de diversos horizontes y enfoques.

Es por ello que esta noción de “laicidad positiva” no me parece razonable ni convincente, pues encubre la pretensión de convertir al Estado democrático – liberal en uno confesional, o el intento de impedir el proceso de secularización de la razón pública. Resulta contradictorio distinguir el Estado de la Iglesia para inmediatamente sostener que ella debe sin embargo conducir a aquel de manera irrevocable según sus principios tradicionales, negando de facto la autonomía de lo temporal (autonomía ya planteada en el Concilio Vaticano II) y debilitando las facultades de los fueros deliberativos de los agentes sociales y políticos. El diseño de las políticas de Estado es una tarea que es fruto del debate abierto de diferentes instituciones del sistema político y de la sociedad civil (y dentro de ésta última, diferentes organizaciones sociales, seculares y religiosas). El sello de la política liberal es la deliberación y el pluralismo.




[1] La multiplicidad de escuelas de heterodoxia surgidas durante el período de hegemonía teológico-política de Roma, declaradas heréticas y reprimidas durante los primeros siglos de la Iglesia – arrianos, pelagianos, donatistas, etc. – no puede contar como un signo de pluralismo, por razones obvias.

viernes, 14 de noviembre de 2014

LA PERSPECTIVA FILOSÓFICO - PRÁCTICA DE LA DIGNIDAD Y LOS DERECHOS*








Gonzalo Gamio Gehri

El último 27 de octubre, los familiares de ochenta víctimas de la violencia terrorista y de la represión estatal recuperaron los cuerpos de sus seres queridos en Ayacucho. El hecho fue prácticamente ignorado por los principales medios de comunicación, fue pasado por alto por amplios sectores de la “clase política”, y apenas fue recogido por una minoría de ciudadanos. Esta situación no sorprende, aunque resulta particularmente lamentable. Hace tiempo que los casos de derechos humanos no son noticia. Cabe preguntarse si el “Perú oficial” – el conformado por las élites políticas y empresariales que habita nuestras ciudades más prósperas – ha elegido la amnesia moral y política como proyecto.

Desde los años del conflicto armado interno, el discurso de defensa de los derechos humanos ha sido asociado incorrectamente con el imaginario social de la izquierda. Es cierto que en nuestro país los sectores progresistas – desde los movimientos políticos y sociales y desde las instituciones de la sociedad civil, incluidas las Iglesias – han contribuido decisivamente a la protección de los derechos básicos de los más débiles, pero la causa de los derechos humanos trasciende cualquier cantera intelectual o ideológica. Es un derrotero práctico de la democracia. La noción de “derechos naturales” – el ancestro de los derechos humanos – fue originalmente una categoría liberal, desarrollada por Locke en el Segundo tratado y por otros después de él, que se convirtió luego en un estandarte de batalla en la lucha por la independencia estadounidense y por la Revolución Francesa.

Kant, por su parte, planteó como un principio moral incondicional la exigencia de tratar a todo individuo racional siempre como fin y nunca exclusivamente como medio. Este principio estipula que los seres humanos no tienen un mero valor de utilidad – como los objetos del mundo -, sino un valor de dignidad, que los identifica como personas merecedoras de respeto, por el hecho de ser personas. Ello implica que los animales humanos no deben ser objeto de negociación o de sacrificio en nombre de ideales presuntamente “superiores” como lograr la salvación eterna, proteger la doctrina correcta o propiciar la Revolución. No existe propósito que pueda anteponerse al cuidado de la dignidad. Este principio permite examinar críticamente los diversos proyectos políticos y socioculturales que compiten por nuestra adhesión y lealtad en los espacios de formación de opinión pública.

La tesis de la dignidad intrínseca de los seres humanos es perfectamente compatible con los argumentos que sustentaron quienes impulsaron la abolición de la esclavitud, así como los movimientos sociales en favor de los derechos de las mujeres a participar en la vida pública y aquellos grupos de trabajadores que defendieron la jornada laboral de ocho horas. Hoy, de una manera similar, es invocado también en términos de la defensa de las minorías sexuales y culturales que invocan hoy igualdad de derechos y el reconocimiento de sus formas de vida al interior de un Estado de derecho constitucional. El respeto de los derechos individuales resulta convergente con el cultivo de la identidad en la medida en que ésta involucra el ejercicio de la crítica y la libertad de conciencia, así como la observancia de los principios básicos de la justicia.

La historia de los derechos humanos tal y como los conocemos es indesligable de un terrible hecho, el Holocausto de judíos, gitanos, comunistas durante los años de la segunda guerra mundial. Los nazis condenaron a muerte a millones de personas sólo por el hecho de poseer un determinado origen étnico o por suscribir un credo o un sistema de creencias específico, o por llevar un estilo de vida diferente a los que predicaban los representantes de la supuesta “raza superior” que heredaría el dominio sobre la tierra. Este proyecto de destrucción del Otro pasaba por llevar a cabo el esfuerzo sistemático e institucionalizado por privar a sus víctimas del más leve signo de condición humana; ese era el propósito de los campos de concentración. Primo Levi lo señala con especial lucidez en Si esto es un hombre.


  “Entonces por primera vez nos dimos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un instante, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse”[1].

El hallazgo de los campos de concentración reveló una realidad dolorosa e insoportable: que en plena época de la ciencia, los seres humanos se dañaran y destruyeran con una desencarnada crueldad a causa del odio racial y la más vesánica represión de la diversidad. La creación de la ONU y la elaboración de la Declaración universal de los derechos humanos – encargada a un Comité intercultural y multidisciplinario – han de ser entendidos desde los esfuerzos coordinados por las naciones por establecer garantías de no repetición, el diseño e implementación de reformas institucionales y legales de alcance internacional conducentes a impedir que una catástrofe humana de similar gravedad vuelva a producirse en el mundo. Con el tiempo, alrededor de estas iniciativas se ha ido construyendo una verdadera cultura ética, un complejo entramado de prácticas sociales, mentalidades, preceptos e instituciones que ha contribuido a que la idea de los derechos humanos se arraigue sólidamente en el mundo social y político contemporáneo.











Este es un primer borrador del inicio de un ensayo que aparecerá en la publicación Intercambio.
[1] Levi, Primo Si esto es un hombre Barcelona, Nuchnik Editores 2002 p. 13.

sábado, 8 de noviembre de 2014

RAZÓN PRÁCTICA Y NARRATIVA. CHARLES TAYLOR: UNA RELECTURA TELEOLÓGICA DE LA ÉTICA MODERNA (ESQUEMAS)








Gonzalo Gamio Gehri


La distinción entre evaluaciones fuertes y débiles constituye un elemento medular del proceso de deliberación práctica en Taylor.

         En el caso de las evaluaciones débiles el criterio de discernimiento es el grado de apetencia o la utilidad.
         En el caso de las evaluaciones fuertes nos remiten a experiencias en las que se pone en juego una valoración ética más intensa del agente, porque atañen a sus modos de ser.
         Apelan a distinciones cualitativas. La discusión e identificación de estas distinciones constituye una condición esencial para orientarnos en el espacio social. Remisión a horizontes.
         Importancia de las evaluaciones fuertes en la construcción de la identidad.

La composición de la narrativa vital constituye la forma que nos permite dar cuenta de nuestras evaluaciones y elecciones.

          Narrativa permite examinar los contextos, vínculos y conflictos que involucran el discernimiento y la elección del modo de vida.
          Narrativa apela a la capacidad crítica y a la facticidad.
          Objetivo de la composición de narrativas es la clarificación y orientación existencial.
          Tema de las transiciones. El paso de un relato al siguiente ha de suponer un tipo de ganancia en cuanto a  esclarecimiento.

La referencia a fines constituye una condición trascendental en la reflexión ética según Taylor.

         Referencia a Aristóteles. Dar razón del sentido a la acción implica conectarla con el bien perseguido.
         La omisión de toda referencia teleológica condena a las éticas procedimentales a la inarticulación, pues llevan una teleología implícita.
         Taylor defiende una ética sustantiva que destaca la conexión de los bienes con la narrativa vital y con las ontologías morales, que dan cuenta de las concepciones del mundo y la condición humana que subyacen a nuestras “intuiciones” y les sirven como fuentes.
         La incoherencia de las éticas procedimentales reside en que ellas se fundan en “hiperbienes”.

Una de las mayores dificultades conceptuales que afrontan las éticas de procedimiento es la renuencia a considerar seriamente los conflictos entre bienes (y entre males).

         Conflictos trágicos (clásicos, .Mal contra mal, bien contra el bien,
         Las éticas procedimentales tienden a desconocer la racionalidad de estos conflictos (el caso de la moral de inspiración kantiana) o minimiza su poder a partir del cálculo costo-beneficio (algunas versiones del utilitarismo).
         Estos conflictos constituyen temas centrales en la experiencia ética común. La perspicacia ética supone la capacidad de comprender y plantear estos conflictos.

Taylor defiende una concepción dialógica de la identidad que cuestiona severamente el individualismo (‘atomismo’) imperante en el sentido común de las sociedades occidentales contemporáneas.

         El sentido del yo es inseparable de la percepción y de la interpretación de nuestro lugar en el espacio social y la dirección en su interior.
         Perder el contacto con estas coordenadas implica afrontar una “crisis de identidad” sin precedentes.
         Fuentes del yo constituye un intento por recuperar el mapa ético - espiritual de la cultura moderna.
         Identidad dialógica. El énfasis que pone Taylor en el término “diálogo” recusa toda connotación “comunitarista”: la construcción de la identidad se forja en contacto  con los “otros significativos” y con el horizonte, pero este proceso no resiente la capacidad reflexiva del agente.


domingo, 2 de noviembre de 2014

SOBRE LA ACTUALIDAD DE LA ÉTICA ARISTOTÉLICA (/ESQUEMA)







Gonzalo Gamio Gehri

I.- LA ÉTICA ARISTOTÉLICA.

         Dimensión teleológica.
         Dimensión práctica.
         Dimensión contextual.
         Conexión con la política.
         Vulnerabilidad.

II.-  DELIBERACIÓN Y CONFLICTOS.

         Énfasis en la deliberación práctica
-          No sólo selección de medios, también evolución de los fines.
-          Recuperación del tema trágico de la hybris.
-          Conflictos de bienes (y de males).

III.-  MACINTYRE Y ARISTÓTELES.

         Un aristotelismo radical: Alasdair MacIntyre.
-          Tras la virtud (1981).
-          Idea de que el lenguaje de la ética se ha desarticulado luego de que el racionalismo occidental – en particular la Ilustración – han rechazado el elemento teleológico de la Recuperación de la conexión entra la ética filosófica y la experiencia ética a partir de tres ejes:
-          El concepto de práctica.
-          La unidad narrativa de la vida.
-           El concepto de tradición crítica.
-          Rechazo de la cultura moderna y vuelta a la ética de las virtudes.
-          filosofía práctica y convertido el concepto de ser humano en una abstracción.

IV.- WALZER Y LA JUSTICIA.

         Recuperación del problema de los criterios de la justicia distributiva formulado en la Ética.
-          Igualdad.
-          Mérito.
-          Necesidades.
-     Vínculo entre justicia y philía.
         La postura de Rawls.
         Las esferas de Justicia (1983). Michael Walzer.
         Diversas esferas de vida social gestionan bienes sociales.
         “Igualdad compleja”: Bienes sociales distintos requieren criterios distributivos distintos. No existe un ‘principio maestro’. Combatir la tiranía de una esfera sobre las demás.
         Liberalismo político e igualdad compleja.
         El lenguaje “ténue” y el lenguaje “denso” de la moral.
         Valoración de las comunidades heredadas.
-      Tres defectos del liberalismo.
-       Walzer y Aristóteles: conceptos clave,,


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