miércoles, 25 de abril de 2007

APUNTES SOBRE LA JUSTICIA DISTRIBUTIVA (Una Introducción)










Lo que sigue es un fragmento de la Introducción de una investigación que realizé sobre el debate filosófico - político sobre la justicia, que desarrollé en 2004 gracias a una Beca ICALA. Apareceré en breve - en su versión completa - en la primera sección de mi libro Racionalidad y conflicto ético. Ensayos de filosofía práctica.


Gonzalo Gamio Gehri



"Entonces interpelé a Polemarco:

- Puesto que eres heredero de
la argumentación, di lo que Simónides afirma correctamente sobre la
justicia.
- Que es justo devolver a cada uno lo que se le debe; me
parece que, al decir esto, habla muy bien – respondió.
Ciertamente
– dije – no es fácil dudar de lo que dice Simónides, que es un varón sabio y
divino. No obstante, qué es lo que quiere decir, tal vez tú lo sepas,
Polemarco, mas yo lo ignoro."


(Platón, República 331e)


Es conocida la formulación clásica de la justicia distributiva como dar a cada cual lo suyo, formulación que parece gozar de aceptación entre los especialistas hasta el día de hoy. Es probable que esta definición – atribuida a Simónides - sea conocida, en primera instancia, a través de la conversación que Sócrates sostiene con Polemarco en el primer libro de la República, y que citamos como epígrafe para nuestro estudio. No obstante, aquella discusión gira en torno a una concepción más general de la justicia, asociada con el comportamiento orientado hacia el bien: concretamente, Polemarco y Sócrates dialogan sobre si lo mejor es hacer bien a los amigos, y mal a los enemigos. Esto permite a Sócrates enfrentarse a una concepción retributiva de la ética, presente con tanta intensidad en la tradición mítica, en la tragedia e incluso en la sofística. De camino a su argumento central, Sócrates se las ingenia para afinar la definición de Simónides - reseñada por Polemarco – y así ayudarnos en nuestra búsqueda de una interpretación más compleja de la justicia distributiva:

"Entonces – repliqué – me parece que Simónides habla poéticamente, con enigmas,
acerca de lo que es justo. Pues entendía, según me parece, que lo justo es
devolver a cada uno lo que le corresponde, y a esto lo denominó ‘lo que se
debe’”
[1].


Esta forma de justicia se ocupa de la asignación de beneficios y recursos entre los miembros de una comunidad política. Desde el ejercicio de la justicia distributiva se decide el acceso al empleo y a la atención médica, la determinación del ingreso, los criterios según los cuales se confieren distinciones honoríficas y formas de estima social. Hoy la conocemos con frecuencia con el término ‘justicia social’, y, en su nombre se han escrito numerosos textos de ciencia social y teoría política, se han entablado numerosas controversias ideológicas, incluso se han librado mil batallas en las que mucha gente ha perdido la vida. En efecto, es preciso dar a cada cual lo suyo, pero se pierde de vista la pregunta fundamental: ¿Qué le corresponde a cada cual?

La definición de Simónides es ella misma indeterminada y vacía sino esclarecemos previamente qué significa ‘lo suyo’, esto es, qué principio debe regir la distribución de riquezas, honores, acceso a los servicios básicos, al trabajo, a la seguridad y al tiempo del ocio. Al menos a este respecto pueden plantearse tres “criterios” posibles de distribución “justa”: el mérito, la igualdad o las necesidades. Puedo distribuir un bien dando a cada uno de sus destinatarios igual cantidad de lo mismo. Puedo también optar por dar más a quien ha contribuido más con la comunidad, o concederle más a quien es considerado un agente económico más competitivo en el mercado (probablemente en el mundo que vivimos, esta sea la clase de mérito que aceptarían con mayor facilidad los agentes distributivos ordinarios, aunque no sea ciertamente la única). O puedo incluso repartir estos bienes concentrando mi atención en aquellos que los necesitan con mayor urgencia, por hallarse – por ejemplo - en una situación de precariedad social y económica.

En un sentido importante, se trata de ‘criterios’ distributivos rivales, que tienden a excluirse entre sí. Cada uno de ellos cuestiona la “justicia” de la aplicación de los demás. A la luz de la igualdad, el reparto según méritos y según necesidades es injusto, pues hace distinciones entre los miembros de la comunidad, generando relaciones asimétricas entre ellos. Por su parte, los defensores de los méritos y las necesidades consideran que hay diferencias que sí cuentan. Ser ciego ante los bienes del honor o de la laboriosidad – o desatender sin más a los débiles y menesterosos - constituye una falta grave de lucidez a la hora de distribuir excedentes de producción o formas de reconocimiento social. Desde luego, uno puede preguntarse si en determinados contextos sociales es lícito combinar estos ‘criterios’ – este es, de hecho, un elemento clave en la comprensión de la justicia distributiva al interior del pensamiento político de Aristóteles, presente también en la propuesta de Michael Walzer – pero es casi inevitable preguntarse cuál de los tres tendría que ser considerado de una mayor jerarquía al interior de nuestros programas distributivos como parte, por ejemplo , de las políticas de Estado en materia social.

Se trata de preguntas sumamente difíciles, que trataremos de formular con mayor precisión (entablando un diálogo con la tradición filosófico – política a través de la obra de tres autores entre los más influyentes en los debates actuales sobre la justicia). De hecho, gran parte de los conflictos ideológico – sociales del siglo XX se deben en gran medida a la tendencia, presente tanto en el marxismo ortodoxo como en el capitalismo (fundamentalmente en su versión neoliberal o libertaria), a buscar un principio maestro que excluya los otros principios o que deba primar a priori sobre los demás. Sin duda, el neoliberalismo ha encontrado en los méritos el criterio distributivo por excelencia. Se los concibe en términos de eficacia en el contexto de la competencia económica en el mercado. Obviamente, desde esta perspectiva, el mercado es interpretado como un escenario transparente para el desarrollo de la producción, el consumo y el intercambio libre. El marxismo ortodoxo, como se sabe, osciló entre la igualdad y las necesidades como criterios rectores del reparto justo. Recordemos aquellos pasajes de la ideología La ideología alemana en donde Marx señala que las comunidades internas a la “sociedad sin clases” regularían la ‘administración de las cosas’. Recordemos asimismo cómo describe Marx la distribución igualitaria del trabajo físico, el ocio y el trabajo intelectual en la hipotética sociedad comunista, en un día en la vida del hombre nuevo. El mundo social del presente ha intentado superar este conflicto ideológico – especialmente luego del derrumbe del bloque del Este – apelando al modelo político y social de las democracias liberales; no obstante, los nuevos debates sobre las relaciones económicas entre el Norte y el Sur, la vigencia de los derechos sociales y económicos, las leyes de discriminación “a la inversa”, etc., nos devuelven al problema de los principios de la justicia.

La presente investigación está dedicada a la discusión crítica en torno al problema de la inteligibilidad de los criterios de la justicia distributiva en los debates actuales sobre el carácter y la vigencia de los principios sociales del liberalismo al interior de la ética y la filosofía política. Este estudio tendrá como eje central la reflexión acerca del vínculo conceptual y práctico entre la Justicia y los bienes, a partir de un examen crítico de la obra de dos de sus protagonistas principales - John Rawls y Michael Walzer- precedido por un análisis de la concepción aristotélica de la justicia. Este estudio intentará hacer explícitos los vínculos existentes entre esta importante polémica teórico – política con los problemas actuales acerca de los indicadores de desarrollo humano, gobernabilidad democrática, justicia económica y políticas interculturales, problemas de singular relevancia para el contexto académico e institucional latinoamericano.

En una primera sección nos ocupamos de la relación entre las visiones de la vida buena y la determinación de los principios de la justicia en la filosofía práctica de Aristóteles, deteniéndonos especialmente en los argumentos desarrollados en el libro V de la Ética Nicomáquea. El estagirita retoma la formulación de Polemarco y Sócrates: la justicia – que él denomina “distributiva” – consiste en “dar a cada cual lo suyo”. Habiendo reconocido la indeterminación de esta definición, dado que Aristóteles dejó abierta la cuestión relativa al criterio rector de la distribución (si se trataba de alguno de los mencionados anteriormente, el mérito, la igualdad o las necesidades), señaló que la comunidad debía juzgar qué criterio aplicar de acuerdo a cada caso. Precisó que esta flexibilidad era posible en tanto la justicia se hallaba sostenida por la amistad política, el hecho que los miembros de la comunidad suscribieran un relato complejo acerca del Bien.

Nuestro segunda sección versa sobre la concepción liberal de la justicia distributiva, a partir del intento contractualista de separar los criterios distributivos del tema de los fines de la vida ¿Cómo reaccionar ante la perspectiva aristotélica desde una época que se entiende desencantada respecto de esas narrativas?. Al disolverse los vínculos sustantivos de un grupo social, los criterios de la justicia se oscurecen, dificultando su elección. La búsqueda del consenso político toma la forma de un pacto entre individuos racionales aislados y mutuamente indiferentes, que entran en sociedad y sientan las bases del estado en busca de protección: esa es la línea argumentativa que encontramos en Hobbes y Locke, y que de alguna manera se conserva en los filósofos liberales de la actualidad. En la Teoría de la justicia (1971) de Rawls encontramos un intento de justificación formal y deontológica de los principios de la justicia -el principio de igualdad y el de diferencia - neutrales respecto del buen vivir, pero susceptibles de ser reconocidos como consensuales por una sociedad compleja.

No obstante, el presupuesto fundamental de esta perspectiva, la posibilidad de acceder a través de un procedimiento racional a principios universales de justicia, ha sido cuestionado por los llamados “comunitaristas”, a partir de argumentos que parecen inspirarse en Aristóteles. Nuestra tercera sección estará dedicada a la crítica comunitaria, siendo Michael Walzer nuestro interlocutor principal. En Esferas de la justicia (1983) Walzer expone sus dudas respecto de la plausibilidad del modelo universalista; más aún, señala las razones que parecen condenarlo al fracaso. Sostiene que i) se ha tomado no muy en serio la lección aristotélica de la remisión de la justicia al Bien como fundamento de un consenso práctico ii) más importante aún, no puede existir un principio maestro de la justicia porque - en vista que una sociedad pluralista está constituida por distintas fronteras institucionales y esferas de vida - los criterios distributivos han de depender de la “naturaleza” de los bienes sociales internos a las esferas de vida. La salud, el trabajo, la educación, la política, etc. responden a la justicia según las necesidades, los méritos o la igualdad de acuerdo a los significados intrínsecos a sus vocabularios críticos y a sus prácticas.

En nuestra cuarta sección sometemos a discusión la posibilidad de la elaboración de una teoría de la distribución justa sin referencia al bien. Intentaremos mostrar cómo la presencia de una teoría de los bienes es condición trascendental en cualquier concepción de la praxis, incluida la perspectiva liberal, a pesar de sus pretensiones de neutralidad valorativa. En este sentido, intentaremos demostrar que la concepción contractualista asume una posición deficiente respecto de la justicia distributiva en tanto no reconoce respecto de las motivaciones prácticas de los individuos bienes que no sean meramente convergentes. Toda teoría de la justicia que aspirase a escapar de la abstracción del formalismo tendría que reconocer como bien fundamental la pertenencia a una comunidad de valores específica, en tanto que sólo a través de la inserción en una comunidad, uno puede convertirse en un agente distributivo competente, o en un crítico lúcido de los sistemas locales de distribución.


[1] República 332c.

lunes, 23 de abril de 2007

CIUDADANÍA, DERECHOS HUMANOS Y LUCHA POR LA MEMORIA











Gonzalo Gamio Gehri


1.- Justicia transicional y esclarecimiento de la memoria[1].

De acuerdo con una de las intuiciones prácticas más arraigadas en las democracias constitucionales, la cultura de los Derechos Humanos constituye el corazón mismo de nuestro lenguaje moral y político contemporáneo. Esto se pone de manifiesto incluso en lugares del mundo occidental en donde tales derechos se violan o conculcan – por ejemplo, en nuestras frágiles sociedades latinoamericanas, que padecen regímenes políticos precarios o sucumben ante tenebrosas ofertas autoritarias –, los grupos armados o los gobiernos que perpetran tales crímenes tienden a dirigir su discurso y acciones a negar la existencia de tales delitos, ocultar las evidencias y a “demostrar” que “en realidad” la vida y las libertades de las personas sí se respetan en los espacios que se hallan bajo su jurisdicción e influencia. Intentar tapar cobardemente el sol con un dedo ha sido una práctica común entre los perpetradores y quienes los encubren: alguna vez una ex congresista, devota de la dictadura a la que servía, llegó al extremo de sugerir que los estudiantes salvajemente asesinados por paramilitares se habrían “autosecuestrado”. Aún la práctica de la “guerra sucia” y los mecanismos de control político re-velan un cierto sentido de trasgresión que sólo puede resultar inteligible desde el reconocimiento (instrumental o no) del poder espiritual de la cultura de los Derechos Humanos en nuestro mundo.

Entre todos los instrumentos – incluidos los violentos y los “políticos” – que los perpetradores de crímenes de lesa humanidad utilizan para encubrir sus delitos, ninguno es tan perversamente “eficaz” como el control sobre la memoria. No se trata ya de atentar contra los testigos de violaciones de Derechos Humanos, o a desacreditarlos ante la opinión pública desde medios de comunicación digitados por quienes ejercen la violencia, o someterlos a investigaciones realizadas desde los sistemas de inteligencia adictos a las dictaduras. Se trata de la construcción de una “historia oficial” que elimine los rastros de las desapariciones, las torturas, el abuso de poder. Una historia que guarde silencio sobre las víctimas, que las convierta en invisibles o incluso en presuntamente “irreales”. A lo largo de las últimas semanas hemos asistido a una nueva y penosa campaña mediática contra la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) – urdida por sectores conservadores en la “clase política” y las Fuerzas Armadas – orientada a desautorizar las proyecciones estadísticas a través de las cuales (en consonancia con investigaciones similares en torno a conflictos armados) se precisaba la cifra de muertos y desaparecidos en el período del terror y la represión. Más allá de las consideraciones técnicas del caso, la sociedad peruana pudo asistir al patético espectáculo de reconocer a ciertos directores periodísticos, congresistas y militares en retiro regateando el número de víctimas, como si el hecho que fuesen treinta mil o setenta mil los muertos marcase la diferencia frente al escándalo de la crueldad, el desamparo y la indolencia en el contexto de la violencia dirigida en contra de nuestros compatriotas. Diríase que la lucha de quienes apuestan por el esclarecimiento de la tragedia vivida consiste ya no tanto en mostrar que miles y miles de peruanos murieron miserablemente a manos de la insania terrorista o la represión militar y policial en un clima de indiferencia de parte de las autoridades y los ciudadanos; se trata ahora de demostrar que esos millares de víctimas existieron alguna vez, vieron la luz del día, formaron sus hogares y trabajaron la tierra, para luego desaparecer en circunstancias de extrema violencia e injusticia.

En este sentido, el esclarecimiento de la memoria constituye la actividad básica en la defensa propiamente ética y política de los Derechos Humanos. Escuchar la voz de las víctimas, desenterrar las fosas comunes, reconstruir aquella historia dolorosa que los perpetradores de un lado y del otro pretenden acallar por la fuerza o maquillando los hechos del pasado. La recuperación de la memoria del sufrimiento es un proyecto que involucra la participación del ciudadano y que pone a prueba la fortaleza de sus vínculos de lealtad para con la comunidad que habita. Sin una ética cívica las políticas del recuerdo son imposibles: las comisiones de la verdad le dan un primer impulso al camino de desocultamiento del daño social padecido – ellas remueven el suelo de las historias oficiales – pero el proceso de recuperación de la memoria es una tarea pública. Investigaciones como la realizada por la CVR ofrecen a la ciudadanía un documento riguroso que sirve de insumo al trabajo de interpretación y deliberación al interior de los espacios abiertos de la sociedad civil y del Estado con el fin de conocer las causas y las consecuencias del conflicto armado, castigar a los culpables y sentar los cimientos de la reconciliación social y política.

Las políticas de la memoria (y de la reconciliación[2]) constituyen un elemento medular de los procesos de justicia transicional, vale decir, el proyecto político que conscientemente asumen ciertas sociedades que han padecido regímenes dictatoriales funestos, o que han afrontado conflictos armados desgarradores, y que - una vez recuperado el orden constitucional y el imperio de la ley - deciden examinar la tragedia vivida y asignar responsabilidades de diverso cuño entre los protagonistas de la violencia, los sectores dirigentes y la ciudadanía en general. Con frecuencia son los gobiernos de transición quienes recogen de la sociedad civil organizada y de los ciudadanos la necesidad incondicional de verdad, justicia y reparación. Como sabemos en virtud de lo vivido en el país, el compromiso con la justicia transicional implica con frecuencia la dura tarea de enfrentar una serie de resistencias singularmente poderosas: el encono y la hostilidad de grupos de interés social y político muy influyentes – para empezar, los propios perpetradores, así como parte de la autodenominada “clase política” comprometida abiertamente con la impunidad y el silencio -, la desidia de las autoridades gubernamentales, incluso la indiferencia de un sector de la población, seducida por los afanes del día a día o quizás sumida en el desencanto político más visceral. No obstante, esta clase de trabajo crítico constituye un momento imprescindible para la concreción de un proceso efectivo de reconstrucción democrática y de reestructuración de los lazos sociales.

2.- La amenaza de la injusticia pasiva.

La recuperación pública de la memoria es una tarea democrática – democratizadora– en dos sentidos éticamente relevantes. En primer lugar, porque el examen colectivo del pasado violento permite reconocer las fracturas sociales y formas de exclusión que produjeron las condiciones estructurales de los conflictos armados y de la autocracia (por ejemplo, las múltiples formas de injusticia distributiva imperantes, así como la práctica del autoritarismo en la educación escolar). Tal examen contribuye a la formación crítica del juicio de los agentes políticos respecto de su propia responsabilidad frente a la violencia y al imperativo de fortalecer las instituciones y el cuerpo legal, así como las prácticas sociales que protegen los derechos de las personas e instituciones que componen la sociedad. En esta línea de reflexión, la reconstrucción hermenéutica de esta historia de sufrimiento sirve de impulso a un proceso de refundación de la res pública, de modo que los hechos de violencia no se repitan jamás. La revisión consciente del pasado hace posible que las heridas cicatricen y la sociedad pueda afrontar un tiempo nuevo, en el contexto del ejercicio de las libertades ciudadanas y la regulación pacífica de sus conflictos.

El segundo sentido alude al diseño de políticas de inclusión que permitan restituirles a las víctimas la condición de ciudadanos que les había sido arrebatada en virtud de la lesión de sus derechos. La recuperación de la memoria, la acción de la justicia y de la reparación permiten que las víctimas abandonen la situación de invisibilidad para reasumir su lugar en el espacio público, aquel ámbito que Hannah Arendt señalaba como el “espacio de aparición” de lo propiamente humano, en el cual los agentes pueden actuar con otros, así como contar (y compartir) una historia que los presente como tales[3]. El hecho terrible de la exclusión y la violencia convirtió a decenas de miles de compatriotas – ante los ojos del “Perú oficial” y desde la historia que éste compone - en socialmente insignificantes (en tanto no hispanohablantes, campesinos, indocumentados) y por lo tanto en víctimas invisibles de crímenes cuya existencia se niega o no se registra en los anales de la historia oficial y en sus proyecciones estadísticas. Sólo el trabajo ético – político del recuerdo puede sacar a la luz lo que se pretende dejar oculto e impune. Escuchar la narración de lo vivido por las víctimas y hacer nuestro su dolor para acoger sus demandas de justicia constituye el primer paso para construir una república de ciudadanos, libres e iguales ante la ley.

Pero hay una serie de escollos que la recuperación pública de la memoria debe afrontar en el contexto de su lucha cívica. Ya hemos mencionado la promoción de “políticas” de silencio u olvido de parte de aquellos sectores de poder de alguna forma comprometidos con la causa de la impunidad (la ley de amnistía constituye un buen ejemplo de esta funesta actitud); no obstante, el silencio frente a la historia del sufrimiento tiene múltiples aliados, algunos de un singular comportamiento sutil. Vivimos en un tiempo que valora especialmente la fluidez de la información pero que no aprecia particularmente la narración de experiencias particulares que sean fuente de significación moral, menos aun la que nos echa en cara nuestra insensibilidad o nuestra condescendencia frente al crimen; los medios de comunicación de masas (en sentido estricto, empresas de la información) prefieren sumergirse en la inmediatez de la novedad y la exploración de la coyuntura, en la excitación cutánea del escándalo que asegure ventas. “La información”, escribe Walter Benjamin, “cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva. Sólo vive en ese instante, debe entregarse a él, y en él manifestarse. No así la narración pues no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo”[4]. Cuando la tragedia deja de ser noticia, se torna virtualmente irrelevante, y se la condena sin ningún escrúpulo a salir de la escena mediática.

Pero si buscamos al mayor enemigo de la memoria crítica, sin duda lo encontraremos en nosotros mismos. No existe medida institucional u oficial en pro del silencio que pueda prosperar sin contar con la complicidad de los propios individuos. La indiferencia frente a las violaciones de los Derechos Humanos va de la mano con la falta de fe respecto de nuestras capacidades para la acción cívica. Cicerón ha señalado en Sobre los Oficios que el ciudadano común puede actuar de manera pasivamente injusta cuando consiente en apañar el delito o la violencia ejercida sobre sus semejantes, o cuando permite que los gobernantes o sus conciudadanos lesionen el Estado de derecho y concentren el poder en pocas manos[5]; esta actitud se pone de manifiesto cuando, ante el penoso espectáculo del crimen y el dolor ajeno, el agente prefiere mirar hacia otro lado y concentrarse en sus preocupaciones personales, refugiándose en el limitado escenario de la vida privada: “nadie de mi entorno inmediato ha padecido violencia, no he atentado yo contra los derechos de otros, estas violaciones no me conciernen”, piensa para sí. La consecuencia de esta actitud es la (tácita) renuncia al ejercicio de la ciudadanía.

El repliegue del individuo hacia sus asuntos privados, así como su creciente desinterés por lo político, conspira en favor de la violencia y la tentación autoritaria – que tanto ha estado presente en nuestra historia -, y abona el terreno para el imperio del silencio frente a los delitos de lesa humanidad. La injusticia pasiva mina la posibilidad de afirmación del ethos democrático y la defensa de los Derechos Humanos. En una sociedad libre en la que sus ciudadanos están bien dispuestos a participar activamente en los asuntos que interesan a las comunidades – por ejemplo, en formas de vigilancia cívica desde la sociedad civil -, el peligro de la violencia y la impunidad puede ser prevenido o combatido con éxito. El poder democrático radica básicamente en la capacidad de los ciudadanos de actuar en coordinación[6] - a través de la deliberación pública y la movilización común -, influir en las políticas públicas y participar en el diseño de la agenda política. En contraste, la injusticia pasiva fortalece las conductas totalitarias, promoviendo el aislamiento y el sentimiento de impotencia entre las personas, de modo que la toma de decisiones termina siendo monopolizada por una cúpula de gobierno o por una ‘élite de dirigentes’[7]; nada de esto puede suceder sin la complicidad de los individuos y de las comunidades civiles. No existe señor sin siervo.

La retirada de la acción política conlleva la pérdida de libertades y derechos básicos, el desinterés frente a la memoria de la violencia promueve el silencio y la impunidad (ya ni siquiera el olvido: ¿cómo podría pretender olvidarse aquello que permanece invisible – vale decir, inexistente desde un punto de vista social y político – para la conciencia y la opinión pública?). No podemos hablar de un régimen democrático allí donde sus usuarios se muestran indiferentes frente al destino de sus compatriotas, sus deudos, sus cuerpos; no podemos evocar la vigencia de la legalidad allí donde sólo los miembros de un cierto sector minoritario en lo étnico, cultural y socioeconómico son reconocidos como los únicos titulares de derechos, en contraste con la mayoría de habitantes del ande, la amazonía o las zonas periféricas de las ciudades, que han sido de antemano excluidos de la protección de la ley y del acceso a la esfera pública, incluso para llorar a sus muertos.

3.- Un reto decisivo para la ética cívica.

En estas páginas he querido mostrar a) que la recuperación crítica de la historia de la violencia y de la injusticia constituye una condición esencial para la defensa de los Derechos Humanos; b) que esta es una tarea eminentemente política en el mejor sentido de esta expresión (el de la participación directa del ciudadano en la vida pública); c) que la desidia frente a la acción cívica constituye la principal fuente de corrosión de cualquier proyecto vinculado a la constitución de la democracia y las políticas de memoria: ella prepara la mesa para el nuevo e inminente festín autoritario[8] y bien puede ahogar las esperanzas de la justicia y la reparación. Creo que es importante insistir hoy en este último punto, dadas las nuevas ofertas de “mano dura” provenientes de cierto militarismo, por un lado, y las viejas promesas de restauración de aquella propuesta dictatorial que padecimos en la década de los noventa, por el otro. Constituye una exigencia para la ciudadanía defender desde los espacios públicos con que contamos, el vulnerable proceso de transición política iniciado hace tan pocos años.

No es en absoluto evidente que la preocupación por la reconstrucción pública de la memoria se abra camino en el Perú de hoy. El importante tema de las recomendaciones y las reformas institucionales propuestas por el Informe Final de la CVR prácticamente ha desaparecido de la agenda de debate para casi la totalidad de los partidos políticos y los medios de comunicación. Basta echar una mirada al diseño de las planchas presidenciales en las últimas elecciones para constatar (acaso con alguna excepción) la nula atención a las exigencias de la memoria e incluso el rechazo explícito de los trabajos de justicia transicional en el país; incluso un conocido congresista se atrevió hace un tiempo a proponer una “nueva amnistía” para garantizar la impunidad de militares procesados por crímenes de lesa humanidad. La constante es la apuesta por un “gobierno fuerte” que incluso cuenta, en las diversas formulas electorales, con no pocos adversarios confesos de las políticas de Derechos Humanos en los años más oscuros de la guerra sucia.

Son las instituciones de la sociedad civil los grupos y asociaciones que han acogido con mayor entusiasmo y rigor analítico los retos de la justicia transicional y la causa de las víctimas: algunas universidades e instituciones de educación e investigación, colegios profesionales, organizaciones no gubernamentales, así como ciertas comunidades religiosas progresistas – evangélicas y católicas – de clara vocación democrática. En el grueso de la sociedad peruana, particularmente los jóvenes han asumido el compromiso con el ejercicio de la ciudadanía y con el imperativo de la justicia. La conformidad de facto de los políticos y la “clase dirigente” frente al silencio y la historia oficial de la violencia ha puesto de manifiesto ante la juventud que, si el futuro que queremos está vinculado estrechamente con la reconstrucción democrática y el proyecto de reconciliación, sólo puede confiarse en las capacidades del ciudadano común para la movilización, la conversación cívica y la acción común. No existe otra alternativa para las políticas de memoria e inclusión.

Los desafíos planteados por la lucha cívica por los Derechos Humanos y la democracia nos confronta con un dilema crucial que pone a prueba nuestra disposición para la ciudadanía efectiva. Ante la precariedad del régimen político y el porvenir incierto de la transición y las medidas de justicia para las víctimas de la violencia, podemos asumir el rol de espectadores, situarnos en una posición externa respecto de aquello que sucede en la “escena política”; cuyos únicos protagonistas son nuestros “representantes”. En este caso, si las cosas salen mal, podemos quejarnos amargamente de la conducta de “los políticos” (a quienes hemos elegido y a quienes hemos entregado sin reparos nuestra ‘voluntad política’), e incluso renegar a nuestras anchas del “sistema”: de este modo, hemos proyectado sobre otros el peso de lo que acontezca con nuestra comunidad y sus miembros. Pero contamos con una segunda posición posible. Podemos asumir la perspectiva del agente político – por cierto complementaria de los procedimientos democráticos de representación –, el enfoque del sujeto práctico involucrado activamente con sus conciudadanos en los problemas de la vida pública, y por tanto responsable de sus eventuales consecuencias sociales. No creo que exista una tercera opción para estos asuntos, de manera que tenemos que elegir entre las dos la actitud que asumiremos frente al complejo predicamento ético – político que nos toca afrontar. En un sentido fundamental, el futuro y la viabilidad de nuestras instituciones dependen de nuestra decisión.







[1] Texto redactado a principios de 2006. Sirvió de base para un ensayo mayor que será publicado en Cuestión de Estado.
[2] La dimensión de la ‘reconciliación’ fue introducida agudamente por el proyecto de la CVR. Me he ocupado del tema de las política de la reconciliación en Gamio, Gonzalo “Ética cívica y políticas transicionales” en: IDEHPUCP, El incierto camino de la transición: a dos años del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación Documento de Trabajo Serie Reconciliación Nº 1 Lima, IDEHPUCP 2005 pp. 61 – 75 y en “La purificación del juicio político. Narrativas de justicia, políticas de reconciliación” en: Derecho & Sociedad Nº 24 pp. 378 – 389.

[3] Arendt, Hannah La condición humana Madrid, Seix Barral 1976 p. 262 y ss.
[4] Benjamin, Walter “El narrador” en: Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV Madrid, Taurus 1991 pp.117 -118.
[5] Cfr. Cicerón Los oficios, Madrid, Espasa – Calpe Libro primero, capítulo VII; véase asimismo Shklar, Judith N. The Faces of Injustice, New Haven and London, Yale University Press, 1988, pp. 40 – 50.
[6] Cfr. Arendt, Hannah La condición humana op.cit., p. 264.
[7] Véase Tocqueville, Alexis de, La democracia en América, Madrid, Guadarrama 1969 p.259.

[8] He desarrollado este tema más directamente en Gamio, Gonzalo “La política de la inclusión. Justicia transicional, espacios comunicativos y sociedad civil en el Perú” en: Miscelánea Comillas Nº 62 Madrid, UPCO 2004 pp. 243 - 271.

EL LUGAR DE LA CRÍTICA








Apuntes sobre el concepto de crítica[1]


Gonzalo Gamio Gehri






"…vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos
los espejos del planeta y ninguno me reflejó…"
J.L. BORGES



1.- El sentido de la crítica. Consideraciones fenomenológicas.

Resulta común hoy que - dado el clima de escepticismo provocado por la crisis de fundamentación y el fin del paradigma de la certeza - la vida intelectual se haya volcado a la crítica; como si esta actividad fuera la única viable ante la renuencia generalizada a erigir un sistema o discurso positivo sobre el mundo o sobre algún aspecto de la cultura. Sin embargo, quien concibe la crítica de esta manera la entiende como negación, destrucción, imagina la labor del crítico como la hazaña del héroe homérico que se yergue vencedor sobre los cuerpos sin vida de sus enemigos y contempla sin piedad la obra de su brazo. Esta no es, ciertamente, la única acepción del término "crítica", más aún la concepción cotidiana de la crítica responde a un alejamiento del sentido al cual se remitía inicialmente.

"Crítica" proviene del verbo griego Krínoo (pres. inf. krinéin) que posee dos sentidos. Uno alude a la acción se "separar" y, en el plano lógico, separar conceptos, establecer distinciones allí donde no siempre sea evidente que las haya: este es el sentido tanto de la diairesis de la dialéctica platónica como del análisis aristotélico. El término tiene, asimismo, un sentido jurídico, en tanto que krinéin significa también "juzgar", someter a juicio. He aquí el origen de la noción que usamos en el lenguaje cotidiano, a partir del cual asociamos la crítica con una especie de lógica de la refutación. Para que la labor de la crítica sea posible es necesaria la exigencia de un "juez" y de un "inculpado", o si suavizamos el dramatismo de la imagen, la existencia de un diálogo. No se requiere la existencia real de dos individuos en discusión, puede efectuarse un "diálogo del alma consigo misma" como proponía Platón.

Siendo el diálogo el escenario propio de la investigación crítica, surge de inmediato el problema de cual ha de ser el punto de partida de la crítica. No hay peor lectura, crítica o interpretación que aquella que preste oídos a su interlocutor, anteponiendo sus propios criterios. El inicio de la crítica tiene lugar, pues, en la posición que ha de ser criticada. En tal sentido, hay que atribuirle validez - aunque ésta tenga un carácter provisional o inicial - procurando por un lado extraer de esta posición lo que podríamos llamar sus "últimas consecuencias" e intentando sacar a la luz sus supuestos (y en este sentido, ubicarla en su contexto histórico - teórico). El peligro de iniciar el dominio de la crítica a partir de la relación asimétrica entre sujeto y objeto radica en que se realiza el ejercicio de la crítica desde una perspectiva ajena a la de su interlocutor; la critica se evidencia externa en tanto se despliega desde una posición que no guarda absoluta relación con la otra. En tanto posiciones autorreferenciales e independientes, ambos puntos de vista pueden reclamar una legitimidad de similar dignidad, en tanto proposiciones teóricas, resultando la crítica superflua e ineficaz, puesto que no ha tomado en cuenta la realización efectiva del diálogo. Es necesario asumir la posición confrontada para que la perspectiva ulterior (la "propia") englobe a la anterior, ya sea afirmándola o negándola, constituyendo una perspectiva más vasta, que logre hacer inteligible la coherencia o incongruencias de la posición criticada, su plausibilidad o la necesidad de su reformulación, o eventualmente su refutación definitiva. De este modo la crítica tiene una dimensión positiva, en tanto forma parte de un proceso de justificación racional. Esta actitud corresponde al Sócrates de Platón y su oficio mayéutico consistente en sacar a la luz las ideas mediante preguntas poniendo a prueba la coherencia del discurso interpelado, así como a la doble astucia de Hegel en pretender examinar todos los modos posibles de ver el mundo e incorporar la filosofía anterior a su sistema a fin de erigirlo como saber absoluto.

2.- Los cuervos de Odín. El síndrome del Aleph.

La actitud crítica que atiende al sentido de los términos de su interlocutor se aleja de aquella que se supone encaramada en algún lugar de las alturas - a la manera del ojo divino - de modo que le permita ver la realidad como es, sin distorsión alguna y con la distancia necesaria para garantizarle objetividad. Sin embargo, tal claridad parece ser inalcanzable y tal distancia ilusoria e inexistente. Este ha sido predominantemente el enfoque epistémico de la modernidad, el punto de vista desde ningún lugar, garantía ultima de autotransparencia y neutralidad. Este ideal ha guiado su ciencia y también su concepción de la razón practica. El espíritu genial de Karl Marx no fue ajeno a tal ilusión. Con singular agudeza desenmascaró toda construcción teórica como dependiente de la situación de clase y de la ubicación en el proceso productivo de su autor (y como instrumento de legitimación de tal situación). Pero pretendió que su propia contribución escapase a tal denuncia, incurriendo en una contradicción performativa. Intento, no obstante, evitar el entrampamiento proclamando su teoría como el arma del proletariado, único sujeto de la Revolución Humana y, por lo tanto, sujeto del verdadero conocimiento, pero no justificó en modo alguno ese increíble salto de la praxis (o de la ética) a la epistemología, sumiéndose así - pese a sus denodados esfuerzos- en una aporía.

Sin embargo, el ejemplo más claro de crítica meramente exterior - del síndrome del Aleph- lo constituye el poderoso influjo del positivismo en la práctica de las ciencias humanas y sociales. En efecto, la labor cotidiana de algunos historiadores corresponde a esta pretensión de ser un espectador privilegiado, un vigía que, a la manera de los cuervos de Odín, contempla el mundo para informar sobre su curso. Se renuncia así a contarnos una historia - su historia - a permitirnos detectar su pathos de acuerdo al tono de su voz y al desarrollo de su narración. En suma, se renuncia a interpretar en pro de una crónica exhaustiva, descriptiva, acompañada de papel milimetrado, que no da cuenta ni de sus supuestos ni de qué forma el fenómeno determina el método de investigación. Menos aún tematiza en qué medida el objeto estudiado involucra al historiador. En esta línea de pensamiento, ya en el terreno de las ciencias sociales, los positivistas comparten esta suposición, consistente en creer inmediata la correlación entre método y verdad como si aquel fuera un médium susceptible de adecuarse a cualquier fenómeno. Contradicen, a su vez, el reconocimiento del carácter no evidente de sus enunciados con el frecuente empleo de fórmulas causales que dan una sensación de acabamiento y univocidad, incongruente con el ámbito de la realidad que les compete, asociado expresamente con el espacio de la libertad humana. Inclusive algunos asumen el rol – es cierto que cada vez menos representado - de “profetas " ("futurólogos") al proclamar qué es lo que ha de suceder en el futuro ignorando la advertencia hegeliana de que el búho de Minerva sólo emprende su vuelo en el atardecer.

Evidentemente, no se trata de realizar un ataque frontal en contra de las ciencias sociales, puesto que su práctica no puede identificarse sin más con la aplicación del credo positivista. No puede negarse que las ciencias sociales han contribuido notablemente en el desarrollo de los debates actuales y han postulado nuevos derroteros a la reflexión humana, a través de sus diversas escuelas. Se trata, en todo caso, de proponer un tema interesante para el ejercicio de la crítica y, por otro lado, señalar que el problema de la fundamentación de dichas disciplinas puede constituir un campo fecundo para la investigación interdisciplinaria.

Lo dicho hasta aquí puede haber causado cierta desazón en algunos lectores – especialmente en quienes cultivan las ciencias humanas - pues podría parecer que asumo la desmesurada y anacrónica pretensión de elevar a la filosofía al rango de saber absoluto. Tal pretensión se ha evidenciado hoy como imposible, por razones que no puedo precisar aquí, pero que nutren todo el horizonte de la epistemología contemporánea se ha despertado del sueño de la razón total: en este sentido vivimos, como sugiere Palmier, sobre los escombros del sistema hegeliano.La filosofía es consciente de que para abordar los problemas fundamentales del hombre debe entrar en diálogo con las ciencias particulares, un diálogo en el cual no existe moderador o interlocutor privilegiado, sino tan solo participantes. La filosofía constituye una voz entre las muchas que componen esta discusión: podría decirse que el tribunal de la crítica se ha quedado sin juez (no es un diálogo platónico). Ella tal vez podría ser un interlocutor más viejo y quizás más cauto, pero no por ello forzosamente más lúcido.

[1] Redactado en 1992. Aparecido originalmente en HYBRIS N° 1 (1997) pp. 9-12.

domingo, 22 de abril de 2007

¿POR LA SENDA DEL AUTORITARISMO?

















Apuntes de coyuntura


Gonzalo Gamio Gehri


Una breve nota acerca de la coyuntura actual. Ya no parece una casualidad que las agresivas declaraciones de Monseñor Moliné – obispo de Chiclayo – contra la PUCP hayan sido hechas después de conversar con el Presidente de la República. No es un misterio dónde se ubica Alan García en este cnflicto. Tampoco sorprende. Ya resulta evidente que el segundo gobierno aprista marca el retorno del fujimorismo respecto del estilo de gestión política, la presencia de psico-sociales, el discurso entre populista y autoritario, la promesa de “mano dura”, incluso la reaparición de viejos amigos (o socios) del viejo clan Fujimori – Montesinos.

El encono contra las ONG, la propuesta de pena de muerte, la presión contra las juezas anticorrupción, la amenaza de retiro de la CIDH, la indiferencia oficialista frente al tema de la extradición de Fujimori (y los nombramientos de sus adeptos y familiares en puestos clave en comisiones parlamentarias). La presencia de Giampietri y Rey en el ejecutivo. Son tantos indicios de la emulación del fujimorismo y la reedición de sus políticas – exista o no una alianza formal, escrita – que negarlo resultaría absurdo. Los sectores más conservadores y autoritarios se están reagrupando, cuentan con una oposición todavía raquítica y gozan del apoyo de una prensa ultra que – de acuerdo con sus cuadros, sus esquemas ideológicos, y sus prácticas cotidianas – recuerda los años funestos de Fujimori y Montesinos: se compran titulares, se escriben editoriales ad hominem, se fustiga a la sociedad civil y a los políticos rivales. Mirko Lauer ha señalado hace unos días desde su columna en La República que García ya acaricia la idea de proponer un cambio en la Constitución que le permita postular a una inmediata reelección ¡El mismo guión! Aparentemente, tenemos a un potencial clon de Fujimori en Palacio de Gobierno.

Permíanme volver al caso PUCP, desde el marco de reflexión que acabo de bosquejar. No me parece extraño que el arzobispado de Lima haya esperado siete años desde su última incursión fallida sobre la Universidad para ensayar un nuevo intento de intervención precisamente ahora. Los gobiernos de Paniagua y Toledo no constituian el contexto propicio para tal proyecto. Parece claro que en la administración García encuentra el respaldo político y las compañías convenientes para ensayar una intervención sobre la PUCP; como dice Miguel Angel Ruiz, los autoritarios se parecen al legendario monstruo del loch Ness en que aparecen en donde uno menos lo espera. Encuentran alianzas en lugares no siempre previsibles. Los apristas lucharon hace años con los aliados del fujimorismo; hoy son entrañables amigos.


Los aspirantes a "interventores" de la PUCP no tienen ni la razón ni el derecho; no ganarán, pero el arzobispado siente que no está solo en esta empresa; los acompaña el neofujimorismo aprista, los sectores más recalcitrante, y por supuesto, la prensa más cavernaria (Correo, Expreso, La Razón). Es una lástima que una periodista talentosa e intachable como Rosa María Palacios asuma una posición tan tibia frente a un asunto tan importante como éste. Muchos piensan que una eventual captura de la Universidad infligiría una herida de muerte en el pensamiento progresista en el Perú. Sería una tenebrosa victoria para quienes interpretan el pluralismo como simple “relativismo” o quienes sindican ridícula y maliciosamente a los defensores de los Derechos Humanos y la sociedad civil – categorías liberales, basta revisar la historia de las ideas políticas para constatarlo – como “marxistas”.

Mi entera solidaridad con la PUCP, que ha emitido una declaración pública que pone los puntos sobre las íes: Monseñor Moliné sñalaba que la Conferencia Episcopal Peruana entera respaldaba las pretensiones del arzobispado de Lima sobre la PUCP. FALSO: la propia Conferencia Episcopal ha manifestado en un comunicado que no ha tomado posición en este conflicto. El obispo de Chiclayo ha sugerido – no parece que con buenas intenciones, por el tono de sus palabras – que la PUCP ha reaccionado frente a las pretensiones de Muñoz Cho porque se le ha tocado “el bolsillo”. Las autoridades de la PUCP han contestado señalando que informan a la comunidad universitaria de cada decisión tomada en materia administrativa, y que tales informes llegan puntualmente a todos los miembros de dicha comunidad, incluido el obispo en cuestión. De modo que estas lamentables declaraciones entrañan insinuaciones ofensivas, que una institución de intachable prestigio como la PUCP no puede aceptar.

Por desgracia, el asunto no ha quedado allí. La parte contraria a la PUCP ha protestado con indignación ante el comunicado de la Universidad, desde una emisora radial. Ha protestado sin citar el documento ni argumentando contra él; sólo ha emitido calificativos. A veces, el papel, o los micrófonos, lo aguantan todo. Es de lamentar que se pongan en juego las presiones políticas y las palabras altisonantes antes que las razones. Sin el auténtico recurso a la razón – es decir, a los argumentos que puedan apoyar consistentemente un punto de vista – todas las apelaciones a la verdad constituyen vanas palabras y fraseo sin fundamento. Más aun cuando discutimos acerca de cuestiones de justicia.

viernes, 20 de abril de 2007

Prólogo al libro "Los lenguajes de la ética" de Miguel Polo
































Gonzalo Gamio Gehri

Desde muy antiguo, la ética traduce al lenguaje del concepto nuestras más profundas aspiraciones de realización individual e interacción social y política. Las presuposiciones compartidas socialmente o no – acerca de lo que es bueno o correcto constituyen el objeto de análisis de la filosofía moral, en tanto ella evalúa críticamente su racionalidad y consistencia. Pretende esclarecer a través de la reflexión aquello que constituye inicialmente el “sentido común” de una época o de una cultura en materia práctica. Contrariamente a lo que suele pensarse, la ética filosófica no constituye una actividad teórica que no repercute realmente en el mundo de las prácticas sociales. El trabajo crítico sobre el ethos inmediato (la constelación de imágenes sociales, convicciones, valoraciones que las comunidades configuran en el tiempo) puede generar transformaciones en la esfera del derecho, la legislación y el diseño de instituciones, así como en el horizonte de la vida ordinaria. En los últimos cincuenta años, el cuestionamiento de las pretensiones fundacionales de la filosofía teórica de erigir un sistema general de las ciencias o re construir el viejo edificio metafísico – perspectiva antifundacionalista que es común a la hermenéutica, el pragmatismo y la filosofía analítica – le ha otorgado a la ética un lugar de particular importancia en el ámbito del pensamiento crítico, expresado incluso en términos de “filosofía primera” (Levinas).

Asumir la tarea de ofrecer a los lectores un panorama crítico de la ética contemporánea constituye un reto nada fácil de acometer. Con el presente libro, Miguel Polo Santillán ha logrado cumplir con éxito esta empresa: en este volumen encontrará el lector una reconstrucción de las tesis principales de los protagonistas de los debates actuales en el campo de la filosofía práctica. Hay que reconocer el gran esfuerza analítico que implica escudriñar pacientemente el pensamiento de autores tan complejos y disímiles como Moore y Habermas, Sandel y Sartre. Polo incluso se sumerge en las caudalosas aguas del pensamiento heideggeriano del ser, para intentar extraer una postura ética presuntamente implícita en las páginas de Ser y tiempo. No resulta difícil avizorar los interesantes debates que producirá la lectura de los grandes forjadores de de la filosofía práctica actual que el autor desarrolla en este libro.

El objetivo primordial de este libro es ofrecer al lector – particularmente al estudiante universitario, pero también al académico iniciado en las lides filosóficas – una especie de ‘mapa’ detallado de las posiciones existentes en la ética y la filosofía del derecho desde los inicios del pensamiento moral analítico – Principia ética (1903) - hasta el día de hoy. El autor prefiere realizar en la medida de lo posible una epoché de su propia visión sistemática de la ética - que encontraremos en otro de sus libros, La morada del hombre (2004) – para entregarse al importante trabajo del hermeneuta e historiador crítico de los sistemas morales. Polo asume la tarea cartográfica con genuino rigor intelectual y buen manejo de las fuentes. Prefiere concentrarse puntualmente en el análisis de las obras y sus argumentos centrales, descendiendo al plano de los “ismos” sólo cuando ello resulta estrictamente necesario; a menudo acompaña la interpretación filosófica con no pocas reflexiones literarias o sociológicas que permiten situar el pensamiento analizado en un contexto teórico más amplio. El autor consigna además, al final de cada capítulo, una bibliografía básica con los datos las obras principales de los autores examinados en su versión española, invitando quizá al lector a continuar con el trabajo del concepto.

Pero Miguel Polo no dirige su atención únicamente en la reflexión metaética – el análisis de los conceptos morales implícitos en el lenguaje ordinario, o en el vocabulario técnico de los textos filosóficos – y en la epistemología de la praxis. Nuestro autor es perfectamente consciente de que los modos de concebir la rectitud de las acciones y el sentido de la vida implican por lo general compromisos con ciertas imágenes de la vida social, y juicios y valoraciones sobre el influjo de la cultura moderna sobre nuestras vidas. Polo no rehuye la discusión en torno a las consecuencias políticas de las obras examinadas; antes bien, el agudo tratamiento de estas consecuencias constituye uno de las mayores virtudes. Aunque se rehúsa a elaborar un “balance general” de las posiciones en conflicto (acaso para evitar orientar burdamente la lectura de las mismas, y dejar que el lector saque sus propias conclusiones), resulta evidente que Polo está particularmente interesado en explorar las repercusiones del pensamiento moral en el diagnóstico académico sobre el particular predicamento de nuestra civilización (frente los procesos de secularización de la cultura, la democracia, la economía de mercado, etc.).

Con frecuencia, las diferentes versiones de la crítica moral de la modernidad – al menos en las tres últimas décadas - se remiten por igual a la descripción weberiana de la cultura moderna en términos del proceso de desencantamiento del mundo. Weber insiste en que lo que caracteriza al individuo en la modernidad es su disposición a romper con los órdenes tradicionales del pasado para afirmar su autonomía como usuario de un mundo racionalizado[1]. Para determinar los principios rectores del conocimiento y la moral recurre a las capacidades racionales de la subjetividad, prescindiendo de cualquier referencia a un discurso acerca del orden natural de las cosas, a su posición respecto del Plan de Dios o a su inscripción en el seno de la pólis. Sólo sobre la base de esta ruptura con las tradiciones el hombre se percibe libre (en términos de la célebre libertad negativa). No obstante, el proceso de modernización no tiene lugar sin reportar alguna clase de pérdida; si bien permite la afirmación de la autonomía del individuo y la vindicación de su dignidad al interior de un sistema de derechos inalienables, resulta evidente que los hombres encontraban en los lenguajes del ethos – o de los ethe – que la modernización social y cultural ha desacreditado. Las importantes cuestiones acerca de quién o qué es el hombre, cuales son sus propósitos vitales, en donde radique el secreto de su felicidad se convierten en sensiblemente problemáticas. Esto lleva a Weber a considerar que el hombre moderno es finalmente libre, pero no sabe para qué.

Si suscribimos esta descripción general del problema, terminamos asumiendo las consecuencias del dilema de Weber, que nos exigen optar por la libertad subjetiva o por la vida buena, prácticamente en términos de una disyunción exclusiva[2]. Desde canteras hegelianas, Charles Taylor ha denunciado – primero en Fuentes del yo, y más recientemente en Imaginarios sociales modernos – el carácter abstracto y excesivamente simplificador de este esquema de análisis, y se ha esforzado en dar cuenta de la mediación reflexiva implícita en las concepciones complejas de la identidad ética moderna. No obstante, la tesis del “universo moral desencantado” ha dado lugar a dos posiciones éticas paradigmáticas, que Polo asimismo recoge en su libro, deteniéndose en sus diferentes versiones, claramente identificables en las posiciones de los neokantianos, contractualistas, aristotélicos y postmodernos.

El factum que ambas asumen es el de la diversidad de tradiciones morales que compiten por nuestra adhesión y compromiso. La primera posición – la ética procedimental, de corte liberal e iluminista – propone configurar un escenario neutral de reglas universalmente vinculantes, fundado en principios que los individuos racionales eligen en condiciones de imparcialidad, que hagan posible la coexistencia y cooperación de agentes que suscriben concepciones rivales de aquello que encarna el bien humano. Los individuos se conciben a sí mismos como sujetos de derecho que desarrollan en la esfera privada sus planes de vida sin la intervención no consentida de los demás. El más importante defensor de esta perspectiva es, qué duda cabe, John Rawls, y sus influyentes Teoría de la justicia y Liberalismo político han dejado una larga estela de reflexión en el pensamiento ético y político de los últimos años.

La segunda perspectiva se concentra en el concepto de tradición moral. Considera que la apelación a principios neutrales de justicia constituye en realidad un intento ilegítimo de universalización de un ethos determinado – el liberalismo occidental e ilustrado –para convertirlo en un espacio político y jurídico para la interacción y el debate entre tradiciones rivales. No existe un único criterio de racionalidad ni de justicia al margen de tales tradiciones. No nos queda otra cosa que militar en alguna de ellas, y suscribir alguna de sus narrativas de vida buena. En esta situación agónica, El liberalismo procedimental constituye además una visión moral claramente defectuosa, en tanto no repara en su condición epistémico de tradición, creación intelectual a la vez que construcción histórico – social, y en cuanto el credo liberal parece nutrir ideológicamente la degradación de los lazos comunitarios y la atomización de las sociedades post-industriales. Los defensores de esta concepción encuentran en la matriz dialógica y teleológica de la ética clásica los cimientos de una tradición sólida y plausible. Algunos de los estudios de hermenéutica filosófica de H.G. Gadamer parecen apuntar en esta dirección, pero es Alasdair MacIntyre – particularmente en Tras la virtud – el representante máximo de esta posición. El filósofo escocés considera que el gran error de occidente ha sido abandonar el aristotelismo, filosofía que habría que recuperar para devolverle consistencia al lenguaje de la ética (más adelante Tomás de Aquino se convertirá en su referente fundamental). Lo único que quedaría hacer es formar o consolidar comunidades pequeñas, a la manera de San Benito, para resistir la disolución de sentido que afrontan las sociedades modernas.

Aunque no siempre se hace explícita su presencia, la sombra del dilema de Weber se deja sentir en el libro de Miguel Polo, particularmente en las secciones IV y V. Como hemos señalado, es en La morada del hombre donde encontraremos el agudo asedio del autor a los fundamentos de la ética moderna, y su propia lectura del sentido de lo bueno y lo justo; dejaremos para otra ocasión, por eso mismo, el planteamiento de nuestras múltiples coincidencias y nuestras múltiples diferencias sobre las cuestiones sistemáticas de la ética. Dejo constancia aquí del cuidado y el rigor que Polo despliega en la interpretación del panorama de la filosofía práctica que compone este libro. Dejo constancia, asimismo, de la necesidad de hacer lo propio con el tratamiento de la ética en el contexto de la filosofía elaborada en el Perú de las últimas décadas.

La Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la Pontificia Universidad Católica del Perú, y la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, así como otros espacios de reflexión e investigación, vienen publicando importantes textos sobre el tema que conviene examinar y discutir. Entre los más relevantes encontramos no pocas interpretaciones críticas de la modernidad, desde los análisis hegelianos de Miguel Giusti en Alas y raíces y Tras el consenso, la perspectiva del humanismo socialista desarrollada por Juan Abugattás en Indagaciones filosóficas sobre el futuro, y el más reciente trabajo de Vicente Santuc, El topo en su laberinto, escrito en abierto diálogo con el pensamiento francés contemporáneo. Se trata, en los casos mencionados, de importantes estudios que pretenden elaborar un diagnóstico de los dilemas y conflictos que plantea la racionalidad moderna, y sus consecuencias para pensar la filosofía práctica en el Perú. Los trabajos de Miguel Polo por derecho propio continúan la línea de investigación filosófica trazada por los textos mencionados; una de las virtudes del libro que estamos comentando radica en que precisamente permite inscribir el pensamiento de estos exponentes de la filosofía peruana actual en el contexto más amplio de la discusión ética internacional. Constituye un material de singular valor para quienes quieren aproximarse a las discusiones actuales de la filosofía práctica, así como para los especialistas que pretenden tomar contacto con los supuestos histórico – teóricos que nutren una de las fuentes fundamentales del trabajo crítico de nuestra tradición filosófica local.

[1] Véase Weber, Max “La ética económica de las religiones universales” en: Ensayos sobre sociología de la religión Madrid, Taurus 1987 tomo I, pp.263 y ss. Me he ocupado brevemente del llamado “dilema de Weber” en Gamio, Gonzalo “Reseña de Ética de la autenticidad de Charles Taylor” en: Areté vol 8 no 2 1996 pp. 404 –9; cfr. Asimismo Gamio, Gonzalo “Identidad y racionalidad práctica. Reflexiones sobre el pensamiento ético de Charles Taylor” Tesis de Licenciatura en filosofía Lima, PUCP 2001, Introducción.
[2] Cfr. Gamio, Gonzalo “Identidad y racionalidad práctica. Reflexiones sobre el pensamiento ético de Charles Taylor” op.cit. Allí desarrollo lo que he llamado el “dilema de Weber” y el cuestionamemiento de Taylor respecto de sus presuntas aporías.

domingo, 15 de abril de 2007

¿CUÁN SECULARIZADOS ESTAMOS EN MATERIA ÉTICA Y POLÍTICA?



Cuerpo místico y República





Gonzalo Gamio Gehri




El tema del conato de captura de la PUCP ha recuperado para la discusión pública el tema – urgente, impostergable – de la necesaria secularización de la política en una democracia. Aprender a reconocer la autonomía de lo temporal le hará mucho bien a la sociedad que habitamos, y creo que también a la Iglesia. Lo digo como católico. Leo hoy una carta dirigida a la Revista Somos en la que su remitente manifiesta su irritación frente a las críticas que le ha dirigido un periodista a la autoridad eclesiástica capitalina; otros han cuestionado la protesta de los jóvenes que han salido en defensa de la autonomía universitaria y del pluralismo que la PUCP cultiva. La autora de la carta sugiere que los católicos debemos guardar un respetuoso silencio cuando la autoridad habla. Si discrepamos, debemos guardarnos esa discrepancia y ofrecérsela a Dios en oración. Perspectivas como ésta se nutren del alegato que describe la majestad de la investidura episcopal – señalada como fruto del designio divino – invocando los pasajes de una de las Cartas de San Pablo en los que desarrolla la idea del cuerpo místico de la Iglesia (1 Corintios 12): unos son cabeza, otros son mano, otros son pie. Todos constituyen una unidad y sirven al mismo cuerpo desde diferentes funciones. La mano no debe levantarse contra la cabeza, cada miembro debe mantenerse concentrado en su función. La moraleja de la interpretación del texto paulino es la siguiente, de acuerdo con el alegato que comentamos: la autoridad no debe ser cuestionada por el cristiano de a pie.

No puedo estar de acuerdo con una posición como esa. Manifiesto mi desacuerdo – respetuoso, por supuesto, pero no por ello menos categórico - como cristiano y como ciudadano. En primer lugar porque, desde un punto de vista teológico, la única cabeza del cuerpo místico de la Iglesia es Cristo, y nadie más. He confirmado estos datos consultando diversos textos y recurriendo al consejo de reputados te´plogos y eclesiólogos. Cualquier intento por asimilar la cabeza del cuerpo místico con alguna autoridad humana puntual y local no proviene de la tradición bíblica o paulina, sino de la teoría política medieval. Se suponía que la más elevada jerarquía eclesial poseía las dos espadas, la del poder temporal y la del poder espiritual, confiadas por el mismo Dios. De este modo, su palabra (sobre cualquier tema) era incuestionable. Sabemos que muchos conservadores sienten una profunda nostalgia por la baja edad media europea, evocada como modelo de cristiandad. No obstante, la teología contemporánea ha superado hace ya tiempo esa interpretación política de la reflexión paulina.

La creencia cristiana no exige guardar silencio frente a conductas o posiciones que nos resultan inaceptables por razones que podemos establecer con claridad. Desde pequeño se me enseñó en las aulas y desde el púlpito que la Iglesia valora la profecía, la disposición del hombre de fe a denunciar la injusticia allí donde se reconoce su presencia, sin temor a llamar las cosas por su nombre. Ese camino llevó a los profetas – y al propio Jesús – a confrontar a las autoridades políticas y religiosas de su tiempo; no olvidemos el severo juicio del Nazareno acerca del comportamiento de los fariseos, o su actitud ante Pilato. Aún el texto mencionado de 1 Corintios 12 evoca el enorme valor que tiene para la Iglesia la práctica profética. El silencio y la sumisión frente a las actitudes discutibles que asuma la autoridad parecen ir en contra del ethos judeocristiano, y enrarecen el ideal de imitatio christi que guía al creyente católico.

Pero podemos hacer una observación desde otro frente no menos importante. No olvidemos que habitamos una república, una comunidad de ciudadanos. Ser un ciudadano significa ser un agente racional independiente, titular de derechos que se fundan en la igualdad civil y la libertad. Ello implica la potestad de participar en los debates al interior de los espacios públicos sin restricciones externas. Desde el punto de vista del Estado democrático constitucional, los ciudadanos somos libres de plantear nuestras inquietudes y formular nuestros argumentos en torno a cuestiones morales y políticas sin que autoridad alguna nos obligue a guardar silencio (por principio, esta tesis no debería mortificar a los religiosos ortodoxos ¡Ningún dogma doctrinal está aquí en juego!). La preservación de la autonomía de una Universidad de calidad como la PUCP ante la amenaza de que sea intervenida y convertida en un clon de la Universidad de Piura – con temas prohibidos y libros proscritos – es un buen ejemplo. Defender la libertad académica y la autonomía de las instituciones es materia de una discusión ciudadana simétrica, sin oráculos ni censuras externas. Este es un principio liberal de larga data, que los falsos liberales de la prensa conservadora han desatendido sistemáticamente en el contexto de la discusión acerca de la PUCP. Asuntos de esta clase son importantes para nuestras vidas y tenemos algo que decir acerca de ellos. Tenemos derecho a criticar y transmitir nuestra opinión bajo la única condición de respetar las reglas racionales del diálogo. El único límite, evidentemente, lo constituye el derecho de otro ciudadano.

En un país como el nuestro, en donde las fronteras entre la religión, la moral y la política son opacas para mucha gente, quizá todo esto no resulta evidente. Por ello considero indispensable que ciudadanos y académicos tomemos en serio la tarea de discutir y precisar mejor el mapa de nuestros espacios sociales. Examinar lo que significa vivir en un Estado laico y participar de una sociedad plural. La autonomía de lo temporal y la independencia de lo político son ideas que están presentes explícitamente en nuestra Constitución, así como en los documentos del Concilio Vaticano II. Esto no está claro en una comunidad nacional que se define políticamente como una república pero que al mismo tiempo celebra anualmente un Te Deum o admite la imagen de que cuenta con “instituciones tutelares” que pueden eventualmente guiar su destino. Mientras tales costumbres y categorías imperen en nosotros no seremos completamente ciudadanos.

En nuestro medio, la secularización constituye un proyecto incompleto, pese a que su concreción resulta esencial para transitar efectivamente el camino republicano de la modernización cultural y política. Esto no equivale a marginar la religión de la vida, implica reconocer su lugar más allá de las fronteras de lo estrictamente cívico. Se acabaron los días en que se comprendía la relación entre Iglesia y sociedad como equivalente a la que existe entre alma y cuerpo (el propio Concilio ha rechazado esa interpretación arcaica). En una democracia cada uno de nosotros tiene derecho a ser un interlocutor válido – en igualdad de condiciones – en el contexto de la discusión moral y política. Repito lo dicho hace un tiempo: en esta clase de discusiones, la única autoridad que puede ser invocada con propiedad es la de la solidez de los argumentos. En esta perspectiva, las cartas inflamadas que invocan el silencio frente a los disensos y las apelaciones nostálgicas a la teología política medieval no tienen lugar.

miércoles, 11 de abril de 2007

CONTRA LA PENA DE MUERTE. REFLEXIONES SOBRE EL CASTIGO



Gonzalo Gamio Gehri



1.- Consideraciones filosóficas sobre el castigo.

El debate público sobre la pena capital ha puesto de manifiesto los sentimientos más viscerales de nuestros políticos, y de no pocos ciudadanos. Se ha dicho que ella no disuade, pero que este argumento no elimina nuestra necesidad – como Estado – de castigar al criminal. No se trataría de una sanción “ejemplar”, porque los estudios sobre el tema señalan que tales “ejemplos” no contribuyen a persuadir a los potenciales criminales de perpetrar delitos contra la vida. Para los sectores más extremistas, no importa que la pena capital no disuada al criminal: se trataría tan sólo de retribuir sangre con sangre, de ejercer la venganza, en la senda de las sociedades pre-modernas. Quienes así argumentan enmarcan su pensamiento en un esquema de justicia correctiva[1] profundamente arcaico, que no conoce del cambio conceptual que ha operado en occidente al menos desde la Ilustración (e incluso uno puede remontarse incluso a la Orestiada de Esquilo, además del Nuevo Testamento). Que este tipo de enrarecida mentalidad tenga eco entre los políticos y parte de la ciudadanía es un hecho que preocupa profundamente.

El esquema del “Estado vengador” nos remite a la historia de los cimientos mismos de nuestra idea de justicia ¿Cuál es el fin de la justicia correctiva ? ¿Cómo entendemos la ley y el castigo? Las comunidades que han abrazado el humanitarismo moderno responden estas preguntas pensando en la dignidad del el individuo, en su autonomía y en la promoción de sus habilidades sociales. Quienes están sumidos en una lectura básicamente punitiva, conciben al Estado como un organismo que prevalece sobre las personas, y que encarna un orden superior que controla a sus súbditos a través del temor y el dolor. Insisto en que se trata de un conflicto teórico que tiene al menos tres siglos y medio de resuelto en los círculos académicos; como han aparecido en nuestro medio espíritus arcaicos y virulentos que se han aferrado a la visión retributiva, resulta preciso recuperar estos argumentos. Afortunadamente, esta inquietante oposición entre las tradiciones pre y post ilustradas como paradigmas correctivos cuenta, además de documentación histórica, de una interesante formulación filosófica. Me refiero al juicio crítico respecto de la inconmensurabilidad conceptual existente entre la concepción moderna y arcaica del lugar del dolor físico (y la eliminación del criminal) en la relación entre delito y punición como principio de justicia correctiva en materia penal, tal como la desarrolla Michel Foucault en las páginas iniciales de su importante obra Vigilar y castigar [2].

En aquellos pasajes cuenta Foucault como Damiens, un reo acusado de haber intentado asesinar al rey de Francia es sometido a las más atroces torturas hasta ser ultimado en ceremonia pública, en París, en el año 1757[3]. Foucault se pregunta por qué el castigo al crimen tenía la forma de una especie de ritual – el pensador francés denominaba “la liturgia del suplicio” - en donde la presencia de los miembros de la comunidad era considerada esencial al acto punitivo mismo. El hecho de que la gente de la región llevara a sus hijos, o vendiera comida, como si se tratara de una procesión religiosa o de una festividad local, tendría que responder a alguna explicación que fuera más allá de la escueta alusión al sadismo o al objetivo de disuadir a potenciales magnicidas. Hoy en día consideramos tales eventos como bárbaros y brutales, y procuramos dirigir el castigo hacia la rehabilitación del reo – la re-educación de su conducta social- , y, mientras esta rehabilitación tiene lugar, a proteger a la sociedad del criminal (el enfoque de la “vigilancia universal”[4]). El suplicio y la tortura en cuanto tales no tienen razón de ser para la mentalidad jurídica contemporánea: como afirma el propio Foucault, “ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la represión penal”[5]. Incluso en aquellos lugares de occidente en donde existe la pena de muerte – por ejemplo, algunos estados norteamericanos – la ejecución del delincuente tiene lugar con escasos testigos, y el método empleado procura generar el menor dolor posible en el condenado.

La concepción pre – moderna del castigo encuentra su núcleo argumental en su imagen de la comunidad y la naturaleza en términos un orden cósmico que se sostiene en el equilibrio de fuerzas que lo constituyen. Todos los miembros de la comunidad somos parte de ese todo, y participamos de ese equilibrio. En tanto este equilibrio hace posible la armonía (como parece expresar la palabra griega kosmos) la justicia – representada por la diosa Díke - consiste precisamente en respetar este orden, por ejemplo, cumpliendo con el rol social que a cada uno le toca desempeñar. Si cada uno cumple eficazmente con su función social (los agricultores en el trabajo de la tierra, los sacerdotes en el culto y los guerreros se cubren de gloria en el campo de batalla), entonces Dike, guardiana del orden, queda satisfecha[6]. Así como sería impensable que los cuerpos celestes – o el día y la noche - sigan un curso diferente al que está dispuesto sin cometer adikía, el hombre ha de respetar la jerarquías sociales que reproducen aquel orden inmutable; el rey es en este sentido el correlato de la divinidad en el cuerpo político, de manera que atentar contra aquel implica atentar contra esta, y en general contra la dike. Cometer un crimen no supone solamente atentar contra otro individuo, sino dañar una parte de esta totalidad, generar una lesión, infligir una herida en el orden cósmico y configurar una situación de desequilibrio inadmisible.



“El sol no traspasará las límites que le están prescritos, en caso contrario las
erinias, ejecutoras de Díke, lo perseguirán” [7]

Es preciso revertir este desequilibrio. El dolor ocasionado al orden sólo puede ser reparado causando un dolor análogo en el infractor de dicho orden (en la cosmovisión griega, las erinias eran las divinidades de la venganza, servidoras de la Justicia Natural). Sólo así las cosas pueden volver a su lugar original. Es en este sentido que debe entenderse en la perspectiva arcaica el tormento y la ejecución del delincuente, pues el dolor físico es la medida de la igualación. La pena debe ser estrictamente proporcional al crimen: un castigo más severo o más suave preservarían el desequilibrio, por lo mismo, la adikía[8]. Incluso el castigo debe ser anhelado por el criminal para la consecución de su propia redención personal; después de todo, la especie del daño es doble: abre una herida en el macrocosmos del orden social, pero también una lesión profunda en el microcosmos del alma, granjeándose esta los males de la otra vida, o un final funesto en ésta. Señala Platón en el Górgias que lo peor que le puede pasar al criminal es que su crimen quede impune; ello deja una herida en el macro y microcosmos que será castigada con mayor severidad en el Hades. El castigo en virtud de la ley, restaurará el equilibrio vulnerado y borrará de la psyche del criminal toda mácula, por ello Platón dice a través de Sócrates: “¿El que recibe la pena, no queda liberado así de la maldad de su alma?”[9]

Además de recuperar el equilibrio universal, el castigo físico le restituye al infractor de la ley su condición de miembro de la comunidad (aun suele decirse hoy en día que el criminal que ha sido castigado “pagó su deuda con la sociedad” - en un sentido diferente, puesto que se entiende que la lesión se produce en el orden público, no en el seno del kosmos); si uno muere, la restitución de su condición original tiene lugar en el mundo ultraterreno. Uno se pregunta, de todos modos, porqué el ejercicio de reparación tiene lugar en público. Un ritual de restauración del equilibrio requiere de testigos; resulta especialmente importante que quienes formen parte de ese orden den testimonio de la nivelación de las fuerzas y la superación del daño. Sin esta dimensión pública no se trataría en absoluto de un ritual comunitario.

Nuestra comprensión actual del castigo lleva el sello del humanitarismo moderno, bajo la poderosa influencia del cristianismo, el utilitarismo y la cultura de los Derechos Humanos. Pensamos que la persona es el fin último de la sociedad, y que es importante preservarla del dolor y el sufrimiento. Desde ese punto de vista, el tormento público convierte en semejantes la punición y el acto criminal, pues ambos practican la crueldad y el asesinato. El objetivo de la moderna pena privativa de la libertad – al menos en teoría – es la reconducción del comportamiento, la rehabilitación: al individuo se le suspende temporalmente la condición ciudadana para readaptarlo a la vida social. Pero no todos sus derechos han sido cancelados, en especial aquellos que le protegen de un trato inhumano. Como se ha señalado más arriba, allí donde todavía se aplica la pena de muerte se procura que los métodos de su aplicación no supongan para el condenado dolor físico o escarnio de alguna clase. Precisamente uno de los más poderosos argumentos contra la pena capital en esos contextos radica justamente en que – si acaso ella no disuade, de acuerdo a lo que afirman los especialistas en el campo del derecho, la criminología y las ciencias sociales – dicha pena no tiene ni sentido ni fundamento, por ello la tendencia abolicionista está cobrando fuerza en los Estados Unidos, particularmente en los sectores académicos.

2.- El problema de la ‘perspectiva’ y la lucha por los Derechos Humanos.

Lo que he tratado de señalar en estas líneas es que quien defiende la pena capital por sí misma, como método punitivo, –una posición que no apela a ningún argumento a favor de su posible carácter disuasivo y “ejemplar”, e insiste en su dimensión meramente “retributiva”, aniquiladora – en el fondo se compromete con una antropología de la justicia arcaica, estrictamente vengadora. No obstante, se trata de un enfoque profundamente vetusto, parasitaria de la vieja visión del ordo inmutable; no sólo la concepción contemporánea del derecho entiende que cualquier dimensión sacrificial resulta inconsistente, además de socialmente inútil. La ciencia natural moderna – concentrada desde Galileo y Newton en el curso regular del mundo y en las posibilidades de control tecnológico - no concibe más el universo en términos de una totalidad orgánica con resonancias sociales. La sociedad humana, por su parte, ya no encuentra su legitimación en el recurso a un presunto “orden natural de las cosas”: ella se funda en el consentimiento reflexivo de sus miembros, ciudadanos titulares de derechos inalienables.

Pero, en esta línea de pensamiento, la aniquilación del delincuente como castigo del crimen contra la vida no solamente resulta socialmente ineficaz, sino que se revela incivilizado, bárbaro. Apela a nuestros sentimientos más bajos de venganza y crueldad, de modo que la justicia correctiva pierde su dimensión pedagógica no sólo en relación al reo – en términos del proceso de rehabilitación que supone su reclusión – sino respecto de los integrantes de la sociedad a la que busca proteger. En efecto, la legalidad moderna pone de manifiesto que el Estado que administra la justicia, y que hace cumplir la ley, no debe ponerse en el mismo nivel que aquellos que violan la ley y acaban con la vida de las personas. La pena capital devuelve muerte por muerte: ella nos devuelve a la lógica punitiva del ojo por ojo. Su prédica y ejercicio nos retrocede a etapas más primitivas en la historia de la regulación de la conducta humana.

A menudo, quienes defienden la pena de muerte nos invitan – no sin cierta rudeza – a ponernos en el lugar de los afectados, o de sus seres queridos, que sufren terriblemente a causa del terrible daño producido por el crimen. Lo que se exige es que nos pongamos en una situación temible, en la que podamos efectivamente desear la muerte del agresor. Esta claro que la empatía constituye una actitud fundamental para la elaboración del juicio práctico, pero aquí se nos pide que eliminemos cualquier instancia crítica y racional, que también son condiciones de cualquier decisión ética consciente. Se nos exige que cedamos a la tentación de la rabia y del odio. Se trata de emociones presentes en la psique de quien sufre un trance dolorosísimo, emociones que debemos respetar. No obstante, tal estado emocional debe ser comprendido (y asistido) por el agente que delibera sobre lo que es justo en el espacio público, pero no puede convertirse en la fuente inmediata de la ley.

No olvidemos que la perspectiva que debemos asumir - en el caso de evaluar la pertinencia de la pena capital - es la del legislador (y acaso la del juez, y también la del ciudadano comprometido). En tal punto de vista, las emociones deben convertirse en disposiciones intencionales que nos lleven a ponderar las circunstancias, y asumir la defensa de las víctimas, en estrecho diálogo con la razón y la imaginación[10]. La deliberación propia del agente de justicia (legislador, juez, ciudadano) siempre debe otorgarle un lugar a los sentimientos morales, pero nunca de modo tal que no dejen espacio a las otras facultades cognitivas; por ello debe dejar que las emociones le inspiren, pero moderándolas a través del trabajo de la reflexión. Un juicio puramente racional sería inaceptablemente frío y distante, pero uno puramente visceral sería (de una manera semejante) insuficientemente humano. El legislador debe estar en capacidad de sentir con las víctimas, pero debe al mismo tiempo contar con el rigor crítico y la claridad de pensamiento que le permitan determinar lo que sea mejor para la convivencia social y la legalidad, y no simplemente aplacar la ira de quienes básicamente vivan la muerte.

Algunos políticos han señalado que quienes objetamos la pena capital en nombre de los Derechos Humanos en el plano de los hechos estamos protegiendo “los Derechos Humanos de los delincuentes”. Este es un argumento absurdo, además de evidentemente malintencionado. La cultura de los Derechos Humanos procura proteger en primera instancia a las víctimas de violencia y opresión, pero no excluye a nadie como potencial defendido en lo relativo a su vida e integridad, incluso quienes han violado la ley pueden invocar tales derechos y su protección. Los criminales deben pagar sus delitos siendo recluidos por el tiempo que estipula la ley, pero ello no implica que pierdan sus derechos más elementales. Los Derechos Humanos no están condicionados por nada ni son negociables: el único requisito para ser un titular de esta clase de derechos es el de ser un agente humano.

Resulta claro que una sociedad democrática pierde muchísimo más que lo que cree “ganar” con medidas como la pena capital. Ella convierte al Estado en sujeto de muerte, y nos hace convivir con el espectáculo macabro de la aniquilación de otro ser humano, en nombre de la ley. Es una medida que no resuelve nada, y en cambio nos sumerge en una espiral de muerte. Se sabe que, en los países donde la pena capital se aplica, el índice de criminalidad mortal se mantiene o sube, mientras que sucede lo contrario en los lugares en donde ésta finalmente ha sido abolida. Lo que los objetores de la pena de muerte queremos sostener – situados en medio del ethos de los Derechos Humanos – es que matar con premeditación y ventaja es intrínsecamente malo – lo haga un individuo o pretenda hacerlo el Estado -, es socialmente inútil y peligroso, pues nos sumerge en la cultura de la venganza. Que nadie, en definitiva, tiene la autoridad suficiente para señalar quién no tiene derecho a vivir.

[1] Me refiero a laq clase de justicia que se ocupa de regular la conducta social en términos de la relación delito – sanción.
[2] Foucault, Michel Vigilar y castigar México, Siglo XXI 1976; Idem Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones Madrid, Alianza Materiales 1997. Véase también Taylor, Charles “Foucault sobre la libertad y la verdad” en Couzens Hoy, David (Comp.) Foucault Buenos Aires, Nueva Visión 1988, pp. 81-118.
[3] Foucault, Michel Vigilar y castigar op.cit. pp. 11 – 13.
[4] Hay que señalar que el esquema carcelario (el ideal del panoptismo) adolece según Foucault de una serie de patologías que no discutiremos en este artículo, puesto que van más allá de nuestro tema de discusión.
[5] Ibid., p. 16.
[6] Me he ocupado del concepto de justicia cósmica y su crítica – presente en la Orestiada esquileana - en Gamio, Gonzalo “La purificación del juicio político. Narrativas de justicia, políticas de reconciliación” en Derecho & Sociedad Nº 24 pp. 378 – 389.
[7] Fr. 94.
[8] Injusticia.
[9] Platón, Gorgias 477ª (las cursivas son mías).
[10] Cfr. Nussbaum, Martha Justicia poética Andrés Bello 1999.