martes, 28 de julio de 2009

DOS ESTILOS, UN MENSAJE




Gonzalo Gamio Gehri



Los 28 de julio suelo dedicarlos a descansar un poco – después de un tiempo de revisión de exámenes y trabajos -, pero también a examinar con interés tanto la homilía del Te Deum como el discurso presidencial anual. Llevo siguiendo este procedimiento cerca de veinte años (desde que era un adolescente) primero con mis padres (la política era en mi familia un tema importante en la conversación diaria) y se ha convertido desde entonces en una costumbre arraigada. La considero una costumbre importante, dado las circunstancias que vivimos, dado que contamos con una prensa servil y amarillista – producto del virus fujimontesinista – y una “clase política” de nivel bastante discreto. Qué mejor ocasión para el ciudadano que estas fechas para dedicarse a la escucha atenta de estos discursos y formarse un juicio propio sobre su contenido.

Vivimos, además, en un país que vive en una campaña permanente. Comentaba una antropóloga catalana que es probable que el Perú sea el único país en el que se aplican permanentemente encuestas sobre el voto presidencial “si las elecciones fueran mañana”, a pesar de que ese “mañana” tendrá lugar dentro de dos, tres o cinco años. Por supuesto, esa costumbre se presta a la manipulación de la opinión pública, cuando no a la corrupción de las “empresas” encuestadoras. Podría tratarse, pues, de una mala costumbre. Tendemos, en todo caso, a escuchar y discutir estos discursos como si estuviésemos inmersos en un clima electoral.

Una vez más, encuentro en el discurso de la homilía del Te Deum y en el discurso presidencial un “aire de familia”. Quienes me conocen y conocen este blog saben que yo no estoy de acuerdo con que el Te Deum sea una ceremonia “oficial” de carácter público – en el sentido teórico-político de “público” -, puesto que ello tiene resonancias virreinales escasamente democráticas. Siendo católico, tengo objeciones de principio, inspiradas en la separación liberal entre Estado e Iglesias. En mi ensayo ¿Qué es la secularización? expongo las razones filosóficas que sostienen mi punto de vista sobre este asunto.
La homilía de hoy en la misa y Te Deum, en especial, ha tenido un contenido abiertamente político. Las alusiones acostumbradas a la memoria y a la CVR, la denuncia contra la judicialización de los casos de Derechos Humanos contra agentes del Estado como un ‘abuso’, no son elementos novedosos, son tópicos conocidos en estos eventos y en estas fechas. Lo novedoso ha sido la identificación de un “enemigo ideológico extranjero” (léase el “eje” Chávez – Morales – Castro – Humala) que va asumiendo un espacio en la escena política de América Latina, y que ejerce una presión peligrosa en la política peruana (las alusiones a la “democracia” y al “Estado de derecho” las he percibido epidérmicas, por eso no me detengo en ellas, lo mismo que la relación entre la “ética” y la “economía de mercado”, tema que bebiese requerido mayor desarrollo). En el plano estilístico, detecto la presencia del vocabulario contramoderno decimonónico: “el destino del país”, la denuncia contra los “mediocres”, etc. Por allí también encontramos alguna alusión a las maldades del “racionalismo moderno” que, extrañamente, se plantea como “relativista”. En fin, la identificación es altamente discutible (posiblemente infundada).

En el discurso de Alan García he encontrado un tenor similar. Como se trata de un discurso extenso, en el que se presentan cifras, no es posible hacer aquí un análisis del detalle. Encontramos en su mensaje algunas ideas que podrían resultar interesantes - como la renovación de la mitad del parlamento a la mitad de su mandato - sino estuvieran revestidas de un manto de demagogia. Sobre el tema de la corrupción y las políticas de DDHH el presidente de la República no dijo nada, hecho que no sorprende para nada. García también apela al “alma nacional”, pero con un talante más “contemporáneo”, por así decirlo, menos "venerable". El referente no es Faustino Sánchez Carrión, sino Miguel Ángel Cornejo, el “espíritu de emprendimiento”, la “calidad total”. El “destino del país”, en el discurso del presidente, no es la recuperación de sus raíces (como supuestamente pretendería la homilía) sino la conquista del desarrollo, el ingreso del Perú en el Primer Mundo (con pronóstico y todo). García no ha tratado de ser grandilocuente en sus citas (salvo algún guiño descuidado a Vallejo y a Haya de la Torre), pero sí efectista. La idea es que los peruanos hemos descubierto el camino unívoco del crecimiento económico y la libertad – evidentemente, García es más asertivo y menos ambiguo cundo habla de democracia, aunque sus conceptos sean también discutibles -, pero el gran obstáculo frente al camino visible es (sorpresa), el “enemigo ideológico extranjero”, el eje hispanoamericano del Mal.

Los lectores saben que Chávez y Morales no son santos de mi devoción; habita en ellos un espíritu claramente autoritario, muchas veces invasivo en los asuntos nacionales. Humala tiene un discurso que no encuentro ni consistente ni creíble, que no encuentro democrático, ni tampoco – en absoluto – de “izquierda” ni “progresista”. De hecho, propone un proyecto que encuentro insensato en diversos frentes. Sin embargo, estoy convencido de que hay que desconfiar de estos discursos contradistintivos sobre “el eje del Mal”. El problema de Bagua tiene poco que ver con la “intromisión bolivariana”; tiene que ver con la incapacidad del gobierno para consultar a los ciudadanos nativos acerca de decisiones que involucran a su relación con la tierra, y con la incapacidad oficialista para evitar o conjurar situaciones violentas. Identificar la protesta social en Bagua, en Moquegua y en otros lugares con la "injerencia chavista" supone no estar dispuesto a considerar realmente los problemas de fondo. Traducir la interpretación de los conflictos sociales desde un esquema exclusivamente geopolítico / estratégico / ideológico constituye un error, y quizá un pretexto para no ver lo que hay que ver. Los conflictos sociales también se deben a temas de distribución económica y reconocimiento cultural. Si no resolvemos eso, los conflictos continuarán sacudiendo el país (y no faltarán los agentes políticos que los aprovecharán, de un lado o del otro en el esquema ideológico). Como ha dicho lúcidamente el historiador Nelson Manrique, el gobierno es tan ciego y discriminador con el indígena andino y amazónico que piensa que, cuando él protesta, lo hace porque es manipulado. En otras palabras, le niega la condición de sujeto. Es esta suerte de “ceguera voluntaria” la que preocupa. Por eso las alusiones mordaces a los efectos seductores del “diálogo dulzón” y “equívoco”, son realmente inquietantes. Nos dan la impresión de que nuestras autoridades no están realmente dispuestas a dialogar, o que ven en el diálogo una concesión inaceptable a quienes sencillamente están en el error, o se comportan como revoltosos. Aparentemente, no se ha logrado sopesar que está realmente en juego aquí y ahora. Sino dialogamos – evidentemente desde el respeto elemental de la ley y a los derechos del otro – no es viable ningún proyecto de país.

viernes, 24 de julio de 2009

EL NUEVO RECTOR DE LA PUCP HABLA SOBRE LA AUTONOMÍA DE LA UNIVERSIDAD





Gonzalo Gamio Gehri


Como se sabe, el Dr. Marcial Rubio ha sido elegido Rector de la PUCP, elegido por una abrumadora mayoría. Lo acompañan los vicerrectres Efraín Gonzales de Olarte, Pepi Patrón y Carlos Fosca. Una vez más, la Universidad elige a sus autoridades a través de procedimientos democráticos. Quienes asumen el gobierno de la PUCP son académicos de impecable prestigio.

Se sabe también que la PUCP enfrenta hoy tres procesos judiciales en los que se pone en juego el ejercicio libre de su derecho de propiedad, así como la autonomía universitaria en el ámbito de su gobierno como en el del ejercicio del libre pensamiento al interior de sus aulas y de sus organismos de investigación. En el último número de la revista Caretas (pp. 34-37 y 90), el Dr. Rubio es entrevistado por Zenaida Solís. Punto Edu reproduce esta entrevista. El nuevo Rector habla sobre su concepción de la sociedad, sobre la Doctrina social de la Iglesia y sobre el conflicto que actualmente enfrenta a la PUCP con las pretensiones del representante del Arzobispado de Lima. Los lectores conocen mi compromiso con la PUCP – en la que me formé, de cuya vida participo como egresado, profesor de filosofía y miembro colaborador de IDEHPUCP -, un compromiso del que me siento orgulloso. Como miembro de la PUCP, veo con buenos ojos que el nuevo Rector se pronuncie con claridad y firmeza en torno a los principios que la Universidad defiende. Quisiera comentar – por supuesto, a título personal – algunos breves pasajes de esta entrevista.

Recientemente, algunos diarios ultraconservadores han querido echar sombras sobre la elección del Dr. Rubio, sindicándolo de manera errónea y malintencionada como un extremista ideológico (como es conocido, se trata de la misma prensa amarilla y autoritaria que intentó difamar cobardemente a la CVR y a sus miembros; particularmente a su Presidente, el Dr. Salomón Lerner, Rector Emérito de la PUCP). Para nadie es un secreto que los sectores más conservadores de la "clase política" peruana y los medios - especialmente los más cercanos al autoritarismo de los noventa - han observado con recelo el compromiso institucional de la PUCP con la defensa de los Derechos Humanos y del sistema democrático. El entrevistado responde directamente a las preguntas acerca de sus ideas sociales y religiosas:

¿Tienen razón los que dicen que la izquierda y los no creyentes se entronizan en puestos claves?


Yo siempre he sido católico. Además los parámetros de la izquierda hace 30 años eran distintos. Soy un socialista cristiano. Creo en la Doctrina Social de la Iglesia, en que el trabajo es la fuente de la riqueza y que hay que remunerarlo bien.

Luego, distingue claramente entre las relaciones que la PUCP mantiene con la Iglesia y el Vaticano – que concibe como positivas – y la tensa relación con el Arzobispado de Lima, generada por el conflicto en torno a la interpretación del Testamento de Riva-Agüero.

¿Por qué cree que no cuenta con la simpatía de monseñor Cipriani?


Él ha dicho que la universidad es más abierta que lo que debería ser. Hay universidades católicas en las que las facultades de Ciencias Sociales se han cerrado.O en las que profesores no católicos no pueden enseñar. Alguna vez se alabó la decisión de una universidad católica italiana en la cual, para enseñar, había que llevar certificado de catolicidad de su párroco. Son posiciones extremas. La Constitución Ex Corde Ecclesiae autoriza a que los profesores no necesariamente sean católicos. Lo único que pide, lógicamente, es que respeten las ideas católicas.


¿Lo que existe es una lucha ideológica para condenar a un moderno Galileo?


Ojalá lo fuera. Lo que hay es una concepción de universidad católica como una institución pastoral.


¿El Vaticano exige eso?


No es concepción del Vaticano. Nosotros estuvimos en una reunión de universidades católicas en Estados Unidos a raíz de la cual la Carta Ex Corde Ecclesiae ha sido declarada oficialmente en revisión en el Vaticano, debido a problemas en su aplicación.


¿Porque es una Carta muy cerrada?


No es cerrada. Es la forma como la interpretan en diversos obispados del mundo, concretamente aquí, muy cerrada.


¿Entonces no van a cumplirla?


Nosotros sí cumplimos con Ex Corde Ecclesiae.


Rubio considera – acertadamente, a mi juicio – que quienes quieren ver sacrificada la autonomía de la PUCP, su pluralidad y la excelencia académica en nombre del imperio de una concepción conservadora de la fe católica no reconocen la apertura y pluralidad con la que el propio Vaticano concibe la labor de las universidades católicas en el mundo. El modelo que los enemigos de la PUCP quieren ver aplicado en sus claustros es el que ostentan ciertas universidades confesionales del país, con libros cuya lectura directa no está permitida y autores (o temas) en principio vetados por "peligrosos" o "nocivos" (o el uso de manuales). Está claro que ese modelo - marcadamente ideológico, además de funesto para la educación superior - no es propiamente el de una universidad genuina; las instituciones que prohiben libros no son universidades. La parte contraria a la PUCP no está particularmente preocupada porque el control doctrinal monolítico eche a perder la calidad académica de la institución, y ésta quede convertida en una suerte de recinto exclusivamente confesional. Aparentemente no consideran que el tema de la pluralidad y la rigurosidad académica sea un asunto medular.
Las declaraciones del Rector aclaran dos puntos. En primer lugar, que el modo en que la PUCP vive coherentemente su catolicidad no coincida con el punto de vista de algunas autoridades eclesiásticas locales no significa que esa catolicidad no sea auténtica. Este es un punto crucial. Creo que la PUCP debe defender el tipo de universidad católica que representa, una institución académica que combina bien el compromiso y la libertad de pensamiento: esa es la PUCP que amamos y a la que pertenecemos, y así queremos que permanezca. La apertura y la calidad académica de la PUCP contribuyen decisivamente a la vida de nuestra sociedad y a la de la Iglesia peruana y universal. Esa apertura, asímismo, es apreciada por la Iglesia de Roma, como asevera Rubio. En segundo lugar, la parte contraria a la Universidad tiende a identificar las discrepancias que la PUCP tiene con ella con el agravio, y eso no tiene fundamento y puede confundir a la opinión pública. Es legítimo discrepar racionalmente; es un derecho humano. En sentido estricto, el desacuerdo no tiene porqué suscitar irritación, los desacuerdos razonables son hechos humanos ineludibles, son expresión de lo distintivamente humano. La posición que la PUCP ha asumido en sus declaraciones públicas respecto de su autonomía y derecho de propiedad han sido formuladas de manera argumentativa y respetuosa. Lo mismo puede decirse de los términos expresados en la entrevista que comentamos.
Quienes aducen que el problema judicial tiene que ver con la administración de la herencia de Riva-Agüero, y no con la pluralidad académica de la PUCP no reparan – o no quieren reparar - en el hecho de que, como sostiene agudamente Rubio, “con el control económico se tiene todo el control. Ahí se acaba la autonomía de la universidad”. Es evidente que es así. Nótese que la parte contraria a la PUCP pretende administrar no sólo la herencia de Riva-Agüero, sino también posesiones recientes como CENTRUM y el Instituto de Idiomas (la propia Zenaida Solís señala claramente: esa declaración delata una intención económica, para luego añadir: (eso) no es muy feliz para alguien que dice perseguir un fin espiritual. Sin comentarios).

En fin, encuentro esta entrevista importante, y estoy básicamente de acuerdo con lo expresado en ella. Me parece valioso que el nuevo Rector se pronuncie con claridad y firmeza sobre el problema de la autonomía de nuestra Universidad, el proceso legal y el conflicto con un quienes quieren ilegítimamente controlar la institución desde fuera y sofocar su espíritu de apertura a lo diverso y su rigor científico. Este conflicto rompe con una historia de buenas relaciones entre el Arzobispado y la PUCP. Nunca antes se puso en tela de juicio la autonomía universitaria, y las potestades de la PUCP como propietaria absoluta de sus bienes. Es realmente triste que la comunidad universitaria tenga que afrontar este duro trance. Sin embargo, es necesario desde todo punto de vista defender la autonomía de la PUCP, su condición de institución académica libre, plural y democrática. Esa es mi posición y la de la gran mayoría de miembros de esta antigua y venerable comunidad universitaria, mi alma mater. Defendamos nuestra Universidad. Desde esa libertad y compromiso plural con el conocimiento y la civilidad, la PUCP sirve con excelencia al país y a la Iglesia.

lunes, 20 de julio de 2009

HOMERO CUESTIONADO: UNA NOTA SOBRE “LAS TROYANAS”



Gonzalo Gamio Gehri


Existen circunstancias en las que la buena literatura echa luces sobre ciertos fenómenos humanos allí donde otras disciplinas (“científicas”) parecen quedarse a medio camino. Por ello, el diálogo entre la literatura y las ciencias humanas y sociales constituye una tarea singularmente provechosa para quienes consideran impostada y empobrecedora una lectura éticamente desvinculada de la vida práctica. Las Troyanas de Eurípides constituye una obra poderosa y conmovedora sobre las miserias de la guerra. Pretende aportar una mirada cruda sobre la guerra; donde algunos observan fundamentalmente el juego de fuerzas de los intereses de poder político y económico (por ejemplo, Tucídides), Eurípides se atreve a contemplar la realidad inmediata de la guerra: pueblos arrasados, cuerpos mutilados, mujeres que se convierten en botín de combate. En contraste con quienes consideran que la comprensión de la guerra supone una operación de abstracción que permite sólo ver conflictos en el nivel de las instituciones estatales y quienes las dirigen ‘heroicamente’ (invitándonos a “suspender el juicio ético”, concebido como vano discurso. Esta posición también es atribuida – polémicamente – a Tucídides, a quien se asocia de manera mejor justificada en mi opinión, a la defensa del llamado ‘derecho del más fuerte’), Eurípides escribe desde la perspectiva de las víctimas. Consideraba, por supuesto, que esta perspectiva contribuiría a enriquecer la racionalidad política del ciudadano: recordemos la larga tradición ateniense que asociaba la katharsis trágica con el proceso educativo ético-político, la paideia.

La tragedia comienza con un diálogo entre Poseidón y Atenea ante las ruinas de Troya. La diosa pide ayuda al amo de los mares para que el retorno de los aqueos “sea amargo”. Aunque los aqueos debían tomar la ciudad – reparando el daño infligido a Zeus, patrono de la hospitalidad (xenía), y con él, al kósmos en tanto tal -, los vencedores no habían actuado conforme a las exigencias de la prudencia y de la magnanimidad. Habían asesinado a casi la totalidad de los varones, y habían sometido a esclavitud a las mujeres: convirtieron en esclavas sexuales a las jóvenes, y en esclavas domésticas a las mayores. Ni siquiera respetaron los templos, erigidos a los dioses que por igual dánaos y frigios veneraban. Cometieron hybris. Por eso a los principales jefes le espera una vuelta al hogar fatídica y miserable (piénsese en Agamenón, y su patética muerte a manos de Clitemestra y Egisto). Atenea le reserva incluso a Ulises un regreso amargo. Él, fecundo en ardides, que evitó partir de Ítaca años atrás, tardará en volver a pisar suelo patrio tanto tiempo como duró el propio sitio de Troya.

Eurípides procura mostrar aquella dimensión fenomenológica que no debemos por ninguna razón soslayar en nuestra aproximación a la guerra: la situación de las víctimas. cualquier informe sobre la guerra que elimine ese aspecto nuclear se revela meramente abstracto, además de éticamente limitado. No se trata meramente de 'daños colaterales', o del llamado 'costo social de la guerra'; si son elementos que los pretendidos "enfoques científicos" desechan sin más, es en nombre de un sinuoso pathos que es preciso describir en términos ético-políticos (en la blogósfera podemos encontrar uno que otro esfuerzo "realista", por lo general repleto de citas de oropel, pero carente de un argumento consistente y bien construido, más allá de las herramientas bibliográficas. Se hace mención a la filosofía práctica si tener la más mínima idea de su contenido). En determinados fenómenos humanos no ser lo suficientemente 'personal', "cívico" y 'local' en tus descripciones y concepciones te imposibilita comprender qué está en juego; te impide ser auténticamente "universalista" y teóricamente riguroso. Tampoco te permite percibir adecuadamente determinados conflictos prácticos. Los griegos tenían bastante claro que sin la percepción de lo particular no es posible deliberar y actuar según el correcto lógos (cfr., por ejemplo, Eth. Nic. II). Una lectura 'indolora' de la guerra es conceptualmente pobre - demasiado esquemática, unilateral - e inhumana.
Son precisamente las mujeres troyanas las protagonistas de la tragedia. Muertos sus esposos e hijos – los defensores de la ciudad -, y sorteadas cada una como esclavas de los jefes aqueos, se preguntan sino es preferible la muerte frente a ese odioso destino. O si es preciso, con todo, aferrarse a la vida y seguir adelante, incluso en condiciones de humillación y muerte social. El punto más álgido de la obra tiene lugar cuando Hécuba, madre de Héctor y esposa de Príamo, es notificada de que Ulises ha determinado el asesinato de su nieto Astianacte, para evitar que un día se hiciese mayor y tomase las armas contra los argivos. Para las mujeres de la destruida Troya, en eso se resumen las virtudes heroicas, en la aniquilación de los indefensos, en rapiña y muerte, en vanagloria. Eurípides retrata el dolor de las troyanas para mostrar la crueldad y la miseria moral que avalan explícitamente la ética homérica y el “realismo” tucídico. Ante el terrible espectáculo de la muerte y la desesperación, incluso la relación con lo divino no puede quedar intacta. Los olímpicos son descritos como seres incapaces de mostrar compasión por lo que acontece a los mortales en su raquítico mundo.



“En vano les hicimos sacrificios. Pero si un dios no hubiera
revuelto lo de arriba poniéndolo al revés, bajo la tierra, seríamos desconocidos
y no estaríamos en boca de los cantores ofreciendo tema de canto a las Musas de
hombres venideros”.
[1]

No obstante, Eurípides consideraba que sí debíamos esperar una actitud compasiva del ciudadano cultivado de Atenas. Esa actitud configura una dimensión fundamental de la razón práctica (phrónesis, prudencia) de un ser humano lúcido y bien constituido. Parafraseando a Aristóteles, la tragedia persigue educar en el discernimiento práctico al ciudadano de la pólis, pero ese discernimiento se configura a partir de la experiencia del temor y de la compasión, emociones éticas que establecen vínculos de compromiso con las víctimas. Por supuesto, quienes se perciben hoy a sí mismos anclados en la modernísima (además de artificial y altamente discutible, por tratarse de una suerte de ficción epistemológica) separación entre el “ser” y el “deber ser” pretenden rehuir el impacto de este enfoque clásico (y sus importantes consecuencias éticas); con ello pretenden legitimar una "epistémica" "imparcialidad", cuando a todas luces se pone de manifiesto la posición que han asumido sin reparos. Ellos han optado por una visión mutilada del ser. La pretendida mirada de la deidad olímpica – demasiado cósmica e indiferente respecto de nuestra precaria vida mortal -, que sólo es capaz de percibir los movimientos en el 'ajedrez impersonal' de la “(geo)política”, no está en capacidad de lograr una comprensión concreta[2] de los asuntos humanos.



[1] Eurípides, Troyanas 1242 – 5.
[2] “Concreta” en el sentido de Hegel.

sábado, 11 de julio de 2009

GUERRA Y ESCUDOS HUMANOS











INTRODUCCIÓN




Gonzalo Gamio Gehri




¿Cuando es posible hablar de guerra justa? Por lo general, en los tratados modernos sobre el tema, se han planteados dos principios bastante claros. 1) Aquel que permite distinguir con claridad entre aquellos que combaten y aquellos que no lo hacen, esto es, la población civil. 2) Aquel que determina la proporcionalidad entre los bienes y los males que producen las guerras; los bienes deben ser mayores (p.e., en el contexto de intervenciones humanitarias, campañas de liberación contra el yugo exterior, etc.) el tema es bastante delicado, puesto que estos principios (particularmente 2) están expuestos a la manipulación ideológica. Cada caso exige ser observado con particular cuidado.

Desde Agustín de Hipona, cuando menos, la observancia de 1 ha tenido especial importancia. Como Michael Walzer nos recuerda (particularmente en Reflexiones sobre la guerra), en sus reflexiones sobre si el cristiano debía o no intervenir en la guerra, Agustín - deliberando en torno a la posible tensión entre la no violencia predicada por Jesús y la necesidad del Imperio Romano de defenderse en tiempos de una aguda crisis -, constituia un poderoso imperativo que la guerra estuviese inspirada en nobles propósitos, que el cristiano no interviese en los actos de pillaje que solían acompañar a los enfrentamientos, y que asumiese la protección de la población indefensa. Tenemos obligaciones morales claras con los no combatientes.

Desde Guerras justas e injustas, Walzer ha cuestionado severamente la hipótesis según la cual en el lapso de la guerra opera una especie de "suspensión de la moral", una funesta presuposición que han suscrito un sinnúmero de autores y operarios 'realistas' que han rechazado durante décadas los preceptos vinculados a los Derechos humanos y a los acuerdos internacionales en torno a las leyes de la guerra en los casos en los que unos u otros tendrían que haber sido aplicados respectivamente. En esta oportunidad, David Villena - profesor de la UNMSM y un importante colaborador de este blog - nos presenta una interpretación de un debate filosófico-práctico en torno a la naturaleza y alcances del primer principio señalado, en el contexto de una reflexión puntual sobre el conflicto israelí-palestino. Como se sabe, el profesor Villena es un conocido filósofo analítico peruano, un joven académico progresista particularmente interesado en la tarea de pensar rigurosamente la guerra desde la cultura de los Derechos Humanos; en este post plantea un problema ético fundamental en contextos bélicos. Villena ha tenido la generosidad de pensar en este blog para publicar este artículo. Estoy seguro de que sus ideas al respecto propiciarán un diálogo interesante sobre este tema.






ESCUDOS HUMANOS




David Villena Saldaña



Mientras una misión del Consejo de DDHH de la ONU trata de determinar si hubo crímenes de guerra durante el reciente conflicto en Gaza, resulta de particular interés prestar atención a un debate entre cuyas partes se encuentra Amos Yadlin, Jefe de Inteligencia de las Fuerzas de Defensa Israelíes (IDF), y el filósofo Michael Walzer.

En mayo pasado, Avishai Margalit y Walzer publicaron un artículo que cuestiona la virtual eliminación de la diferencia entre combatientes y no-combatientes por la cual abogaría un escrito de Asa Kasher y Yadlin, en donde estos sostienen que el “soldado es un ciudadano en uniforme,” y que, por ello, sólo se justifica comprometer su seguridad en condiciones estrictamente necesarias referidas a la defensa de su patria y conciudadanos[1]. De esta manera, si se le envía a un territorio en el que su estado no tiene control efectivo y lucha con terroristas que operan en zonas civiles, resulta inmoral exigirle arriesgar la vida con el objeto de que minimice los perjuicios de la población civil. Para Kasher y Yadlin, dado este escenario, el soldado no está obligado a reparar en las bajas y daños que causen sus acciones entre no-combatientes. Serían efectos que, aunque colaterales e indeseados, no tiene el deber de impedir. Así, no obstante ser el autor, la responsabilidad de los males no es suya ni del estado bajo cuyas órdenes se encuentra, sino de los terroristas con quienes pelea.

Margalit y Walzer anotan que la lógica del argumento no está vinculada a la naturaleza del terrorismo y que, por tanto, si es válido, continuará siéndolo de reemplazar el término ‘terroristas’ por ‘combatientes enemigos.’ En este sentido, la tesis de Kasher y Yadlin afirmaría que, en caso de que “nuestro” ejército se enfrente a otro mezclado entre civiles dentro de territorios que no controlamos, la seguridad de “nuestros” soldados tiene prioridad sobre la seguridad de “sus” ciudadanos no-combatientes. Kasher y Yadlin, sin embargo, niegan esta imputación[2]. Según dicen, la nacionalidad de los civiles no es aquello que los priva de sus derechos de no-combatientes frente al estado atacante cuando son empleados como escudos por el enemigo, sino el hecho de estar en un territorio que el atacante no controla – pues si lo controlara, aun cuando no sean sus nacionales, tendría la responsabilidad de salvaguardar sus vidas e intereses, incluso en desmedro de sus propios soldados.

Pero, de acuerdo con Margalit y Walzer, si el requisito para que un estado atacante respete los derechos de los no-combatientes usados como escudos, es que se encuentren en un territorio que controle, entonces, ningún estado podrá estar en condiciones de mostrar este respeto, pues, por definición, si ataca, no controla el territorio[3].

Kasher y Yadlin sostienen, no obstante esto, que frente al supuesto hipotético de que, por ejemplo, Hezbollah tome por asalto el kibutz Manara ubicado en el norte de Israel y haga uso de no-combatientes como escudos humanos, el estado de Israel estaría obligado a no quebrantar las inmunidades y prerrogativas de los últimos sin importar cuáles sean sus nacionalidades. No habría control sobre el territorio, pero sí jurisdicción. Tal sería la razón por la cual, según Kasher y Yadlin, Israel es responsable de estas personas.

El distingo entre combatientes y no-combatientes es de orden fundamental. En él, se manifiesta la motivación del derecho internacional humanitario y la teoría de la guerra justa, ya que permite regular la conducta durante la lucha y limitar el alcance de la violencia. Hay lugar, sin embargo, para la revisión y el refinamiento de conceptos. A juicio de Margalit y Walzer, el problema con Kasher y Yadlin es que no ofrecen razones consistentes para modificar la doctrina. Pues, que los derechos constitutivos del no-combatiente, y, por tanto, su estatus mismo, se esfumen cuando un estado pelea en un territorio donde no tiene jurisdicción y en el cual el bando opuesto utiliza civiles como escudos, no es algo sólido ni persuasivo. Ya que, por un lado, la jurisdicción no es criterio moral relevante para distinguir entre combatientes y no-combatientes, y, por otro, el hecho de que el enemigo haya faltado a su deber y use escudos humanos, no libera a la otra parte de su obligación de no ejecutar acciones a consecuencia de las cuales resulte menguada la integridad de los no-combatientes, o, de insistir en su realización, no vacilar en colocarse en riesgo para que tal daño no ocurra o sea el menor. Se trata, en una palabra, de no matar civiles.

El punto es bastante sencillo: el pecado de otros no nos exime de culpa.


[1] Cf. Avishai Margalit y Michael Walzer, “Israel: Civilians & Combatants” en The New York Review of Books, Vol. 56, número 8, 14 de mayo de 2009. Asa Kasher y Amos Yadlin, "Assassination and Preventive Killing” en SAIS Review, Vol. 25, número1, 2005, pp. 41-57.
[2] Cf. Asa Kashner y Amos Yadlin, “Israel & the Rules of War” en The New York Review of Books, Vol. 56, número 10.
[3] Cf. Avishai Margalit y Michael Walzer, “Reply to: Israel & the Rules of War” en The New York Review of Books, Vol. 56, número 10.

martes, 7 de julio de 2009

RELIGIÓN Y ÉTICA CÍVICA







Gonzalo Gamio Gehri



¿Necesita una sociedad democrática liberal alentar el cultivo de las religiones para promover una ética cívica? Se trata de una pregunta muy importante. Nótese que partimos de la premisa de que el contexto político desde el que se plantea la cuestión es democrático. En ese sentido, es de destacar 1) que el asunto central no es alentar este o aquel credo en particular, sino las religiones en general, que se practican (o no) bajo condiciones igualitarias y de pleno respeto a las libertades religiosas y de conciencia; 2) que el eventual promotor de las prácticas religosas no es necesariamente el Estado (mejor dicho, no es el Estado). se trata de una cuestión formulada desde los foros ciudadanos y académicos en los que se forma la opinión pública y se discuten asuntos de interés común.
De tal modo que nos planteamos la pregunta desde una situación hipotética – por así decirlo -, más allá de las circunstancias que afronta la sociedad peruana en esta materia, cuando la discusión en el pleno del Congreso en torno al proyecto de ley sobre Igualdad religiosa está a la vuelta de la esquina. No se trata todavía de una cuestión que se plantea tal cual en nuestro mundo ordinario – obviamente, la calle, el espacio público, el escenario de la actividad filosófica según Sócrates -, pero es razonable pensar que nuestros ciudadanos e intelectuales se la formularán de una u otra manera. Esto provocará sin duda un debate interesante, que conmoverá (o pretenderá conmover) ese sentido común tradicionalista tan arraigado en el Perú. No obstante, eso es lo que precisamente hace la filosofía: interpelar – desde el horizonte mismo del mundo ordinario – el sentido común, y propiciar la metánoia.

Michael Sandel, notable pensador norteamericano de la política, sostiene que los principios liberales que admitimos como reguladores racionales del ámbito público poseen un contenido sustancial además de procedimental: incluso expresan una sutil teleología moral que está a la base de nuestras concepciones universalistas de la justicia. Esta es una tesis que encuentro altamente plausible, y que está conectada con la posición fenomenológica que Charles Taylor desarrolla en la primera sección de Fuentes del yo. Sandel indica que nuestro compromiso liberal con la libertad religiosa está animado por un argumento moral de singular importancia:



“La defensa de una protección especial para el libre ejercicio de la religión presupone que la fe religiosa, tal como ésta se practica de forma característica en una sociedad particular, produce formas de ser y de actuar que son merecedoras de respeto y de apreciación, ya sea porque resultan admirables en sí mismas o porque fomentan cualidades de carácter que producen buenos ciudadanos(1).



Veamos. Es un hecho evidente que las religiones infunden doctrinalmente en sus seguidores una ética. Estoy convencido de que podemos encontrar múltiples razones para considerar esta ética valiosa y digna de ser elegida. En ese sentido, no es difícil suscribir la tesis de Sandel según la cual apreciamos ciertas formas concretas de religión porque producen modos de ser y de conducirse en la vida que consideramos "admirables en sí mismas" . En los evangelios encontramos – por ejemplo – una narrativa consistente y profunda acerca del lugar medular del amor y la compasión en una vida humana con sentido. En muchos casos, la ética de la libertad y la justicia que orienta la vida de los ciudadanos posee una matriz religiosa. Una sociedad liberal reconoce el importante lugar que tiene la religión en la vida de sus miembros, de eso no cabe duda. No obstante, hay precisiones fundamentales que hacer en torno a esta materia (y que subyacen a la posición del filósofo citado). Las religiones son doctrinas comprensivas que pueden aportar una interpretación de la persona humana como libre y digna, y ofrecer una lectura de la sociedad como un sistema de cooperación. Sin embargo, las virtudes cívicas y la cultura de derechos también pueden remitirse una matriz particular no religiosa. Creo que este argumento es importante. El humanitarismo secular también puede ser la fuente de una ética cívica. Estamos hablando de una “ética cívica” - recordemoslo - y no, por ejemplo, de una “ética ecuménica” (situación que cambiaría drásticamente el sentido del análisis - este es un tema que como creyente me parece de singular importancia -). En un país como el nuestro, en el que cierto “sentido común posvirreinal” le atribuye erróneamente a las religiones la autoría exclusiva de los "grandes valores", es un argumento que no debemos desechar (hay que agregar que Sandel tiende a olvidar, asimismo, tematizar el hecho de que que algunas versiones “duras” de las tradiciones religiosas pueden manifestarse abiertamente contrarias al sistema de derechos).

No se trata de elegir la “fuente correcta” de la ética ciudadana, por supuesto. Al menos no necesariamente. El sistema político liberal reconoce fuentes diversas con respecto a su cimentación conceptual y su orientación práctica; tampoco interviene directamente en la revisión doctrinal de las ideas filosóficas o religiosas que llevan a sus ciudadanos a suscribir los principios de la justicia: esa es una tarea que corresponde a los propios ciudadanos y a sus asociaciones (cfr. Liberalismo político de John Rawls, Introducción y Conferencia I). Las líneas fundamentales de la estructura básica de la sociedad son fruto de un consenso superpuesto en el marco de una situación de pluralismo razonable (Conferencia IV). Los fundamentos del liberalismo no se encuentran, exclusivamente, en el cristianismo o en un humanismo de tipo secular.

Creer en una doctrina religiosa no es una condición esencial para pensar el ser humano como un ser libre e intrínsecamente digno. Tal tesis puede encontrar un soporte doctrinal en perspectivas diferentes sobre el mundo y la vida. Finalmente, el liberalismo político no versa sobre el sentido de una vida entera, sino estrictamente sobre la racionalidad de lo público. Necesitamos suscribir una ética cívica – más allá de si somos creyentes o no creyentes todos somos ciudadanos - , el tema religioso es responsabilidad exclusiva de los agentes y de sus comunidades. No, no necesitamos alentar institucionalmente el cultivo de las religiones para promover una ética cívica, aunque muchas interpretaciones religiosas del hombre pueden converger plenamente con los preceptos de la justicia política liberal.


(1).Sandel, Michael “Los límites del comunitarismo” en: Filosofía pública Barcelona Marbot 2008 pp. 335.

sábado, 4 de julio de 2009

IGUALDAD RELIGIOSA




APUNTES SOBRE DEMOCRACIA, LAICIDAD Y MULTICONFESIONALIDAD EN EL PERÚ




Gonzalo Gamio Gehri



Hace unos cuantos días, la Comisión de Constitución del Congreso de la República aprobó un Proyecto de Ley que regula la igualdad y libertad religiosa en el país. A través de este proyecto se pretende lograr que las diferentes instituciones religiosas cuenten con prerrogativas similares a las de la Iglesia Católica en materia de estabilidad jurídica, exoneraciones tributarias, facilidades para visitas a cárceles y hospitales, etc. La forma en que ha sido aprobado el documento ha generado controversias, pues algunos congresistas consideran que no hubo quórum para hacerlo; otros señalan que dicha aprobación ha procedido conforme a las reglas vigentes. La Conferencia Episcopal Católica ha señalado, por su parte, que no ha sido consultada en este tema. En los próximos días el pleno del Parlamento discutirá el asunto.

Creo que aquí hay una cuestión de fondo que es preciso discutir. El Perú es una sociedad plural y democrática, que ostenta un Estado laico. Esto significa que el Estado debe garantizar la libertad de sus ciudadanos de creer o de no creer, de tener o no tener compromisos religiosos, y, en ese sentido, no debe concederle privilegios especiales a ninguna institución religiosa en particular. Una actitud diferente podría ser interpretada como discriminatoria respecto de quienes asumen confesiones distintas a la que goza de la consideración especial del Estado en cuestión. En la perspectiva del sistema democrático - liberal, la militancia religiosa se mantiene en el ámbito extraestatal, de modo que abarca no sólo el ámbito de la conciencia personal, sino escenarios sociales como familias, parroquias, comunidades religiosas, Iglesias, y diversas asociaciones voluntarias (es por ello que otra alternativa compartible con el liberalismo - opción no contemplada ni discutida en el Proyecto en cuestión - consistiría en establecer que ninguna práctica religiosa reciba beneficios de parte del Estado).

Soy católico por bautismo y por convicción, y creo que la dimensión espiritual de la vida posee una enorme importancia. No obstante, también pienso – de manera muy personal – que la libertad de conciencia y la igualdad religiosa constituyen principios esenciales en una democracia constitucional. Creo que un Estado laico es imprescindible para garantizar estos principios. Creo, también, que no siempre observamos celosamente estos principios, y que determinadas costumbres y determinadas disposiciones arraigadas debilitan su cumplimiento. Que en los colegios públicos la educación religiosa sea de naturaleza catequética y verse sobre el cuerpo de doctrina de una única confesión, y no se amplíe la materia a una reflexión más sistemática sobre el ‘hecho religioso’ o en torno a las ‘grandes religiones’ constituye un problema, por ejemplo. Que en las festividades patrias se celebre un Te Deum que posee una connotación de ritual público contradice en principio la laicidad de nuestro Estado. Que el Presidente de la República luego participe en celebraciones de otras instituciones religiosas no resuelve el asunto, en absoluto.

Representantes de otras religiones en el Perú han manifestado su alegría ante la aprobación del Proyecto de Ley mencionado, según reseña el diario La República:

“El representante de la Asociación Islámica del Perú, Damin Awad, aplaudió que la iniciativa de ley haya sido retomada.
Awar aclaró que los islámicos respetan los acuerdos que la Iglesia Católica haya tomado con el gobierno, pero que ellos también tienen el derecho de gozar del beneficio tributario para recibir donaciones y los libros de consulta.
La Asociación Internacional para la Conciencia de Krishna comentó que la aprobación de esta ley sería un paso importante para consolidar al país como la nación laica y, por otro lado, se ponga un freno a los actos discriminatorios.
“Particularmente nosotros, por nuestra forma de vestirnos, comportarnos y comunicarnos, hemos sido objetos de bromas, maltratos y actos que transgreden nuestro derecho de hablar de Krishna (Dios). No olvidemos que todos somos iguales ante los ojos del mismo creador”.


La medida converge con la vocación pluralista de una sociedad democrática. De hecho, considero importante que este tema se discuta, no sólo en los fueros del Estado, sino también en los de las Iglesias, y al interior de la sociedad civil. Hay que agregar que - de acuerdo a lo señalado por los entendidos en la materia - la Iglesia Católica no perdería – de aprobarse finalmente esta iniciativa - ningún derecho adquirido: son las otras instituciones religiosas las que podrán acceder a beneficios similares en el futuro. Me parece justo. Habrá que observar con atención lo que digan los congresistas en el debate en el pleno, y cómo voten. Será una oportunidad más para examinar cuán democrático es el talante de nuestros representantes que – para más de un analista – reflejan con cierta nitidez, para bien o para mal, la mentalidad de sus electores.

miércoles, 1 de julio de 2009

DESAFÍOS DEL MULTICULTURALISMO




Gonzalo Gamio Gehri


Hace unos días, la filósofa Pepi Patrón publicó en el suplemento Domingo del diario La República, el agudo artículo Identidades culturales y violencia, en el que vincula las discusiones filosóficas sobre el sentido de la interculturalidad con una reflexión sobre el conflicto en Bagua. Recomiendo leer el texto (agradezco a la autora la mención de este blog), pues incorpora una serie de conceptos realmente útiles para entender los continuos desencuentros entre el gobierno actual – que ha optado por la “globalización de la economía” sin atender a otras voces -, y múltiples comunidades del interior del país, que perciben en la tierra, el ecosistema y el trabajo de sus miembros algo más que factores de costo y beneficio a considerar como elementos de un cálculo utilitario.

“No se trata, como hemos visto en días recientes, de un problema que afecte solo a los musulmanes en Francia o a los católicos en Irlanda. Nos afecta aquí, en nuestra propia casa y es imperativo reflexionar sobre ello”, dice acertadamente Patrón. A los peruanos nos cuesta muchísimo reconocer la diversidad (cultural, lingüística, confesional, etc.) en nosotros, y aceptarla como un factor potencialmente valioso. Nuestros intelectuales han insistido una y otra vez en postular un modelo de “peruanidad” que pretendía describir la heterogeneidad como un obstáculo para el desarrollo. Las tesis conservadoras en torno al “mestizaje” y a la “síntesis viviente” intentaron soslayar – cuando no “superar” o “anular” – la pluralidad constitutiva de la sociedad peruana. En nuestro medio, los estudios de Carlos Iván Degregori, Gonzalo Portocarrero, Hugo Neira y la propia Pepi Patrón nos han aproximado a pensar el Perú considerando la importancia de la otredad. El Informe Final de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación señala como una de las condiciones del proceso de reconciliación el reconocimiento positivo del carácter multiétnico, pluricultural y multilingüe de nuestro país. “Tal reconocimiento es la base para la superación de las prácticas de discriminación que subyacen a las múltiples discordias de nuestra historia republicana” (Conclusión 171). A menudo, la ilusión de la unidad suponía la invisibilización del otro, o el ejercicio de la violencia sobre él.

Amartya Sen nos ha hablado de dos formas de ‘multiculturalismo’. Una, aquella en la que el reconocimiento de la diversidad supone la interacción, el cultivo del diálogo y la crítica, así como el ejercicio de la libertad cultural (que implica, en el contexto de dinámicas complejas, la posibilidad de permanecer reflexivamente en el seno de la cultura local, así como elegir – a menudo dolorosamente – el camino del exilio). La segunda, la coexistencia de culturas sin contacto significativo ni posibilidad de cuestionamiento interno, lo que Sen llama “monoculturalismo plural” y que identifica con el encapsulamiento y la “espiritualidad de gueto”. El primer modelo es suscriptor de lo que Patrón - siguiendo Sen y a Taylor - concibe como una ética intercultural, que promueve el aprendizaje recíproco de las culturas, y permite el florecimiento de identidades plurales.

En su (altamente cuestionable) tratamiento del reciente conflicto en Bagua, el gobierno peruano ha desatendido completamente el plano intercultural. Ha privilegiado el tema de seguridad, y el ámbito político en su sentido más pedestrre. La derogatoria final de los Decretos polémicos no ha obedecido a una reflexión rigurosa del Ejecutivo y el Legislativo, sino a una “salida política” en su registro más coyuntural. Nada tiene que ver con una revisión del ideario de El Perro del Hortelano. Tampoco está conectada con alguna indagación detenida en torno a la comprensión de la tierra en el imaginario aguaruna. Ha sido pura y dura Realpolitik, por así decirlo. La tesis del “complot internacional” nos devuelve a la cotidianeidad de nuestra “baja política”.

La ética intercultural mencionada no trata a las culturas como especies naturales en peligro, pero tampoco permite el uso de la fuerza para promover el cambio (salvo el caso de que con ello pueda evitarse el daño a la vida y la integridad de las personas, y no exista probadamente otra salida). “Se ha hablado de culturas que son ancestralmente luchadoras y guerreras”, afirma Patrón, “pero también hemos dicho que ninguna tradición particular justifica el asesinato de seres humanos desarmados”; la libertad cultural supone el ejercicio de la crítica sobre el horizonte de las tradiciones – propias y ajenas -, así como el rechazo de la violencia. Como sostiene Kwame A. Appiah, "las culturas importan si les importan a las personas", esto es, si constituyen un horizonte para el desarrollo de sus vidas, para el ejercicio de su libertad, para el cultivo de vínculos sustanciales: todas estas opciones excluyen la violencia como posibilidad de sentido. La apelación a las tradiciones no justifica la práctica de la crueldad. Esta clase de violencia es absolutamente recusable, como lo es aquella que se ejerce a través de la represión y la intolerancia gubernamental frente a quienes no conciben la relación con su entorno como meramente utilitaria. Es preciso que se conforme sin demora una comisión que investigue los sucesos de la Curva del diablo, se asigne responsabilidades y se precise el número de muertos y desaparecidos.

La inaceptable estigmatización de los ciudadanos aguarunas como “bárbaros” o “nativos manipulados por intereses foráneos” simplemente debilita la posibilidad de construir una conciencia y una sensibilidad intercultural en el Perú. Convertir al otro en “enemigo” sin aproximarse a sus razones termina propiciando un clima de enfrentamiento, rencor e injusticia. Ningún genuino proyecto moderno de país y de institucionalidad democrática puede prosperar sobre la base de la exclusión del otro.