miércoles, 30 de julio de 2008

“REFORMAR EL ALMA”


UNA EXTRAÑA Y DESCONCERTANTE PROPUESTA PRESIDENCIAL

“Pero ¿Debe el Estado invadir las almas de sus ciudadanos?”

K.A. APPIAH

Gonzalo Gamio Gehri


El mensaje del presidente Alan García nos ha parecido repetitivo y monótono. Pobre en anuncios, pero abundante en palabras y en cifras (que tendrían que verificarse). Temas básicos para el fortalecimiento de la democracia en el país fueron omitidos. Hace tiempo que el discurso de García ha dejado la retórica antiimperialista y ha abrazado el vocabulario y la impronta conservadora: neoliberal en economía, antiliberal en política. Uno de los tantos signos de esta nueva prédica podemos reconocerlo claramente en su entusiasta alegato a favor de una necesaria “reforma del alma” en cada uno de los peruanos. Quisiera compartir mis opiniones personales sobre este tema.

Sorprende esta invocación existencial, a la luz del record del primer gobierno de García en el tema de la ética pública: copamiento del Estado, problemas de corrupción de funcionarios, etc. De todos modos, García ha asumido desde la campaña electoral del 2006 el discurso de un individuo redimido, por lo menos en lo ideológico. Si no fuera por sus continuas alusiones al catolicismo de tipo tradicionalista que hoy dice profesar, uno podría detectar en sus intervenciones públicas la típica retórica del Nacido Dos Veces habitual en algunos sectores políticos del protestantismo norteamericano (piénsese en el propio George W. Bush). Pero no, toda ese talante antiliberal acerca de la primacía de los deberes sobre los derechos viene desde otra orilla religiosa (podemos adivinar su fuente de inspiración, por lo menos en el gabinete).

¿Tiene esa prédica moralizante un origen religioso? Difícil precisarlo. No obstante, el Presidente sabe de sobra que el Perú es un país habitado por creyentes de diversas religiones (y por no creyentes también). Él mismo ha tenido el gesto – en anteriores oportunidades – de asistir al llamado “Te Deum Evangélico”, como una muestra de, digamos, “vocación ecuménica” (¿o quizá será una muestra más de “populismo”? No lo sabemos). El caso es que, siendo el Perú un Estado Laico y una sociedad multiconfesional, el Presidente no puede incorporar explícitamente un contenido particular religioso en un discurso político programático. Gobierna para todos los peruanos, y no sólo para quienes suscriben sus convicciones religiosas personales. Eso también lo sabemos quienes somos creyentes en el ámbito religioso, pero apreciamos el pluralismo y la democracia.

No sé hasta dónde llegue la cultura clásica, de Alan García, pero la expresión “reforma del alma” tiene una connotación estrictamente moral, proveniente de la filosofía de los griegos (puede ser que esta impronta llegue al Presidente a través del ‘neotomismo’ que suscriben algunos de sus colaboradores cercanos, pero eso tampoco podría asegurarlo). Platón, Aristóteles y los estoicos – cada uno a su manera – identifican la “conducción del alma” con el cultivo de las virtudes. Reformar el alma equivale – por lo menos en un sentido – a educar el carácter y el juicio y orientarlos al bien. Hay que decir que, si esta era la intención de García, ello traduce un deseo excelente, pero que excede la función pública de la Presidencia de la República. En primer lugar, porque la tarea de la forja de la conducción ética de la vida corresponde al agente mismo y a sus comunidades básicas, espacios de reflexión y práctica que se sitúan fuera del Estado mismo: familias, escuelas, vecindarios, parroquias, etc. En esas comunidades los individuos adquieren (o no) las habilidades y formas de discernimiento libre que pueden llevarlos a la práctica de las virtudes. En segundo lugar, porque en una sociedad compleja como la nuestra (multicultural, multiconfesional) no existe un único modo de definir la vida buena buena –expresada en un unitario y monolítico catálogo de virtudes -, y no compete al Estado definir cuál es la correcta o la mejor (me anticipo a señalar claramente que – como he argumentado en varios artículos y en un libro sobre el tema, Racionalidad y conflicto ético - nada de esto es “relativismo”; creo que la discusión racional sobre la vida buena es enormemente fructífera para las personas y las comunidades, y estoy convencido que hay concepciones de la vida buena que son mejores y más razonables que otras: lo único que quiero decir es que no le corresponde al Estado llevar y dirimir estos debates).

El Estado sólo puede exigir a sus ciudadanos que cumplan con la ley y con los principios procedimentales de la justicia, que cumplan con una “ética universal mínima” basada en el respeto de la dignidad del otro y de sus Derechos Fundamentales). Ni siquiera puede exigirle a los ciudadanos el ejercicio de las virtudes políticas, asociadas con la participación activa en los espacios públicos del sistema político y la sociedad civil – quien me conozca, sabe de mi particular entusiasmo por el ethos del ciudadano comprometido, proveniente de mi herencia intelectual aristotélica y hegeliana -. Estoy convencido que la praxis cívica haría de nuestra sociedad una comunidad política democrática e inclusiva, pero el ciudadano tiene derecho a no intervenir en la cosa pública, si así lo prefiere. Sólo el cumplimiento de esa ética universal mínima (Derechos Humanos y justicia, cuestiones de moral pública) es vinculante, y puede ser materia de exigencia absoluta de parte del Estado: su cumplimiento garantiza la convivencia social, así como la estabilidad de las instituciones. El ejercicio de las virtudes queda bajo la jurisdicción de los propios agentes y de las comunidades básicas que habitan (en las que han elegido permanecer); es un asunto extraestatal (de enorme importancia para los individuos, ciertamente).

Aquí salta la contradicción. Decimos que el Estado y sus autoridades sólo pueden exigir de sus funcionarios y de todos los ciudadanos el cumplimiento de los principios de la ética universal mínima. Sin embargo, el silencio del discurso presidencial en materia de políticas públicas en Derechos Humanos y lucha anticorrupción ha sido evidente y penoso. El tema de la justicia redistributiva ha sido tocado con una delicadeza cortesana. La innoble alianza con el fujimorismo para lograr la Presidencia del Congreso (¿A qué precio?) con visita incluida del ministro del interior al reo Fujimori (¿Para negociar qué?) muestra que el item “moral pública” parece no ser necesariamente una prioridad para este gobierno. El mensaje del 28 no dice una sóla palabra sobre la masacre de Putis o sobre las recomendaciones de la CVR. Ninguna propuesta para el control ciudadano de la gestión de los funcionarios públicos. Esos sí son temas de “reforma ética” que competen al Estado, y que el Ejecutivo y el Legislativo tendrían que considerar con especial dedicación y esmero. Toda esa alusión presidencial a la “reforma del alma” – desconectada de las problemas de Derechos Humanos, justicia social y moral pública – deviene en pura demagogia y en menas “buenas intenciones”, en el mejor de los casos, pues escapan al ámbito de su trabajo. Hay que aconsejarle al presidente que deje el tema de la virtud en manos de los ciudadanos: la vida buena es un asunto primordial para nosotros, cuya reflexión y práctica nos concierne sólo a nosotros como agentes autónomos, capaces de discernir y elegir conscientemente cómo orientar la vida. No necesitamos tener un "tutor" en Palacio de Gobierno: somos ciudadanos, no súbditos. Al Estado le compete velar por la protección de las personas y sus Derechos Básicos vinculados al bienestar, la justicia y el cultivo de la libertad. Eso es lo único en que nuestros representantes deberían pensar en tanto funcionarios públicos; el tema del sentindo de la vida es estríctamente nuestro asunto, no el suyo. Zapatero a tus zapatos.

domingo, 27 de julio de 2008

INDEPENDENCIA SIN ILUSTRACIÓN: ALGUNAS BREVES CONSIDERACIONES SOBRE EL PERÚ


Gonzalo Gamio Gehri

Estas Fiestas Patrias están marcadas por dos hechos. El primero, la pintoresca persecución que el ministro de Defensa ha emprendido contra una bailarina que tuvo el mal gusto de fotografiarse desnuda con la bandera nacional. Al ministro y a buena parte del gabinete le parece que se ha cometido un sacrilegio que debe ser castigado judicialmente. Esta actitud suya contrasta con su escasa o nula disposición a que su ministerio colabore con el esclarecimiento de la masacre de Putis. En su iconografía, la bandera parece ser más sagrada que la vida de los doscientos catorce comuneros asesinados. Una paradoja lamentable (e incluso macabra). Nuestro ministro de Defensa no parece haber planteado seriamente el orden de las proridades de su cartera. Atender esta patética anécdota farandulesca y no tomar cartas sobre el tema de Putis resulta simplemente inaceptable en la perspectiva de un Estado democrático decente.

El segundo hecho es la reciente elección de Velásquez Quesquén como presidente del Congreso. El partido de gobierno ha revelado aquí sin pudor su verdadera faz, al negociar – una vez más – con el fujimorismo ventajas y votos, sabe Dios a cambio de qué (presumiblemente, beneficios para el reo Fujimori). Que el APRA se alíe con las fuerzas antidemocráticas constituye una afrenta para el pensamiento del joven Haya de la Torre (el caso del Haya maduro el asunto se torna controversial). El “maquiavelismo chicha” del partido de gobierno se ha puesto en juego una vez más. Uno se pregunta razonablemente si los apristas podrán o no influir en el proceso al ex dictador, o si los titulares de la sala mantendrán intacta su independencia. Que el oficialismo tiende a ejercer presión en el fuero legal es algo que se discute mucho; no pocos interpretan la renuncia de César Landa a la presidencia del Tribunal Constitucional como reacción a los intentos del APRA por ganarse su apoyo en el tema de El Frontón.

Estos hechos han puesto de relieve – una vez más, y oportunamente, dada las fechas de celebración nacional – la entraña de la política nacional. El profundo abismo existente entre la ética y la política (entendida en su sentido más degradado, en términos de una vulgar competencia por el poder), y la poderosa vigencia de una cultura autoritaria. Muchos especialistas y no pocos ciudadanos concuerdan en que estos elementos acompañan nuestra historia “republicana” (la expresión es excesiva). Nuestra autodenominada “clase política” nunca estuvo convencida de querer la independencia respecto de España, y tampoco vibró de entusiasmo frente a la idea de que el Perú asumiera el sistema político republicano. Desangrado por múltiples golpes de Estado y luchas intestinas, el país contó con un sector dirigente que se la ha pasado buscando un líder carismático, que implante el orden con “mano dura”. No buscaban vivir en una sociedad de ciudadanos, sino en una comunidad de súbditos.

La cultura autoritaria está instalada en nosotros. Se optó por la independencia, pero no por la Ilustración. El principio de autonomía – privada y pública – ha sido visto como una trasgresión “insolente” a la autoridad que expresa el “orden de las cosas”. Mucha gente considera erróneamente que discrepar argumentativamente con una autoridad – política, religiosa, empresarial – sobre algún punto importante equivale a “ofenderla” o a desconocer su investidura; se pide silencio y sumisión, ni disensos ni crítica, ni libertad individual o criterio propio. Esa ideología absurda y falaz – una especie de feudalismo mental, realmente mutilador – impide el fortalecimiento de un ethos democrático. En una sociedad libre el disentimiento es posible, y es considerado valioso, cuando observa los principios básicos de la convivencia (y respeta la diversidad). El “atrévete a pensar” de Kant es considerado una osadía frente a ese sentido común jerárquico y populista. Mucha gente cree que las Fuerzas Armadas y determinadas comunidades religiosas son “instituciones tutelares de la Nación”, cuando en una democracia genuina a los ciudadanos no los tutela nadie; ser protegido por la fuerza pública es un derecho, asumir creencias religiosas es un acto individual y voluntario (el principio de separación entre el Estado y las Iglesias es de origen liberal e ilustrado, y posee claras raíces bíblicas). Ritos como las marchas 'militares' para escolares - por citar sólo un ejemplo - interpretan la realidad de modo tutelar. ‘El que obedece no se equivoca’, piensan muchos peruanos que detentan el poder en diferentes espacios de la sociedad (y no solamente en el ámbito del Estado). Y cuentan con la complicidad de no pocos compatriotas “de a pie”, atrapados en esa concepción autoritaria y antidemocrática.

Siempre he pensado que los problemas tienen que ser examinados y afrontados desde el enfoque del agente, y no desde la perspectiva del espectador. Dicho de manera muy sencilla, se trata de preguntarnos simplemente qué hacer para que este espíritu de sumisión y tutelaje no prospere. Preguntarnos qué podemos hacer para convertirnos en ciudadanos y dejar de ser funcionalmente súbditos. Para producir prácticas e instituciones democráticas entre nosotros (por ejemplo, fortaleciendo la sociedad civil organizada, promoviendo partidos realmente democráticos, fomentando el debate ciudadano en las universidades, examinando críticamente los símbolos y metáforas coloniales o autoritarias que todavían florecen en nuestro vocabulario político). Son preguntas que nos interpelan como agentes (en el caso que decidamos serlo), que nos exigen optar por asumirnos como ciudadanos o permanecer como súbditos de un poder tutelar que nos releva del ejercicio de la deliberación, de la autorreflexión, de la construcción de un proyecto vital (público o privado). Lo que suceda con el país y con las instituciones no será ajeno a nuestra decisión.

jueves, 24 de julio de 2008

"FICCIONES" QUE VALEN LA PENA




CONSIDERACIONES ÉTICAS


Gonzalo Gamio Gehri


En esta oportunidad quisiera decir algo acerca del potencial moral de las ficciones. Para ello, contaré una anécdota que motiva esta reflexión. Tengo el honor de participar en un Seminario de Cultura Política organizado por la Red de Ciencias Sociales – un espacio interdisciplinario que convoca a sociólogos, estudiosos de la cultura, críticos literarios, psicoanalistas, e historiadores de Lima y del interior del país. Soy el único filósofo que asiste al seminario este año. Se trata de un foro en el que un grupo de profesores dialogan sobre textos de especialistas en materia de cultura política, con el objeto de construir juntos una aproximación multidimensional y rigurosa a esta importante cuestión. Tengo el privilegio de participar en este seminario junto a académicos como Gonzalo Portocarrero, Romeo Grompone, Rocío Silva Santisteban, María Luisa Remy, entre otros. El debate allí siempre es iluminador y provechoso para la investigación.

Hace unas cuantas semanas examinamos un texto del extraordinario antropólogo indio, Partha Chaterjee titulado “La política de los gobernados”, una sección de su libro. La nación en tiempo hetegoréneo . Allí, el autor establece una distinción importante entre el comportamiento de los “pobladores” – personas que actúan en conjunto buscando la supervivencia o la satisfacción de ciertas necesidades básicas, a menudo a través de medios extraños a la legalidad – y el comportamiento de los “ciudadanos”, individuos cuya acción supone la observancia de los principios del Estado de Derecho, el ejercicio de la libertad y el acceso al bienestar. Los primeros enmarcan sus prácticas en los escenarios de la “sociedad política” – considero el uso de la expresión poco feliz, dado que por deformación profesional la asocio con la antigua pólis -, los segundos forman parte de la “sociedad civil”. Los “ciudadanos” gozan, al menos parcialmente, los bienes de la modernidad; los “pobladores” conforman redes familiares y tribales típicamente premodernas, pero aspiran a ingresar al mundo social específicamente moderno: sus estrategias paralegales los llevan a “ampliar libertades y capacidades”, para luego incluso formalizar su condición de consumidores, contribuyentes y ciudadanos (en ese orden, de acuerdo con el autor). Chaterjee describe la historia de una colonia ferroviaria, un grupo de personas que “invade” el perímetro de las vías del tren para habitarlo (lo cual estaba explícitamente prohibido por las leyes locales). Cuenta cómo los habitantes del lugar roban luz eléctrica, para - luego de unos años - convertirse finalmente en los usuarios formales de este servicio. Narra cómo en un inicio los habitantes de esta colonia aceptaron el liderazgo de representantes corruptos a causa de la “eficacia” en el logro de la preservación de la colonia. Se trata, en efecto, de un texto muy interesante, que examina una realidad no completamente diferente a la del Perú actual.

En fin. Se abre la discusión. Pide la palabra un joven sociólogo, bastante impetuoso en sus intervenciones, según pude constatar en otras sesiones del seminario (de hecho, me lo imagino en un futuro cercano en la arena política, defendiendo con firmeza y vehemencia causas nobles y justas). Sostuvo que la gente de la colonia ferroviara y - más allá de ésta - los usuarios de la "sociedad política" se había hastiado ya de la “ficción de la igualdad”, y había decidido luchar por resolver sus propios problemas.

El silencio que siguió a su intervención me permitió examinar con algún cuidado los efectos de estas frases tan contundentes y aceleradas. Percibí la incomodidad de todos los críticos literarios presentes en la reunión, pero también – para mi desconcierto - los sutiles gestos de aprobación de la mayoría de los científicos sociales (con notables excepciones, como es el caso de Gonzalo Portocarrero, un célebre sociólogo y catedrático de la PUCP - y formidable escritor de importantes libros sobre el Perú -, un intelectual interesado en el análisis cultural, el arte y la literatura).

Entonces fui yo el que pidió intervenir. Dije que, en principio, había que tener mucho cuidado con las ficciones, particularmente con las que son valiosas y provechosas para la vida de las personas y para la existencia de instituciones justas. En efecto, la igualdad no “existe” en el sentido en que “existen” los electrones, los pingüinos y los arrecifes (desde luego, soy partidario de un concepto de realidad mucho más amplio que el de mi interlocutor, que parecía referirse únicamente a los "hechos" que podemos 'verificar' a tarvés de los sentidos) . Si nos referimos a la igualdad en un sentido monolítico y empírico, entonces lo que salta a la vista son las diferencias más elementales. Sin embargo, de lo que se trata en los asuntos políticos, por un lado, es vindicar la igualdad civil, y luchar contra las formas de desigualdad socioeconómica y las formas de discriminación que destruyen la ciudadanía y la propia comunidad. La igualdad civil puede ser una "ficción", pero es una "ficción" útil en tanto posee fuerza normativa, esto es, nos ofrece una imagen ético-política acerca de cómo podríamos vivir en sociedad. Nos plantea la posibilidad de que las cosas sean de otra manera, bosqueja un retrato alternativo - y posible - del mundo y de nuestras propias vidas. Esta imagen no sólo inspira nuestro pensamiento, sino nos mueve a cuestionar y denunciar la precaria realidad en la que imperan la desigualdad y la discriminación. Es en esa línea de reflexión que el arte y la literatura han cumplido un rol fundamental en la crítica de las realidades injustas.

Hace un par de siglos – incluso menos – la abolición de la esclavitud como institución constituía una mera utopía; hoy es una realidad, ningún Estado moderno tolera la esclavitud, ninguna comunidad civilizada la admite como parte de sus prácticas. Esta clase de "ficciones" tiene una dimensión radicalmente orientadora de la acción, incluso transformadora en el nivel de las estructuras sociales y las mentalidades. Culminé mi intervención señalando que el primero en sostener el valor normativo de la igualdad era el propio Partha Chaterjee , quien – en el texto que precisamente estábamos discutiendo – sostiene que los pobladores aspiran lograr la inclusión en la esfera de la ciudadanía igualitaria y la propiedad, y no han desechado la opción de lograr participar de la sociedad civil. Lo que buscan es la “ampliación de libertades y capacidades”. Justamente se asocian y actúan – a veces sin seguir las reglas oficiales – porque son conscientes de que sus derechos no están siendo satisfechos, y aspiran a que se les respete y reconozca como ciudadanos. Gonzalo Portocarrero intervino apoyando mi posición, señalando que la lógica de la sociedad civil – su dimensión participativa y deliberativa – constituía un elemento fundamental para la política, tan importante como la movilización. A su juicio –y estoy completamente de acuerdo con él en este punto – no debíamos dejar de lado tan rápido ese elemento cívico y discursivo.

Este peculiar intercambio de argumentos con el joven sociólogo me dejó pensando largo rato sobre el tema, más allá del final de la sesión del seminario. No puedo negar que me dejó preocupado. Aparentemente, cierta facción de los especialistas en ciencias sociales – aquella facción que no acusa mayor influencia del psicoanálisis, la hermenéutica, los estudios culturales o las filosofías postmodernas – aun es presa de cierto “sentido común positivista” que considera que es posible tener los “hechos” ante los ojos, “realidades” desnudas”, aisladas de cualquier conexión hermenéutica con horizontes de valor o categorías y conceptos que puedan otorgarle sentido. Esta suerte de ingenuidad epistemológica a veces converge bastante bien con un pathos político de (remoto) origen marxista, a la luz del cual la igualdad, la ciudadanía, la sociedad civil son expresiones de la “superestructura”, emeras manaciones etéreas de la “verdadera realidad” la de los modos de producción y sus conflictos. Este “positivismo Light con condimentos de vanguardia política” – a pesar de sus clamorosas deficiencias conceptuales – todavía tiene sus suscriptores.

Lo curioso del caso es que mi interlocutor no parecía reparar en el siguiente problema conceptual, nada sencillo de resolver: se seguía de su discurso "realista" y "sólidamente aterrizado" que debíamos prescindir de las “ficciones” – eso es lo que parecía sugerir -; sin embargo, de hacerse efectiva esta prescindencia (anuladas las “ficciones morales” como la igualdad, la libertad o el bien) ¿Cómo sería posible rescatar la prédica ‘progresista’ o 'emancipatoria' - su energía crítica, su razonabilidad, su fuerza movilizadora -, que sin duda él mismo valora? ¿Desde dónde podríamos erigirla como discurso de transformación social?

Borges solía decir que la filosofía era una rama sofisticada de la literatura de ficción. No sé si estaba en lo cierto, pero - aunque así fuera - ella constituye una disciplina que resulta útil para procurar purificar el pensamiento de malos entendidos e inconsistencias como las que afloraron en esa breve discusión sobre la relevancia práctica de las ficciones.

miércoles, 23 de julio de 2008

VENCER A LA IMPUNIDAD



REFLEXIONES SOBRE EL CASO LA CANTUTA



Gonzalo Gamio Gehri


Hace unos meses escribí en el Gran Combo Club un pequeño texto – Los griegos y Nosotros – en el que trataba de mostrar, criticando una nota de Alonso Alegría sobre La Orestiada de Esquilo, que los temas que aborda la tragedia antigua guardan una estrecha relación con los conflictos éticos y políticos que le toca afrontar al hombre contemporáneo, y muy en particular a sociedades que han padecido conflictos armados desgarradores, como la nuestra.

Lo ocurrido con el caso de los estudiantes y el profesor de la Universidad Enrique Guzmán y Valle La Cantuta constituye un ejemplo que ilustra esta tesis. Los esfuerzos de los familiares de las víctimas por esclarecer los crímenes perpetrados por el Grupo Colina, recuperar los cuerpos de sus seres queridos y vencer los numerosos obstáculos para lograr que se haga justicia – los mecanismos de impunidad e intimidación instalados en el fujimorato, la indiferencia de la “clase política”, el encono de la prensa autoritaria – se asemejan a los trabajos del coro de mujeres argivas de Las Suplicantes de Eurípides, madres y esposas de los guerreros caídos en la fallida invasión de Tebas, que piden la intercesión del rey Teseo ante Creonte para recoger los cadáveres y darles sepultura. En el drama como en la vida real, estas personas lograron su objetivo, venciendo la impunidad de quienes pretendían dejar las cosas como están.

La semana pasada, los cuerpos de estas personas fueron finalmente enterrados: pueden descansar en paz, después de dieciséis años de estar expuestos al escrutinio público, a los exámenes forenses. Quedaron atrás los fallidos intentos del régimen de Fujimori por mantenerlos ocultos, así como las ofensivas insinuaciones de que las propias víctimas se habían “autosecuestrado”, como sostenía de modo vergonzante una conocida congresista fujimorista ¿Cuántas veces los familiares de los estudiantes y el profesor estuvieron a punto de rendirse, pensando que las murallas del poder eran demasiado anchas para que ellos – ciudadanos sin presencia pública ni posición económica – pudieran superarlas con los instrumentos que brinda la legalidad y la ética de los Derechos Humanos. No obstante, quienes se consideraban los “dueños del Perú” en los noventa (o, más precisamente, sus secuestradores, en particula después del autogolpe), quienes compartían el poder y se consideraban inmunes a la acción de la justicia, están siendo actualmente procesados por delitos de lesa humanidad. Hoy esos familiares representan la poderosa idea de que no hay “intocables” en el Perú cuando se violan los Derechos Humanos. El proceso judicial a Fujimori y Montesinos constituye un signo de esperanza de que la justicia pueda llegar a cristalizarse, a pesar de todo. Este hecho evidencia que no todo está perdido para quienes claman por la recuperación de la memoria y el castigo de los culpables. Se pone de manifiesto que las tragedias pueden terminar “bien” - en algún sentido -, de modo que los ciudadanos comprendan cuáles son los límites en el ejercicio del poder (y desarrollen el tipo de "sabiduría práctica" sobre los rasgos de la vida en común, como quería Eurípides).

Lamentablemente, todavía existen peruanos que consideran – como el propio Vladimiro Montesinos – que se pueden perpetrar crímenes en nombre de la “razón de Estado”; que un hipotético “bien mayor” (por ejemplo, la pacificación del país) puede legitimar el “costo social” de las masacres, las torturas, las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas. Esa hipótesis no es sólo moralmente censurable (pues convierte a las personas en meras variables en un cálculo entre costos y beneficios) sino que es históricamente falsa: se ha demostrado que la medida que posibilitó la derrota del terrorismo y la efectiva pacificación del país fue el agudo cambio de estrategia – operado hacia 1989 – que sustituía la represión indiscriminada por el trabajo de inteligencia. Dicho cambio produjo fruto, y la captura de los jefes terroristas se debió a él. La “guerra sucia” había generado en el pasado el resultado contrario. El Informe Final de a CVR da cuenta de este proceso con especial claridad.

La lucha contra la impunidad librada en casos como el de La Cantuta debe ser entendida en el marco de la afirmación de un universalismo moral, expresado en la cultura de los Derechos Humanos. Esta cultura democrática es fruto de la Ilustración y del proceso de modernización de las sociedades, no constituye privilegio de una ideología o de un derrotero político particular. La cultura de los Derechos Humanos tendría que ser patrimonio de todas las formas de pensar la política. Se trata de una construcción liberal (no lo olvidemos) que aspira a convertirse en un bien de la humanidad, en tanto pretende proteger en la práctica a los individuos contra la crueldad de diverso cuño. La tesis central es que los individuos deben verse protegidos del daño, no en correspondencia a algún mérito especial o distinción de la quesólo goza una "élite", sino en virtud de su condición “efectiva” de seres humanos (más allá, ciertamente, de la definición que busquemos asignarle: agentes racionales, animales lingüísticos, bípedos implumes, etc., sobre este tema propiamente filosófico me ocuparé en otra ocasión): individuos de todo origen, cultura, género y situación legal deben estar protegidos por estos derechos. Su vigencia constituye – como he señalado antes – un signo de civilización.

lunes, 21 de julio de 2008

UNA BREVE NOTA SOBRE ARISTÓTELES: VIRTUD, MESURA Y SENTIDO DE LA JUSTICIA




Gonzalo Gamio Gehri




Como se sabe, en el Libro V de la Ética Nicomáquea Aristóteles emprende la tarea de elaborar una fenomenología de la percepción y del ejercicio de la justicia, es decir, desarrolla una descripción – en el nivel del concepto y en el de la práctica – de nuestros diversos modos de comprender y practicar la justicia a la luz de las figuras que esta asume en la vida de la polis. Como en otras ocasiones, tanto en la Ética como en otras obras, Aristóteles señala que en el mundo de la praxis no contamos con una noción unitaria de justicia, sino que ella “se dice de muchas maneras”. La tarea del filósofo consiste en recoger y examinar críticamente los diferentes sentidos y contextos de la justicia presentes en el ethos, para así ofrecer un concepto complejo que logre articular su riqueza semántica y logre esclarecer su práctica en ámbitos distintos, como los tribunales y las asambleas. A diferencia de Platón, que consideraba que la investigación sobre la justicia implicaba iniciar un camino de progresiva desvinculación del horizonte de las doxai y las preocupaciones mundanas, el estagirita insiste en la importancia de mantenerse en el punto de vista de las interacciones ordinarias para entender y procurar orientar tales interacciones desde la lógica misma de la acción. Un enfoque meramente abstracto (“epistémico”) de la justicia echa a perder la lucidez que habría de tener respecto de sus múltiples matices y circunstancias.

Como primera intuición, Aristóteles señala que se suele identificar lo justo con lo que es legal y equitativo, de modo que tales cualidades deben acompañar siempre las transacciones humanas en comunidad. De igual modo, se asocia la conducta injusta con las acciones que transgreden la ley, con las que atentan contra la proporción correcta, y con el afán de posesión (pleonexía). Estos sentidos de la dikaiosyne y su contrario están presentes en el vocabulario común de los asuntos, prácticos, pero el filósofo entiende que es importante hacer mayores precisiones, para hacer manifiesto el potencial reflexivo y normativo de tal lenguaje ético - político, que se hace explícito en las formas encarnadas de debate público y deliberación. Nuestro autor irá mostrando los diversos matices y facetas que irá asumiendo el concepto de justicia en contextos concretos, de modo que estos sentidos contribuyan a esclarecer su práctica.

Aristóteles distingue inicialmente entre la justicia total y la justicia parcial. La primera corresponde a la práctica de la virtud en general, la segunda alude a la justicia propiamente dicha, una virtud ética entre otras. Esta segunda clase de justicia la que constituye el tema de nuestro estudio. En efecto, en un sentido amplio, puede ser llamado “justo” el hombre que es noble y virtuoso, aquel que se distingue en la comunidad política por su prudencia y honorabilidad, por el cuidado del bien de los otros, y por su participación en la vida pública. Contrariamente a lo que podría pensarse, ésta no es una concepción vaga de la justicia, responde claramente a un concepto estricto de la vida buena muy importante en el mundo griego, claramente reconocible en las obras filosóficas, en las tragedias, en las obras de Homero y Hesíodo, e incluso en los mitos.

La “mesura” – la observancia de la proporción correcta relativa a cada uno de los asuntos de la vida – es en esta tradición la pauta de la virtud. Los excesos nos conducen al vicio. En el pórtico del templo de Apolo en Delfos encontramos dos inscripciones que nos brindan una imagen del rol medular de la mesura en la ética prefilosófica: la primera es la célebre “conócete a ti mismo”; la segunda reza “no demasiado”. Ambas apelan al reconocimiento de nuestra ineludible fragilidad y finitud, rasgos esenciales de la condición humana y de sus modos de ser en el mundo común. Actuar y razonar desde ese reconocimiento define la sophrosyne, la sabiduría práctica o prudencia. Pretender lograr o ser más que lo que nos corresponde como mortales constituye hybris., la des-mesura. Querer ser como dioses constituye tanto un desorden del entendimiento y del juicio como de la voluntad. Tanto Esquilo como Sófocles – en las tragedias que se ocupan del “ciclo tebano” – nos hablan de Capaneo, el guerrero argivo que acompañó al ejército de Polinices en la invasión de los Siete a Tebas, el hombre que en el fragor del combate osó compararse con Zeus y encontró su terrible y prematuro fin asaeteado por el rayo del dios.

“Zeus odia sobremanera las jactancias pronunciadas por boca arrogante, y viendo que ellos avanzan con gran afluencia, orgullosos del dorado estrépito, rechaza con su rayo a quien se disponía a gritar victoria desde las altas almenas.

Sobre la dura tierra cayó, como un Tántalo, portador de fuego, el que, dominado por maniaco impulso, resoplaba con los ímpetus de odiosos vientos”.
[1]


La violencia extrema (en tiempos de guerra o paz) es la forma más frecuente en la que los mortales incurren en hybris, tomando vidas que no les corresponde tomar, practicando la rapiña sin respetar a la vida de inocentes, e incluso mancillando los templos de los dioses del lugar. Frente a estos desórdenes e iniquidades los dioses suelen hacer pagar la sangre con la sangre, ejerciendo la forma más básica y feroz forma de justicia. Comentando el mismo episodio en el contexto del ataque a las Siete Puertas, el coro de Antígona describe cómo el implacable dios de la guerra administra el castigo entre los soldados que son insolentes e innecesariamente crueles:

“Pero las cosas salieron de otro modo, y el gran Ares impetuoso fue distribuyendo a cada cual lo suyo sacudiendo fuertes golpes.”[2]

Aristóteles recoge – en su comprensión de las virtudes – estas formas tradicionales de sabiduría humana para “elevarlas al concepto”, es decir, darles consistencia filosófica. Es en esta línea de pensamiento que afirma que la virtud es un término medio relativo a nosotros. Las virtudes equidistan de excesos y defectos, que destruyen la medida correcta. No obstante, el filósofo señala categóricamente que no se trata de un “término medio matemático”, sino que es “relativo a nosotros”, relativo a los elementos que constituyen la experiencia: el acervo biográfico de experiencias del agente, las circunstancias de la acción, los demás agentes involucrados, la especificidad del momento, etc. La prudencia (phrónesis) es la virtud intelectual a la que le corresponde identificar – a través de la deliberación racional y la percepción sensible[3] – el término medio desde el examen crítico de ese complejo entramado de determinaciones prácticas. El ejercicio de la phrónesis ordena la presencia de las demás aretai; por eso afirme que allí donde aquella se pone de manifiesto, las demás formas de excelencia – particularmente las del carácter – la acompañan.

En todas sus obras de filosofía práctica, Aristóteles insiste en precisar el contenido particular de la ética. La sabiduría práctica no es epistéme, ella consiste en cultivar los bienes, incorporarlos a un modo de vida, no conocer la forma universal (el eidos) del Bien. Una consideración abstracta echaría a perder aquellos elementos – variables y contingentes, como los vínculos y los afectos - que precisamente valoramos como parte de una vida significativa. Una aproximación meramente contemplativa a los asuntos humanos distorsionaría el carácter dinámico y temporal de la acción, convertiría en una abstracción aquello que propiamente fluye. Una decisión basada exclusivamente en cálculos generales erraría simplemente el blanco. Parafraseando al Mefistófeles de Goethe, la teoría es grisácea, mientras que es verde el áureo árbol de la vida.

La justicia parcial se refiere a la justicia como una virtud entre otras, claramente distinguible del valor, la phrónesis o la magnanimidad. Es una virtud ética, y como tal está referida al carácter, a la formación de disposiciones afectivas y actitudes frente a los bienes, placeres y dolores a través de la práctica. Aristóteles señala al inicio del libro V que la categoría ética – “el modo de decir el bien” – que corresponde a la justicia es la relación, puesto que su función es regular el trato entre los hombres al interior de la polis, así como mantener el equilibrio entre las instituciones que la conforman. Aristóteles señala que la justicia consiste en cuidar de los bienes ajenos y los de la comunidad: Insiste en que ella “es la virtud en su más cabal sentido, porque es la práctica de la virtud perfecta, y es perfecta porque el que la posee puede hacer uso de la virtud con los otros y no sólo consigo mismo”[4]. En un sentido propiamente público, es la virtud que promueve el cultivo del bien común, en tanto que “llamamos justo a lo que produce o preserva la eudaimonía o sus elementos para la comunidad política”[5].



[1] Antígona 128 – 139.
[2] Ibid., 140 – 1 (las cursivas son mías).
[3] D. Wiggins y M. Nussbaum han desarrollado en profundidad el tema de la deliberación práctica aristotélica y sus vínculos con las virtudes. Cfr. Wiggins, David “La deliberación y la racionalidad práctica” en: Raz, Joseph El razonamiento práctico México FCE 1986 pp. 267-283; especialmente cfr. Nussbaum, Martha La fragilidad del bien Madrid, Visor 1995 revisar el cap. 10 e Idem, ”El discernimiento de la percepción. Una concepción aristotélica de la racionalidad privada y pública “ en: Estudios de filosofía (U. de Antioquía) N°11 1995.;pp. 107-166.
[4] Eth. Nic. 1129b 30 – 34.
[5] Eth. Nic. 1129b 17 – 18.

viernes, 18 de julio de 2008

LOS FARISEOS Y LA CANCIÓN DEL PODER*


(UNA NOTA SOBRE CRISTIANISMO. PODER Y SECULARIZACIÓN)


“¿No han leído cierta Escritura? Dice así: la piedra que los constructores desecharon llegó a ser la piedra principal del edificio: esa fue la obra del Señor y nos dejo maravillados

(Mateo 21, 42)


Gonzalo Gamio Gehri


Definitivamente, el poder – la capacidad de generar estados de cosas, y particularmente influir de manera decisiva en la conducta de las personas y en el curso de las instituciones – constituye una tentación sumamente peligrosa, por el potencial violento y destructivo que entraña. La frase de John Acton: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe completamente” se manifiesta verdadera; los efectos degradantes de la concentración del poder los percibimos por doquier[1]. La lucha ético-cívica contra esta forma de pleonexía (la lucha, en definitiva, por la distribución del poder, por el control democrático del poder), me llevó a aproximar posiciones con el liberalismo político y con el humanismo cívico (la perspectiva de la extrema izquierda tiene una historia irresuelta con las dictaduras, una historia terrible y cuestionable); esta idea me llevó a considerar el profundo valor moral de novelas como Lord of the Rings como exponentes notables de la crítica del afán de poder.

El cristianismo constituye una poderosa narrativa ético-espiritual contra esta forma de corrupción y de acumulación, asociada con la idolatría y la injusticia. En el Evangelio encontramos una serie de testimonios interesantes de esta actitud que confronta el poder con el amor y con el servicio. Esto se pone de manifiesto desde la propia postulación cristiana de un Hijo de Dios que se entrega incondicionalmente a los demás, y muere. Un Dios vulnerable, por así decirlo. Un Dios que pone límites a su propio poder. Uno toma contacto con la vida de Jesús de Nazaret y constata la ausencia de todo acto de prepotencia o de manipulación, operaciones asociadas con el poder. Cuando multiplica los panes y los peces, la multitud quiere convertirlo en rey, pero él se retira. Jesús invita a seguirlo, despierta libertades y capacidades, pero no usa la fuerza ni impone su voluntad sobre nadie. Predica un mensaje de libertad y amor, y vive conforme a él. Esa radical consistencia vital constituye una de las fuentes de la autoridad que otros reconocen en Él. La figura del poder sólo aparece en términos de tentación (Mateo 4).

Lo que siguen son algunas reflexiones personales sobre este importante tema. Una de las claves importantes para acercarse al mensaje cristiano es el proceso de secularización, en la senda conceptual planteada por Hegel, Taylor y Vattimo. Muchas mentes precipitadas – víctimas del prejuicio – lo identifican con una suerte de “abandono del espíritu”, cuando precisamente se trata de lo contrario. Antes de Jesús se establecía una frontera estricta entre lo “sagrado” y lo “profano”: determinados ritos (el šabbāt, por ejemplo), algunos lugares (el templo), ciertas personas (pertenecientes a la casta sacerdotal) eran “sagrados”, por oposición a otras prácticas, personas o lugares “ordinarios”. Evidentemente, Jesús respetaba y participaba de las prácticas religiosas de su tiempo, pero sostuvo que estas estaban al servicio del hombre. No despojó de espiritualidad estas prácticas, pero proclamó que el espacio privilegiado de esa espiritualidad está en la relación con el otro. En el compromiso con los otros – particularmente con los más débiles – tiene lugar el encuentro con el Padre. No encontramos en el magisterio jesuánico algún énfasis especial en el templo, en la tierra o en el šabbāt como la sede de lo “sagrado”. Lo sagrado reside en la práctica del amor (“Misericordia quiero y no sacrificios”, proclama el Primer Testamento), y esta acontece en el mundo ordinario (2). La secularización alude a la atención a la temporalidad como horizonte de sentido de la acción humana. En esta línea de reflexión, la secularidad nos remite a la encarnación, principio vital del mensaje de Jesús.

Esta distancia frente al ritualismo imperante hace que Jesús se convierta en el foco de las sospechas y de la hostilidad de los fariseos, la élite sacerdotal de la época, quienes tenían un enorme poder sobre las conductas y las conciencias de los habitantes del lugar. Son ellos los que se preocupan por la rigurosa observancia de la “ortodoxia” doctrinal y la corrección ritual ("¿Se han lavado las manos?", "¿Respeta lo que ha sido dispuesto para el šabbāt?"). Mientras tanto, Jesús se pregunta cuánto amor entregamos, y no duda en poner como ejemplos de entrega incondicional a seres humanos que no pertenecen al pueblo elegido (el buen samaritano, el centurión, etc.). Evidentemente, no desestima los elementos formales de la religión, pero rechaza la falta de espíritu característica de un formalismo vacío. Constituye una pavorosa contradicción el cumplir con todos los servicios religiosos, y al mismo tiempo dedicarse a la difamación de las personas. Por ello llama a los fariseos hipócritas.

El cristianismo plantea asumir libremente seguir a Jesús. Ello implica servicio y compromiso incondicional con los otros, particularmente con los más vulnerables (el pobre, la viuda, el forastero); implica no prestar oídos a los cantos de sirena del poder. Implica también el ejercicio de la profecía, la crítica del poder constituido cuando éste trasgrede los principios de la justicia o vulnera la dignidad de los seres humanos. Y el cultivo de la parresía – la disposición espiritual para hablar libremente y con verdad en situaciones adversas – cuando se trata de confrontar el poder en nombre del Reino. Como Jesús frente a los fariseos (o frente a Pilato). Es esta una dimensión fundamental del mensaje cristiano que tendemos a olvidar.


* Las ideas planteadas en este texto constituyeron la base de las respuestas que dí a una entrevista realizada en Radio María - una emisora católica local - sobre el tema Dios y el Poder, el día 19 de julio de 2008.
[1] Agradezco a Héctor Ñaupari por el iluminador diálogo sobre el legado de Acton.
(2) Estoy en deuda con Vicente Santuc, Omar Castrillo y Eduardo Arens en torno a la cuestión teológica de la Encarnación.

miércoles, 16 de julio de 2008

RECONOCIMIENTO Y LIBERALISMO POLÍTICO: APUNTES SOBRE EL DEBATE TAYLOR - HABERMAS



Gonzalo Gamio Gehri




En las reflexiones sobre filosofía práctica planteadas en este blog, hemos sostenido - en diálogo con Charles Taylor, David Wiggins y Bernard Williams - que resulta ineludible la referencia a cierta matriz teleológica del pensamiento moral. No se trata, sin duda, de la teleología rígida 'metafísico-naturalista´que defienden los conservadores, sino una teleología práctica, indesligable de la actividad deliberativa de los agentes ordinarios. Esta posición ciertamente no deja de ser abiertamente controversial. Si es cierto que la remisión a los bienes es ineludible ¿Cúales son los bienes distintivos de la modernidad, aquellos bienes que el agente invoca en su actuar y deliberar ordinario? Es Charles Taylor - en Fuentes del yo - quien ha intentado abordar frontalmente esta importante cuestión. En este punto el pensamiento de Taylor disiente radicalmente con el de MacIntyre: su posición no puede ser identificada con la añoranza de un mundo moral perdido o con una ética de la nostalgia. Hay quienes creen - erróneamente - que los problemas que nuestro mundo experimenta debido a la exacerbación de ciertas ideas modernas (el individualismo, o la explotación desmesurada del ecosistema) invalidan el proyecto moderno en bloque, de modo que debemos echar los principios de la autonomía liberal y la ciencia moderna al bote de la basura, y esforzarnos por retornar al medioevo jerárquico e integrista. Esa tesis es tan absurda como la insensata idea de desechar el cristianismo a causa de los delirios y los crímenes de Torquemada y otros malhechores similares (como si los propósitos del sombrío inquisidor y sus epígonos fueran convergentes con el Evangelio).
Taylor considera que el moderno énfasis en el individuo (así como la afirmación de la vida cotidiana) supone un poderoso ideal moral que se mantiene parcialmente operativo aún en el subjetivismo contemporáneo, un ideal cuya recuperación podría ayudar a esclarecer y superar las patologías del individualismo – que los filósofos contramodernos han denunciado – sin salir del horizonte crítico – valorativo abierto por la modernidad. Taylor llama a este ideal la “ética de la autenticidad”, el ideal de ser fiel a la propia identidad, a la expresión libre de los modos de vivir y pensar que convierten al individuo en un ser humano único e irrepetible. Es este un ideal práctico que posee una historia que nos remite por igual a referentes ontológico – morales cristianos (fundamentalmente agustinianos), ilustrados y románticos. Tales fuentes no siempre concibieron sus propias relaciones tanto en un nivel conceptual como en un plano práctico como armónicas; antes bien, tales fuentes se comprendieron a menudo como adversarias de las restantes, por ello la identidad moderna es especialmente compleja.

Para nuestro autor es central reconocer aquellas consideraciones argumentativo – prácticas que permitirían contrastar las desviaciones atomistas de la genuina suscripción y ejercicio del ideal de la autenticidad. Para tal fin recurre nuevamente al uso de estrategias racionales de corte fenomenológico – hermenéutico. Taylor sostiene que la posición atomista no reconoce lúcidamente la forma como realmente construímos nuestra identidad moral. Que lo que define nuestro yo es una urdimbre narrativa hilvanada por el diálogo con otros significativos al interior de un horizonte compartido. Con este argumento, el filósofo prtende deslegitimar racionalmente la idea atomista de una identidad constituida de manera solitaria, una perspectiva que genera la configuración de modos de ser que promueven la disolución de lazos sociales no instrumentales y compromisos de largo alcance en nombre de la autorrealización personal.

Taylor es categórico en señalar que estos argumentos de tipo holista en lo que respecta a la formación social del sentido del yo no tienen porqué llevarnos a rechazar de plano el sistema liberal de Derechos o en general los principios constitucionales del estado democrático moderno. La distinción entre cuestiones ontológicas (relativas a la “naturaleza” de los lazos sociales y la identidad) y cuestiones vindicativas (relativas a lo propiamente normativo) permite a Taylor mostrar de qué manera uno puede suscribir una ontología contextualista y defender el liberalismo en el nivel de la política. Es en virtud de esta peculiar distinción conceptual que define su propio punto de vista como “individualista holista”.

El pensamiento político de Taylor – especialmente referido al problema del reconocimiento al interior de las sociedades democráticas revela su compromiso con una suerte de liberalismo de inspiración cívico-humanista. Desde la perspectiva de la construcción social de la identidad es claro que el reconocimiento es una “necesidad humana vital”, que puede ser o no satisfecha de acuerdo con el tratamiento que demos a los individuos y a los diferentes grupos que componen la sociedad. Lo que Taylor discute a este respecto es en qué medida el liberalismo ofrece un contexto público – legal en donde las diferencias (culturales, sexuales, etc.) sean tomadas en cuenta, en tanto el reconocimiento exige el respeto de la diversidad tanto como la observancia de la igualdad civil. Esta es una demanda importante que proviene de las políticas de la diferencia, demanda que no es en absoluto ajena al pensamiento democrático.

Taylor considera que la aparente insensibilidad del liberalismo político frente a las demandas de las políticas de la diferencia proviene en parte de la particular visión procedimental del liberalismo que ha desarrollado el pensamiento social de este siglo, que se ha apropiado de la herencia atomista (hobbesiona y lockeana) de la mano del poderoso impacto del individualisno ideológico en las sociedades noratlánticas, especialmente Estados Unidos (fenómeno denunciado por Bellah, Bloom y otros). Este es el llamado liberalismo de la neutralidad, centrado sobre todo en el aspecto procedimental, una concepción política “ciega a las diferencias”. Taylor piensa que este liberalismo contractual no solamente es “ciego” a las diferencias que presentan los múltiples grupos que conforman la sociedad, sino también es “ciego” frente a las articulaciones de valor a través de las cuales los ciudadanos se comprometen con la comunidad política a la que pertenecen, para hacer efectivas sus libertades. Sin el ejercicio de la libertad positiva las instituciones liberales no pueden sobrevivir. Consideramos que nuestro autor, más que proponer una concepción política alternativa (el étereo “comunitarismo”), defiende una lectura sustancialista de la política liberal, comprometida con ciertos bienes vitales (el pluralismo, la justicia, la lealtad comunitaria, patriótica) y ciertas fuentes morales que la visión atomista ha opacado (el humanismo cívico, la pertenencia comunitaria), bienes y fuentes que reaparecen ante la conciencia ciudadana incluso en sociedades supuestamente fragmentadas – como la norteamericana – en tiempos de crisis: recuérdese el peculiar análisis tayloriano del caso Watergate. La pretensión de neutralidad liberal respecto de la vida buena es incorrecta e irreal en este punto. Nuestro autor sostiene que la visión atomista en ese sentido es profundamente inarticulada.

Taylor ha desarrollado una posición sugerente (aunque delicada) acerca de la relación entre los fines colectivos – relativos al desarrollo y la preservación de las identidades culturales – y los derechos individuales dentro de la sociedad liberal – democrática. Defiende la tesis de que es preciso en ocasiones darle prioridad a los bienes culturales, puesto que tales bienes constituyen la materia y los lenguajes en los que se forja la identidad, el “suelo espiritual” que permite diseñar el plan de vida, ejercer en concreto los derechos y convertirse en un agente político y distributivo competente. Sostenemos que el filósofo canadiense pretende que tratemos este problema a la manera de un conflicto de bienes, de modo que, más que proponer una jerarquía a priori (a la manera del procedimentalismo) juzguemos de acuerdo con las circunstancias y, fundamentalmente, tomando en cuenta qué bienes se enfrentan y de qué forma. En ese sentido los derechos individuales básicos no pueden en absoluto ser subordinados bajo las demandas de supervivencia cultural sin vulnerar las bases mismas del estado constitucional. Los principios de la cultura política liberal también son valores que dan forma a sectores importantes de la identidad ético – política del ciudadano.

Estas ideas – que en algunos pasajes de la obra de Charles Taylor están sólo dibujados de un modo general – han motivado las agudas críticas de autores importantes como Jürgen Habermas. Las objeciones del pensador alemán van en dos importantes direcciones que cuestionan el programa de La política del reconocimiento: a) por un lado, señala que Taylor introduce en el debate la discutible categoría de los “derechos colectivos”, una noción extraña a la tradición liberal y b) por otro, que nuestro autor defiende la supervivencia cultural de una manera similar a la protección de especies animales en peligro. En este segundo argumento, Habermas presiente una tendencia fundamentalista en las políticas del reconocimiento, que parecen desconocer el dinamismo propio de las culturas, que surgen y decaen por influjo de su potencial crítico – reflexivo. En todo caso, el filósofo de Frankfurt concluye que las exigencias de reconocimiento cultural pueden ser planteadas y eventualmente satisfechas desde el paradigma de los derechos individuales.

Se puede mostrar en este punto que gran parte de los motivos críticos que Habermas desarrolla contra Taylor en Struggles for recognition se fundan en un malentendido. Uno podría conceder las observaciones contenidas en a), aunque ciertamente Taylor en ninguna parte de sus escritos posteriores a 1989 ha considerado explícitamente la figura de los “derechos colectivos”. Sin embargo, desde Taylor mismo, uno tendría que conceder a su vez que no pueden defenderse los derechos a desarrollar libremente la propia vida sin proteger además los contextos vitales en donde la identidad se configura y expresa; incluso Habermas y Kymlicka coinciden con Taylor en esto.

Respecto de las críticas relativas a b) nos parece que la posición de Taylor puede salir airosa con menores dificultades. Taylor es perfectamente consciente de que no es posible preservar o defender las identidades a partir de un encapsulamiento represivo de la “comunidad”. Nuestro autor es consciente de que las tradiciones se nutren a través de la crítica inmanente, que su vida es movimiento; sólo podemos acusar al pensamiento de Taylor de “fundamentalismo” o de "comunitarismo" simplificando profundamente su filosofía práctica, e ignorando pasajes enteros de Fuentes del yo y otros textos, en donde literalmente se pronuncia en contra de las posiciones conservadoras que intervienen en los debates actuales y abogan por un “retorno a la tradición aristotélica – tomista”. Taylor es un liberal, un liberal de tendencia republicanista y neohegeliana que pretende no caer en las trampas del atomismo social. Cuando estima las demandas de preservación cultural como justas no sostiene tal valoración sobre alguna forma de rechazo al “derecho de la subjetividad”, ni siquiera en sus ensayos más polémicos sobre el caso de Quebec. Nuestro autor es consciente de que el fortalecimiento y el debilitamiento del horizonte cultural no depende exclusivamente de la acción de la crítica: a través de sutiles presiones estatales y / o económicas puede lograrse que ciertas formas de vida dejen de ser progresivamente alternativas deseables para nosotros. La defensa de ciertas políticas lingüísticas encuentran sentido en tanto pretenden seguir siendo opciones reales para la elección del proyecto vital del individuo. En este aspecto, nuestro autor está más cerca de Habermas que lo que Habermas mismo estaría dispuesto a aceptar, sin soslayar además que Habermas (a diferencia del pensador quebequense) suscribe la tesis de la neutralidad del estado liberal. Taylor, como hemos visto supra, considera imposible que el ciudadano comprometido y las instituciones puedan ser neutrales respecto de los bienes implícitos en la práctica política, si busca preservar el sistema democrático.

Con estas reflexiones podemos reconocer en el ámbito de la filosofía política de Taylor un argumento análogo al utilizado para cuestionar, desde el plano de la racionalidad práctica, las oposiciones planteadas por el Dilema de Weber: o libertad o vida buena. El pluralismo y la promoción de la libertad individual y la justicia constituyen bienes sin cuya observancia social e institucional la sociedad no podría ser calificada como “liberal” o “democrática” en ningún caso. Los compromisos con la libertad y los demás valores encuentran una inteligibilidad mayor desde el lenguaje de los bienes. Tal lenguaje ofrece el trasfondo que hace posible la articulación compleja de estos compromisos tanto como el planteamiento de las tensiones internas a las fuentes morales que les subyacen. En este sentido, el modo sustancialista de concebir la racionalidad práctica permite el “desocultamiento” de las formas de deliberación y acción que se desarrollan en el contexto de la experiencia encarnada dentro de los espacios sociales en los que actuamos y nos comprendemos como agentes.

viernes, 11 de julio de 2008

PUTIS Y LA "HISTORIA OFICIAL": DESBARATANDO MITOS


(REFLEXIONES SOBRE UN ARTÍCULO DE WILFREDO ARDITO)


Gonzalo Gamio Gehri


Hace unos días, Wilfredo Ardito publicó en La República el artículo Putis y los mitos tranquilizadores, un texto en el que pone de manifiesto las medias verdades – cuando no las falsedades manifiestas – con las que el “Perú oficial” – fundamentalmente hispanohablante, criollo y urbano – ha intentado rehuir su responsabilidad moral, política e incluso penal frente a los hechos de violencia que padeció el país en los años del conflicto armado interno. Ardito desbarata una serie de mitos acerca del “desconocimiento” de la población frente a la escalada de la violencia terrorista y represiva antes del atentado de Tarata, y cuestiona sin reparos el supuesto de la presunta “caballerosidad” y el “talante democrático” del régimen de Fernando Belaúnde en materia de Derechos Humanos. El autor argumenta con agudeza y con una contundencia implacable. Sabe que está desmantelando elementos centrales de la “historia oficial” que los gobiernos peruanos han compuesto, esa misma historia que la CVR ha conseguido desenmascarar. Es sabido que la vocación desmitificadora que ha caracterizado al Informe Final de la CVR ha provocado los ataques de enconados enemigos de la memoria crítica de la violencia, censores provenientes de la “clase política”, así como representantes de otros sectores particularmente poderosos e influyentes en nuestra sociedad: una parte significativa de la Fuerza Armada, toda la prensa fujimorista, el sector del empresariado más cavernario y el ala conservadora de la Iglesia Católica.

Ardito muestra claramente que tal "ignorancia" frente a las desapariciones y los asesinatos perpetrados en el interior del país constituye literalmente una 'leyenda urbana'; la prensa informaba acerca de lo que ocurría en el Perú altoandino y amazónico. La población conoció la decisión que tomó el gobierno democrático constituido en materia de lucha contrasubversiva, que se materializó en la creación de los comandos político-militares en las zonas de emergencia. La CVR sindica esa determinación como una penosa abdicación de las funciones de las autoridades de la recién recuperada democracia a favor de la Fuerza Armada, que pasó a administrar el poder en esos territorios. En ese contexto, la tortura pasó de ser un delito de lesa humanidad a convertirse en un mero "delito de función", una falta castigada con unos días en el calabozo. En estas circunstancias, el poder civil se convirtió en cómplice de tales abusos, al dejar en otras manos la tarea de la pacificación, y al guardar silencio frente a las denuncias por violaciones de los Derechos Humanos. Ardito nos recuerda cómo el propio presidente Belaúnde desestimaba tales denuncias, sin examinarlas siquiera: “La misma Amnistía Internacional escribió muchas cartas a Belaunde y él se jactaba de arrojarlas a la basura y mantener su respaldo a los militares. Para que no quedara duda, en 1984, el Parlamento, dominado por Acción Popular y el PPC, aprobó la Ley 24150, que estableció la amnistía frente a los crímenes cometidos hasta entonces.”

Pero probablemente el mito mayor que esfuerzos como el de Ardito contribuyen a desterrar es aquel que sostiene que las Fuerzas Armadas cometieron “excesos” (y no violaciones de Derechos Humanos) al usar la violencia contra la población indígena y campesina; para algunos periodistas y políticos cercanos a los militares, estos 'errores' constituyen "hechos aislados" motivados por la tensión provocada por el conflicto, y al hecho de que actuaban bajo la convicción de que combatían a un enemigo que se ocultaba entre la población civil. En este punto los análisis de Ardito convergen con la tesis del Informe Final de la CVR, según la cual “en ciertos períodos y lugares”, las fuerzas del orden incurrieron en “una práctica sistemática o generalizada de Violaciones de los Derechos Humanos” (tomo I, p. 30). Si bien en otros episodios del conflicto el ejército y la policía defendieron heroicamente a la población y al Estado peruano contra la insania terrorista, resulta evidente que la práctica de la tortura y la desaparición forzada fue sistemática y deliberada en contextos precisos. Las ejecuciones extrajudiciales constituyeron parte de la estrategia de algunos mandos militares. Lo ocurrido Putis es un terrible ejemplo de ello. “Esta masacre permite” – afirma Ardito - “desmentir otros mitos que subsisten en relación con el conflicto armado. La crueldad y premeditación con que fue cometida deja sin piso la reiterada referencia limeña a "la época del terrorismo", como si solamente un bando del conflicto hubiera actuado contra la población civil. También es imposible seguir afirmando que los crímenes cometidos por militares o policías eran hechos aislados, debidos a problemas psicológicos individuales. En realidad, al menos entre 1983 y 1985, las masacres de campesinos tenían un carácter intencional y sistemático.” Hasta hoy no contamos con un pronunciamiento oficial del ejército peruano y del ministerio de defensa sobre la existencia de estas fosas clandestinas.

Los periodistas más cínicos – pertenecientes a ya sabemos a qué prensa pertenecen – sostienen sobre situaciones como esta otro macabro mito, a saber, que muertes como las de los pobladores de Putis – asesinados después de cavar sus propias tumbas, con el fin de despojarlos de su ganado – constituyen el “costo social”, o los “daños colaterales” de una lucha a muerte contra la subversión. Un precio a pagar por el éxito de la pacificación. Pretenden insinuar que Putis fue necesario para vencer a Sendero Luminoso. Ese argumento es falso, además de éticamente deleznable. No existe conexión causal alguna entre la "guerra sucia" y el triunfo del Estado en el combate contra el terrorismo. Sendero fue derrotado por el cambio de estrategia que se implementó a partir de 1989, giro que propició la formación del GEIN que capturó a Guzmán. Los defensores chapuceros de la Realpolitik (auténticos discípulos de Montesinos, pues para ellos "la razón de Estado" justifica el crímen") no revelan con esta actitud condescendiente con el crimen otra cosa que su desprecio por la vida de quienes fueron precisamente los peruanos más indefensos en la etapa del conflicto armado interno - indígenas, comuneros, campesinos, habitantes del ande y de la selva -, compatriotas que sufrieron el embate de dos fuegos en medio de la indiferencia del Estado y de la ceguera voluntaria de no pocos ciudadanos. Ellos fueron tratados - como indica amargamente Primitivo Quispe - como miembros de "pueblos ajenos dentro del Perú". La deuda moral que el país tiene con ellos es incalculable. Tomarla en serio empieza por desmantelar los mitos que tienden a encubrir o a soslayar nuestra responsabilidad como ciudadanos frente a ese dolor (que debería ser también el nuestro). La renuencia de los políticos y de los medios de comunicación a tratar directamente el tema de las fosas de Putis y a prestarle la atención que se merece ponen de manifiesto que la indolencia y la vocación por el silencio son actitudes que permanecen vigentes, a pesar del paso de los años.

lunes, 7 de julio de 2008

EL CASO PUCP: UNA NOTA AL PIE DE PÁGINA


Gonzalo Gamio Gehri

La semana pasada publiqué un
post sobre el inaceptable intento de captura de la PUCP por parte de la facción más ultramontana de la Iglesia Católica. El tema me preocupa y me indigna como miembro de la comunidad de la PUCP y como católico, porque considero que quienes quieren intervenir mi Alma Mater están animados por cuestiones más mundanas – poder, consideraciones económicas, control sobre el pensamiento – y están utilizando la cuestión religiosa como una herramienta. Abordaba el asunto desde diversos frentes, desde la convicción de que no se trata exclusivamente de un asunto legal. Basé mis reflexiones en el importante estudio de Marcial Rubio, Universidad y Autonomía. En defensa de la PUCP y de una nota periodística de Enrique Patriau, titulada La Amenaza de Cipriani. Me gustaría ahora examinar brevemente dos cartas que sobre el tema se publican ayer en el suplemento dominical de La República.

La primera es firmada por Luis Enrique Cam, Director de la Oficina de Información del Opus Dei en el Perú. El autor de la misiva sostiene que “Reafirmamos que la acusación de que el Opus Dei quiera intervenir en la PUCP es absolutamente falsa. Como ya hemos dicho en reiteradas ocasiones, si el Opus Dei tuviera algún interés lo diría abiertamente. Prueba de ello es que el Opus Dei no oculta su vinculación con diversos centros educativos y académicos”. Lo que la carta pretende dejar claro es que
no se trataría en principio de una iniciativa institucional del Opus Dei, sino acaso de una iniciativa personal del Cardenal o un proyecto de la actual administración del Arzobispado. La preocupación que expresa la nota periodística va por allí también. Sabido es – sin embargo – que iniciativas similares en otros lugares académicos cuentan con la colaboración (probablemente personal, no estoy insinuando lo contrario) de muchos miembros de aquella Prelatura. En fin, la carta parece clara, y la institución mencionada ha hecho el deslinde del caso. El tiempo pondrá de manifiesto con mayor claridad las posiciones existentes.

La segunda carta me parece muy interesante. La firma Hugo Olivero Corzo, que declara estudiar en la Universidad Sedes Sapientiae, fundada – según entiendo – gracias a una iniciativa de la Congregación Católica Comunión y Liberación. La carta de Olivero aboga por una universidad católica claramente confesional, una institución cuya "naturaleza" supone una serie de compromisos religiosos que le ponen límites diversos a la investigación y al trabajo artístico. El texto está lleno de confusiones y lugares comunes.


“La PUCP es universidad y es católica, les guste o no a los estudiantes y profesores ‘intelectualoides’. Separar lo uno de lo otro no es más que una jugada para darle apertura a toda clase de corrientes que se empecinan en desaparecer cualquier atisbo de moral o religiosidad”.


Lo de ‘intelectualoides’ es un tópico un tanto ridículo, una etiqueta que sólo se usa para descalificar. Debería ser más explícito respecto de a qué o a quiénes se refiere. Quizás para el señor Olivero los alumnos y profesores ‘intelectualoides’ son aquellos estudiantes o académicos que tienen la “insolencia” de desarrollar temas y argumentos que a cierta jerarquía le parecen impertinentes en una universidad católica: ¿Temas de Derechos Humanos, institucionalidad política, o cuestiones de género, por ejemplo? Es posible que para el autor estos temas suponen una apertura a “corrientes que se empecinan en desaparecer cualquier atisbo de moral o religiosidad”. Los datos que ofrece la carta son muy pocos para considerarlo. De todos modos, siempre me ha parecido que cierta “ortodoxia” conservadora se pelea con fantasmas, y no con académicos y perspectivas reales. Los defensores del pluralismo les parecen “relativistas”, es decir, aquellos seres inexistentes que piensan que "todo vale" (¿?), la secularización – en lugar de ser concebida como lo que es, el desplazamiento del sentido del actuar humano hacia el horizonte del tiempo ordinario, un movimiento convergente con el cristianismo – es identificada erróneamente con la “irreligiosidad” más chata. Identifican la cultura moderna, democracia liberal con el libertinaje moral – o con el paroxismo del mercado, el temido "relativismo", etc. -, y opiniones similares, infundadas o basadas en el prejuicio. Los sectores más conservadores a veces parecen insinuar que evaluar críticamente los argumentos y puntos de vista es casi una tarea "repugnante" para las tradiciones (piensan que eso es propio de "intelectualoides", que "piensan demasiado", que esa libertad de pensamiento conduce a la "perdición", a destruir "cualquier atisbo de moral o religiosidad”); por eso confunden las universidades con centros de adoctrinamiento que presuntamente imparten "valores", pero no los examinan ¿Es eso "formación"? ¿Qué clase de ciudadanos, profesionales, creyentes o seres humanos están "educando"? Sin duda no espíritus críticos y autoconscientes, capaces de elegir sus compromisos, y de labrar su destino.

Líneas abajo, la carta describe conmovedoramente algunos detalles de su caricaturesca y conmovedora concepción fundamentalista de una ‘universidad católica’.


“Yo pregunto: ¿es tan malo eso? ¿es funesto para la educación una universidad auténticamente católica? Obviamente muchos se imaginan a Cipriani maquinando en la PUCP, pero lo cierto es que hay muchas cosas que deben corregirse en ella como, por ejemplo, las clases de arte en donde se desnudan chicas para ser retratadas ante las risas y miradas curiosas de sus compañeros. No es para escandalizarse, pero de acuerdo con la Iglesia y la Biblia, eso no está bien”.


La candidez del argumento hasta provoca una cierta ternura, sino fuese porque detrás de posiciones como ésta encontramos el viejo anhelo de control sobre la investigación, el veto de temas, la prohibición de libros, o la sujeción del arte. El falso dilema del fundamentalista. Nuestro amigo no distingue entre el estudio del cuerpo humano – fundamental para la formación del pintor, el escultor, y cualquier artista plástico – y algún afán pornográfico, o incluso la curiosidad adolescente frente al cuerpo descubierto. Este es un asunto serio, profesional. Hay que contarle al joven Olivero que para un artista plástico es fundamental representar un desnudo humano para comprender rigurosamente la estructura del sistema óseo y muscular, que no basta con mirar El Discóbolo o los comics de Batman. Se necesita representar en pintura y escultura los cuerpos de seres humanos jóvenes y viejos, gordos y delgados, hombres y mujeres, para que un artista plástico comprenda la estructura del cuerpo humano. Eso cualquier profesor de la especialidad de artes plásticas puede decírselo. Seguramente muchos de mis colegas de la Facultad de Arte habrán leído con cierta gracia las especulaciones de este joven. Más allá del ejemplo citado, llama la atención hasta qué punto ciertas consideraciones extra-académicas pueden ponerle cortapisas al quehacer universitario en materia de investigación artística y científica. Y que, ante esa evidente y bizarra vocación por la intromisión en la búsqueda del conocimiento y la expresión (y el cultivo de la libertad de pensar), algunas personas no sientan el menor rubor.

martes, 1 de julio de 2008

LA NECESIDAD DE ARTICULACIÓN: REFLEXIONES PERSONALES SOBRE LA UNIDAD DE LA VIDA Y EL CONFLICTO DE NARRATIVAS


Gonzalo Gamio Gehri

Permítanme hacer una breve digresión personal. Este blog cumple un año de vida, y ello me invita a elaborar una pequeña reflexión sobre el tipo de ejercicio cívico e intelectual que entraña este espacio de diálogo y reflexión crítica.

Es conocida la exigencia aristotélica de comprender el cultivo del bien como aquello que orienta y forma parte de “una vida entera”. Esta tesis sirvió a MacIntyre para la elaboración de una ética narrativa – que en el pensamiento de Taylor, Ricoeur, Appiah y Nussbaum ha transitado otras vías, más próximas a la cultura moderna, el pluralismo y las políticas liberales – que describía la identidad humana en términos de una vida que pudiera ser narrada de manera coherente, hilvanada según una matriz teleológica susceptible de deliberación y elección. El otorgarle una unidad al relato – una unidad abierta, que interprete ‘dialécticamente’ las crisis y conversiones conceptuales como episodios de dicha narración – se convierte en un imperativo moral que convierte en inteligible y consistente la vida que es relatada y examinada. Admiro Tras la Virtud, aunque su diagnóstico apocalíptico de la cultura moderna y su retorno a la tradición clásica me parecen completamente discutibles. No obstante, la tesis en torno a la estructura narrativa de la vida y a la exigencia de unidad hermenéutica me parece a la vez bella y verdadera (con notables precedentes en la obra de Montaigne y Hegel). Este trabajo hermenéutico adquiere hoy una relevancia histórica fundamental en tanto vivimos el tiempo del crepúsculo de los ‘grandes proyectos metafísicos’. Es el tiempo de la recuperación de los pequeños relatos (Lyotard), narraciones que entrañan concepciones de la vida que aspiran a generar consensos razonables y provisionales acerca de lo que la dota de sentido, o la hace significativa.

La tarea de revisar y hacer compatibles las narraciones conceptuales que describen mi identidad como investigador y ciudadano siempre me ha parecido de singular importancia. Se trata de una tarea que literalmente dura ‘toda la vida’. No siempre he tenido completa claridad acerca de la articulación de las diversas lealtades personales, los compromisos cívicos y las posiciones filosóficas que acompañan y orientan el curso de mi vida. Sin embargo, redescribir las conexiones entre todas esas fuentes de sentido y reflexión resulta esencial para lograr una cierta inteligibilidad identitaria. La redacción de un blog puede contribuir a poner de manifiesto la unidad narrativa de la vida (o su ausencia).

Planteo - en esta línea de pensamiento - una suerte de ejercicio hermenéutico personal (al fin y al cabo, para eso también sirven los blogs). Examinaré brevemente algunas narrativas que concibo como altamente significativas para mí. El primero de estos relatos es la Ilustración, en una versión liberal. Considero que la vindicación de la cultura de los derechos humanos y de la distribución democrática del poder constituye el centro mismo de mis preocupaciones teóricas y prácticas. Para mí su observancia constituye un signo ineludible de civilización y desarrollo humano. Es probable que mis lealtades ilustradas se deban al hecho de que vivo en un país en el que se suelen violar estos derechos básicos y se busca a menudo concentrar el poder, a veces con la (no tan secreta) complicidad de un sector de la población, especialmente cuando no se cuenta con el sistema de instituciones y leyes que podría combatir tal situación. Es probable que – si no me hubiese criado en América Latina – probablemente sería un neoaristotélico. Pero la experiencia de un país con tantas desigualdades y fracturas sociales hace patente la necesidad de defender hasta las últimas consecuencias los principios democráticos, así como la prioridad de la justicia y el cultivo de la autonomía pública y privada. El espíritu liberal de izquierda proviene de la constatación de los múltiples obstáculos contra la justicia y la libertad que encontramos en una región todavía amenazada por los autoritarismos y la exclusión. La secularización de la cultura política y el respeto de la diversidad constituyen asimismo una tarea pendiente en el Perú. En materia de derechos humanos y justicia, el trabajo iniciado por la CVR constituye un avance fundamental en el proceso de democratización del país.

El segundo relato corresponde al pensamiento griego. Digo “griego” y no “clásico” porque muchos autores – entre ellos MacIntyre – incluye a la escolástica medieval y al “tomismo” en ese paquete, y la verdad es que esas influencias son ajenas a mi trabajo. Me refiero por supuesto a Platón y a Aristóteles, pero también a la ética implícita en las tragedias griegas. Considero la Apología platónica (en conflicto con Las Nubes de Aristófanes) como el punto de partida – la tesis de la vida examinada y el ‘cuidado del alma’- pero el corazón de la ética filosófica lo encuentro en la Ética a Nicómaco de Aristóteles, su compleja fenomenología de la deliberación práctica, la virtud y los vínculos. Empero, los análisis más finos en torno a la justicia, el dolor humano y los conflictos de valor los encontramos en la tragedia; es curioso, la mayoría de los autores conservadores con los que polemizo se autodenominan "seguidores de los clásicos", "aristotélicos", pero no tienen una perspectiva propia de la filosofía griega, y no han pasado por la literatura clásica y su poderoso legado para la reflexión ética. El contacto con los griegos nos permite un acercamiento a la vulnerabilidad y a la contingencia de los asuntos humanos – y a las sutilezas del discernimiento – que nos sirve de contrapunto respecto del ideal de desarraigo y control instrumental desarrollado en la modernidad temprana. Nos aproxima de una manera más concreta y sutil al tema de la empatía y el razonamiento práctico.

La herencia judeo-cristiana constituye el tercer relato. Me refiero al derrotero abierto por la tradición de los profetas veterotestamentarios, su crítica del poder, su fidelidad al misterio revelado, su lucha contra la exclusión y la crueldad. Juan el Bautista y su invitación radical a la metánoia. La prédica de Jesús a favor del amor incondicional, su confrontación con los fariseos. La parábola del Reino en Mateo 25. El principio de la encarnación, tal y como este es desarrollado en el propio Evangelio. En realidad, mis referentes cristianos son fundamentalmente bíblicos, aunque a ellos debe incorporarse la reflexión ignaciana en torno al discernimiento de los espíritus en Los Ejercicios Espirituales. En cuanto al desarrollo de la teología contemporánea, valoro mucho la teología política de Metz, el magisterio profético de Pedro Arrupe y la teología de la liberación en la perspectiva de Gustavo Gutiérrez, que apuestan por una Iglesia progresista y comprometida con los que sufren.

Conciliar conceptualmente estas tres narrativas no es tarea fácil. Sin embargo, no es una tarea imposible: esa aspiración intelectual constituye una parte importante de mi agenda filosófica. Es aquí donde el ejemplo de Hegel es particularmente importante y aleccionador (también es el caso de Schiller y Novalis, de quienes hablaré en otra ocasión). En la Fenomenología del Espíritu intentó mostrar la mutua mediación entre sustancia y sujeto, de modo que la pólis ateniense, Antífona, el mundo romano, la Ilustración y el cristianismo constituyeran figuras en el camino dramático de la conciencia en la búsqueda de su libertad. En los Principios de Filosofía del Derecho se estudia las concreciones institucionales y políticas de la idea de voluntad libre. Hegel es el primer ‘liberal-comunitario’ de la historia. El punto de vista contramoderno de MacIntyre (y el de Strauss y Bloom) no se confronta realmente con Hegel, más allá de generalidades sobre la presencia de la razón en la historia, la “segunda ola” de la modernidad, etc. Y ni se diga de los conservadores peruanos, que no lo conocen. Autores contemporáneos como Richard Bernstein y Charles Taylor han desarrollado una interpretación sugerente de la convergencia entre comunidad, práctica social y libertad individual, inspirada en una lectura postmetafísica de Hegel, que bebe por igual de la hermenéutica y del pragmatismo. Libros como Praxis y Acción y especialmente Fuentes del yo constituyen un referente importante en la tarea de la integración narrativa de estos tres horizontes de reflexión y crítica. No se trata de procurar diluir la tensión existente entre ellos, sino - muy por el contrario - dejar que esos conflictos significativos nos den qué pensar, esto es, que nos permitan replantear y reconstruir nuestro relato.