viernes, 21 de septiembre de 2007

LA MODERNA CULTURA DE LOS DERECHOS HUMANOS. La llamada "izquierda derechohumanista" y la derecha antiliberal


Gonzalo Gamio Gehri




El reciente atentado contra El "Ojo que llora", la extradición de Fujimori y especialmente algunos comentarios a mi entrada anterior me llevan a escribir unas cuantas líneas sobre nuestra condición política y la defensa de los Derechos Humanos. El día 23, un grupo de vándalos – es altamente probable que se trate de fujimoristas irritados por la reciente extradición de su líder, que será juzgado por temas de Derechos Humanos – mutilaron el “Ojo que llora”, destruyeron algunas piedras y mancharon la escultura con pintura naranja. Con este acto prepotente han querido mancillar la lucha por la memoria. Este hecho interpela nuestra posición como ciudadanos frente al proyecto de justicia transicional y sus posibilidades en la hora presente.
He intentado argumentar en este blog y en otros lugares que necesitamos reforzar un punto de vista liberal en el espacio político peruano. Necesitamos liberales de derecha y de izquierda (y yo me considero un entusiasta de esta última versión, siguiendo la pista de Walzer, Nussbaum y Sen), porque nuestro mapa ideológico presenta una izquierda cavernaria que no ha aprendido nada de los sucesos de 1989, y una derecha conservadora, mercantilista en economía, autoritaria en política, entregada a aderezar la agenda de los sectores más oscuros de la jerarquía eclesiástica y del empresariado peruano (ambos grupos prosperaron con Fujimori y hoy sonríen al lado de García y Giampietri). Carecemos de una derecha liberal (con la excepción de periodistas como R.M. Palacios y A. Álvarez Rodrich). La izquierda democrática no ha logrado unirse, y ha naufragado - lamentablemente - en las últimas elecciones generales.
Pero encuentro con pesar que no esto no es privativo del espacio político partidario. Creo que los intelectuales hemos desatendido el debate público como espacio de reflexión, para dedicarnos a trabajar en nuestra 'torre de marfil' o quizá para observar el escenario político sólo como un laboratorio que nos permita divisar las posturas que gozan de "legitimidad". Esa vocación de neutralidad me parece moralmente recusable - cuando es sistemática - y epistemológicamente ingenua. O los intelectuales salimos a las calles - no para adoctrinar, sino para dialogar con el ciudadano y examinar nuestras instituciones, a la usanza socrática sugerida en la Apología - o nuestro trabajo no tiene razón de ser.
Me preocupa profundamente algunos serios indicios de premodernidad moral e ideológica en el debate público ciudadano. Prejuicios completamente arcaicos más allá de cualquier sutileza ideológica. Reflexiones como esta - escrita por un profesional, presumo que egresado de Derecho -: "eso de creer que todos tienen DD.HH nunca lo terminé de digerir. Yo soy una persona normal como todas que tienen sentimientos y pasiones: creo que hay personas -como los terroristas y los criminales- que por sus actos pierden esos DD.HH y esa dignidad propia de los seres humanos". Por supuesto, respeto la posición expresada - y agradezco contar con ella en mi blog - pero me preocupa su carácter medieval, peligrosamente arcaizante y potencialmente violento. Parece salido de aquel mundo en el que los reyes o las autoridades religiosas tenían control sobre la vida o la muerte de las personas, en virtud de su origen "divino". Un mundo para el que la justicia era la observancia del 'equilibrio cósmico', y no el respeto por la dignidad intrínseca de las personas. ¿Qué leyes serían superiores a la libertad y dignidad de los individuos, las reglas del mercado, o los dogmas de una presunta "religión verdadera"? Nuestro mundo es otro, afortunadamente.
Lo que ha sido una conquista de la modernidad liberal - y esto no tiene nada que ver con ser de derecha o de izquierda, que quede claro, sino con ser un ser humano nacido después de la Ilustración - es el reconocimiento de los individuos que componen la sociedad como titulares de derechos universales inalienables que el Estado debe proteger en cualquier situación. Incluidos Hitler, Stalin, Montesinos, o cualquiera que sea bípedo implume. Todos los seres humanos tienen dignidad y Derechos Humanos, todos deben ser juzgados con un tribunal imparcial, y no pueden ser tratados como animales subhumanos que han desafiado el presunto "orden natural de las cosas".

Conste que no estoy diciendo que por naturaleza tengamos ciertos derechos o cualidades. Esta no es una discusión metafísica - no hay aquí una impronta "coránica", ni mucho menos -, sino ética y política; estoy diciendo que para gozar de salud política tenemos que asumir pragmáticamente que todos los bípedos implumes tienen dignidad y derechos inalienables, también los delincuentes ¿Por Qué? Simplemente porque esta hipótesis nos previene rigurosamente contra la avalancha de arbitrariedades y atropellos que podrían suscitarse en aquellas sociedades e instituciones en los que se supone que no existen estos derechos. Si se violan los DDHH al interior de las culturas que los reconocen, al menos tenemos el horizonte normativo e institucional desde el cual denunciar los delitos como tales. El no reconocimiento de estos derechos deja abierta la puerta para las violaciones impunes de la vida y la integridad de las personas. Esto debería ser asumido por una derecha responsable y por una izquierda lúcida. Repito, los Derechos Humanos son una categoría liberal que es ya patrimonio de la modernidad entera. Los Derechos Humanos son un hecho cultural post-holocausto (Rorty) - que cuenta con legislación internacional y redes institucionales importantes -, y no un estandarte ideológico útil para uno u otro bando. Si por defenderlos nos identifican con la "izquierda derechohumanista", pues bien, qué le vamos a hacer. Que lo hagan. A mucha honra.


Foto: La República.

lunes, 17 de septiembre de 2007

"EXPRESO" Y LA CACERÍA DE BRUJAS



LAS ARGUCIAS DEL PERIODISMO MÁS SUBTERRÁNEO


Gonzalo Gamio Gehri


El lamentable nivel de Expreso es un secreto a voces. La pobreza intelectual y moral de sus editoriales y columnas es harto conocida. Su tan proclamada "cruzada" contra las ONG - más bien una vulgar cacería de brujas - es tan mediocre como intensiva, además de antiliberal. Sus directivos se consideran "liberales", cuando sus notas revelan lo intolerantes que en realidad son. 'Democracia' y 'derechos humanos' son conceptos que no se incluyen en su diccionario básico (que no es muy amplio). De servidores del fujimontesinismo han pasado a convertirse en cortesanos de Alfonso Ugarte. Lo que no ha variado es su genuflexión ante los poderes de facto. Tampoco se ha modificado su condescendencia frente al autoritarismo y el abuso.

En las últimas semanas este pobre diario ha urdido una campaña perversa contra la PUCP, que ha asumido múltiples formas. En una nota larga de la sección "Política" de la edición de hoy 17 de setiembre - titulada ONG manda en la PUCP - , firmada por un tal Rafael Romero, señala que a los estudiantes de la PUCP "les "“lavan el cerebro” con lecturas obligatorias impuestas por el consorcio Justicia Viva, que actúa como frente de fachada de la ONG política Instituto de Defensa Legal". Según las "fuentes estudiantiles" (¿Serán reales?) del diario fujimorista, se les obliga a leer textos 'izquierdistas' como el Informe Final de la CVR, o sobre cuestiones políticas de corte socialista, como la sociedad civil y los Derechos Humanos.

“Nos obligan a lecturas tediosas sobre la sociedad civil y las ONG”, dice uno de los estudiantes. “Nos obligan a estudiar los trabajos de la Comisión de la Verdad y las revistas Ideele”, refiere otro. "

Lo curioso es que esta nota no figura en la versión impresa del diario, sólo en su versión virtual accesible desde Google (http://www.expreso.com.pe/edicion/index.php%20option=com_content&task=view&id=8148&Itemid=32) ¿Se tratará de otro operativo psicosocial, semejante a los que desarrollaban bajo las órdenes del "Doc", cuando dirigía ese diario Calmell del Solar? Su pasado totalitario los condena.

La citada nota señala que la PUCP hace proselitismo ideológico. "Se trata de un influjo político de naturaleza predominantemente izquierdista que cuenta, hasta ahora, con el beneplácito de las autoridades universitarias y profesores". Para maquillar la evidente falsedad de este juicio - pues es manifiesto que en la PUCP existen profesores de diferentes perspectivas filosóficas, políticas y religiosas -, Expreso pretende poner el parche: "para disimular el sesgo y darle una cobertura “democrática”, con la amplia mayoría de maestros izquierdistas alternan algunos otros docentes destacados que profesan otros pensamientos políticos". Ni siquiera la redacción es aceptable. La vileza del texto incluye una serie de insinuaciones ofensivas contra autoridades y profesores de la PUCP. Se cuestiona incluso que se recurra a los trabajos de David Lovatón o de César Landa, reconocidos intelectuales ¿Pretenderán acaso que se confeccione una suerte de Index, a la retrógrada usanza de aquellos personajes intolerantes que ostentan los intereses a los que sirven?

Resulta necesario denunciar este tipo de ataques y campañas y responder con firmeza, alertando a la ciudadanía acerca de estas estrategias oscuras. Lo que se busca simplemente es acabar con una Universidad prestigiosa e independiente, que forma académicos y profesionales en la libertad y la excelencia. Para un diario con escuálidas pretensiones intelectuales y democráticas como éste, los 'derechos humanos' y la 'sociedad civil' son 'propaganda izquierdista' ¡Cuando son categorías de origen liberal! Cualquier lector de mediana información política lo sabría. Si el Informe de la CVR se lee en la PUCP, es porque se trata de un riguroso documento interdisciplinario sobre la desigualdad, la violencia y el autoritarismo en el Perú (males que Expreso no distingue, dada su insensibilidad y miopía conceptual). Nunca se ha impuesto en la PUCP una interpretación o línea valorativa frente al Informe ni a ninguna bibliografía propuesta; puedo dar fe de ello como ex alumno y como docente. Todas las posiciones son bienvenidas, siempre que se argumente en un clima de respeto y tolerancia. Las malas intenciones de este diario son más que evidentes; la ignorancia del redactor respecto de las materias que se imparten en la PUCP es asímismo notoria. Pero qué puede esperarse de los directivos de un pasquín como Expreso: John Locke les es un desconocido, lo mismo que Tocqueville. Quizá para ellos Ortega y Gasset sea el nombre de un dúo musical.
Un intelectual derechista, Vásquez Kunze - con quien usualmente discrepo, pero hay que reconocer que en su reciente texto (Derecha roñosa y ONG’S) estuvo sumamente lúcido -, podría contestarles muy bien a estos amigos de la difamación y de la mediocridad: "Si quieren competir en el mercado de las ideas: ¡Pónganse a trabajar!". Propiciar la intolerancia y aderezar las "guerras santas" del fundamentalismo ultramontano practicando la manipulación y el engaño simplemente es trabajo de reptiles y de invertebrados. Lo suyo sigue siendo el "montesinismo práctico".

Expreso practica el macartismo más servil y descerebrado. Que no se crea que la opinión pública no es consciente de ello. Este es un episodio más de la campaña con la que este diario antidemocrático busca abonar el terreno para la toma violenta de la PUCP por parte de sectores retrógrados que ambicionan su patrimonio y ansían convertirla en un centro de represión intelectual y de adoctrinamiento fundamentalista - en una escuelita conservadora, como otras instituciones "educativas" (supuestamente "de nivel universitario") regentadas por ellos -, con libros prohibidos y temas censurados. Pretenden destruir el recinto de saber y libre expresión de las ideas que es hoy la PUCP para neutralizar el servicio que brinda al país y a la democracia. Pero jamás vencerán los inquisidores ni los cazadores de brujas. No les asiste ni la razón ni la ley.

domingo, 16 de septiembre de 2007

EL 'OJO QUE LLORA': KATHARSIS POLÍTICA, MEMORIA CRÍTICA



Gonzalo Gamio Gehri




La iniciativa de constituir espacios simbólicos de recuperación de la memoria ha generado poderosas resistencias. El debate sobre "El Ojo que llora", a inicios de este año, es un ejemplo. Quizá una de las más recientes y desconcertantes ha sido la de Hugo Neira – intelectual y periodista cercano al ‘Frente social’ que apoya al presente gobierno -, quien reacciona frente a la controversia en torno a la Alameda de la Memoria en un artículo publicado en La República, titulado “La violencia simbólica”[1]. Neira sostiene, con ácida y ligera pluma, que si bien es este el momento de la verdad, no es todavía – ni debe serlo aun – el tiempo de la reconciliación. Señala que supuesto no es conveniente remover las heridas que todavía producen dolor y conflicto social. El columnista ofrece ejemplos históricos, pasando por una mención a Scarlett O´Hara, la heroína de Lo que el viento se llevó. Todos los intentos por elaborar una formulación simbólica de la reconciliación ha tenido lugar luego de varias décadas de culminado los procesos de violencia.

“Porque, vamos a ver, Reconciliación, sea ¿pero por qué ahora? ¿Y
por qué con nombres propios? (….) osea, en Ayacucho tiempo al tiempo,
cicatrizan, sin la ostentosa manera de la élite limeña que nos ha metido en el
lío de “El ojo que llora”
[2].


Neira señala – inspirándose en una lectura de la obra de René Girard – que toda comunidad funda la superación de la violencia precisamente en el ejercicio de la violencia sobre un chivo expiatorio, cuya identidad no debe, en ningún caso, hacerse explícita. De este modo, se hace posible “poner fin al ‘círculo vicioso de la venganza’”. Que logre finalmente “enterrar el pasado” [3]. En contraste, nosotros los peruanos hemos echado a perder el sentido de este acto sacrificial nombrando a las víctimas; el efecto catártico del rito se pierde entonces. “¡Aquí le habríamos puesto nombre al soldado desconocido!”, sentencia. Finaliza su nota con contundencia: “hemos transformado lo que pudo ser un duelo catártico, y una reflexión sin procesiones ni alamedas, en un carnaval con muertos y alamedas”[4]. Luego del juicio kairótico, el columnista parece condenar los errores de procedimiento de quienes pudieron realizar acertadamente el ritual que sepulte para siempre las condiciones de nuestros conflictos.

No es el momento de discutir con Neira acerca de su interpretación de los textos de Girard, sino de examinar la tesis de su artículo. Creo que Neira está básicamente equivocado en este asunto. Debo decir que resulta inevitable preguntarse cuánto del Informe Final ha podido leer, porque está claro que lo que entiende por ‘reconciliación’ poco tiene que ver con el concepto ofrecido por la CVR. El actual Director de la Biblioteca Nacional parece concebir la reconciliación como el estado de la vida comunitaria en el que todos nuestros conflictos habrán sido erradicados, y no como aquel proceso histórico que permitiría recurrir a la deliberación pública para ponderar - y eventualmente resolver - los conflictos sociales. No podemos acabar con los conflictos, pero sí erradicar la violencia de nuestras relaciones e instituciones.

A lo mejor el análisis de Neira le debe demasiado a las costumbres sacrificiales de las culturas antiguas, y desatiende – a mi juicio erróneamente – los casos de aquellas formas histórico – espirituales en los que la memoria y la deliberación política han sido elementos fundamentales para superar ‘círculo vicioso de la venganza’. Me refiero precisamente a la ya citada Orestiada de Esquilo, y a la sustitución de la justicia cósmica / vengadora en la racionalidad pública propia de los foros políticos y judiciales. En adelante ya no serán necesarios los sacrificios: el ejercicio del lógos ha asumido su lugar como regulador de la vida humana. Atenea proclama en Las Euménides que con la celebración del juicio “ha triunfado Zeus, el protector del diálogo en las asambleas, y vence para siempre nuestra rivalidad en el bien[5]. La tragedia griega ha elaborado un concepto de katharsis vinculado a la purificación del juicio político[6], en contraste con la lectura puramente psicoanalítica – afectiva implícita en la nota de Neira. El trabajo crítico de la CVR recoge esta poderosa impronta esquileana. No es el holocausto del chivo expiatorio, sino la necesidad de construir nuestro propio Areópago, lo que marcaría la senda ciudadana de la reconciliación.


NOTAS.-
[1] Neira, Hugo “La violencia simbólica” en La República 30 de enero de 2007 p. 19.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Ibid.
[5] Euménides, 970 – 975. (las cursivas son mías).
[6] Cfr. Nussbaum, Martha La fragilidad del bien Madrid, Visor 1995; véase mi trabajo “La purificación del juicio político. Narrativas de justicia, políticas de reconciliación” en: Derecho & Sociedad Nº 24 pp. 378 – 389.

martes, 11 de septiembre de 2007

IMÁGENES DE LA POSTMODERNIDAD: TIEMPOS DE INTEMPERIE Y VINDICACIÓN DE LA FINITUD






Gonzalo Gamio Gehri





Se ha dicho con razón que la postmodernidad - radicalización de la modernidad, según J.F. Lyotard - está caracterizada por el crepúsculo de los grandes relatos. Las supremas verdades han sido sometidas a cuestionamiento desde los espacios de la contingencia humana. La proclamación decisiva del desencanto moderno frente a la perspectiva de las correspondencias entre las categorías de lo temporal y las de lo eterno se lo debemos a la pluma de Nietszche. En las pocas páginas que componen su célebre Historia de un error, da cuenta de la superficialidad e inutilidad de la hipótesis de un “trasmundo” que opera como garantía de sentido de nuestros valores, formas de vida y transacciones mundanas. Si el “mundo verdadero” – el sistema de formas inmutables – es inalcanzable, no puede se fuente de obligaciones morales, ni de consuelo. Si no puede generar consistentemente modos razonables de actuar y de coexistir, ella constituye una idea pragmáticamente irrelevante, que debe ser eliminada. No en vano el propio Nietszche sitúa la refutación del dualismo metafísica en lo que describe como el mediodía de la historia, “el momento de la sombra más corta”[1], en clara alusión a la metáfora del contraste entre luminosidad y penumbra, emblemática del platonismo. La tesis del trasmundo es falsa porque no sirve para nada. Al renunciar a los “mundos” nos queda la “tierra”, esto es, el horizonte de la vida ordinaria.

La imagen de la “muerte de Dios” constituye otra forma de expresar el supuesto fin del “largísimo error” del dualismo y el supuesto de las correspondencias. No obstante, Nietszche describe el despertar de aquella vana ilusión en términos de un proceso difícil y doloroso de autoesclarecimiento y crecimiento espiritual; no se trata del triunfalismo del guerrero que se yergue sobre los cuerpos sin vida de sus enemigos y los contempla sin piedad, como si se tratase de trofeos de combate. Es un tiempo de duelo y conmoción para el espíritu. No se trata del hallazgo de la mentalidad científica, para la cual la hipótesis “Dios” deja de ser necesaria para la estabilidad y solidez del andamiaje del conocimiento del mundo; no se trata de abandonar un vetusto conjunto de conceptos para sustituirla por una nueva fuente de certezas. Es la noción misma de “certeza” – metafísica, científica, moral, no sólo religiosa - la que pierde solidez. Se trata de reconocer que no existe ya un “fundamento último y objetivo” que oriente absolutamente el creer y el actuar. Sucumben por igual el orden natural teológico y la mathesis universalis, la doctrina del lógos ontico como la dialéctica de la historia universal. Se trata de la retirada de la metafísica, la experiencia del abismo.



“¿Pero cómo hemos hecho esto? ¿Cómo fuimos capaces de bebernos el
mar hasta la última gota? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el
horizonte? ¿Qué hicimos cuando desencadenamos esta tierra de su sol? ¿Hacia
dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Lejos de todos los
soles? ¿No caemos continuamente? ¿Y hacia atrás, hacia los lados, hacia delante,
hacia todos los lados? ¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No vagamos como a través
de una nada infinita?”
[2]

Arriba / abajo, verdad / falsedad, bondad / maldad, etc., constituyen distinciones que pierden su sentido habitual, su carácter ‘evidente’. Dejan de ser coordenadas y puntos de referencia fijos para la acción y la creencia. Ellos requieren ser redescritos y reinterpretados a través del trabajo de la crítica: sus contenidos han dejado de ser fuente inmediata de consenso. Se trata de grandes palabras cuyo sentido se torna problemático para el hombre contemporáneo. Acaso ese sea el rasgo que caracteriza mejor el espíritu de nuestro tiempo: la consciencia de vivir en la intemperie, la sensación de vagar en una nada infinita que nos invita a pensar. Pensadores como Martin Heidegger y Martin Buber (además del propio Nietszche) han insistido en que hemos abandonado las “etapas de aposento” - en las que nuestras concepciones morales y sociales están protegidas bajo las columnas y la bóveda de una cosmología o una antropología metafísicas – para afirmarse en el pensamiento libre y desprotegido propio del que transita por los “caminos del bosque”. Evidentemente, el abandono de la Patria del Sentido suscita en el hombre sentimientos de desamparo y melancolía, propios de este – quizá irreversible - “tiempo de duelo” que caracteriza nuestra época. No se trata ya de la melancolía que ocupa un lugar en la teoría clásica de los humores, determinada en un contexto de estímulos y objetos y vivencias psicológicas. Charles Taylor ha descrito esta nueva forma de sensibilidad en los términos siguientes:



“En el contexto moderno, en cambio, la melancolía se plantea en un
mundo del que ha desaparecido la garantía del sentido, donde todas sus fuentes
tradicionales, teológicas, metafísicas, históricas, pueden ser cuestionadas. La
melancolía toma, por lo tanto, una nueva forma: no se trata ya de un sentimiento
de rechazo y exilio respecto a un cosmos de significados incuestionables, sino
de un indicio de lo que podría ser un vacío definitivo, el descubrimiento final
del agotamiento de la última ilusión de sentido. Es un sentimiento que duele,
podría decirse, de un modo nuevo.

Podría discutirse qué tipo de
melancolía causa mayor dolor: mi exilio de la fiesta general del sentido, o la
amenaza de la implosión de todo sentido. Pero no hay duda de cuál tiene mayor
relevancia. El primero me afecta a mí, el segundo a todo y a todos”
[3].

La “opción postmoderna” resulta clara: no se trata de recuperar formas pretéritas de sentido “objetivo” para la acción y la creencia, con el fin de remontar la “crisis moderna” que afrontan los “valores superiores” por los que el hombre premoderno vivía y moría (y por los que a veces también mataba). Se trata de no retroceder ante la nada, sino de permanecer en ella y en los horizontes de libertad que la experiencia que ella plantea hace posible. No retroceder ante la experiencia de la negación, sino nutrirse de ella[4]. Nietszche ha descrito proféticamente el colapso de las redes de seguridad que otrora resguardaban a los agentes, así como la situación de intemperie teórico – práctica que define la situación histórico – vital que el presente plantea. Por eso retrataba al filósofo pensando en un estado de desprotección y libertad radicales.


NOTAS.-

[1] Nietszche, Friedrich El ocaso de los ídolos Barcelona, Tusquets 2003 p. 56.
[2] Nietszche, Friedrich, La ciencia jovial Madrid, Biblioteca Nueva 2001 p. 219 (las cursivas son mías).
[3] Taylor, Charles Las variedades de la religión hoy Barcelona, Paidós 2004 p. 49.
[4] Esta es una potente imagen hegeliana. Cfr. Hegel, G.W.F. Fenomenología del espíritu México, FCE 1986. p. 24.


Este es un pasaje de mi ensayo sobre religión y postmodernidad Las Almenas, de próxima aparición.

LA LEY ANTI-ONG NAUFRAGA ANTE EL TC



Gonzalo Gamio Gehri


El reciente fallo del Tribunal Constitucional en contra de las pretensiones del gobierno peruano constituye una victoria democrática. Seguro que no una victoria definitiva, pero sí un avance en cuanto a la salud de las libertades civiles. Es también un penoso revés para los sectores más retrógrados de la “clase política” – sectores mayoritarios del aprismo y de UN, el fujimorismo en pleno, tanto el que participa del ejecutivo como el que actúa en el Congreso - y la prensa más visceralmente reaccionaria. En los últimos días hemos podido leer y escuchar a quienes, heridos en sus deseos más profundos, han reaccionado con irritación frente al pronunciamiento del TC. Los directores de los medios de ultraderecha, Lourdes Alcorta, Flores Aráoz, Mulder – excepcional la crítica de Laouer a este último en La República – y tantos otros. No he tenido ocasión de escuchar a la dirigencia del sector conservador de la Iglesia, pero imagino que la irritación es similar.

Pero creo que se trata de un triunfo – provisional, repito, no deseo pecar de ingenuo – de algunos elementos de democracia liberal que todavía existen a pesar de los vientos autoritarios que soplan ya entre nosotros. Al partido de gobierno le interesa acallar las críticas articuladas desde la sociedad civil (la poca oposición parlamentaria que existe no brilla precisamente por su lucidez ni formación). Los Aldos Mariáteguis y los García Mirós se autocalifican como “liberales”, pero no creen en la libre asociación y en el pensamiento libre, y no tienen idea de lo que es la sociedad civil. Estos falsos liberales consideran que se trata un artificio comunista, cuando se trata de una construcción liberal. Su inspiración y sus fuentes de Wikipedia no les dan para tanto. Los sectores eclesiásticos ultramontanos ya no hablan de Aparecida – el documento les parece demasiado progresista para su gusto – y han vuelto a sus intereses habituales: arrinconar a la Iglesia profética y retomar sus plantes de tomar la PUCP por asalto. Que el tribunal falle a favor de las ONG les ha sabido bastante mal. Algunas ONG, junto con ciertos sectores académicos y ciudadanos puntuales, configuran parte del espacio de discusión y construcción de opinión pública que todavía queda.

La pregunta que queda pendiente es: ¿Es posible esperar que los nuevos tribunos recién elegidos se comporten con la independencia y el juicio crítico que han caracterizado al TC desde la recuperación de la democracia? Varios de ellos provienen de canteras asociadas al APRA, tenemos uno vinculado a UN y por allí otro vinculado al humalismo cuya cercanía no ha sido discutida todavía. La forma en que han sido elegidos ha generado una serie de cuestionamientos rigurosos. Ya sabemos que nuestros políticos poco saben de la división de poderes y del gobierno limitado. A ellos – como a los adalides de la prensa autoritaria – “liberalismo” sólo les suena a hacer negocio sin obstáculos externos. Pero no, una democracia liberal es algo más que un gigantesco Mc Donald´s.

sábado, 8 de septiembre de 2007

LUCHA POR LA MEMORIA, AGENCIA POLÍTICA Y RECONCILIACIÓN


Gonzalo Gamio Gehri


El trabajo de la memoria resulta esencial para iniciar el camino de la reconciliación. Reflejarnos en el espejo de la historia permite que des-cubramos la magnitud de nuestra responsabilidad frente al sufrimiento de nuestros compatriotas, así como las posibilidades de acción política para la prevención de circunstancias similares en el futuro. Las autoridades estatales tenían el deber de garantizar la seguridad y las libertades de la población; la CVR ha mostrado en su informe en qué medida quienes en los años ochenta y noventa ejercieron la función pública no estuvieron a la altura del mandato que recibieron de la población. No obstante, no es menos cierto que nosotros, los ciudadanos – a la vez gobernados y gobernantes, de acuerdo con la definición clásica de Aristóteles –, pudimos habernos comprometido con la defensa de los Derechos Humanos, y no lo hicimos. El reconocimiento de esta responsabilidad constituye un signo de una suerte de complejo proceso de conversión moral frente a la percepción del otro y su situación al interior de la esfera de mis lealtades y vínculos empáticos. El otro que sufre no es ya un extraño, se convierte (o va convirtiéndose) en uno de nosotros. La afirmación del otro como prójimo y conciudadano quiebra el círculo vicioso de la injusticia pasiva. Su pueblo deja de ser “ajeno” se hace parte de una genuina comunidad.

Las políticas de reconciliación requieren, lo hemos dicho, del esfuerzo sostenido de la ciudadanía en un plazo indefinido de tiempo. Se trata de un proyecto cuyo éxito no está garantizado – menos hoy que hace unos años – y que está bajo constante amenaza. Desarrollar sin cortapisas el debate sobre la memoria de la violencia, acompañar a las víctimas en el proceso de duelo, participar en la discusión y diseño de reformas institucionales conducentes a la reparación y a la restitución de los lazos sociales; todas estas son medidas ‘políticas de discontinuidad’ que conmueven la aparente rutina de la ‘política corriente’. Hace visible a los invisibles, pretende restituirle a las víctimas su derecho a la ciudadanía, a la igualdad civil. Tal y como señala el Informe Final de la CVR estas medidas sugieren una suerte de “refundación de la república”.

Esta clase de proyectos requieren de encarnaciones y expresiones simbólicas, qué duda cabe. Si nos remontamos a los griegos, el caso que se nos viene a la mente – desarrollado en el elemento propio de la reflexión literaria – es el del proceso de reconciliación descrito en La Orestiada, de Esquilo. Orestes, hijo de Agamenón, ha matado a su madre Clitemestra en venganza por el asesinato de su padre. Las erinias, las terribles doncellas protectoras del equilibrio cósmico, deben castigar al matricida por atentar contra su propia sangre. Esta sanción se enmarca en una espiral de venganzas que se remonta al tiempo de los padres de Agamenón. Para quebrar esta cadena de asesinatos, Atenea decide convertir este conflicto de sangre en una querella judicial. Elige jueces en Atenas con el fin de confrontar el testimonio de las partes, y someter la cuestión a la deliberación de quienes asumen la posición de un tercero, dado que no están directamente involucrados con aquellas muertes[1]. La cadena de venganzas se ve superada en la racionalidad del discernimiento público.

Un elemento interesante en esta descripción es el lugar donde Atenea decide erigir los tribunales. Se trata del Areópago. Como se sabe, allí se celebrarán también las reuniones de la asamblea y no pocas lídes dialécticas, desde los tiempos de Sócrates hasta la prédica de San Pablo. Areópago significa literalmente “colina de Ares”; se trataba de un lugar dedicado al culto del dios de la guerra. No es difícil darse cuenta de la intención de Atenea, que el lugar consagrado a la violencia se convierta en un foro en el que se practica el diálogo y la reflexión comunitaria. Erradicar el uso de la fuerza a favor del uso de la persuasión y el cultivo de la amistad cívica. No sorprende, en ese sentido, que los comisionados de la verdad, con idéntica intención – veinticinco siglos después de Esquilo – hayan escogido el “Campo de Marte” como el escenario para la edificación de la Alameda de la Memoria y la instalación de la escultura “El Ojo que llora”. Se pretende que el Campo de Marte se convierta ahora en un lugar de meditación sobre la tragedia vivida y la necesidad de justicia y reparación. Un espacio para el trabajo de la memoria.

Sin embargo, incluso estos gestos han sido recibidos con hostilidad de parte de los enemigos de la CVR. La inclusión de los nombres de las víctimas de los asesinatos de la Cantuta y de las ejecuciones extrajudiciales de 41 presos acusados por terrorismo en el penal Castro Castro en las piedras que componen la escultura llevaron – en enero de 2007 - a un sector conservador de la “clase política” y de la prensa a considerar que la Alameda de la Memoria constituye un lugar en el que “se rinde culto al terrorismo”, y ha solicitado su demolición. No se ha discutido seriamente este tema, así como su relevancia para las políticas de memoria; sólo se han proferido insultos provenientes de las canteras del gobierno y del fujimorismo parlamentario y mediático. Actualmente, el alcalde de Jesús María ha prohibido el ingreso de los ciudadanos al monumento.







[1] Me he ocupado del tema de La Orestiada - en vínculo con el trabajo de la CVR – en Gamio, Gonzalo “La purificación del juicio político. Narrativas de justicia, políticas de reconciliación” en: Derecho & Sociedad Nº 24 pp. 378 – 389.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

LIBERALISMO POLÍTICO Y PRAGMATISMO. APUNTES SOBRE LA FILOSOFÍA DE RICHARD RORTY


Gonzalo Gamio Gehri


¿Necesitan las políticas democráticas una “fundamentación filosófica” que les confiera sentido y legitimidad? ¿Qué hacemos con el viejo ideal de ‘verdad’ en el contexto del cultivo de la política liberal y la cultura postmoderna? El problema de la ‘verdad’ ha asediado con frecuencia a los espíritus liberales; estos, no obstante, si bien han procurado prescindir de la religión a la hora de forjar consensos públicos, han preferido eludir el incómodo problema de tener que prescindir de la verdad para hacerlos viables. Renunciar a la verdad a menudo les parece una invitación a sumergirse en la irracionalidad o en el raquitismo moral, una forma de privar de poder las exigencias de justicia y respeto por la diversidad. Sienten que se están traicionando a sí mismos. Se preguntan si podría sobrevivir el liberalismo político sin una metafísica de la libertad que le sirva de “base”.

Richard Rorty (1931 – 2007) es probablemente el primero de los filósofos políticos en dejar en claro que la defensa de las formas democráticas de vida social y política no supone un compromiso con el concepto metafísico de verdad. Rorty sostiene que aquello que da sentido a las políticas que promueven las libertades cívicas y la lucha contra la discriminación no es cierta clase de contacto con una representación objetiva y neutra de lo que está más allá de nuestros arreglos sociales, sino precisamente nuestra capacidad históricamente desarrollada de configurar arreglos sociales contrarios a la concentración del poder y la exclusión. Podríamos decir que Rorty continúa y lleva hasta sus últimas consecuencias la propuesta pragmatista de secularización de la filosofía: el abandono de la pretensión tradicional de conocer el orden eterno de las cosas (o de la Razón) para concentrar estrictamente su interés en dilucidar los problemas prácticos que plantea nuestra existencia temporal. El objetivo de mi breve intervención es esclarecer esta escueta tesis en el elemento específico de la reflexión filosófico – política sobre el liberalismo.

Mi intervención consta de tres partes. En la primera, examinaré brevemente algunos aspectos de la concepción rortyana de la racionalidad, animada por el giro pragmático planteado en el campo propiamente metafilosófico. Allí me ocuparé de las críticas al modelo objetivista – presentes en Objetividad, relativismo y verdad –, para destacar la valoración de la solidaridad y la esperanza como conceptos medulares para la crítica cultural y el ‘crecimiento moral’. En una segunda parte, intentaré describir la interpretación rortyana del liberalismo político, destacando su deuda con la obra de Judith N. Shklar. Finalmente, discutiré el proyecto de educación sentimental, planteado por Rorty como la perspectiva más sensata y eficaz en la promoción de la cultura de los Derechos Humanos, corazón de las políticas liberales.

1.- Rorty y el giro pragmático en la comprensión de la racionalidad.

Tradicionalmente, los filósofos han concebido el anhelo de verdad – el contacto con aquello que es en sí, y no meramente para nosotros – como un deseo de carácter universal[1]. La verdad, concebida como la correspondencia entre nuestra mente y las cosas, era considerada la meta de toda investigación racional. Los filósofos aspiraban a descubrir un método que nos ayudara a remontarnos por encima de las opiniones y las interpretaciones comunes de los individuos y las comunidades, para lograr establecer una representación exacta de lo genuinamente Real. Este conocimiento privilegiado podría convertirse luego en un instrumento para la emancipación humana, tanto en la academia como en la ciudad. La célebre alegoría platónica de la Caverna describe bien este ideal. Se busca abandonar la perspectiva de un ser humano finito, corporal e históricamente constituido, para lograr el punto de vista de la objetividad. Para acceder a tal posición la mente debía prescindir de las convenciones sociales, de las preferencias subjetivas y aún de los sentimientos, todos ellos elementos generadores de distorsión cognitiva y signos del indeseable anclaje humano en un mundo contingente y precario. En esta línea de pensamiento, seremos plenamente racionales si nos disponemos a purificar la mente o el alma de estos lastres y emprendemos este camino hacia el saber real.

No obstante, este modo de plantear el tema de la racionalidad no carece de dificultades de orden conceptual. En efecto, si entendemos la verdad en términos de la adecuación entre nuestras representaciones sobre los objetos y los objetos mismos, podríamos preguntarnos cómo es que podemos tener certeza de que esta correspondencia realmente tiene lugar. La tradición filosófica ha bautizado esta dificultad como el problema del criterio. Necesitamos una pauta exterior a la relación inmediata mente – objeto para asegurarnos que efectivamente tenemos verdad ¿Dónde tendríamos finalmente que situarnos para verificar que es el caso que existe adecuación? Este argumento – parasitario de la idea de la verdad como meta de la investigación – fue desarrollado especialmente por los escépticos pirrónicos, que señalaban que cualquier intento de postulación de un criterio de verdad estaba irremediablemente condenado al fracaso. Incurriría a la larga en uno de tres vicios lógicos: argumentación circular, petición de principio, o regreso al infinito.

Conscientes de la fuerza del trilema pirrónico, los pragmatistas ensayaron una aproximación diferente al tema de la racionalidad. Inspirados por el evolucionismo darviniano y el historicismo hegeliano, los pragmatistas – en especial John Dewey – decidieron elaborar una perspectiva no teórica de la racionalidad. Tanto la metafísica objetivista como sus objetores escépticos suponían que la relación entre los seres humanos y la realidad debía plantearse en términos de sujeto y objeto. Somos esencialmente conciencias dirigidas intencionalmente a un objeto que se nos enfrenta, a la espera de ser conocido apodícticamente. Para los racionalistas, este encuentro es posible si disponemos del método adecuado; los pirrónicos consideran que ese encuentro es imposible, que resulta más sensato suspender nuestro juicio. Pero los pragmatistas plantean un cambio radical de punto de vista. Sostienen que – básicamente - el ser humano es un animal – distinto de los delfines y de los marsupiales sólo por el mayor grado de complejidad evolutiva de su especie – que busca, como todo organismo animal, sobrevivir y florecer en un entorno que en principio es hostil[2]. El animal humano pretende hacerse cargo de su propia evolución adaptándose al mundo o modificándolo para realizar sus propósitos. La deliberación, la construcción de teorías e incluso el ejercicio de las virtudes sociales deben ser entendidos desde el horizonte de estas exigencias, eminentemente prácticas, como herramientas puestas al servicio de esta lucha evolutiva.

En esta perspectiva, el vínculo entre el individuo y la realidad es planteado en términos de la relación entre el agente práctico – que vive con otros en el seno de un colectivo humano – y su entorno. Se trata de un habitat que debe ser transformado para hacerlo más confortable; nos proponemos arreglárnoslas con el mundo, no convertirlo en objeto de contemplación pura (al menos en un principio). A medida que los seres humanos transformamos el mundo - “humanizándolo” sometiéndolo a nuestro control práctico, dándole la forma de nuestros propósitos y categorías - nos modificamos a nosotros mismos en tanto agentes. El logro de acuerdos no coercitivos entre los agentes ha de entenderse desde este proceso de constitución de sentidos. En este punto, la proximidad entre la reflexión de Hegel y Marx sobre la Bildung y el darwinismo pragmatista resulta notable. La búsqueda de control sobre el entorno configura nuestros modos de entender / expresar nuestra experiencia.

A medida que vamos dándole satisfacción a nuestros deseos y necesidades, nuestras creencias y propósitos se van haciendo más complejos. Sin embargo, para Rorty está bastante claro que la actividad teórica no se desliga de esta clase de metas de orden práctico, ni siquiera en sus versiones más sutiles. La comodidad, la seguridad, la libertad y la reducción del sufrimiento siguen siendo objetivos prioritarios incluso para el hombre de ciencia. Nuestro autor llega a decir que si el científico constituye una figura ejemplar en las sociedades contemporáneas, ello no se debe a que nos provea a los simples mortales de una ‘explicación correcta y definitiva del mundo’, sino porque constituyen modelos de virtud para nuestra comunidad en lo relativo a sus ajustes con el mundo y sus arreglos sociales: los científicos nos enseñan que es la persuasión – y no la fuerza – el mejor modo de plantear y resolver los conflictos que surgen en una comunidad de especialistas o en una comunidad de ciudadanos[3].

Los pragmatistas han sustituido gustosamente el anhelo de verdad por el de la búsqueda de la justificación. Hemos pasado de la imagen del ascenso y salida de la caverna a la figura del espacio público, hogar de la deliberación y el diálogo. Se trata de reconocer el mejor argumento en el contexto concreto del libre encuentro de las razones en los foros – académicos, políticos o de otra clase – disponibles en nuestras comunidades. Al interior de estos espacios públicos los agentes forjan consensos racionales y provisionales, o plantean disensos cuya comprensión pueda ser relevante para los individuos o para el propio curso de la vida comunitaria. Desde esta perspectiva intersubjetiva de la racionalidad, la distinción entre conocimiento y opinión (esencial para la metafísica objetivista desde Platón) ha sufrido una radical transformación. Ya no la concebimos desde la clase de aprehensión de la cosa misma que podemos lograr, sino desde las posibilidades de acuerdo no coercitivo que podemos celebrar respecto de ciertos asuntos.


“Cuando los pragmatistas hacen la distinción entre conocimiento y
opinión es simplemente la distinción entre temas en los que el consenso es
relativamente fácil de obtener y temas en los que el consenso es relativamente
difícil de obtener”
[4].




2.- Una interpretación postmetafísica del liberalismo.


El giro pragmático propuesto por Rorty – siguiendo el ejemplo de James y Dewey – tiene consecuencias radicales para la comprensión de la propia actividad filosófica. Nuestras preocupaciones se dirigen a las tensiones de la práctica, al peculiar diseño de nuestras instituciones, a la consistencia de nuestras narraciones en torno al espíritu de nuestra época y al desarrollo de la crítica cultural. Es en este sentido que describíamos el programa rortyano en términos de una suerte de proceso de secularización de la filosofía: la preocupación por la temporalidad finita de la vida humana (el saeculum) sustituye a la atención de lo eterno como ‘paradigma’ de lo que sea considerado real.


“Sólo después de haber renunciado a la esperanza de alcanzar el
conocimiento de lo eterno, los filósofos comenzaron a proyectar imágenes del
futuro (…) Sólo cuando comenzaron a tomar en serio el tiempo, sus esperanzas
dirigidas al futuro de este mundo ocuparon poco a poco el lugar de su aspiración
al conocimiento de otro mundo”.
[5]



La filosofía procura ahora esclarecer la práctica ¿De qué modo? Por ejemplo, examinando nuestros arreglos y prácticas sociales, o sometiendo a discusión los discursos políticos, literarios y filosóficos que aspiran a servirnos de guías para la acción. Nuestros vocabularios y prácticas se formulan y reformulan de acuerdo al surgimiento de nuevos problemas y necesidades; algunos se convierten en inútiles, otros ofrecen mejores descripciones de nuestra experiencia. Las sociedades abiertas a la crítica y al cambio social requieren de la terapia filosófica ejercida sobre el lenguaje y la conducta. La filosofía pone de manifiesto la contingencia de nuestros ‘léxicos últimos’ y los somete a discusión al interior del espacio público.

Como es natural, el proyecto pragmatista cuenta con numerosos censores en el mundo académico. Todavía son muchos los filósofos que confían en descubrir las condiciones trascendentales de la razón práctica o el ‘punto de vista desde ningún lugar’, horizontes ideales que reaviven las ilusiones de la objetividad en la ética y en la epistemología. Incluso en sectores conservadores de inspiración teológico – política, no han faltado quienes proclaman sin ningún pudor (ni sentido crítico) que recuperar el pathos religioso tradicional constituye “el imperativo moral número uno de toda filosofía”. Quienes plantean ese retorno a la versión integrista de las religiones son los discípulos de Carl Schmitt y Leo Strauss, aquellos que juzgan los desarrollos modernos y postmodernos de la cultura liberal como un auténtico extravío de la historia de la humanidad. Rorty no cree que la recuperación de la atención de lo eterno como matriz de lo temporal sea una empresa falsa – quizá sí podría sostener que se trata de una opción peligrosa, por su potencial represivo -; lo más probable es que la juzgaría inútil. Hubiese suscrito la afirmación de Nietszche de que nuestra obsesión con la construcción de teorías con pretensiones de validez ahistórica encubren nuestro más elemental (pero radicalmente humano) miedo a morir.

Nuestras instituciones políticas y formas de vida en común constituyen asimismo – a juicio de Rorty – construcciones sociales que pretenden encarnar, mejor o peor, nuestros deseos y propósitos vinculados a nuestros logros evolutivos como especie. Desde la publicación de los ensayos reunidos en Contingencia, ironía y solidaridad, nuestro autor ha desarrollado una interpretación hermenéutica y pragmatista del liberalismo. Rorty considera que, para justificar los preceptos e instituciones básicas del liberalismo político, no es necesario situarse en la posición original de John Rawls, en la perspectiva del individuo que elige principios de justicia poniendo entre paréntesis sus concepciones éticas, haciendo abstracción de su incrustación social y omitiendo toda referencia al conocimiento de sus talentos naturales. De lo que se trata es precisamente de contar las historias y reconstruir los debates y las prácticas sociales que dieron progresivamente forma a las políticas democráticas y a la cultura de Derechos Humanos. De acuerdo con Rorty, los principios procedimentales invocados por los liberales kantianos para legitimar la ‘prioridad de la justicia sobre lo bueno’ sólo son de utilidad para resumir estas historias, no para darles un fundamento filosófico que las sostenga en condiciones de universalidad y neutralidad[6].

Rorty considera que la clave para comprender el espíritu del liberalismo – así como su presunta superioridad frente a otros sistemas políticos rivales – es el anhelo de reducción del sufrimiento y cultivo de la libertad. Cuando define la idea medular de las políticas liberales, evoca la afirmación de Judith Shklar, según la cual lo que caracteriza al liberalismo es haber puesto a la crueldad como el primero de todos los vicios[7]. Mientras las sociedades confesionales occidentales y premodernas el summum malum es claramente una falta contra Dios – la soberbia -, al interior de una sociedad liberal (marcadamente antropocéntrica y secular), se rechaza fundamentalmente el ejercicio de la violencia sobre otros seres humanos. El sistema de derechos, la división de poderes y el énfasis en el cultivo de las libertades políticas procuran proteger a los ciudadanos del daño y del temor. Este punto de vista ético – político expresa “un juicio hecho dentro del mundo en que la crueldad ocurre como parte de la vida privada normal y de nuestras prácticas públicas cotidianas”[8].

El rechazo de la crueldad y la prescindencia práctica de la verdad encuentran en las políticas liberales una conexión sumamente estrecha. No olvidemos que el liberalismo surge históricamente como una solución política frente a las guerras de religión que asolaban las islas británicas en el siglo XVII. La reivindicación exacerbada de una concepción densa – objetivista – de la verdad (metafísica y teológica) es precisamente el detonante del conflicto violento. El liberalismo propone no pronunciarse en torno a la religión verdadera o al sentido genuino de la vida buena; sólo apunta a configurar arreglos sociales e instituciones políticas que garanticen la coexistencia pacífica de los individuos, así como la protección de su dignidad y libertades. Podríamos decir incluso que la política liberal se funda en un consenso acerca de los males que debemos conjurar: sólo de este modo puede entenderse el primer lugar asignado a los vicios, en lugar de a las virtudes[9]. El tema de la verdad o el de la plenitud de la vida se convierten así en asuntos extrapolíticos, cuestiones de absoluto y exclusivo interés de los propios individuos.

3.- Justicia, empatía y derechos humanos.

En la perspectiva de Rorty, el liberalismo se pone de manifiesto como el sistema político que promueve en la práctica la búsqueda de libertad y diversidad característica de los usuarios de la cultura moderna. Ofrece espacios para la revisión de nuestros ‘léxicos últimos’ y la adquisición de nuevos lenguajes que redescriban nuestras vidas y prácticas sociales. Sus instituciones y reglas están públicamente disponibles para el escrutinio ciudadano. Pero fundamentalmente, las sociedades liberales se distinguen por considerar irrelevantes las diferencias doctrinarias y culturales a la hora de determinar quién constituye un miembro potencial de nuestra comunidad y quién no, quién es reconocido como titular de derechos inalienables y quién no. En este sentido, el modelo liberal de democracia se presta mejor que sus rivales a la concreción del ideal ilustrado de construcción de una comunidad humana genuinamente inclusiva.

Este último aspecto de la política liberal constituye el centro de gravedad de la cultura de los Derechos Humanos: el desarrollo de la disposición a admitir como miembros de nuestra comunidad – y por tanto destinatarios de nuestros vínculos de lealtad y compromiso – a todos los bípedos implumes, y no sólo a aquellos que piensan como nosotros o comparten nuestros rasgos étnicos, o adoran a nuestros dioses, o coinciden con nosotros en cuanto a sus preferencias sexuales o sus proyectos personales de vida. En contraste, las sociedades no-liberales – particularmente las premodernas – suelen identificar a los seres humanos plenos por su capacidad de compartir una identidad densa en materia racial, cultural y religiosa. “Ser humano” suele significar en aquellos contextos “ser uno como nosotros” en cuanto suscriptores de una identidad monolítica. Quienes no comparten esa identidad están excluidos de las inmunidades debidas a los agentes humanos. Los crímenes de lesa humanidad se nutren de esa clase de distinciones y excepciones grotescas.

Los filósofos ilustrados intentaron justificar la irrelevancia de las diferencias histórico – étnicas que invocaban los partidarios de la discriminación construyendo un concepto general de “ser humano”, fundado en algún rasgo característico de la condición humana, como la racionalidad o la capacidad de actuar conforme a principios. Pero ya hemos visto la clase de dificultades que enfrenta cualquier candidato a figurar – en la senda del objetivismo - como la ‘naturaleza intrínseca de x’, aunque ese x sea lo humano en cuanto tal. En consonancia con su crítica al representacionalismo, Rorty sugiere que abandonemos la estéril pregunta por la clase de ente que somos en favor de la cuestión práctica acerca de qué podemos hacer de nosotros. Se trata de preguntarnos qué podemos hacer en el terreno político y en el ámbito educativo para combatir la exclusión y la violencia.


“Platón creía que el modo de hacer que la gente se tuviera más
consideración era señalar lo que todos tenían en común: la racionalidad. Pero de
poco sirve señalarle a las personas que acabo de describir que muchos musulmanes
y muchas mujeres son buenos matemáticos o ingenieros o juristas. Los jóvenes
matones nazis cargados de resentimiento se daban perfecta cuenta de que muchos
judíos eran inteligentes y cultos, pero eso no hacía sino aumentar el placer que
sentían al golpearles. Ni sirve tampoco de mucho hacer que esa gente lea a Kant
y acepte que uno no debe tratar a los agentes meramente como medios. Pues todo
depende de quién cuente como otro ser humano semejante nuestro, quién cuente
como agente racional en el único sentido relevante: el sentido en el cual
agencia racional es sinónimo de pertenencia a nuestra comunidad moral”
[10].




A juicio de Rorty, si lo que buscamos es fortalecer las políticas de inclusión, poco podemos esperar del potencial integrador de una metafísica humanitaria típicamente ilustrada. Los argumentos puramente racionales son menos eficaces para el logro de este propósito práctico que el trabajo sobre las emociones de las personas. Se trata de cimentar una educación sentimental, que promueva en los jóvenes el cultivo de la empatía – la disposición a ponerse en el lugar del otro – a través del ejercicio de la reflexión y la imaginación. Para la afirmación de un compromiso con el cuidado de la vida y dignidad de quienes no comparten nuestras identidades particulares, “es necesario”, advierte Rorty, “de que haya la sensación de que él o ella es ‘uno de nosotros’”[11].

Se trata de ampliar nuestros círculos empáticos para forjar una comunidad que incorpore a todos los bípedos implumes como sus usuarios y destinatarios. Nuestro autor encuentra en las humanidades – particularmente en la literatura – el vehículo adecuado para la constitución de una comunidad moral como la descrita. La historia, la novela y el teatro nos familiarizan con las conmovedoras historias de personas y grupos que habitan tierras lejanas o practican cultos extraños, pero que reaccionan afectivamente como nosotros cuando enfrentan situaciones humillantes, ven recortadas sus libertades o pierden a sus seres queridos. Ponernos en su lugar, sentir con ellos, constituye el primero de los signos relevantes para su inclusión en nuestra red de lealtades y en nuestros espacios deliberativos. La cultura liberal de los Derechos Humanos no hace excepciones respecto de quiénes pueden ser considerados agentes morales dignos de respeto.

La única clase de universalismo ético a la que podemos consistentemente aspirar es aquella que subyace al proyecto de construcción de una red amplia de lealtades empáticas. Los éxitos de la educación sentimental, así como la forja de acuerdos no coercitivos para la formación de comunidades inclusivas constituyen los indicadores más relevantes de progreso moral que podemos razonablemente reconocer en la vida pública. En ninguno de estos casos hemos necesitado acudir a alguna versión de la teoría de la verdad como correspondencia; antes bien, la supresión de tal programa metafísico nos ha permitido discernir con mayor claridad nuestras prioridades respecto del logro de la justicia en los contextos de la vida ordinaria. De estar Rorty en lo cierto, el único modo sensato de dar cumplimiento a los ideales de la Ilustración en estos tiempos postmodernos implica necesariamente renunciar a emplear las estrategias conceptuales que los ilustrados habían diseñado para tal fin. Habremos renunciado al “gran relato” de la remisión al Reino de los Fines como fuente de moralidad, pero habremos rescatado precisamente aquellos pequeños relatos que contribuyen en el terreno de la práctica al reconocimiento del otro en condiciones de igualdad y libertad.



NOTAS.-


[1] Rorty, Richard El pragmatismo, una versión Barcelona, Ariel 2000 p. 79.
[2] Rorty, Richard “Dewey, entre Hegel y Darwin” en: Verdad y progreso Barcelona, Paidós 2000 p. 326.
[3] Véase Rorty, Richard “¿Solidaridad u objetividad?” en: Objetividad, relativismo y verdad Barcelona, Paidós 1996 pp. 39 - 56.
[4] Ibid., p. 41.
[5] Rorty, Richard “Filosofía y futuro” en: Filosofía y futuro Barcelona, Gedisa 2002 p. 15.
[6] Rorty, Richard “Liberalismo burgués postmoderno” en: Objetividad, relativismo y verdad op.cit., p. 269.
[7] Shklar, Judith Vicios ordinarios México, FCE 1990. Cfr. asimismo su agudo artículo "El Liberalismo del miedo" en: Rosenblum, Nancy El liberalismo y la vida moral Buenos Aires, Nueva Visión 1993; pp. 25-40.
[8] Ibid. p. 23.
[9] He desarrollado este punto en Gamio, Gonzalo “El liberalismo y la sabiduría del mal” Rizo-Patrón, Rosemary (Editora) Tolerancia. Interpretando la experiencia de la tolerancia Lima, PUCP 2006 pp. 55 – 64.

[10] Rorty, Richard “Derechos humanos, racionalidad y sentimentalismo” en: Verdad y progreso op.cit. p. 232.
[11] Rorty, Richard “La justicia como lealtad más amplia” en: El pragmatismo, una versión op.cit. p. 225.