lunes, 31 de marzo de 2008

LITERATURA Y RE-CREACIÓN



Gonzalo Gamio Gehri


¿Qué puede hacer la literatura con nosotros? Este es el tema que me gustaría discutir aquí, hoy. Hace un par de días, me tocó dar una conferencia en el Círculo de Estudios Sociales y Políticos, una asociación dedicada a la reflexión crítica sobre temas de democracia, ética cívica y liberalismo político – yo diría que se trata de una institución que está entregada a un noble y bello propósito: purificar conceptualmente el pensamiento liberal del vulgar “catecismo del mercado” predicado por los Chicago boys, recuperando las fuentes filosóficas y morales del liberalismo en la obra de Locke, Tocqueville, Smith (el de la Teoría de los sentimientos morales), Berlin y Rawls. Esta clase de investigación permite establecer un contraste entre esta venerable tradición filosófica liberal y el fundamentalismo de Hayek y Von Misses. En aquella oportunidad me concentré en resumir y discutir el tema principal de la Lección Inaugural del año académico en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, El cultivo de las Humanidades y la construcción de la ciudadanía, que expuse hace dos semanas. La idea fundamental de mi exposición era que el cuidado de las 'Letras' – la filosofía, la historia, y particularmente la literatura – contribuyen a fortalecer y refinar nuestro sensum humanitatis (nuestro “sentido de humanidad”) a partir de una aproximación reflexiva a los contextos y conflictos propios de la singularidad humana. Mientras el pensamiento económico y el razonamiento jurídico pueden tender a abstraer a los individuos de sus atributos sustanciales y a arrancarlos de sus mundos vitales (convirtiéndolos en “electores racionales” que sopesan “costos y beneficios”, o en las “partes” del “contrato social”), la reflexión literaria procura retratarlos como seres situados y relacionales, personas de carne y hueso, que piensan y sienten, dudan y actúan en escenarios en los que no han elegido vivir. La literatura ofrece un material preciso a la deliberación moral. Como se recordará, Iris Murdoch y Martha Nussbaum han desarrollado persuasivos argumentos que van en esta dirección.

Creo que logré mostrar mi punto. Necesitamos una ética de la compasión y un sentido de la injusticia que nos permita percibir al otro – incluso el que no comparte nuestro origen, cultura, credo, género o hábitos sexuales – como uno de nosotros, titular de derechos inalienables y miembro de nuestra comunidad política, si es que esta se define efectivamente como genuinamente democrática. La formación literaria contribuye con la adquisición y el cuidado de las disposiciones de juicio y carácter que hacen posible esa clase de discernimiento ético-político e imaginación empática. Me valí de un examen de Las Suplicantes de Eurípides y de Rosa Cuchillo de Oscar Colchado para ilustrar cómo podría funcionar esta polémica esis en la academia y en el espacio público. Ya en la ronda de preguntas, noté que los participantes del Círculo – en su mayoría jóvenes sumamente agudos y elocuentes – examinaban con entusiasmo estas ideas y las discutían con interés. Definitivamente, sus sugerencias y sus críticas han contribuido - como los comentarios de mis colegas de la UARM a mi conferencia original - a la reformulación del texto original.

Fue entonces cuando el fundador y mentor de la asociación se dirigió a mí. Es un notable jurista y un entrañable profesor de derecho, que ha formado generaciones enteras de abogados y jueces a lo largo de décadas en las más prestigiosas facultades universitarias del país. Había escuchado con atención mi exposición, y había seguido y aportado decisivamente en la discusión que siguió. Su intervención final, empero, me desconcertó un poco. “No olvidemos”, señaló, “que – como dice Vargas Llosa – el propósito fundamental de la literatura es la recreación”. Más allá de la alusión a nuestro más célebre novelista – debo señalar que un comentarista de este blog acaba de mostrar con los textos en la mano que este punto de vista no puede atribuírsele a Vargas Llosa (anticipo que no aludiré al juicio de este autor sobre el asunto, porque me faltan herramientas para hacerlo) – me quedé pensando qué había querido expresar realmente este experimentado maestro con esta observación.

Lo primero que pensé es que deseaba relativizar mi tesis (una estrategia perfectamente válida en los juegos dialécticos que acompañan esta clase de conferencias). Lo segundo que me vino a la mente es que, como observación histórica, su afirmación categórica - la literatura busca fundamentalmente entretener - era evidentemente falsa: La función específica de la tragedia griega, del auto sacramental cristiano o de la novela existencialista o indigenista en el siglo XX - por poner sólo unos ejemplos - no era la “recreación” (en el sentido de divertimento). Resulta difícil aceptar una aseveración tan gruesa como pauta de evaluación de la historia de la literatura, de tantas obras y tantos géneros diferentes. La literatura también ha pretendido mejorar la vida, refutar prejuicios, provocar un cambio de perspectiva sobre las cuestiones que interesan a las personas.

No se me malinterprete. No creo que exista disciplina o actividad humana a la que pueda imponérsele (menos aún desde fuera) una "meta única" (esa concepción confusa y poco consistente sólo existe en la mente de de los teólogos conservadores). Toda disciplina o actividad puede orientarse según una multiplicidad de fines, cuyo valor jerárquico es materia de discernimiento y decisión por parte del usuario o del practicante (en el caso de la literatura, el lector o el autor). No tengo nada contra el entretenimiento o el puro goce estético. Autores como Homero, Nietzsche, Goethe o el propio Vargas Llosa me han brindado horas de grata lectura a la vez que edificación intelectual. Igualmente, autores tradicionalmente tipificados como de “literatura de entretenimiento” como Conan Doyle, Pérez Reverte o Ian Fleming me han revelado no pocas intuiciones sugerentes sobre la vida humana que yo juzgo importantes para mi propio trabajo filosófico. Creo que podemos apreciar la literatura tanto por sus aportes en los procesos de resignificación moral y en las experiencias de esclarecimiento existencial como por el placer que produce una buena lectura. No obstante, no quiero perder de vista los vínculos existentes entre la imaginación literaria con el desarrollo de una ética de la compasión.

Temía que la observación de mi amigo catedrático pudiese – de modo involuntario, claro está –debilitar o banalizar mi tesis. Que la literatura pudiese contrubuir con el ejercicio de una ciudadanía inclusiva - y que pudiese contribuir con la humanixzación del derecho y la economía - me parece una tesis que merece ser defendida poderosamente, recurriendo a sólidos argumentos y a metáforas convincentes. Por ello, opté por ‘darle la vuelta’ a su propia afirmación, de modo que se pusiese al servicio de mi propia propuesta. Dije que, en efecto, la literatura busca la recreación, pero no fundamentalmente en el sentido de “recreo” sino en el de re-creación, re-construcción crítica del mundo. Esta interpretación evocaba la capacidad de la literatura de someter a examen y reformulación crítica el 'bosquejo común' de la realidad experimentada (y las posibilidades de sentido que le subyacen). El eco del romanticismo en esta tesis es evidente. La literatura contribuye al des-cubrimiento de nuevos conceptos y metáforas que permiten contemplar la vida propia y ajena de manera aguda y penetrante. La reconstrucción compleja de personajes, situaciones y conflictos nos permite ponernos en el lugar de otras vidas, reconocer la fuerza de otros argumentos y emociones, una operación que amplía nuestro mundo significativo, enriquece nuestra capacidad de juicio y percepción, y re-vela nuevos espacios y sentidos posibles para la reflexión y el compromiso cívico. La literatura exhibe de modo clarividente y plausible una realidad que puede ser conmovedora y fascinante, describe un mundo que puede suscitar nuestro asombro o puede invitarnos a su transformación política. Si además de ello este trabajo produce genuino placer estético, mejor que mejor.

Mariátegui señalaba que necesitamos "mitos" para asignarle un sentido a nuestras vidas. No estoy seguro de estar completamente de acuerdo con esa afirmación. Él creyó que en el arte y en la política podríamos encontrar estos ideales movilizadores. En efecto, en la literatura - así como en otras disciplinas y sistemas de creencias - podemos encontrar 'pequeñas narraciones' (para decirlo con Lyotard, quien nos ha prevenido acerca del potencial represivo y totalitario de los "grandes relatos") que puedan darle sentido a lo que hacemos. Sin embargo, al lado de estos relatos, requerimos la presencia del filtro de la reflexión, que purifica tales mitos de dogmatismos y confusiones. El pathos florece junto con la terapia conceptual que aporta el pensamiento. Ese trabajo crítico también lo encontramos en la literatura (y evidentemente, en la propia filosofía).

domingo, 30 de marzo de 2008

APUNTES SOBRE VERDAD, JUSTICIA Y MISTERIO


EN TORNO A LA TEODICEA COMO PROBLEMA RELIGIOSO



Gonzalo Gamio Gehri


Voy a concentrarme ahora en el concepto de verdad (emeth) en la tradición judía. Lo que sigue es una reflexión libre (todavía "en borrador", por así decirlo) sobre esta importante cuestión filosófica religiosa. La expresión emeth en hebreo tiene una connotación eminentemente social. Emeth significa “fidelidad”, lealtad incondicional hacia un “Tú”, confianza en que esa relación Yo / Tú – planteada en términos de la relación interhumana como en el contexto de la relación con Dios - es sólida e imbatible: recordemos la expresión veterotestamentaria “el Señor es mi roca”, una señal de confianza en la protección que tiene Dios sobre su pueblo. Es una relación que no posee en una primera instancia una connotación estrictamente teórica, metafísica. La verdad no es aquí correspondencia entre la mente y las cosas: la verdad tiene que ver con el contacto existencial entre un yo y un tú, una relación dialógica[1]. Recuérdese que cuando Jesús dice: “yo soy el camino, la verdad y la vida”, utiliza dos imágenes al lado de la “verdad”. El camino y la vida. Yo soy en el camino que conduce hacia el Reino de Dios. Alude a esa tradición semítica para la cual la verdad también es fidelidad. “en mi se cumple la promesa que mi Padre hizo al pueblo de Israel”, parece señalar. Cuando Jesús está al frente de Pilatos, y este último le pregunta “¿que es la verdad?”, Jesús guarda silencio. Ese silencio no es vacío, es un signo de algo, una especie de “silencio comunicativo”, por así decirlo. Parece indicarnos que la verdad no es una teoría, no es una doctrina religiosa o filosófica, sino una forma de vida, un modo de estar en la vida. Jesús no estaba proponiéndonos necesariamente la adopción de un sistema ideológico o doctrinario, no nos está incitando a asumir un cierto compromiso metafísico; parece invitarnos a que confiemos en la acción del amor (ágape) en nuestras vidas, que en una relación genuina con Dios. Dios no aparece como un concepto u objeto cuya existencia tenemos que demostrar racionalmente; se plantea como un “Tu”, como alguien con quien podemos establecer una relación dialógica.

Aquí es donde evocamos el genio de Qohélet; el pretendido autor del Eclesiastés que alegóricamente se llama a sí mismo rey de Jerusalén. Qohélet es un personaje que podríamos caracterizar en más de un sentido como un escéptico; el también es un maestro del lenguaje religioso como del llamado “silencio comunicativo” . Se trata de un hombre que no tiene una gran confianza en las certezas humanas: señala que en el mundo que está bajo el sol, en el que nos afanamos diariamente, todo es ebel (vacío). Una importante teóloga, Elsa Támez, decía que si hubiera que definir ebel con una imagen, esta aludiría al agujero que sentimos en el estomago cuando tenemos hambre o sentimos temor (o angustia). Todo por lo que el hombre se afana, aquí es insignificante, ebel, dice Qohélet. No se trata de asumir una actitud meramente despectiva hacia la vida concreta en nombre de un hipotético “mundo trascendente”; no olvidemos que en la época de la que data el Eclesiastés todavía no se tiene claridad respecto de la existencia o no para el pueblo hebreo de un mundo futuro, de un mundo después de la muerte. Lo que esta señalando Qohélet es que si nosotros le asignamos un significado definitivo y fundamental a las cosas que están bajo el sol, a esas cosas finitas - como nosotros mismos, desde luego -, entonces lo único que vamos a encontrar es vacío. Como quien caza el aire y se queda con nada, igual pasa con las cosas que son meramente humanas y fugaces, aquellas en las que encontramos (o creemos encontrar) el fundamento de nuestras convicciones y nuestras creencias: son sólo polvo en el viento. En esto coinciden el Eclesiastés y el Libro de la Sabiduría. Todo está a merced de la voracidad del tiempo, “con el tiempo, se olvidaran de nuestro nombre, nadie más pensará en lo que hicimos, nuestra vida pasa como la sombra de una nube, se desvanece como niebla a los rayos del sol”[2].

En la clave de esta tradición, aferrarse a determinadas convicciones – elevándolas a la categoría de ‘certezas’ - en el ámbito de lo que el hombre hace o deja de hacer, tiene como resultado que nos encontramos con la nada, con el vacío. La sabiduría no sería otra cosa que el reconocimiento de esa nada incluyendo en el horizonte de esta insignificancia a la propia “sabiduría humana” cuando es concebida erróneamente como un fundamento, como una roca a la que asirse. En otras palabras lo que Qohélet y el Libro de la sabiduría nos quieren decir es que la única roca fuerte es Dios. Cuando confundimos esa roca con nuestras creencias, con nuestras convicciones, con lo que valoramos bajo el sol (con nuestros bienes materiales, incluso con nuestro saber y nuestra teología), estamos errando el camino, porque en el ámbito de los afanes meramente humanos, todo es ebel. De acuerdo con Qohélet, en ese estado de desprotección es que podemos realmente tener experiencia de lo infinito, de lo propiamente divino. En otras palabras, cuando dejamos de confundir lo infinito con la finitud de nuestras seguridades y certezas (y de nuestros fetiches metafísicos), ahí es que estamos en capacidad de tener experiencia genuina de Dios. San Ignacio de Loyola, examinaba en sus Ejercicios Espirituales del ‘principio y fundamento’ de la experiencia de fe como punto de partida de camino hacia una amistad genuina con Dios. Indicaba que para lograr ese principio y fundamento debíamos primero desmontar, desmantelar nuestras certezas y ataduras meramente humanas: riquezas, reconocimiento, pobreza, etc. Invitaba a asumir una actitud de relativa indiferencia frente a ello - porque es hebel - y a afrontar esa situación de desprotección (esa condición de criatura frente a Dios) como disposición básica de apertura frente a Dios.

Cuando tratamos de erigir nuestras convicciones, nuestros ideales, nuestras seguridades en formas de infinitud, incurrimos en lo que el Libro de la Sabiduría condena como idolatría. En lugar de estar abiertos a ese Dios que es un Tú infinito, tendemos a sustituilo por determinaciones humanas, meramente finitas. Esta es una situación que Martin Buber - célebre filósofo y teólogo judío - llama eclipse de Dios. En lugar de tener una experiencia genuina de Dios (una experiencia dialógica), hemos puesto entre nosotros y Dios una imagen finita de nuestras ‘certezas’ o una imagen falsa (y manipulable) del propio Dios. Cuando nos sentimos demasiado seguros respecto a cuál es el plan de Dios para nosotros o para nuestros semejantes - cuando confundimos al propio Dios con las instituciones o los discursos que pretenden representarlo - estamos en esa situación de eclipse. Esta sustitución del propio Dios (el Tú) por una imagen finita, religiosa o secular (un mero “ello”) nos lleva al fundamentalismo y la “idolatría”. Esta en nosotros, dice Buber, revertir ese fenómeno: esa es la diferencia entre el fenómeno humano del eclipse de Dios y el fenómeno natural del eclipse de sol, que se produce en virtud de la necesidad natural.

Una de las formas en las que sustituimos la experiencia de ese Dios infinito y misterioso por nuestras certezas, tiene que ver con nuestra comprensión en torno al ejercicio de la justicia. Recordemos el pasaje del Libro de Job en el que Job pierde sus bienes, familiares y salud, como fruto de la apuesta celebrada entre el Satán y Dios. Desesperado por los males que padece, Job se afeita la cabeza, se quita las ropas y dice: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo allá volveré. Yahvé me lo dio, Yahvé me lo ha quitado,¡qué su nombre sea bendito!”[3] Él tiene la convicción interna de que no ha sido injusto, pero es víctima de terribles males. Luego llegan sus amigos supuestamente a consolarlo y le preguntan qué ha hecho para merecer todo ese sufrimiento. Esos presuntos compañeros de Job aplican la lógica de lo que suele llamarse “justicia por retribución”: lo que uno recibe es – y tiene que ser - estrictamente proporcional a lo que uno hace o ha dado. Si Job está en medio de tales terribles padecimientos es porque algo malo ha hecho. Job se irrita porque sostiene que ellos están juzgándolo de manera infundada. Job sabe que su sufrimiento es gratuito; por ello quiere debatir con Dios. Esta actitud parece ser increíblemente desmesurada, pero Job sabe que no ha actuado injustamente, y esta convicción lo anima a protestar sin miedo. Dios irrumpe finalmente, escuchando su llamado, da la razón a Job frente a sus amigos y rechaza a estos falsos “consoladores”, que se precian de conocer al detalle los misterios de la justicia divina. Sin embargo Dios le advierte a Job que acoge su dolor y sus quejas pero también le confronta: le hace ver que Él es el creador de todas las maravillas de la naturaleza y que Job, frente a ese infinito poder, nada es. “¡Recuerda quién eres!”, parece decirle – casi en consonancia con el mandato délfico -, “¡conócete a ti mismo!” Acoge la justicia de su invocación y cuestionamiento, pero le invita a cultivar la mesura.

En este libro se aborda - quizá por primera vez de un modo claro - un tema fundamental en las religiones, el tema de la “teodicea” (theos significa “Dios”, y díke “justicia”), el término alude a la investigación sobre el gran problema de la justicia divina y sus sentidos posibles. ¿En que medida Dios es justo? ¿Como conciliar la existencia de un Dios todopoderoso e infinitamente bueno con la existencia del mal en el mundo? Hoy en día muchos intelectuales están obsesionados si se puede demostrar o no si Dios existe. Es decir, si al objeto intencional “Dios” le corresponde como uno de sus atributos esenciales la existencia extramental. Este tema, podríamos decir que está fuera del ámbito de la experiencia religiosa, porque el simple hecho de pretender hablar de Dios como un concepto, de limitarlo al terreno de la razón científica, implica incurrir justamente en lo que Qohélet calificaba como ebel. Para plantear esta cuestión teológico – metafísica el hombre debe necesariamente abandonar la perspectiva de la criatura, la posición efectivamente religiosa. En contraste, podríamos decir que el problema religioso central – desde Job hasta Bonhoeffer y Hans Jonas - es el de la justicia divina. Desde la experiencia de la creación, el agente finito constata la presencia del mal en la realidad y tiene que situarse de cierta manera frente a él ¿Cómo la existencia de un Dios infinito y bueno puede conciliarse con la existencia del mal en el mundo? La justicia divina es una expresión que a nosotros ya nos deja perplejos, ¿podemos penetrar intelectualmente en esa justicia? Eso es justamente lo que querían hacer los amigos de Job. Ellos tenían bien claro en qué consistía la justicia divina, la justicia retributiva.

Sabemos también que la justicia divina tiene sus misterios, podemos quejarnos como Job, podemos elevar nuestra mirada al cielo y preguntar por qué sucede todo esto, o cómo enfrentar la injusticia en el mundo, el sufrimiento del inocente. Es legítimo, es humano, es razonable formular este tipo de cuestionamientos, y no abandonarlos simplemente porque así lo exigen quienes creen conocer la “agenda de Dios” desde el interior de las diversas confesiones e instituciones religiosas. Finalmente este tipo de interpelaciones no son ajenas a lo que un hijo puede preguntarle al padre,. Lo que no podemos hacer es pretender tener la sabiduría de lo que consiste esa justicia. Tenemos un buen ejemplo en el Nuevo Testamente, la parábola de los trabajadores convocados a la viña. El señor les paga igual a todos, sin importar la hora de llegada de cada uno. Cuando los que llegaron primero se quejan, el dueño de la viña responde que les ha pagado el salario acordado, y que si ha decidido pagarles a todos por igual es porque puede hacer lo que desea con su dinero. Lo que parece decirnos esta parábola es que hay un misterio que no podemos penetrar y menos predecir. Esto no debe llevarnos, por supuesto, a apagar nuestras preguntas o a silenciar nuestras reflexiones (nuevamente, esto no tiene que ver con el silencio vacío, sino con el anhelo de interpretación, y en último caso, con el “silencio comunicativo” que inspira la reflexión). La presencia del misterio nos invita a pensar.


[1]Cfr. Buber, Martin Eclipse de Dios Salamanca, Sígueme 2003.
[2] Sabiduría 2,4.
[3] Job 1, 20.


sábado, 29 de marzo de 2008

LA PAJA Y LA VIGA. COMENTARIOS A UN TEXTO DE M. GHIBELLINI



Gonzalo Gamio Gehri

Leo hoy en Somos un agudo artículo de Mario Ghibellini – La paja compartida – en el que comenta el agrio Sermón de las Siete Palabras de la última Semana Santa y la Homilía del Domingo de Resurrección. Allí celebra la destemplada y escasamente documentada crítica de Monseñor Cipriani al marxismo (“Esa utopía….fracasó, haciendo un daño terrible, no sólo como doctrina política, como doctrina humana”), pero cuestiona su aparente miopía conceptual para reconocer el fracaso de la utopía cristiana. Reconoce, eso sí, que el arzobispo no fundamenta sus críticas (¿Habrá leído acaso a Marx alguna vez?), pero señala su incapacidad para reconocer las deficiencias del catolicismo para configurar un ethos creíble para el hombre de hoy. Por eso afirma que tanta gente en la hora presente se confiesa católica pero no sigue expresamente las directivas de sus autoridades. “Como el marxismo”, concluye, “la moral católica propone un mundo de espaldas a la naturaleza humana: de ahí su declive”.

Lo que sigue son mis impresiones personales sobre las tesis del texto y temas afines; nada más que eso. Confieso que leo siempre a Ghibellini. Escribe muy bien, maneja bien la ironía. La mayoría de las veces no concuerdo con su punto de vista, pero lo leo con gusto. Me parece un exponente de una derecha moderna – no conservadora en lo político – que casi no existe en el Perú. Me parece importante que exista una derecha liberal e inteligente, así como me parece importante que llegue a existir una izquierda plenamente democrática (liberal también en no pocos sentidos), una izquierda con la que yo sí me sentiría identificado. Ghibellini pertenece a esa extraña derecha liberal cuyo nombre usurpan los A. Mariátegui y los Rey (y también Lourdes Flores). Me parece interesante su texto, pero quisiera examinar brevemente dos puntos. Dejo lo de la "naturaleza humana", porque me parece completamente endeble desde un punto de vista conceptual (¿Qué es la naturaleza humana, finalmente? ¿La tenemos? ¿Existe? ¿Dónde están los argumentos que llevan a Mario Ghibellini a postular una "naturaleza humana" inmutable? No los veo). Siguiendo a Arendt, prefiero hablar de "condición" (y de contextos y horizontes).

1) Sobre el marxismo. “Marxismo” no es lo mismo que el pensamiento de Marx. Este filósofo fue un importante crítico del capitalismo, pero poco dijo acerca de cómo sería una sociedad comunista. Dice un par de cosas sobre la desaparición del Estado, la autorregulación de las comunidades, sin ningún estudio de detalle. Y ofrece descripciones líricas de un futuro en el que en el día, el hombre se dedicaría a la tierra y al ganado, en la tarde a la pesca, y en la noche – si lo desea – a la filosofía. Fueron los ideólogos que lo asumieron de manera fundamentalista – Lenin , Stalin, etc. – los que intentaron encarnar parte de su ideario, alterándolo: construyeron un capitalismo de Estado, la dictadura del “partido único”, una burocracia privilegiada, los gulag. Nada de esto está en Marx.

Me explico. Nunca fui marxista – ni siquiera en mi adolescencia – ni lo soy. Siempre anhelé un pensamiento progresista abierto y libre. El determinismo económico de Marx, su lectura dialéctica (pero predictiva) de la historia y su condescendencia con la violencia me resultaban inaceptables. Su dicotomía estructura / superestructura me parecía reductiva e inconsistente. El joven Hegel y los griegos eran y son mi fuente en lo relativo al pensamiento político. Pero encontraba en la descripción del trabajo enajenado y en la crítica de la cosificación de lo humano, desarrolladas por Marx en los Manuscritos de 1844, un material valioso para la crítica del “capitalismo salvaje” (a mi juicio, allí radicaba la fortaleza de Marx). Achacarle a Marx el totalitarismo de Stalin me parece excesivo (aún cuando su silencio frente a una propuesta social no lo exime de toda responsabilidad. En resumen, Marx y el marxismo – a mi juicio – son completamente cuestionables, a pesar de sus innegables aportes a la crítica social en los siglos XIX y XX (particularmente en algunos pensadores importantes, como Adorno, Habermas o Gramsci). Pero evitemos la descalificación simplista. No le endilguemos las siniestras fechorías de Mao y de Stalin, que tienen un lugar de privilegio en la historia universal de la infamia.

2) Sobre el cristianismo. Protesto cuando se identifica sin más la perspectiva cristiana con la prédica de personajes como el citado por Ghibellini. El autor sostiene que el cardenal denuncia acertadamente el fracaso "en el ojo ajeno" - el del marxismo -, pero no es capaz de percibirlo "en el propio". La expresión suscita poderosas dudas ¿Se tratará realmente del "propio ojo", o se están confundiendo discursos y actitudes disímiles, ajenos al cristianismo a pesar de la observancia de las 'formas externas'? Para muchos ciudadanos y creyentes se trata de un asunto altamente discutible, por decir lo menos. Para muchos, las posturas de personajes controvertidos como el interlocutor de Ghibellini tienen poco que ver con el espíritu del cristianismo y mucho con cierta política tradicionalista y represiva, claramente contraria a los ideales de pluralismo, autonomía y justicia universal propios de la cultura democrática. Lamentablemente, las personalidades autoritarias no son monopolio del ámbito político, los encontramos a menudo en el mundo de la empresa, y también – a veces – en los espacios religiosos. No obstante – incluso yendo más allá del caso puntual - las actitudes abiertamente hostiles contra los Derechos Humanos – y los organismos que los defienden -, la simpatía respecto de dictadores (como Fujimori, Pinochet o Franco), un peculiar modo totalitario de entender el sentido de la educación universitaria, no son en absoluto compatibles con el mensaje del Evangelio. F.M. Cornford decía que plantear un ideario en que se sostenía que no sólo de pan vive el hombre podría resultar utópico. Es en cierto sentido contracultural, en el sentido que va contra el sentido común del presente, concentrado en la productividad y el consumo como fuentes de felicidad y realización humana. En efecto, valorar la perspectiva cristiana es nadar contra la corriente en nombre de un Reino de radical humanidad y justicia. Eso lo sabemos quienes nos identificamos con el ethos cristiano sin renunciar al pensamiento crítico y a la autonomía del individuo (valores que echan raíces en la tradición profética judeo-cristiana). Si se quiere discutir el cristianismo, es preciso remitirse al Evangelio, o al testimonio de hombres de justicia como Tomás Moro, Bartolomé de las Casas e Ignacio de Loyola. Pero las rancias veleidades metafísicas, la proximidad frente al poder o la tentación del “pensamiento único” nada tienen que ver con el mensaje de Jesús de Nazaret. Todo lo contrario.

viernes, 28 de marzo de 2008

SOBRE EL "DEBER DE MEMORIA"


Gonzalo Gamio Gehri


La lucha ético – política por preservar la memoria de la violencia sufrida – en pos del cumplimiento de las exigencias de la justicia y de las condiciones de la reconciliación - es siempre desigual, casi contracultural. El manejo de la “normalidad política” tiende a propiciar el olvido, a dejar atrás el clamor de las víctimas y a atender la agenda del presente: la administración de los recursos públicos, la influencia en el juego de intereses de las fuerzas políticas, las demandas de los electores de hoy (y los de mañana). Las voces de los que ya no están han sido acalladas por los afanes del ahora. Se requiere del ejercicio de una fuerza peculiar para vindicar el recuerdo de las víctimas. Alain Finkielkraut describe agudamente esta dura realidad - la 'natural' tiranía del presente - cuando sostiene que “olvidar es obedecer, olvidar es seguir el movimiento. El pasado, en cambio, debe ser tomado por la manga como alguien que se ahoga. Lo que ha sido no tiene en el ser sino el lugar que le damos”[1]. Finkielkraut se refiere fundamentalmente a la necesidad de evocar la Shoah, Auschwitz, la "Solución Final"; nos señala con razón que tras sesenta años de historia posterior al Holocausto, conviene recordar los horrores del nazismo para evitar que la humanidad sufra nuevamente los males del genocidio y la discriminación étnica. A esta exigencia la llama - siguiendo a Primo Levi - el deber de memoria. Nosotros, que tenemos los sucesos de Accomarca, Chuschi y La Cantuta casi a la vuelta de la esquina, casi hemos cedido a la tentación de debilitar o reprimir la memoria.
El actual gobierno - y con él, la mayoría de fuerzas políticas en el espacio público - ha desatendido sistemáticamente el deber de memoria en el Perú. Buena parte del sector empresarial en el Perú, de la prensa - así como una minoría jerárquica dentro de la Iglesia Católica - han seguido con indiferencia, y a veces con explícita hostilidad, el trabajo por los Derechos Humanos en nuestro medio. El caso de la feroz campaña difamatoria emprendida por la prensa fujimorista en contra de la CVR constituye un claro ejemplo de tal nociva actitud. De este modo, las víctimas han sido prácticamente condenadas - una vez más - a la invisibilidad social. Sólo algunas universidades, algunas instituciones de la sociedad civil y ciertas comunidades católicas y evangélicas (sin mayor representación en los organismos jerárquicos eclesiales) han asumido este valioso compromiso de ir en contra de la corriente, por razones de justicia. Su testimonio fortalece nuestra esperanza, a pesar de la indolencia de las "élites".

¿En qué sentido la recuperación de la memoria de la violencia vivida constituye un imperativo ético y político, que nos impulsa a ejercer una suerte de resistencia cívica respecto a las “políticas de olvido” implícitas en la conducta pública de quienes ejercen funciones de Estado en la actualidad? ¿En qué medida el compromiso con este imperativo constituye una condición para la reconstrucción de una vida democrática? ¿Cuáles son los espacios en los que dicha resistencia democrática puede ejercerse? ¿Qué puede aportar la cultura política para el planteamiento y desarrollo de esta tarea? Estas son preguntas que necesitamos formular y discutir en los espacios públicos con los que contamos, en nombre de las víctimas inocentes del conflicto armado interno, en nombre de las demandas de justicia, reparación y democracia que aun plantean muchos conciudadanos, a pesar de la indiferencia de muchos políticos y "líderes de opinión". “Resistencia”, “recuperación de la memoria”, son expresiones que han sido por lo general asociadas a un discurso de vanguardia. No es este el caso. Este es precisamente uno de los más gruesos malentendidos que han acompañado a la discusión pública en torno al Informe Final de la CVR, que es un documento de carácter transicional, que promueve la reconstrucción de las formas de vida democráticas en el país. Una de las tesis centrales de mis intervencioes en este blog y en otros medios es que la recuperación pública de la memoria y la lucha ciudadana contra la exclusión constituyen elementos fundamentales de la cultura política liberal. La desidia de nuestros "hombres de Estado" - y la de no pocos "hombres de empresa" y ciertos "hombres de Iglesia" - frente a las políticas de memoria y reparación revelan una raquítica cultura de la inclusión en el Perú (convergente con la ideología pretendidamente "aristocrática" - cultivada por nuestras "élites" - típicamente conservadora y neocolonial). Siendo la mayoría de los muertos y desaparecidos en el conflicto armado habitantes de la periferia del pequeño y mezquino "Perú oficial", las exigencias de verdad y justicia resuenan debilmente en los oídos de nuestra "clase dirigente". No obstante, la observancia de tales exigencias constituye una condición esencial para una genuina democratización del país. Los ciudadanos tenemos una gran responsabilidad frente al éxito o el fracaso de estas (decisivas) tareas pendientes.


[1] Finkielkraut, Alain “¿Hay un deber de la memoria?” en: Una voz viene de la otra orilla Buenos Aires, Paidós 2002 p. 11.

jueves, 27 de marzo de 2008

MODERNIDAD, RELIGIÓN Y ESCEPTICISMO. LAS RAZONES DEL "ECLIPSE"*



Gonzalo Gamio Gehri


En términos ideológicos, la cultura moderna – al menos en una de sus versiones más influyentes - se ha definido a sí misma como una civilización post-religiosa. En ella, el centro de gravedad en lo relativo a la configuración y justificación de las creencias – trátese del conocimiento de la realidad, de la conducción de la vida o de la construcción de la identidad – se ha desplazado del discurso teísta y de la experiencia comunitaria hacia el reino de la libertad subjetiva. Es hoy el individuo (entendido como elector racional o como sujeto de emociones) la genuina fuente de certezas en torno al sentido de la realidad, sus instituciones y valores. La famosa expresión de Kant acerca de que la esencia de la Ilustración consiste en la emancipación del “tutelaje” de la razón individual resuena una y otra vez en los oídos de los teóricos de la modernidad. La nuestra es la autoproclamada civilización de la Libertad, cuyo acto fundacional ha sido la declaratoria de guerra contra toda forma de superstición.

En muchos casos, el surgimiento y desarrollo de la modernidad han descrito un movimiento efectivamente liberador. Por poner tan sólo dos ejemplos, la nueva ciencia médica ha logrado efectivamente vencer enfermedades que otrora eran consideradas incurables y letales. En otro ámbito de la vida, la cultura contemporánea de los Derechos Humanos ha generado conquistas sociales importantes en materia de vindicaciones de la dignidad incondicional de la persona, así como ha configurado formas institucionales de control democrático del poder político. Estos y muchos otros fenómenos han implicado el severo cuestionamiento y el abandono efectivo de una gran cantidad de prejuicios y creencias infundadas. No obstante, la tesis de la “moderna liberación de la religión” encierra no pocos malentendidos teórico – prácticos respecto a la especificidad de la experiencia y la cultura religiosa, en especial en torno al carácter crítico de una genuina conciencia de la religión. Podría sostenerse sólidamente que la experiencia religiosa busca ante todo desmantelar las cuestionables imágenes de autosuficiencia humana –las figuras de nuestro moderno antropocentrismo - de manera que los agentes finitos puedan situarse en un mundo vivo que aún genera asombro y perplejidad, un mundo que aun nos interpela y remece nuestros modos de saber y creer. Esta pretensión es, sin lugar a dudas, radicalmente desenmascaradora. “Cuando se comenta la difícil situación del espíritu religioso – señala con agudeza el teórico social Christopher Lasch – se suele tratar a la religión como una fuente de seguridad, intelectual y emocional, no como un desafío a la complacencia y al orgullo”1. La religión también puede constituirse en un relato emancipador.

La modernidad ha engendrado sus propios mitos. La idea de una techné que pudiera hacer del hombre un ser inmune a las contingencias de la vida, a la acción imprevisible de la Fortuna (tyché) y a la fragilidad constitutiva de sus capacidades de cálculo y deliberación es un tópico ilustrado de larga data[1]. La religión – en tanto experiencia y reflexión - le devuelve, en contraste, la conciencia de su ineludible finitud e inscripción en un horizonte mundano - vital. Le recuerda al hombre concreto que la fuente originaria del saber y de la acción no se halla exclusivamente en sus facultades cognitivas, y que no está exenta de misterio. En ese sentido, el talante desenmascarador no es en absoluto privilegio de la Ilustración y de su ciencia; antes bien, la religión revela ángulos importantes y esenciales del proceso de desmitificación, cuando éste se extiende al sujeto mismo que emprende la actividad crítica. En un sentido fundamental, la experiencia religiosa combate la hipertrofia del yo. En sus Ejercicios Espirituales, San Ignacio de Loyola consideraba que el Principio y Fundamento del camino hacia la experiencia de Dios consiste en el reconocimiento de la propia condición de criatura situada en medio de la infinitud de Dios y de la grandeza de su obra[2]. El creyente se pone así en presencia de un poder misterioso que conmueve, desconcierta e incluso avasalla sin remedio. El hombre – a la luz de esa experiencia – aparece como un ser vulnerable y necesitado, llamado gratuitamente a la vida, sostenido desde todo punto de vista por la gracia de su Creador.

Pero esta experiencia no deja las cosas como estaban. Ni el yo ni el mundo ordinario pueden quedar intactos bajo esta nueva perspectiva, radical en tanto remueve las raíces mismas de nuestro ser en el mundo. Llegar al umbral espiritual del Principio y Fundamento exige un proceso de desmontaje de aquellas “certezas inmediatas” que nos brindan una imagen falsa de autosuficiencia o de omnipotencia teórica o práctica. Cuando en el relato Bíblico se le permite a Jacob lograr la victoria sobre lo divino, el ángel derrotado hiere al hombre en el muslo, dejando esta lesión como un indeleble recuerdo de la ineluctable fragilidad de lo humano (Génesis 32, 25 – 26). Para el ser humano que no ha perdido su sentido de criatura, esta conciencia de su vulnerabilidad y finitud atraviesa todos los aspectos de su existencia, sus modos de ser y de pensar. Las creencias fundadas en las capacidades de la conciencia se hacen añicos frente al ímpetu negador del espíritu religioso, que sospecha de todo “saber” que pretenda ser “meramente humano”; este espíritu cuestiona toda “verdad” que fuese exclusivamente epistémica. Es por ello que el escepticismo constituye la actitud filosófica más consistente con la forma de vida centrada en los misterios de la experiencia de Dios. No se trata del escepticismo que considera imposible todo criterio de verdad – como es el caso del pensamiento que ha sido atribuido (de un modo por demás discutible) a Pirrón y a Sexto Empírico – sino más bien del hábito sistemático de considerar críticamente, de sobrepasar a través del “duro trabajo de lo negativo”[3], las vanas pretensiones del sujeto por afirmar su absoluta esencialidad en la constitución del sentido, supuestamente definitivo e inmutable, del saber o del obrar.

Este peculiar escepticismo justifica su actitud en el hecho de que, ante sus ojos, la verdad no aparece propiamente como un discurso, una doctrina (“ideológica”, “científica”, ni siquiera “religiosa”) o un sistema de pensamiento. Antes de entregar a Jesús a los judíos para su crucifixión – según un célebre pasaje del evangelio de Juan - Pilatos le confronta y le pregunta “¿Qué es la verdad?” (Juan 18, 38). El silencio de Jesús frente a la interrogante del gobernador de Palestina es bastante elocuente. Su actitud no constituye una evasión: es ella misma una respuesta. La verdad no resiste una formulación teórica, no consiste en un concepto que puede ser aprehendido o un conjunto de enunciados acerca de cómo son las cosas, a la manera de la teoría de la correspondencia entre los objetos del mundo y el intelecto. El silencio mismo señala - nos “dice” – que la verdad no es una episteme, un sistema fijo de conceptos que puedan “asirse”, una concepción de las cosas que pueda generar certezas indubitables en la mente (o en el “alma”). La verdad es una forma de vida, una manera de estar en el mundo y de actuar en él, es una práxis. Es en este sentido que puede entenderse la declaración de Jesús de ser “el Camino, la Verdad y la Vida”. El concepto es algo que la mente captura, controla, domina; no descubriremos allí asomo de infinitud. La verdad es ante todo una manera vivida – abierta - de entrar en contacto con los otros, no la encontraremos en la densa gramática de los enunciados metafísicos y teológico -especulativos.

Martin Buber, notable filósofo de la religión, ha señalado en sus investigaciones en qué medida el camino del concepto puro distorsiona gravemente la posibilidad del camino de la re-ligión. A lo largo de toda su obra, defiende la idea según la cual la experiencia religiosa constituye un encuentro dialógico con Dios, quien se revela como un Tú con el que el agente puede entrar en contacto, un encuentro análogo al que tiene lugar cuando dos personas entran en auténtica comunicación; de hecho, no es posible el diálogo con el Supremo Tú para el que no ha tenido la experiencia de un genuino contacto interhumano[4]: en el encuentro con los otros finitos se prefigura y anticipa el contacto con el Tú Divino. En contraste, en el sendero de la metafísica se profundiza – a través del pensamiento puro - en la relación entre yo y ello, concebido como una cosa, trátese de un objeto de percepción, de un útil o de un concepto[5]. El saber pragmático – instrumental, la ciencia y el pensamiento especulativo corresponden al camino metafísico. En su peldaño más alto, este camino conduce a la comprensión de lo universal a través del progresivo abandono de la perspectiva de la experiencia ordinaria. No obstante, este resultado tiende a borrar los contornos y las determinaciones de aquello que justamente es relevante para la religión: las dimensiones concretas – narrativas, somáticas, históricas y sociales - del encuentro vivido, encarnado, entre Yo y Tú. En sentido estricto, el encuentro dialógico con Dios constituye lo religioso. En esta línea de pensamiento, aun la investigación racional de las “esencias” (en sus facetas metafísica y teológico - dogmática) representa la observancia rigurosa de la correlación yo – ello y un franco, aunque a menudo involuntario, alejamiento del horizonte propio de la experiencia religiosa.

El privilegio de la perspectiva metafísica y sus desarrollos tecnociéntíficos en el seno de la cultura moderna sobre el elemento interhumano oscurece la posibilidad misma de la experiencia religiosa y con frecuencia impide que el hombre concreto vislumbre con claridad su relevancia para la vida humana. Buber caracteriza nuestro tiempo en términos de la experiencia de la “ausencia de lo divino”, como la época del eclipse de Dios. La vocación moderna por el hallazgo de “certezas” centradas en las facultades cognitivas del individuo cuestiona severamente cualquier aproximación religiosa al misterio de lo Divino. Cuando, por ejemplo, el problema “religioso” que nos inquieta es la determinación racional de las condiciones de la existencia de Dios – incluso en el sentido “clásico” de la “teología natural” -, entonces estamos verdaderamente fuera de la perspectiva de la religión: andamos buscando un andamiaje conceptual, un criterio de conocimiento de lo absoluto, no anhelamos un Dios que conmueva nuestro espíritu o estremezca los cimientos de nuestro mundo significativo. Se trata de algo que no genera conflicto ni sobrecogimiento, algo con lo que no podemos luchar ni podemos amar. Entonces estamos en medio del eclipse. Como en el eclipse de sol, algo se ha interpuesto entre Dios y nosotros, impidiendo su visibilidad, obstaculizando la percepción de su presencia en nosotros y su irrupción en nuestro mundo ordinario. Lo que acontece en nuestra situación es la oclusión de nuestra experiencia de Dios y no necesariamente – como a veces se pretende – la oclusión de Dios, o su “muerte”. “Que el sol se eclipse “advierte Buber “es un acontecimiento entre él y nuestros, ojos, no algo que sucede dentro del sol mismo”[6].

Un eclipse de Sol es un fenómeno natural que se genera y revierte por la acción de fuerzas que responden a una legalidad – o mejor, a una necesidad - que el hombre ha aprendido a conocer y explicar por medio de la ciencia. Es posible calcular con precisión cuando el eclipse tiene lugar, cuando se inicia y cuando efectivamente culmina. En contraste, el eclipse de Dios es un fenómeno humano que cobra sentido no en el mundo de la causalidad sino en el de la libertad: un fenómeno que involucra al hombre en el pensamiento y en el corazón. Resulta claro que el cuerpo que hemos puesto entre Dios y nosotros es el hombre mismo, concebido como ser omnipotente e ilimitado; hemos colocado entre Él y nosotros una cierta manera de concebirnos a nosotros mismos y a nuestros deseos e intereses, el conjunto de imágenes “certeras” que proclaman la autotransparencia y objetividad de nuestras facultades cognoscitivas y nuestra capacidad de control instrumental sobre el mundo natural y social. Desde la óptica de la experiencia religiosa, hemos usurpado el lugar de Dios, ungiéndonos a nosotros mismos como señores del universo y electores imparciales de principios de eficacia o justicia, o incluso – desde sectores conservadores, tradicionalmente “religiosos” - como “supremos intérpretes” del Plan de Dios y su mensaje[7], convirtiendo a Dios en una especie de máscara de nuestro propio arbitrio y anhelo de control social. Es nuestra autosuficiencia teórica y práctica la que ha configurado las condiciones de este complejo eclipse espiritual. No obstante, este es un fenómeno reversible, pues se rige bajo principios diferentes a los de la causalidad física. Apela a nuestra voluntad y a nuestra responsabilidad como agentes éticos, a nuestro anhelo y esfuerzo por recuperar el encuentro con el Tú. Se trata de un proceso histórico contingente que, habiendo tenido un inicio, podría tener un final, rehabilitando así la posibilidad de una genuina experiencia religiosa.




*Este texto corresponde a la primera sección de mi artículo "Ética y eclipse de Dios", que ha sido publicado en Sal Terrae Nº 91, Julio – Agosto 2003 pp. 559 – 575 . El texto completo ha aparecido asímismo en mi libro Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007).


NOTAS.-

1 Lasch, Christopher La Rebelión de las élites Barcelona, Paidós 1996 p. 206.
[1] He discutido esta tesis en Gamio, Gonzalo “Ética, contacto humano y utopía tecnológica” en: Miscelánea Comillas Nº 60 Madrid, UPCo 2002 pp. 515-543.
[2] Ignacio de Loyola EE 23.
[3] En el sentido (neo)hegeliano de la “negación determinada”. No el escepticismo absoluto, próximo al nihilismo, si no más bien la actitud de permanente sospecha frente al saber aparente. Cfr. Hegel, G. W.F. Fenomenología del espíritu México 1987.
[4] Cfr. Buber, Martin Diálogo y otros escritos Barcelona, Riopiedras 1997.
[5] He incorporado el uso de la expresión “el camino de la metafísica”, allí donde Martin Buber utiliza “el camino de la filosofía”. A mi juicio, Buber va demasiado lejos al identificar el ejercicio de la filosofía con la exploración de la dualidad sujeto – objeto. Esta idea es aplicable a lo que Heidegger denominaba el “proyecto metafísico” y su carácter onto – teológico, pero no parece hacer justicia al sentido de la actividad filosófica después del giro lingüístico y el rechazo del paradigma de la conciencia. Tanto la filosofía postanalítica como la hermenéutica y la fenomenología insisten en el carácter dialógico – intersubjetivo de la racionalidad, y destacan la dimensión práctica de la verdad que he señalado supra.
[6] Buber, Martin Eclipse de Dios Salamanca, Sígueme 2003 p. 55.
[7] Buber advierte sobre la tentación objetivista y fundamentalista - poco religiosa poco religiosa en realidad -de algunas ortodoxias religiosas, que pretenden para sí mismas el monopolio de la verdad. Señala que no entiende por religión “la enorme cantidad de afirmaciones, representaciones y manifestaciones a las que habitualmente se les da este nombre – hechos estos a los que los hombres anhelan a veces más que al mismo Dios - sino que la religión esencialmente es el mismo hecho de aferrarse a Dios. Y esto no debe significar aferrarse a la imagen que nos hemos construido de Dios, ni tampoco aferrarse a la fe en Dios que hemos concebido, sino que debe significar aferrarse al Dios que existe”. Ibid., p. 145.

viernes, 21 de marzo de 2008

EL SERMÓN Y EL CONCILIO: NO OLVIDEMOS VATICANO II Y APARECIDA


(A PROPÓSITO DEL "SERMÓN DE LAS SIETE PALABRAS")




Gonzalo Gamio Gehri




Ya que estamos hablando de cuestiones religiosas, tengo que confesar que suelo ver cada Viernes Santo el célebre Sermón de las tres horas. Más de uno se preguntará porqué. Son dos las razones. La primera, porque, como creyente, me interesa escuchar a quienes la "Iglesia oficial" confía tan importante misión pastoral y teológica, aún a sabiendas de que los encargados de tal misión son inequívocamente sacerdotes de una línea tradicionalista, con la que honestamente yo no me identifico (y con la que discrepo cordialmente). Segundo, porque he dedicado muchos años de mi vida a la formación de los futuros sacerdotes - en mi condición de profesor de filosofía - y por ello mismo me interesa ver el estado del discurso teológico en el Perú. Tantos años de diálogo racional (y a veces de 'esgrima conceptual') alguna consecuencia habrá tenido. Es duro constatar que, últimamente - más allá de contadas e importantes excepciones -, cuanto más joven es el sacercdote seminarista, más conservador es. La enseñanza en los seminarios parece haberse endurecido (casi exclusivamente neotomismo, y muchas veces de manual). Pero - más allá de eso - se trata de un fenómeno que no puedo explicar.
Nuevamente, esta es sólo mi opinión como creyente de a pie, y nada más. Esperaba encontrarme con lo mismo de otros años. Una espiritualidad sacrificial exacerbada - tipo Mel Gibson -, el paralelo entre la "sed física" y la "sed espiritual", algunos discursos con fuerte carga emotiva, etc. Todo eso estuvo allí, qué duda cabe. También un durísimo discurso final que nos instaba a recuperar el "tesoro moral" de las tradiciones de nuestros abuelos - el luto general de las mujeres en estas fechas, etc. - "como podrían atestiguar", estoy citándolo, "los mayores de sesenta años" (revelador dato, que nos remite a los tiempos preconciliares, de mantilla, órgano y misa en latín). Encontramos también algunas alusiones superficiales a la conducta de la juventud "que camina sin pastor", o advertencias acerca de las minorías con poder que "pretenden diseñar la sociedad". Como esperaba, no hubo ninguna alusión al tipo de espiritualidad proveniente del magisterio de Juan XXIII y el Vaticano II, que yo reconozco como un genuino e irrenunciable "tesoro moral", desde el punto de vista del contenido: diálogo con el mundo moderno, ecumenismo, presencia mayor del laico en la vida de la Iglesia, opción por el pobre, libertad religiosa. No se podía pedir demasiado. A mí, y a las personas que vieron conmigo el Sermón por T.V., nos parecío muy extraño y bastante cuestionable que se sacara fuera de fecha - y para esta ocasión - la imagen del Señor de los Milagros ¿Con qué objetivo?: más de uno percibió cierta manipulación en esta actitud, la intención quizá de convocar un mayor auditorio que por sí mismo el evento convocaría. Es un hecho que habría que analizar (o que explicar).
Pero me encontré con algunas intervenciones deplorables (todas situadas en un plano hermenéutico anterior al Vaticano II). Quisiera plantear sólo un ejemplo. Siempre me ha parecido particularmente relevante la cuarta palabra - Dios mío, Dios mío ¿Por Qué me has abandonado? -; considero ese pasaje una expresión de conflicto clara en la vivencia de Jesús, una sensación de vacío aún bajo la completa convicción de estar encarnando intensamente su mensaje de amor y compromiso con el prójimo. Me parece un pasaje de poderosa humanidad y espiritualidad. Chesterton - un devoto intelectual católico quien escribió sobre Santo Tomás y San Francisco de Asís - señalaba en su obra Ortodoxia que esa frase expresaba con toda su fuerza la compenetración del cristianismo con el hombre: incluso el Hijo de Dios experimenta en cierto sentido y bajo ciertas condiciones la 'ausencia de Dios'. Sin embargo, el comentarista de la jornada de hoy - la verdad no recuerdo su nombre, sólo la indicación que se trataba de uno de los formadores del seminario limeño - improvisó un discurso teológicamente insustancial (y filosóficamente nulo) que banalizó tristemente un pasaje bíblico de extraordinaria significación para el cristiano. El importante problema de la teodicea - capital para la interpretación del pasaje - ni se asomó por allí. A sus ojos, Cristo está sencillamente recitando un Salmo - el Salmo 22, efectivamente - por lo que está reforzando su fe (no dudando, ni experimentando desesperación), a la vez que nos alienta a rezar. Son su palabras. Señaló que ante la experiencia del dolor no debíamos culpar a los sistemas y a las estructuas, sino al pecado, generado en el corazón de cada individuo. Un dato curioso: el orador citado narró asímismo diversas anécdotas de contenido edificante, en las que era una constante que los laicos con los cuales dialogaba le llamaban "padrecito", en una clara actitud de asimetría y paternalismo. En realidad, tanto la forma como el fondo del discurso parecían revelar que el público receptor del mismo estaba conformado - a juicio del orador - por seres en un permanente estado de minoría de edad.
Más allá de la verdad de perogrullo de que "cada uno tiene su estilo" (también en el ejercicio pastoral, evidentemente), este discurso retro, edulcorado y bajo en calorías conceptuales - claramente preconciliar - constituye un buen ejemplo de lo que la mayoría de los laicos comprometidos del siglo XXI no queremos escuchar sin hacer preguntas o emitir opinión. Queremos un mensaje que apunte más a nuestras mentes y menos a nuestras glándulas lacrimales. Queremos que se nos reconozca una presencia mayor en la Iglesia que amamos, no sólo como personas que se "dejen guiar" por sus pastores, sino como interlocutores reales, agentes autónomos que piensan por sí mismos. Los laicos no somos "mera tropa", sino parte fundamental del Pueblo de Dios.
Conocemos el Magisterio de Paulo VI y Juan Pablo II, en el que se hablaba de estructuras de pecado, por tanto, la violencia y la injusticia deben ser abordadas desde las voluntades individuales que las generan y desde los sistemas sociales que las promueven. Eso no es "sociología" o "marxismo" sino doctrina social de la Iglesia (en ese sentido, el discurso del presbítero / formador del seminario citado estaba claramente desfasado y era evidentemente tendencioso). Los documentos de Medellín, Puebla y Aparecida han continuado el legado de ambos pontífices, en una línea que el propio Benedicto XVI ha promovido en su discurso ante el último CELAM. Ese espíritu entronca con el trabajo de los profetas y con la enseñanza del propio Evangelio. De modo que estos entusiastas oradores no deben pretender darnos gato por liebre. Y si se mantienen en esta pretensión, habrá que debatir fraternalmente con ellos, con los textos en la mano.
Sería profundamente inspirador retomar - quizá primero en pequeña escala, desde nuestro medio y desde nuestra experiencia local - el ejemplo y los retos planteados por el Concilio Vaticano II. El documento de Aparecida constituye un importante material de trabajo en esa dirección. Queremos una Iglesia profética que dialogue con el mundo moderno y encuentre en el laico un actor fundamental. No tiene sentido volver atrás.

miércoles, 19 de marzo de 2008

CRISTIANISMO ES ENCARNACIÓN



(A PROPÓSITO DE LA SEMANA SANTA)



Gonzalo Gamio Gehri




"Examínenlo todo y quédense con lo bueno”
(Tesalonicenses 5, 21)



Quisiera decir un par de palabras sobre el cristianismo, aprovechando estos días que los cristianos plantean como un tiempo de reflexión. Lo que siguen son mis impresiones personales sobre una compleja cuestión religiosa. No soy teólogo - ni pretendo serlo - y sólo deso someter estas impresiones al trabajo de una reflexión más detenida, sin mayor autoridad que la del ciudadano que emite una opinión sobre un tema importante. Algunos sabrán que soy católico – un católico autocrítico, según la sabia recomendación del creyente Chesterton: quitarse el sombrero en el templo, pero nunca la cabeza -, que se plantea como un reto personal la interacción libre y dialógica entre el contenido de su fe - que invita a "examinarlo todo" - y su irrenunciable vocación por la filosofía (no necesariamente la conciliación que proponen a su manera Tomás de Aquino y las encíclicas, sino la articulación que pueda lograrse desde una búsqueda personal de sentido que quiere nutrirse por igual del Evangelio y del pensamiento autónomo.)

Si una cosa tengo clara respecto del mensaje de Jesús es que se trata de un mensaje de encarnación. El cristianismo narra el ingreso de Dios al horizonte del tiempo y la vida de los seres humanos, con quienes entabla amistad. El ejemplo del propio Jesús, que predica el amor incondicional y el perdón – incluso al enemigo – bajo la figura del anuncio del Reino de Dios, lo lleva a enfrenta al poder sacerdotal de su época, que impone un formalismo ritual sin justicia ni compasión. La exigencia veterotestamentaria “¡misericordia quiero, y no sacrificios!” marca la pauta de las enseñanzas de Jesús. El compromiso con Dios se revela en el compromiso con el ser humano.

Este conflicto llevó a Jesús a padecer muerte de cruz, una muerte que suponía terribles dolores y la exposición a la humillación pública fuera de las fronteras de la comunidad. Recibió la muerte de un hereje. Es que, mientras los fariseos insistían en examinar la “pureza doctrinal” de los judíos (obediencia a la autoridad, observancia del šabbāt, etc.), Jesús manifestaba un escaso interés en la ‘ortodoxia’. Recuérdese el episodio del soldado romano, quien le pide que atienda a uno de los suyos, añadiendo luego: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarlo”. Esta manifestación total de confianza deja admirado a Jesús, quien comenta que en el pueblo de Israel no había encontrado una fe tan grande. Declaración interesante, porque no alude a la “doctrina religiosa” del soldado, sino a su disposición a la acción del amor. El centurión romano era un pagano, un creyente en múltiples dioses representados en ídolos y que rendía culto a sus ancestros caracterizados en pequeñas efigies. Sin embargo, Jesús deja atrás esas consideraciones relativamente superfluas y observa directamente el corazón del individuo, su capacidad de compromiso con el otro (particularmente el que sufre, padece injusticia, etc.). Este modo de pensar está cabalmente expresado en la parábola del Juicio – Mateo 25 -: quienes se convierten en auténticos merecedores del Reino son aquellos que dieron de comer al hambriento, fueron a visitar al enfermo o al preso. La ‘ortodoxia’, la “pureza doctrinal” no son motivo de salvación.

La encarnación es un elemento medular del cristianismo que muchos cristianos tienden a olvidar. No alude solamente a la kénosis divina, sino también a la disposición de los seres humanos a ingresar en los asuntos del tiempo para comprometerse con la causa del amor, la paz y la justicia. Lamentablemente, no siempre entendemos el ethos cristiano de esta forma. Hay quienes están más preocupados por abandonar este mundo que orientarse en él conforme a las exigencias del Reino - pese a que el propio Evangelio señala: “Y sepan que el Reino de Dios está en medio de ustedes” (Lucas 17, 21) -. Aquí y no sólo allá. Vivimos es un tiempo en el que no provoca ya sorpresa que una autoridad religiosa se exprese de manera ofensiva sobre los Derechos Humanos y las instituciones que los defienden, o que algunos teólogos tradicionalistas consideren a priori que la tesis de la opción preferencial por los pobres es mera “sociología". Algunos cristianos reconocen la presencia de Jesús en el sagrario, pero no son capaces de descubrirlo en el rostro de las víctimas inocentes de la violencia y la injusticia (p.e., el encono de un sector minoritario de la Iglesia frente al Informe de la CVR). Estas situaciones nos llevan a pensar que - hoy más que nunca - cabe recordar el lugar central que posee el principio de encarnación en el espíritu del cristianismo. No olvidemos la llamada la atención paulina, planteada precisamente desde esta preocupación por lo kenótico: “amigos galileos ¿Qué hacen ahí mirando al cielo?” (Hechos 1, 11).

martes, 18 de marzo de 2008

SABIDURÍA, CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO Y MEMORIA: APUNTES SOBRE EL PENSAMIENTO GRIEGO


Gonzalo Gamio Gehri
Desde sus orígenes, se ha asociado la filosofía con el anhelo de verdad, con la búsqueda de sabiduría a través del trabajo de la razón . El término griego lógos significa al mismo tiempo lenguaje y razón. La idea básica de un “camino de la sabiduría” está asociada a la presencia ineludible del lenguaje y de la razón (el discernimiento, el pensamiento) en toda vida que pueda considerarse significativa o dotada de sentido. Sin el recurso al lenguaje y a la razón no es posible hablar de sabiduría. Voy a asumir un concepto amplio de ‘lenguaje’ – siguiendo una impronta fenomenológica -, de modo que no me referiré con este término únicamente al lenguaje verbal, sino a cualquier forma organizada de comunicación (ya veremos que el silencio como tal no es simplemente ausencia de lenguaje; el silencio nos dice algo, o pretende hacerlo; se guarda silencio en determinadas situaciones por razones que nos es posible interpretar y conjeturar). Me permitiré asimismo formular algunas ideas sobre el concepto de descubrimiento, provenientes del pensamiento griego. Una de las primeras aproximaciones que podríamos desarrollar sobre el problema del “camino de la sabiduría” - sobre “los caminos de la sabiduría”-, es el tema de la verdad. Por lo general, la sabiduría se entiende como una disposición de proximidad hacia la verdad, como búsqueda, o en otros casos (en los cuales la sombra de la sabiduría se va difuminando, como trataré de argumentar más adelante) en términos, de “posesión” de la verdad.

Cuando nos referimos coloquialmente al concepto de verdad, solemos entenderlo en términos de correspondencia con la realidad. Esta es la famosa definición escolástica de la verdad como adecuación entre las cosas y el intelecto. Si mis pensamientos corresponden a los objetos extramentales a los que se refieren, entonces puedo decir que son “verdaderos”. Esta concepción del conocimiento ha marcado toda una tradición metafísica y teológica, presente en el medioevo y también en la cultura moderna, una visión que ha determinado nuestro sentido común respecto a la cuestión de la verdad. No obstante, cuando evocamos “los camino de la sabiduría” de los primeros maestros griegos y hebreos, nos remitimos a una comprensión más antigua de la verdad, que poco o nada tienen que ver con estas consideraciones metafísicas sobre la correspondencia. Voy a ocuparme brevemente del concepto de verdad en estas dos venerables tradiciones para alejarme de esta intución metafísica y recoger algunas ideas más originarias sobre el tema de la verdad. En el pensamiento griego verdad es aletheia y en el pensamiento hebreo es emeth. Ambos conceptos nos remiten a cierta manera de interpretar la vida humana y de esclarecerla frente al misterio de lo infinito.

En esta ocasión voy a concentrarme en la concepción griega de verdad. Aletheia esta compuesta por a (“no”, una negación) y lethe (“ocultamiento”, “olvido”). Literalmente aletheia significa “desocultar”, descubrir, quitarle a algo el velo que lo cubre, en ese sentido mostrar lo que ese algo es, echar luces sobre la realidad que se hallaba oculta, esa realidad hasta ahora invisible se revela hacia la luz. Alude asimismo al acto de arrancar esa realidad del olvido. Aquí se nos muestra que hay una exigencia ética fundamental implícita en el concepto de aletheia: recordar, hacer memoria en torno al sentido de las relaciones humanas (tanto en Hesiodo como en Sófocles esto es fundamental). Solamente podemos comprender el sentido de nuestras prácticas si recordamos, si nos remitimos a los orígenes, tiempos en los que los seres humanos establecían relaciones de moderación y justicia entre sí. El poeta hacía memoria para recordarles a los hombres la medida correcta en sus relaciones, esto es, la justicia[1]. En el pórtico del templo de Apolo en Delfos, podían leerse dos inscripciones: una decía “conócete a ti mismo” - esta frase se convirtió posteriormente en el fundamento socrático de la filosofía -; la otra decía “no demasiado”. Ambas inscripciones tienen que ver con la búsqueda griega de la ‘medida humana’, con la preocupación por el cultivo de la moderación en los diferentes contextos de la vida humana. Ambas inscripciones nos dicen “recuerda que eres un mortal”. En ese sentido nos advierten acerca de las consecuencias funestas de la hybris, la desmesura. Recuerda que eres finito – señala el mandato délfico -, no pretendas ser como dios. Tanto el mito como la tragedia griega describen una serie de casos en los que algunos personajes olvidaron su ineludible condición de seres finitos y buscaron una proximidad con lo divino que no les correspondía. Uno de los casos más famosos a este respecto es el de Ícaro, el joven hijo del conocido inventor Dédalo. Cuenta el mito que Dédalo e Ícaro consiguen huir del laberinto de Creta, gracias a unas alas que el ingenioso inventor confecciona con las plumas y la cera que encontró en la prisión. El muchacho encuentra la muerte al no escuchar la advertencia paterna de no acercarse al sol – el carro de Apolo -, que finalmente que derrite la cera y deshace las alas. La incapacidad de Ícaro de actuar con mesura – pues no reconoce sus limitaciones finitas, y no mantiene la distancia necesaria frente al dios - es finalmente lo que le cuesta la vida.

La verdad está estrictamente asociada al recuerdo, al descubrimiento de quién es el hombre, y fundamentalmente el reconocimiento de la ineludible finitud de la condición humana. Esto último hace posible que los seres humanos cuenten con una comprensión más esclarecida de sí mismos; también les permite tomar conciencia de cómo podrán acercarse a lo infinito sin sufrir por ello. Una de las características fundamentales del hombre, es su inapelable vulnerabilidad. Necesitamos de la ética, por ejemplo - de una cierta reflexión sobre lo que sea bueno, malo, etc. – precisamente porque somos seres frágiles, porque lo que hacemos con nosotros mismos, lo que hacemos con los demás y lo que los demás nos hacen, genera modificaciones en nosotros (y en ellos), algunas de esas modificaciones son irreversibles, e incluso fatales. Somos criaturas vulnerables y limitadas, nuestra vida es flor de un día y es en ese sentido que necesitamos descubrir una orientación, una dirección conscientemente elegida. Como sabemos, la ética es la disciplina filosófica que se encarga de la búsqueda racional de esa compleja orientación existencial.


[1] Cfr. Giusti, Miguel “Comentarios” en: Hamann, Marita y otros Batallas por la memoria Lima, PUCP / UP / IEP 2003 pp.183 y ss.

domingo, 16 de marzo de 2008

UNA NOTA SOBRE ARISTÓTELES: DELIBERACIÓN Y PLACER, MEDIOS Y FINES


Gonzalo Gamio Gehri


Constituye una presuposición muy antigua – al menos tan antigua como la Ilustración – considerar que sobre el tema de los fines “no hay escrutinio racional posible” en contraste con el examen de los medios, en consonancia con el utilitarismo. Incluso algunos autores han atribuido erróneamente a Aristóteles tal pensamiento[1]. En esta línea de reflexión, el discurso sobre los fines se convierte en irracional, y el tema de la vida buena se opaca. No obstante, Aristóteles considera que lo que es susceptible de deliberación no son solamente los medios, sino aquello que propiamente “cuente como fin” o “pertenezca al fín” (pros tó telón)[2], aquello que hace que los fines puedan ser reconocidos como tales. ¿Cómo discutir sobre los fines (tele)? Aquí se hace presente una operación reflexiva fundamental – en Aristóteles – que implica reconocer qué modos de actuar y qué fines tendrían que ser “necesariamente” considerados como parte de mi vida para que esta pueda ser llamada “buena” o plenamente significativa.

Esta manera de concebir la deliberación en primera persona confronta directamente el modelo utilitarista de razón práctica. No calculamos entre expectativas de placer y dolor, sino que elegimos en función de nuestras distinciones cualitativas, haciendo referencia al modo de vida que queremos (o no queremos) encarnar, de cara a un trasfondo de valoración social. El modelo utilitario supone un universo desarraigado como telón de fondo de la elección racional, de modo que el efecto residual de las tradiciones echa a perder el cálculo, por eso tiene pretensiones apodícticas en lo que respecta a su validez como teoría. Pero no repara en la determinación cultural de los placeres, e incluso se podría decir que sobrevalora el lugar del placer en la reflexión sobre la praxis. Con frecuencia sostenemos que ciertas prácticas son “buenas”, no por que éstas nos produzcan placer, sino porque las reconocemos como buenas en sí mismas. El placer es una consecuencia de ciertas acciones buenas ( y no sólo de ellas), y nunca es independiente de estas; pero en ocasiones el evaluador fuerte tendrá que optar por la alternativa menos placentera en nombre de alguna acción que considera valiosa por sí misma: a veces, el cumplimiento de una acción encomiable puede cancelar toda expectativa de placer futuro[3]. Por ejemplo, el agente se niega a abandonar su puesto en la batalla – en contra de su deseo de vivir, y la posibilidad de acceder a placeres futuros – porque huir constituye, en el contexto de su evaluación, una expresión de cobardía.


[1] Esto ha sido lúcidamente discutido en Wiggins, David “La deliberación y la racionalidad práctica” en: Raz, Joseph El razonamiento práctico México FCE 1986 pp. 267-283; cfr. Nussbaum, Martha La fragilidad del bien Madrid, Visor 1995 revisar el cap. 10 y ” El discernimiento de la percepción.Una concepción aristotélicade la racionalidad privada y pública “ en: Estudios de filosofía (U. de Antioquía) N°11 1995. pp. . 107-166. Una exposición más general sobre la eudaimonía puede encontrarse en Kenny, Anthony “La felicidad” en: Feinberg, Joel Conceptos morales México, FCE 1985 pp. 77 - 93.
[2] Véase Eth. Nic. 1097b14 y ss. y 1112b y ss (y las obras de Wiggins y Nussbaum citadas en la nota anterior) .
[3] Cfr. Eth. Nic. Libr. III, cap. 9. Ver asimismo Nussbaum, Martha La fragilidad del bien op.cit pp. 377 y ss.

CONQUISTAS TERMINOLÓGICAS Y RESISTENCIAS CONCEPTUALES

UNAS PALABRAS MÁS SOBRE LA “IZQUIERDA CAVIAR”



Gonzalo Gamio Gehri



Aunque el tema francamente me tiene un tanto cansado, vuelvo a escribir sobre la absoluta inutilidad teórica del término "caviar", pues no describe ningún objeto preciso: es una palabra que sólo sirve para denigrar al oponente (ni siquiera para cuestionar rigurosamente sus ideas). La extrema derecha no cuenta con cuadros intelectuales – está claro –, pero su prensa difamatoria y mediocre se ha anotado un lanzamiento de tres puntos, dado que algunos buenos escritores progresistas están usando el término (cargando con el conjunto de prejuicios que le subyace): se trata de una auténtica y lamentable colonización conceptual. Estamos asumiendo su vocabulario, y por lo tanto (al menos en parte) sus sentidos implícitos para nuestra percepción y juicio en el plano político.



jueves, 13 de marzo de 2008

EL CULTIVO DE LAS HUMANIDADES Y LA CONSTRUCCIÓN DE CIUDADANÍA


Gonzalo Gamio Gehri


Ayer tuve la oportunidad - y por supuesto el honor - de dictar la Lección Inaugural del año 2008 en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, por encargo de la dirección de dicha Casa de Estudios . El tema elegido fue el de la relación entre ética y humanidades en el contexto de la construcción de una ciudadanía democrática. La tesis central es que una concepción integradora de la ciudadanía exige un compromiso radical con una ética del reconocimiento basada en un sentido universalista de la injusticia y en la experiencia de la empatía. La exploración de la singularidad humana desarrollada por las humanidades constituye el horizonte de dicha visión de la ciudadanía. Aquí puede encontrarse el texto completo de la Lección.

"FULL MONTY", GARCÍA Y LAS IZQUIERDAS (COMENTARIO A UN TEXTO DE JUAN CARLOS UBILLUZ)


Gonzalo Gamio Gehri





¿Es Alan García un auténtico converso al neoliberalismo, o simplemente un "caudillo" oportunista en el juego político?

miércoles, 12 de marzo de 2008

UNA NOTA SOBRE EL PROBLEMA DE LA VIDA BUENA


Gonzalo Gamio Gehri


Para los griegos, la importante cuestión del sentido de la vida se planteaba en términos de qué clase de vida era propiamente buena y mejor desde el punto de vista de los agentes humanos concretos. Se trataba del más decisivo y medular de los problemas éticos. Demos un vistazo a esta importante cuestión conceptual. Empecemos por examinar esquemáticamente la palabra “ética”, con el fin de indagar acerca de cual es su sentido, digamos, filosófico. Ética, como sabemos, Viene del griego ethos. Se trata de un término que posee una gran riqueza semántica, profundamente relevante para el esclarecimiento del objeto de estudio y los alcances de la filosofía práctica.

i.- En primer lugar, ethos significa costumbre, y también carácter. Alude así a los modos de actuar, a los hábitos cuyo ejercicio nos aproxima al bien, es decir, evoca ciertas prácticas sociales cuyo ejercicio le otorga un significado ‘plenamente humano’ a la vida, y por lo tanto la hace “digna de ser vivida” en un sentido intenso. Estoy usando la expresión “plenamente humano” en la línea de reflexión de Hannah Arendt, en el sentido fenomenológico - no esencialista - de aquello que pone en juego de modo excelente las capacidades que hacen de nosotros agentes prácticos encarnados ( no debe ser entendida, en ningún caso, en los términos de una "naturaleza humana inmutable", categoría harto discutible)[1]. Señalaba que también ethos significa “carácter”, y alude en esta perspectiva a las disposiciones de ánimo, a los hábitos emocionales que el agente práctico habría que adquirir a través de complejos procesos educativos para poder acercarnos a aquello que le otorga significación a la vida.

ii.- En segunda instancia, ethos significa - además de los sentidos ya mencionados de “carácter” y “costumbre” - morada, es decir evoca el habitat propio del agente práctico, la comunidad política. Este es un elemento fundamental del concepto de lo ético, porque nos remite no solamente a las prácticas sociales y a las disposiciones de carácter que le dan un significado pleno a la vida, sino que extiende la reflexión hacia los escenarios, a las reglas, a las instituciones, a las relaciones humanas, en las cuales esos bienes pueden florecer. O si lo planteamos en negativo, podemos decir que la pregunta ética nos remite también a la investigación en torno a las relaciones, las instituciones, y los marcos legales en donde los bienes, las practicas excelentes y los modos de carácter, pueden verse obstaculizados o sofocados[2]. El ejercicio y el discernimiento de los bienes siempre están situados en escenarios sociales concretos en los que el agente desarrolla – a veces con dificultad - vínculos complejos (amistad, amor, ciudadanía, etc.).

Esto para los griegos era relevante y fundamental puesto que, pone de manifiesto que la pregunta por la ética implica también la pregunta por la política, que una reflexión sobre los fines últimos de la vida que careciera de una posición respecto del tema de las instituciones, las relaciones y las leyes, condenaría la reflexión ética a la abstracción; obviamente, toda acción supone un contexto práctico en el que se la elige y ejecuta - un aquí y un ahora -, y, en esa línea de reflexión, supone una comprensión de la especificidad del espacio y del tiempo de las relaciones sociales. No podemos hablar de la ética sin tomar en consideración esos nudos, que constituyen el mundo concreto del agente práctico.

Cuando hablamos del sentido de la vida, estamos evocando directamente el problema de la “vida buena”, el de la búsqueda de aquellos fines “últimos” de la vida. En griego la palabra “fin” es télos, y esta expresión - como el castellano “fin” - acoge esa doble significación de meta, objetivo; y a la vez consumación, de modo que, cuando se logra este fin en la práctica, la vida que lo cumple llega a su realización y término. Para los griegos la palabra “bien” y la palabra “fin” eran utilizadas comúnmente como sinónimos: cuando nos referíamos al término bien, nos referíamos a aquello que corona una serie de aspiraciones, que uno anhela lograr a través de la práctica o a través de algún esfuerzo espiritualmente significativo. En este sentido podemos representarnos una serie de bienes, una serie de deseos, una serie de modos de vivir que pueden ser entendidos como fines. Sostenía Aristóteles que el placer, el ejercicio de las virtudes, los honores, la reputación, la prosperidad, pueden ser elegidos como fines. Pero si bien el placer, la prosperidad o las virtudes pueden ser elegidas como fines, también pueden ser elegidas como medios para lograr un fin supuestamente mayor; el caso más claro es el de la prosperidad, el poseer ciertos bienes materiales o dinero por lo general constituye un medio para, a través de ellos, obtener otras cosas. Los honores y la reputación pueden brindarnos alguna forma de bienestar y satisfacción, pueden asegurarnos espacios en la vida política por ejemplo; el ejercicio de las virtudes también puede llevarnos al cumplimiento de ciertos fines en la vida profundamente significativos. Todos estos bienes pueden constituirse en medios o en fines para la vida.

No obstante, indica Aristóteles que existe un fin entre todos que tiene la peculiaridad de ser fin, que solamente podemos concebirlo y trazarlo como télos: no constituye un medio para lograr algo más (a diferencia de las virtudes, a diferencia de la prosperidad o los honores). Se trata de la felicidad, (eudaimonía), Sobre ella dice el propio Aristóteles que es el bien sumo, perfecto y suficiente, el fin que “se basta a si mismo”. Buscamos la felicidad por ella misma, porque se trata del fin supremo.

La palabra “felicidad” traduce de manera limitada la expresión griega eudaimonía, del mismo modo que sus variantes inglesa y alemana. Por lo general, cuando hablamos coloquialmente de felicidad pensamos, ante todo, en un modo de sentirnos, vinculado con la alegría, la satisfacción; la identificamos con un estado psicológico o psicofísico, pero los griegos no tenían en mente esto cuando hablaban de felicidad. Para ellos, la felicidad es aquel modo de vida consciente que le confiere un sentido superior a la existencia. No es un estado de ánimo satisfactorio, porque la satisfacción es una consecuencia de las acciones, una consecuencia que puede, de algún modo, separarse de las acciones; cuando los griegos piensan en la eudaimonía, aquello que realiza plenamente la vida, no están pensando en una mera consecuencia. La eudaimonía radica no solamente en el resultado, sino fundamentalmente en el proceso relativo a la deliberación y a la acción que lleva al resultado, vale decir, la felicidad alude a la dinámica del juicio y la acción misma, más todavía cuando la acción se convierte en un hábito que nos acompaña a lo largo de nuestra vida. Por eso dice Aristóteles: que una vida feliz es lo mismo que una vida buena. Una vida en la cual los fines del agente práctico se concretan y se realizan plenamente.

Aristóteles señalaba que esta plenitud solo se podía lograr a través de la interacción humana. “Aquel que vive solo”- decía - “o es una bestia, o un dios”.Es decir, el ente solitario es o un animal o un dios, pero no un hombre, porque las capacidades humanas, nuestras facultades - la percepción, la razón, la comunicación - no pueden realizarse plenamente sin el concurso de otros; eso evidencia que nuestra vida está marcada por la interdependencia. No dependencia, sino interdependencia: el hecho según el cual necesitamos de los otros para ser “plenamente humanos”. Para los griegos la forma más elevada de vivir con otros era la pólis, aquel tipo de comunidad en donde la ley y las instituciones dependían de la acción de todos y de cada uno a través de la cooperación y el discurso. La eudaimonía, la felicidad, la plenitud de la vida supone la realización de la propia vida en el contexto de la interdependencia. La vida humana se muestra como un tejido de relaciones sociales.

A menudo, mis acciones y elecciones repercuten en tu vida, así como tus acciones repercuten en la mía: esto nos lleva con frecuencia a vernos forzados a dar razón a otros acerca del sentido de nuestras acciones. Es por eso que la experiencia de la rendición de cuentas es tan importante en los contextos de la vida privada y pública. La capacidad de lógos constituye un elemento central en la autocomprensión del agente práctico, que le permite plantear el problema de la vida buena como cuestión humana fundamental. Los sentidos posibles de la vida son elegidos por el agente – muchas veces en el contexto de la interacción comunicativa -, no se me impone el sentido particular de la vida; y si se me impone se esta pasando por encima de mi capacidad de discernir. Hay quienes piensan, por ejemplo, que la forma más elevada de libertad es la obediencia a la autoridad. Desde un punto de vista filosófico probablemente la forma más elevada de libertad sea el discernimiento, o sea, la deliberación práctica. El hombre es el único animal que puede desear tener deseos, que puede considerar reflexivamente sus deseos, mientras los animales se sienten atraídos de manera inapelable, ineludible, por sus deseos y pulsiones; los agentes humanos podemos dejarnos llevar conscientemente por ellos, pero también podemos posponerlos o sublimarlos, o rechazarlos en nombre de un deseo superior, en nombre de un sentido que reconocemos superior ante nosotros mismos y ante otros[3].

Señalábamos que la referencia de la acción a los fines nos remite al tema del sentido de la vida. Indicábamos también que la elección de los fines suponía el ejercicio de la deliberación: aquello que le da sentido a mi vida es lo que le otorga consistencia, lo que pone de manifiesto las razones que sostienen nuestras acciones cotidianas. Insistía además en el hecho que mis acciones pueden repercutir en la vida de otros, a veces de manera decisiva. Mis elecciones y acciones pueden modificar la vida de otros. Los seres humanos somos seres, ante todo, frágiles; somos vulnerables ante las acciones de otros, así como somos vulnerables ante las circunstancias externas de la vida (lo que los griegos denominaban tyché). Por eso necesitamos una ética, y requerimos de formas de entendimiento común, porque lo que hagamos con nosotros mismos y con los demás no nos deja intactos, ni deja intactos a los demás. Los dioses, en contraste, no necesitan ética alguna, porque son autosuficientes e inmortales. La fragilidad es otro elemento central aquí, que debe ser tomado en cuenta junto con la interdependencia y la capacidad de lógos.


[1] Véase Arendt, Hannah La condición humana Barcelona, Paidós 1997 p. 24.
[2] Cfr. Al respecto Walzer, Michael, “The civil society argument” en: Mouffe, Chantal (Ed.) Dimensions of radical democracy. Pluralism, citizenship, community New York- London Verso 1992; pp.89-107.
[3] Cfr. Sobre este punto Taylor, Charles “What is Human Agency?” en: Human Agency and Language. Philosophical Papers 1 Cambridge University Press,Cambridge 1985 pp. 15 - 44.