jueves, 28 de mayo de 2009

EL LIBERALISMO Y LA VIDA BUENA, OTRA VEZ



Gonzalo Gamio Gehri


Muchas veces se me ha preguntado con cierta vehemencia acerca de cómo puedo conciliar mis convicciones y pensamientos personales sobre la ética y la religión (incluyendo mis creencias cristianas), con mi cercanía por una lectura humanista y liberal de la acción política y la racionalidad pública. Siempre me ha desconcertado la vehemencia de estas preguntas: Me llama la atención que se considere que se trata de compromisos o interpretaciones que necesariamente e enfrentan, y que no existe articulación posible entre ellos. Aprovecho la elaboración de una breve respuesta a Raúl Haro para poner nuevamente en blanco y negro algunas ideas al respecto.

Empiezo planteando las cosas en primera persona, pensando en las preguntas de mis interlocutores. Por supuesto que, como cristiano, creo en el poder de la Oración, en el amor al prójimo y en la justicia. No necesito urdir una "metafísica" con ello; me basta mi fe, la narrativa del Evangelio y ciertas narrativas vinculadas a la tradición (que asumo de manera reflexiva). Jesús no hizo metafísica, una disciplina ajena al imaginario hebreo (que haya una ontología y una ética implícitas es otro tema). Por lo demás, mis “intelectuales favoritos de inspiración católica” son radicales partidarios de la libre reflexión: Chesterton, Gustavo Gutiérrez, John Ancton, Simone Weil. Su lectura me resulta edificante (en el sentido de Rorty, no en el de Hegel) y particularmente esclarecedora. No me inspiran tanto los autores más “arquitectónicos” (“constantinistas”, dirían algunos críticos).

Soy cristiano, creo en la narrativa espiritual del Evangelio. Mi concepción del buen vivir se nutre de allí, de la ética clásica (tragedia, Platón, Aristóteles), y de fuentes románticas (Goethe y Hegel). Sin embargo, no creo que esa sea la única senda para vivir una buena vida. No creo que deba ser impuesta (eso de "no imponer es imponer" es un despropósito que los espíritus sutiles deberían reconocer como tal, dada su deficiente argumentación). Creo en diversas formas de ‘trascendencia’ – aquello que le confiere significación a la vida más allá de mis deseos, mis intereses, mis impresiones -, pero no creo que mis creencias tengan que incorporarse como parte del cánon de creencias que mi comunidad política debería suscribir. Evidentemente, estaría dispuesto a exponer las razones que convierten mis convicciones en dignas de adhesión (y confío en que se trata de razones que otros podrían entender y eventualmente compartir), pero no espero que mi imagen de la treascendencia deba ser “impuesta”. Esta convicción no supone – como es natural – la caída en un etéreo “relativismo” moral o epistemológico que supuestamente considera que toda visión de la vida es igualmente válida. Respeto, asimismo, el derecho de otros a asumir conscientemente el escepticismo como una forma de pensar las “cuestiones últimas” (no debe descartarse que el escepticismo pueda convertirse, curiosamente, para algunos en la fuente de un poderoso compromiso moral. Ya desarrollaré esta idea en el futuro). Considero saludable – y hasta necesario – someter a discusión racional las concepciones particulares de la vida buena en los foros académicos y en los espacios de la sociedad civil (incluyendo iglesias y asociaciones voluntarias), pero creo firmemente que este debate no debe formar parte de la agenda del Estado (el cual debe estar comprometido con el pluralismo, no con una conceptualmente ficticia “neutralidad”). El liberalismo aporta una 'ética mínima' (un "consenso sobre el mal", en mis términos), que es necesaria para garantizar la coexistencia pero no suficiente para llevar una buena vida. Esa búsqueda es decisiva para las personas. De hecho, considero personalmente que esta búsqueda constituye el asunto más importante de la existencia humana; por eso mismo, el Estado no debe emprender esa búsqueda por nosotros. No debe ahorrarnos la pasión, la incertidumbre, “el camino de la desesperación” – para citar una vez más a Hegel – que supone aspirar a asignarle sentido a la vida. He escrito un texto largo sobre esta materia – El liberalismo y la sabiduría del mal – que está disponible en este blog . El problema de la vida buena depende del discernimiento de los propios agentes, de sus debates, de sus elecciones y deliberaciones.

El Estado democrático no interviene en el asunto de la vida plena, no plantea una "visión oficial" en esta materia. Si lo hiciese, nos estaría tratando como “súbditos”, no como ciudadanos. Algunas personas creen que esto sabe a poco. Algunos conservadores tienen la creencia delirante de que si una sociedad no cuenta con una “religión oficial” – promovida expresamente por el Estado – se está condenando a sus miembros a la incredulidad religiosa e incluso – esto sí que es tragicómico – a una suerte de descalabro moral. Muchos personajes tradicionalistas - que disfrazan burdamente su ideología como filosofía, a pesar de que sólo se dedican a la agitación y la propaganda - dan por hecho la validez de esta endeble e infundada presuposición; por mucho que la repitan o que se asocien para entonarla solemnemente a coro no se convertirá en una 'verdad incuestionada'. Entre los críticos más moderados (como el propio Haro), se estima que la sociedad democrática liberal incita a sus miembros a renunciar a reconocer la matriz teleológica de la vida moral. No lo creo. A lo que se renuncia es a que el Estado nos ofrezca un télos, a que nos imponga una verdad metafísica o teológica que considere vinculante para nuestros modos posibles de pensar la vida. El mensaje no es que la vida buena sea una cuestión vacía para una sociedad pluralista. Lo que ella promueve es el respeto por la capacidad de agencia de las personas, pues se trata de sujetos que (parafraseando a Sen) están en condición de elegir conscientemente el modo de vida que tienen razones para valorar (lo cual implica la disposición a problematizar e interpelar con otros sus elecciones y argumentos). Una 'ética mínima' – presente en la esfera pública – es todo lo que se necesita para considerar seriamente las exigencias de justicia, cooperación mutua y responsabilidad (y no sólo de tolerancia, como resulta evidente), que constituyen el núcleo de la política liberal. Ese ‘minimalismo’ dista mucho de ser moralmente pobre; no sólo está expresado en el cuerpo de leyes e instituciones que buscan conjurar el mal; implica la disposición efectiva del ciudadano a defender políticamente el sistema de derechos y libertades), a movilizarse en nombre de los derechos y las libertades fundamentales. Supone además ese sentido de corresponsabilidad política que constituye una genuina sociedad democrática. Evidentemente, para los agentes no es suficiente: ellos requieren espacios de libertad, diálogo y asociación para examinar los posibles fines últimos, buscar la verdad y discernir el problema del Bien (o mejor, de los bienes, entre ellos la solidaridad en su sentido más fuerte). Pero ese es un asunto que trasciende – y que a veces desafía – los poderes “tutelares” del Estado. En buena hora.

miércoles, 27 de mayo de 2009

LA METÁFORA DE LA MIRADA: ENTRE EL PENSAMIENTO DE IRIS MURDOCH Y LA REFLEXIÓN BÍBLICA SOBRE LA VISIÓN


NOTA INTRODUCTORIA



Gonzalo Gamio Gehri


La lectura de La soberanía del Bien de Iris Murdoch ha suscitado un intercambio de ideas literarias, filosóficas y teológicas de enorme valor. Prometo seguir escribiendo sobre ella en breve. El esfuerzo por salir de una inflada y autoconsoladora subjetividad en pos de la visión de lo Real, sin cortapisas ni evasiones deliberadas, constituye la motivación fundamental del pensamiento de Murdoch. Sólo esta clase de lucidez permite al agente el ejercicio de la virtud. Esta forma de argumentar pone en evidencia la poderosa afinidad existente entre la obra de esta filósofa irlandesa y los diálogos platónicos, y no pocas coincidencias con los planteamientos de Simone Weil.

Murdoch entabla una lucha dramática contra la ética contemporánea de inspiración individualista. El hogar del Bien no se encuentra en los derroteros del yo y sus expectativas de maximización de utilidades, sino en la realidad que se resiste a ser encasillada a la medida de nuestras presuposiciones e intereses. La autora encuentra en la filosofía clásica y en las religiones – pese a no ser “creyente”, en un sentido tradicional – mecanismos útiles para poner en suspenso nuestra permanente referencia al yo y dirigir nuestra atención hacia aquello que lo trasciende, el encuentro con el otro. “¿Existen técnicas para purificar y reorientar una energía que es por naturaleza egoísta, de forma tal que cuando lleguen los momentos de elección estemos seguros de actuar correctamente?”. El cultivo de la visión y el trabajo de la atención constituyen condiciones indispensables para el ejercicio del discernimiento práctico.

Encontramos en la filosofía moral de Murdoch recurrentes referencias a las exigencias éticas planteadas en el Primer y el Segundo Testamento. Su peculiar énfasis en la recuperación del amor como impulso vital hacia el Bien pone de manifiesto esta profunda huella y deuda intelectual. En esta oportunidad, el notable teólogo mexicano Juan Bosco Monroy - radicado en el Perú hace muchos años – nos ofrece una reflexión sobre las ideas de Murdoch a la luz del mensaje Bíblico. Juan Bosco es hermeneuta bíblico, y actualmente se desempeña como profesor en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y en la CONFER. Es un honor para mí que publique sus puntos de vista en Política y Mundo Ordinario.



LA METÁFORA DE LA MIRADA



Juan Bosco Monroy

La propuesta hecha para la lectura del pensamiento de Iris Murdoch, no puedo hacerla con una manera “neutral”, como ella misma afirma, ya que suscita en mí ecos y resonancias muy fuertes de algo que se ha ido convirtiendo en central en mi experiencia de vida y de Dios.

Me llama mucho este llamado de atención a “las metáforas que dan cuenta de nuestra condición en el mundo” y lo relaciono con otro llamado de atención que hace Thomas Hart, cuando en su libro El manantial escondido[1] dedica todo un capítulo para hablar de las metáforas de Dios y nos afirma que la gran protección contra la idolatría es no encerrar a Dios en una sola metáfora, sino abrirse a la multiplicidad de metáforas que se pueden emplear para entrar en el misterio. A esto responde el hecho de que en la Biblia, Dios no tenga nombre y Él se niegue a revelar su nombre. El “nombre” Yavhé, no es nombre, es verbo… Dios se muestra a través de su actuar histórico, manifiesta su condición en el mundo y nos ayuda a buscar la nuestra.

Una de las metáforas que más fuerza tiene en el texto bíblico, se relaciona precisamente con este planteamiento de Iris Murdoch. La encontramos en lo que se conoce como la experiencia fundante de Dios, ya que es la experiencia que “funda” al pueblo de Israel y se encuentra en el libro del Éxodo. En esta experiencia Dios se revela como aquel que VE; como aquel que tiene una mirada hacia la realidad de sufrimiento del pobre, del esclavo.

El hablar de Dios, en el texto (Ex 3, 7-10), no se hace con ese “supuesto lenguaje explicativo y pretendidamente ‘neutral’”, sin o con un lenguaje que toma postura y hace opciones. Si hacemos un gráfico del texto, lo podemos visualizar así:

Yo, Yavhé soy el que

VE HUMILLACIÓN EGIPTO / ESCLAVITUD

OYE CLAMOR CAPATACES / TRABAJO

CONOCE SUFRIMIENTO OPRESIÓN / SOCIAL

Por eso,

BAJA FARAÓN / GOBIERNO LIBERAR

ENVÍA TIERRA / CONDICIONES DE VIDA


Es decir, que también en Dios, la mirada “produce en nosotros una suerte de ‘cambio de actitud’, una especie de metánoia”. Porque Ve, oye y conoce, por eso, baja y envía, y por eso tanto el descenso y el envío son a liberar y en relación directa con lo que se vio, oyó y conoció. La acción de Dios, bajar y enviar, son la metánoia producida en Él por el mirar. Por eso, de aquí en adelante, la autorevelación de Dios camina siempre en esta dirección y cuando habla a su pueblo se presenta como: “Yo soy, yahvé, tu Dios, el que saca de esclavitud” (Ex 20, 1). Ahí encontramos la “invitación a mirar con nuevos ojos la totalidad de lo que aparece, incluyendo la ciudad, así como el trasfondo cultural de las prácticas sociales, para darle a cada cosa el lugar que le corresponde”. A continuación de esta afirmación de Dios sobre sí mismo, viene el “decálogo”; las pautas éticas para organizar la vida social de pueblo que reconoce a este Dios; las prácticas sociales se reformulan para que no se repita la situación de esclavitud.

Incluso, este será el criterio teológico para diferenciar a Dios de los ídolos; ya que mientras Dios ve, oye conoce, siente y actúa en consecuencia, estos “tienen ojos pero no ven; tienen orejas pero no oyen, tienen pies pero no andan, tienen boca pero ni una palabra sale de ella” (Sal 115, 4-8). Así, “la metáfora de la visión, proyectándola hacia el campo de la reflexión ética” se convierte en el distintivo de Dios.

Llama la atención, en el texto, que pareciera que los asuntos propiamente “religiosos”, parecieran no importarle mucho a Dios; no es eso en lo que se fija, a lo que pone atención. Dios ve, oye, conoce y siente lo que se refiere a la política (esclavitud, gobierno faraónico), a lo económico (capataces, trabajos forzados), a lo social (opresión) y su acción, así como el encargo que deja también caminan por ahí: sacar del dominio del faraón (política) y llevar a una tierra donde el puebla tenga lo necesario para vivir (economía). Como sugiere el texto de Iris, “Lo único que es realmente importante es la capacidad de ver todo claramente y responder de manera justa”. De aquí en adelante, esto es lo verdaderamente religioso, lo teológico, lo creyente.
Históricamente, la consecuencia de esta experiencia fue una nueva organización social más igualitaria y justa que se encuentra en lo que conocemos como el tiempo de los jueces, o más exactamente, el tiempo de la Confederación de tribus.

La experiencia de este Dios, el Dios de la mirada, del oído, del sentimiento / conocimiento y de la acción invita a salir de sí mismo y a comenzar a vivir y a organizar la estructura social no a partir de sí mismo, como nos lo propone “el exacerbado individualismo presente en la ética contemporánea” sino a partir del otro y, específicamente, a partir del otro necesitado, oprimido, excluido, pobre, esclavizado.

Por eso los profetas de Israel, nos dirán como Isaías: “piedad con injusticia no lo soporto”, “el ayuno que a mí me agrada es que rompas las cadenas injustas, que liberes al oprimido”; o como Miqueas: “Ya sabes lo que le agrada a Dios, lo único que Dios te pide: que practiques la justicia, que ames con ternura y que camines humildemente con tu Dios”.

La perspectiva de Iris Murdoch coincide, entonces, con la perspectiva bíblica en que “La soberanía del Bien pretende iniciarnos en la salida del horizonte del yo como ‘lugar de ilusión’.”

Jesús de Nazaret, con sus parábolas / metáforas del juicio final o del samaritano, por recordar solo algunas, nos orienta en la misma dirección. No es actuando como el sacerdote y el levita que buscan su salvación personal en un dios de la misma índole como daremos sentido a la vida y a la fe; sino que, orientando la vida cotidiana en la perspectiva del “otro” como centro de nuestra atención y de nuestra acción, es como encontraremos a este Dios que se nos manifestó como Dios de la vida, Padre de todos, Liberador de los pequeños. Al final de la parábola del samaritano, Jesús plantea la pregunta ética: ¿quién de estos te parece que hizo lo correcto? Y agrega: “vete y haz lo mismo”. Es decir, “la ética no es fundamentalmente una clase de conocimiento especializado; es una forma saber práctico basado en la educación de la mirada, un “saber” accesible a todo ser humano…, a toda criatura racional y mortal que pretenda salir del territorio del hipertrofiado yo”.

Jesús lo resumirá en el único mandato que nos propuso como mandato inscrito en el corazón del hombre: amar a los demás. En ese sentido, coincidimos en que “no existe ninguna razón que nos lleve a sostener que la naturaleza humana está guiada por una suerte de télos”; lo que existe es la capacidad y la propuesta de mirar, discernir y decidir cada momento si queremos ponernos a nosotros mismos como centro de la existencia o si queremos “educar la mirada, enfocándola en modelos de perfección que nos liberan del tipo de fantasía egoísta”.

El cristianismo, la fe propuesta por esta experiencia de Dios, se convierte entonces en esta experiencia de descentramiento que invita a salir de sí; “ella hurga entre nuestras vivencias para identificar aquellas que contribuyan a la liberación del yugo de lo subjetivo”.

Este Dios que mira y define sus ser y su actuar como respuesta a la mirada, este Dios orientado esencialmente al no-yo, nos invita a “buscar estrategias que rompan esa ilusión egotista” a;”tomar medidas que nos permitan rasgar el velo, y salir hacia el no-yo”.

El Dios de Israel, el Dios de Jesús, “nos arranca fuera de la subjetividad y nos mueve hacia aquello que nos trasciende”: el otro, la realidad, la vida o no vida real de tantos.

[1] Hart, T.; EL MANANTIAL ESCONDIDO. La dimensión espiritual de la terapia. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1997

viernes, 22 de mayo de 2009

EURÍPIDES Y ARISTÓTELES EN TORNO A LA CONEXIÓN ENTRE VIRTUD Y FORTUNA



La Universidad Pontificia de Comillas acaba de publicar Ética pensada y compartida volumen editado por las profesoras Camino Cañón y Alicia Villar, preparado en homenaje al gran maestro Augusto Hortal sj., profesor emérito de dicha casa de estudios, notable profesor, director de investigación, consejero espiritual y entrañable amigo. Tengo el honor de participar en dicho volumen con el ensayo Discernimiento práctico y sentido de justicia. Una lectura ético-política de Las Suplicantes de Eurípides. Les adelanto un breve pasaje de este ensayo, en el que discuto la relevancia ética del concepto de eutychía (buena fortuna) en esta obra, en estrecha conexión con los análisis de Aristóteles en torno a los llamados “bienes exteriores”. Lo incluyo aquí como post en homenaje al maestro y para invitar a la lectura del libro, que cuenta con contribuciones del propio Augusto Hortal. Camino Cañón, Antonio Sánchez Orantos, Agustín Domingo Moratalla, Miguel Grande, Andrés Tornos, Fernando Vidal, Javier de la Torre, Xabier Etxeberría, José Luis Fernández, Raúl González Fabre, Miguel García-Baró, Isabel Romero, Alicia Villar, Vicente Durán, Jesús Conill, Tomás Domingo Moratalla, Francisco Javier Bermejo, Ildefonso Murillo, Adela Cortina, Lydia Feito y José Gómez Caffarena, y quien escribe esta nota.


APUNTES SOBRE VIRTUD Y FORTUNA: EURÍPIDES Y ARISTÓTELES




Gonzalo Gamio Gehri



La relación entre virtud (areté) y fortuna (tyché) ha sido un tema de discusión recurrente entre los griegos. Ha sido motivo de preocupación y de curiosidad intelectual entre los poetas y entre los filósofos. Con frecuencia, la tragedia se ha puesto de manifiesto como un espacio privilegiado para examinar el valor y el poder de la deliberación y la elección humanas frente a las circunstancias externas de la vida, que tienen impacto en el curso de nuestra existencia (y en la de nuestras instituciones). Las Suplicantes de Eurípides es una obra que plantea con singular lucidez esta relevante tensión conceptual y vital.

Consideremos de cerca la situación de Teseo, el rey de Atenas, ante las súplicas de las mujeres de Argos. Teseo distingue claramente entre su misión, recoger los cadáveres de los guerreros argivos en la guerra contra Tebas – tarea enmarcada claramente en el marco de la acción piadosa frente a las leyes divinas y los dioses del Inframundo – y la aventura fallida de Adrasto y Polinices en pos del trono tebano. El rey ateniense reconoce que es el desarrollo del discernimiento prudente el elemento en el que es posible evitar los excesos y conjurar la hybris; la deliberación acertada es condición de posibilidad del ejercicio de las virtudes. No obstante, sabe asimismo que esta empresa podría fracasar si no se cuenta con el favor divino, con el beneficio de la eutychía, la buena fortuna que el favor de los dioses puede conceder a los mortales sensatos.

“Sólo necesito una cosa: tener a mi lado a los dioses protectores de la justicia. Todo esto sumado nos dará la victoria. La virtud nada significa para el hombre si no tiene un dios propicio” ”[1].

Se trata de una afirmación enfática, que habría que analizar antes de interpretarla en términos del menoscabo de la virtud en manos de la tyché y la ‘gracia divina’, por así decirlo. Un lector precipitado podría ubicar a Teseo en la posición de aquel que Aristóteles critica cuando sostiene que no podemos identificar sin más eudaimonía y eutychía. Como se recordará, Aristóteles afirmaba que la fuente de la plenitud humana no se ubica en el “exterior”, si no en aquello que podemos hacer de nosotros mismos gracias a la virtud y al buen juicio. Es razonable pensar que el Teseo se aproxima más a la concepción que defiende Aristóteles que a la que el Estagirita critica severamente: creo que la aseveración de Teseo no puede separarse sin más del carácter religioso del propósito que ha asumido como suyo. El punto de vista que critica Aristóteles es aquel que considera que la eudaimonía está completamente fuera de lo que los agentes puedan decidir o actuar, de modo que una ‘vida feliz’ consistiría en dejarse llevar por los vaivenes del azar, o por el inestable arbitrio divino. El filósofo encuentra ese razonamiento poco riguroso, pero también éticamente corruptor: su observancia nos convertiría en seres pasivos, renuentes al esfuerzo y a la elección: tal perspectiva resentiría en nosotros nuestras capacidades distintivamente humanas (el lógos, las emociones, el desarrollo de vínculos sociales).


“Porque está claro que, si seguimos las vicisitudes de la fortuna, llamaremos al mismo hombre tan pronto feliz como desgraciado, representando al hombre feliz como una especie de camaleón y sin fundamentos sólidos. Pero en modo alguno sería correcto seguir las vicisitudes de la fortuna, porque la bondad o maldad de un hombre no dependen de ellas, aunque, como dijimos, la vida humana las necesita”[2].

Al mismo tiempo, la identificación entre eudaimonía y eutychía se pone de manifiesto como una tesis que difícilmente podría ser llevada a la práctica, puesto que tanto la tyché como el favor divino son absolutamente inescrutables e imprevisibles. Si el logro de una buena vida implica “dejarse” llevar por el curso de la fortuna, entonces tal logro es imposible ¿Cómo podemos ‘intuir’ el curso de la fortuna – si la virtud no tiene que ver nada con la plenitud de la vida -, y reconocer si ella se dirige hacia el bien o hacia el mal? El propio Eurípides afirma – esta vez en Las Troyanas – que la tyché, “con sus caprichos – como un demente – salta de un lado a otro”[3]. Con ella no es posible hacer cálculos, ni trazarse planes. No se la compara con el salto del atleta – que salta con vistas al logro de un propósito: lograr la victoria, o batir una marca – si no con los brincos irracionales del loco. El sentido de la fortuna es indescifrable. Por ello, la búsqueda de la fortuna no puede constituir un modo de vida (héxis), pues éste supone deliberación y dirección de la voluntad.

Aristóteles señala agudamente que la vida humana “necesita de las vicisitudes de la fortuna”. La razón práctica no solamente se ocupa de ponderar lo que está en nuestras manos hacer o modificar; también tiene que vérselas con lo que simplemente tenemos que afrontar y, a veces, aceptar. Diseñamos sólo parcialmente el escenario de nuestra vida: en gran medida, dicho escenario está constituido también por las acciones de los otros, y por circunstancias completamente ajenas a nuestra voluntad. En ocasiones, esas circunstancias nos favorecen – incluso decisivamente -; otras veces parecen conspirar (metafóricamente, por supuesto) en contra nuestra. Por eso la tyché constituye un elemento de la vida –misterioso, y fuera del control del agente – que tiene importancia en el curso de la vida humana.

En ese sentido, Teseo no puede dejar de considerar la tensión existente entre los elementos estables e inestables de la vida; la tensión entre areté y tyché. El agente tiene que considerar los posibles – e imprevisibles – efectos del favor o el rechazo de los dioses en los escenarios posibles en los que tendrá que actuar. No sólo porque se considera un hombre piadoso y justo, sin no porque asimismo parte del supuesto de que esta favor y este rechazo se han puesto de manifiesto en los eventos pasados que han generado los escenarios en los que tendrá que decidir y actuar. No existe manera de avizorar con seguridad las direcciones posibles de la fortuna – ni siquiera consultando al oráculo -, pero sí es posible procurar evitar la hybris a través del ejercicio de la virtud constituye un modo de intentar mantenerse lejos de sus consecuencias más funestas. El rey considera que no permitir el concurso de Adrasto en la nueva campaña contra Tebas constituye lo que propiamente elegiría un hombre excelente con el fin de no tentar el rechazo divino.

[1] Suplicantes 594-6 (las cursivas son mías).
[2] Aristóteles, Eth. Nic. 1100b 1-10(las cursivas son mías).
[3] Troyanas, 1205. Ver los análisis de Martha Nussbaum del monólogo de Hécuba en el que se inscribe este pasaje en el capítulo 10 de La Fragilidad del Bien.

lunes, 18 de mayo de 2009

LA IDEA DE RECONCILIACIÓN Y EL INFORME DE LA CVR




Gonzalo Gamio Gehri



En más de una ocasión hemos escuchado – por boca de los políticos, los militares en retiro, alguna autoridad eclesiástica o algunos periodistas – la tesis según la cual “la CVR no ha reconciliado a los peruanos; antes bien, los ha dividido más”. Incluso vuelven a aparecer esas expresiones en esa suerte de colofón al debate sobre el Museo de la Memoria que han querido escribir a su manera el Vicepresidente Giampietri y el inefable Congresista Núñez pidiendo un Museo dedicado a la memoria de los militares caídos en el conflicto. Se presupone que "asegurar" la reconciliación era una misión de la CVR: no es así en sentido estricto, esta afirmación no se sostiene desde una lectura atenta del Informe y pretende confundir a la opinión pública. Para variar, los “censores” del documento no se tomaron la molestia de revisar qué decía el Informe en esta materia. Ni siquiera revisaron el texto mandato que dio vida a la Comisión. La CVR concibe la reconciliación como un proceso histórico de largo aliento que precisa del concurso de los ciudadanos y las instituciones del Estado y de la sociedad civil. Las recomendaciones y reformas institucionales que plantea la CVR se proponen en parte sentar las bases de este proceso que requiere el trabajo de la memoria y el de la justicia.

El Informe Final de la CVR ha planteado una idea de reconciliación sumamente precisa, que evita conscientemente las invocaciones al silencio o a la anulación de los conflictos que hemos examinado en otras entradas en torno al caso de los analistas Hugo Neira, Prieto Celi y otros. Pone énfasis en la violencia como un factor corrosivo de los vínculos sociales que vertebran una comunidad nacional, pero también señala la precariedad de tales vínculos al interior de una sociedad en la que imperaba la pobreza, la discriminación, el centralismo y el desamparo estatal las zonas más alejadas de la serranía y la selva del Perú.

“La CVR entiende por ‘reconciliación’ el restablecimiento y la refundación de los vínculos fundamentales entre los peruanos, vínculos voluntariamente destruidos o deteriorados en las últimas décadas por el estallido, en el seno de una sociedad en crisis, de un conflicto violento iniciado por el Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso. El proceso de reconciliación es posible, y es necesario, por el descubrimiento de la verdad de lo ocurrido en aquellos años – tanto en lo que respecta al registro de los hechos violentos como a la explicación de las causas que los produjeron – así como por la acción reparadora y sancionadora de la justicia.”[1]

El texto pone de relieve numerosos elementos que es preciso tomar en cuenta. En primer lugar – como hemos estado señalando – la reconciliación es un proceso histórico que, en el mejor de los casos, se inicia con la transición democrática. La publicación del Informe Final de la CVR representa uno de sus elementos fundacionales, en tanto destaca la necesidad de someter a crítica la memoria de la violencia vivida, así como las formas sociales y políticas que tendrían que configurarse para evitar que esta clase de conflictos violentos pudiesen repetirse en el futuro. Se trata entonces no sólo de atender a la prevención de las situaciones de violencia directa - en las que es posible identificar a sus gestores, individuos o grupos – sino de conjurar sus causas sociales, económicas y culturales, vale decir, las formas de violencia estructural y violencia cultural – usando la terminología de Johan Galtung[2] -, que constituyen el caldo de cultivo de la violencia social. Aunque la CVR señala que el origen del conflicto armado es la declaratoria de guerra de Sendero Luminoso al Estado peruano, y que la gravedad de sus efectos indisociable de la vesania de sus métodos y el fanatismo de su ideología, la sociedad peruana ase hallaba en una situación de singular vulnerabilidad, que las huestes terroristas aprovecharon al máximo.

En segundo lugar, el texto pone de manifiesto que el esclarecimiento de la verdad en torno a la tragedia vivida y la acción de la justicia – tanto en materia de judicialización de los casos como respecto de la reparación de las víctimas – constituyen condiciones esenciales para poner en marcha este proceso de reconstrucción de los lazos sociales. Este es el elemento del concepto de reconciliación que los enemigos de la CVR pretenden recusar. Ni el silencio ni la impunidad reconcilian, qué duda cabe. Al fin y al cabo, no se trata de retornar al tipo de sociedad con que contábamos antes de la emergencia del conflicto armado – el propio Informe nos habla de una sociedad en crisis – sino de una nueva sociedad democrática que ha pasado por las reformas institucionales y por las políticas de reparación. Una sociedad que ha restituido a las víctimas los derechos ciudadanos que les fueron arrebatados en medio de la insania senderista o de la represión militar.

Ciertamente, esta clase de tareas involucran a todos los miembros de la sociedad peruana. La reconciliación – tal y como la concibe la CVR – requiere de un compromiso ciudadano particularmente intenso. El sujeto de la reconciliación es la sociedad – en la persona de sus ciudadanos e instituciones -, no los actores de la violencia directa: los subversivos y los agentes del Estado que perpetraron crímenes deben ser procesados y castigados. Los peruanos que afrontamos el proceso y padecimos sus efectos debemos deliberar en torno a nuestra situación en aquellos años de crisis. No se trata de una tarea sencilla. Mirarse en el espejo de la historia no supone únicamente discernir la responsabilidad de los actores del conflicto y de las autoridades políticas y sociales que ejercieron algún tipo de poder en los años de la violencia; se trata de contemplar nuestra propia posición – en los diferentes espacios vitales en los que nos movíamos – ante el “doble escándalo” que denuncia Salomón Lerner en su discurso ante el Congreso el día de la entrega del Informe Final: el de la muerte y el de la indolencia frente al sufrimiento del prójimo. Indeterminadas circunstancias, nosotros pudimos hacer más por nuestras instituciones, pero preferimos mirar hacia otro lado. La visión de lo que hicimos o dejamos de hacer para evitar el tiempo de miedo que se desató en el país a lo largo de dos décadas constituye un primer paso para conseguir involucrarnos en el proceso de la reconciliación. Sin sentido de ciudadanía y sin compromisos con la sociedad dañada no es posible reconstruir el tejido social ni fortalecer nuestras instituciones.

El documento señala que el proceso de reconciliación tendría que asumir tres frentes diferentes: 1) el plano político, pues el Estado y la sociedad quebraron sus vínculos de mutuo reconocimiento y confianza; lazos que deben reconstituirse a partir de las reformas institucionales que apunten a una mayor presencia del Estado y a la construcción de ciudadanía; 2) el plano social, de acuerdo con el cual la sociedad recupera nuevamente en los escenarios de la sociedad civil los espacios de deliberación y agencia cívica que perdió en medio de un clima de miedo, desconfianza y violencia; 3) el plano interpersonal, en tanto el conflicto armado propició el enfrentamiento y la actitud de sospecha y enemistad al interior de las comunidades mismas, que en muchos casos la migración debilitó o dividió, y que hoy – después del conflicto – afrontan el largo y difícil camino de la recomposición social[3].





[1]Comisión de la Verdad y Reconciliación, Informe Final (Tomo I) Lima, UNMSM – PUCP 2004 p. 63 (las cursivas son mías).
[2] Sobre la tipología de la violencia, véase Galtung, Johan Paz por medios pacíficos Bilbao, Gernika Gogoratuz 2003 pp. 21 y ss.
[3] Ibid., pp. 64 – 65.

miércoles, 13 de mayo de 2009

IRIS MURDOCH: LA ÉTICA COMO MÍSTICISMO SECULAR





Gonzalo Gamio Gehri



Iris Murdoch (1919 – 1999) es una de las pensadoras y novelistas más importantes del siglo XX. Sus novelas son celebradas por la crítica literaria europea. Su trayectoria filosófica, por desgracia, es menos conocida entre el público iberoamericano. Alumna de Wittgenstein y devota lectora de Platón, Tolstoi y Shakespeare, sus obras están dedicadas fundamentalmente a la filosofía moral, a la crítica de la filosofía existencialista y a las relaciones entre la filosofía y la literatura. Actualmente estoy dictando en la UARM – en el Diplomado de Religión y Cultura – una asignatura sobre Ética, Antropología y Religión, en cuya primera parte estamos discutiendo el pensamiento ético de Iris Murdoch. No quería perder la oportunidad de exponer y comentar algunas ideas de esta importante filósofa irlandesa en este espacio.

Una de sus obras más influyentes es sin duda La soberanía del Bien. Se trata de una compilación de ensayos en los que fustiga duramente el exacerbado individualismo presente en la ética contemporánea – obsesionada con la figura del “elector racional” – y un intento por recuperar una comprensión platónica de la vida buena. Murdoch insiste en que, en buena medida, la filosofía consiste en el examen crítico de las metáforas que dan cuenta de nuestra condición en el mundo, una disposición que el pensamiento positivista y analítico ha intentado echar a perder introduciendo un supuesto lenguaje explicativo y pretendidamente “neutral” (no metafórico) en el análisis de la conducta. El individuo así descrito es un sujeto atomizado y libre. Es cierto que esta filosofía práctica ha acompañado a menudo a la vindicación de las democracias liberales: “debe decirse en su favor que esta imagen de la naturaleza humana ha sido la inspiración del liberalismo político. Sin embargo, como sabiamente Hume observó una vez, la buena filosofía política no es necesariamente buena filosofía moral”[1]. Nadando a contracorriente, la autora dedica este libro a la defensa de la metáfora de la visión, proyectándola hacia el campo de la reflexión ética.

Murdoch aboga por un examen realista de la condición humana. La pregunta por la clase de vida que hay que vivir implica una echar mirada exhaustiva sobre el tipo peculiar de animales que somos. No duda, por ello, en recurrir a Freud con el mismo entusiasmo con el que recurre a Platón y a Aristóteles. Sostiene que no existe ninguna razón que nos lleve a sostener que la naturaleza humana está guiada por una suerte de télos. Lo que tenemos es una psique egocéntrica, autoindulgente, que fantasea con sus esporádicas y limitadas expresiones de libertad. “Somos lo que parecemos ser”, advierte nuestra autora, “transitorias criaturas mortales sujetas a la necesidad y al azar”[2]. Las apelaciones al Plan de Dios, la estructura de la razón o al supuesto curso lineal de la historia no conseguirán remover del todo esa tendencia permanente al ensueño y al autoengaño.

Murdoch nos invita a buscar estrategias que rompan esa ilusión egotista; tomar medidas que nos permitan rasgar el velo, y salir hacia la aprehensión del no-yo. La filosofía moral procura iniciarnos en el esfuerzo por resistir al suave canto de sirena del yo; ella hurga entre nuestras vivencias para identificar aquellas que contribuyan a la liberación del yugo de lo subjetivo. La experiencia de la belleza de la naturaleza y del arte – sostiene, evocando una poderosa tesis evocada por Platón en el Fedro – nos arranca fuera de la subjetividad y nos mueve hacia aquello que nos trasciende. Produce en nosotros una suerte de “cambio de actitud”, una especie de metánoia. El cultivo del arte nos permite incluso adquirir un tipo de disciplina (y de “virtud” ) que nos permite educar la mirada, enfocándola en modelos de perfección que nos liberan del tipo de fantasía egoísta. Nos enseña a no ocultar los efectos del azar y de la conciencia de la mortalidad en el curso de la propia vida.

“Lo único que es realmente importante es la capacidad de ver todo claramente y responde de manera justa, lo cual es inseparable de la virtud”[3]. Murdoch opta por una versión ‘mundana’ del ideal platónico de theoría - a mi juicio, una lectura plausible de La República VI – VII – la “salida de la caverna” / la intelección (nóesis) de las formas, constituye un paso decisivo en el camino de la comprensión de la vida misma, que exige el retorno a la caverna, al mundo ordinario. El acceso a la nóesis constituye una invitación a mirar con nuevos ojos la totalidad de lo que aparece, incluyendo la ciudad, así como el trasfondo cultural de las prácticas sociales, para darle a cada cosa el lugar que le corresponde. Se trata de un camino de purificación del 'alma' en el ámbito de lo cognoscitivo y en lo moral. Supone, como es evidente, rendirse ante la verdad. Murdoch se pregunta cómo es posible plantear esta búsqueda platónica de clarividencia en un ‘mundo sin Dios’ – como aparentemente es el nuestro -. Ella expone su propia posición con suma lucidez y transparencia: “sugeriré que Dios era (o es) un objeto de atención único y perfecto, trascendente, no-representable y necesariamente real; y sugeriré que también que la filosofía moral debería intentar mantener un concepto central que tenga todas estas características”[4]. Nuestra autora plantea retomar uno de los “nombres” originarios de este “objeto”: el Bien.

No voy a detenerme en todos los detalles de un libro que es apasionante; sólo quiero invitar a su lectura. Debo decir que hace muchos años de que un libro no capturaba mi atención de esa forma. Murdoch argumenta persuasivamente, haciendo gala de un precioso dominio de la expresión. La soberanía del Bien pretende iniciarnos en la salida del horizonte del yo como ‘lugar de ilusión’. Adquirir la disciplina que supone el cultivo de un arte, aprender un lenguaje, estudiar una ciencia nos permite salir de ese juego de espejos, abrirnos a la realidad trascendente y ejercitar las virtudes: todas estas technái exigen el cuidado de la honestidad, la templanza, el valor, el sentido de la justicia, así como un cierto juicio realista respecto del mundo de las prácticas y del propio curso de la vida. La ética no es fundamentalmente una clase de conocimiento especializado; es una forma saber práctico basado en la educación de la mirada, un “saber” accesible a todo ser humano - en la línea de Tolstoi -, a toda criatura racional y mortal que pretenda salir del territorio del hipertrofiado yo.

Uno podría decir que la auténtica moralidad es un tipo de misticismo no esotérico, que tiene su fuente en un amor, austero y no buscador de consuelo, por el bien”[5].




[1] Murdoch, Iris La soberanía del Bien Madrid Caparrós 2001 p. 84.
[2] Ibid p. 83.
[3] Ibid p. 90 (las cursivas son mías).
[4] Ibid p. 61.
[5] Ibid p. 94 (las cursivas son mías).

viernes, 8 de mayo de 2009

LA IRREALIDAD DEL ‘CHOQUE DE CIVILIZACIONES’: CARTA DE DANIEL SALAS SOBRE CONFLICTO Y CULTURAS










EL TRABAJO DE LA CRÍTICA. PRESENTACIÓN






Gonzalo Gamio Gehri





Hace ya un tiempo que este espacio está centrando su atención en los temas de interculturalidad, política y religión, en el marco general del blog, vinculado a la reflexión ética sobre las políticas democráticas y los Derechos Humanos. El post sobre la Ilusión del Destino y el dedicado a Las religiones y el derecho a la crítica buscan destacar el valor de la agencia racional en la construcción y reconstrucción de las identidades. Son asuntos sobre los cuales es importante seguir discutiendo. En un país como el nuestro, en el que el autoritarismo goza aún de buena salud, y en donde la defensa del pluralismo es sindicada erróneamente como “relativista”, no resulta ocioso ocuparse del tema de las identidades diversas y la libertad cultural. Al contrario, es preciso hacerlo desde la filosofía y las ciencias humanas.

Mi intención es abrir este blog a un diálogo más amplio y plural sobre estos asuntos. Invitar de cuando en cuando a otras voces a participar en este foro. Fue el caso de David Villena y es el caso del académico que presento a continuación. Hace unos días Daniel Salas – crítico literario y especialista en estudios culturales, además de un gran amigo – me comentó que quería escribir un texto, bajo el formato de carta, que recogiera sus reflexiones sobre los conflictos, las culturas, y los modelos de investigación en estos temas. El texto tomaría algunas ideas discutidas en este blog y en otros blogs peruanos. Señaló que Política y Mundo Ordinario podría convertirse en el espacio para publicar esa carta. Acepté con muchísimo gusto, me pareció una gran idea. El documento es el que a continuación dejo a su lectura.

Es un texto lúcido, y riguroso, sin lugar a dudas. El trabajo de la crítica es un arte mayor que hay que saber cultivar. Daniel Salas polemiza con los ideólogos antiliberales locales cuestionando severamente la hipótesis neoconservadora según la cual la guerra deba ser explicada a partir de un presunto “choque de civilizaciones”. Cuestiona con firmeza las ideas de quienes creen que las "nuevas luchas" se darán entre las culturas y los credos. La categoría “civilización” es meramente una abstracción, señala. Lo que existen son personas que configuran sus identidades a partir de la interacción social, en virtud de formas de adhesión y afiliación que las vinculan a diversas instituciones. Como he argumentado en La Ilusión del Destino, la pretensión de muchos “líderes” políticos y religiosos de fijar la pertenencia a determinados grupos sin otorgarle un espacio al ejercicio de la reflexión crítica y la elección constituye una actitud moralmente mutiladora y degradante, que no sólo impide a mucha gente llevar una vida buena, sino que – a juicio de numerosas escuelas de pensamiento occidental y no occidental - bloquea la posibilidad de llevar una vida humana a secas.

Salas sostiene que una investigación social rigurosa debe tomar en cuenta la evidencia empírica sobre el asunto. Ello nos devuelve al importante problema del diálogo entre la filosofía y las ciencias. Esta cuestión tiene un trasfondo moral de singular importancia: si queremos erradicar la violencia de nuestras vidas tenemos que comprender qué la suscita. El análisis de la experiencia histórica es, en este sentido, ineludible. El estudio de casos puede contribuir a echar luces sobre no pocos “nudos” que el trabajo conceptual debe desenredar. No es posible plantear una reflexión sobre la guerra que prescinda del análisis histórico. Salas considera que la hipótesis neoconservadora ofrece una teoría falsa de los conflictos violentos; en la práctica, dicha perspectiva desarrolla una cierta condescendencia con la guerra y la estigmatización cultural, religiosa y quizá incluso racial. La pedagogía moral que ella entraña se evidencia raquítica. El autor se muestra sorprendido ante la tesis reaccionaria según la cual la guerra se legitimaría ante la expectativa de la supuesta “maduración moral” del pueblo que la afronta (una aseveración, habría que decir, que acaso procede de una lectura notoriamente epidérmica y altamente cuestionable – quizás indirecta, todo es posible - de Fichte y de Hegel, pero eso es para otro post). Salas finaliza su reflexión lamentando que esta perspectiva goce de cierta popularidad en algunos centros tradicionales de formación superior.

El autor alude en su carta al desarrollo de ciertas ideas vertidas en otros blogs. De hecho, se enfrenta dialécticamente con algunos académicos locales, considerados cultores de la llamada “metapolítica”. No obstante, lo hace honestamente y con el mayor respeto, como corresponde a intelectuales y a ciudadanos de bien, con el único ánimo de contrastar ideas y buscar la verdad. Contesta argumento con argumento, como debe exigirse en cualquier espacio de reflexión sensato (también a los blogs). De todos modos, cualquier expresión de discrepancia razonable y argumentada, cualquier réplica o perspectiva alternativa a la de Daniel – desde cualquier posición conceptual – será bienvenida aquí, no lo duden.









LA IRREALIDAD DEL ‘CHOQUE DE CIVILIZACIONES’


CARTA DE DANIEL SALAS



Daniel Salas Díaz


Estimado Gonzalo:

Hace unos días te prometí un comentario sobre la idea de “choque de civilizaciones” que yace en los fundamentos de los que se ha venido a llamar “pensamiento metapolítico” o “pensamiento reaccionario”.

Como lo he expresado varias veces, veo con mucha preocupación la difusión de tales ideas especialmente en ciertas universidades y en ciertas facultades con sesgos tradicionalistas y autoritarios. Mis razones no están motivadas por la intolerancia al “pensamiento políticamente incorrecto” de la extrema derecha sino por una comprobación básica: la absoluta carencia de solidaridad con el mundo. Me explico: los “reaccionarios”, “metapolíticos”, “coaligados” –o como quieran autodenominarse los que pretenden reactualizar ideas que no en vano han sido descartadas—se refugian en una suerte de especulación intelectual que llaman filosofía –no creo, sinceramente que lo sea—para sostener lo que en el plano científico sería imposible de sustentar.

Como tú sabes, yo soy crítico literario, es decir, analista de textos. Y la filosofía hasta ahora me ha servido como herramienta para afinar mi trabajo interpretativo. Ciertamente, estoy lejos de ser un especialista en el campo filosófico pero reconozco que la filosofía posee un gran poder crítico que me ha ayudado a comprender, por ejemplo, los problemas que más me atraen como son el lenguaje, la representación y la imaginación moral. Uno de mis temas es el estudio de la historiografía, es decir, la escritura historia y su impacto en las distintas esferas sociales. Para emprender mi trabajo tengo que exponerme cotidianamente a documentos o fuentes directas sobre el siglo XV o el siglo XVI, por ejemplo y al hacerlo he logrado tener un contacto especializado con la manera en que pensaban las personas de aquellas épocas y la manera en que percibían su destino moral y el sentido de su tiempo.

De allí viene mi asombro y, más precisamente, la gran molestia que me causa el tratamiento frívolo de la historia. Ya he explicado en numerosas oportunidades el gran desconocimiento que Eduardo Hernando evidencia sobre la edad media, lo cual no es de ninguna manera una falta significativa. Nadie está obligado a saber cómo fue aquella época de la historia. El problema surge cuando Hernando nos pretende dar lecciones sobre el periodo medieval sin mostrar ningún documento, sin ofrecer ninguna prueba de lo que dice y, sobre todo, reduciendo cerca de mil años de historia humana a ciertos principios que no se sostienen cuando se observan los procesos sociales en sus detalles. El problema surge, entonces, cuando se atreve a enunciar tantas falsedades históricas en un libro académico o en una lección universitaria. Y cuando leí el texto de Dick Tonsmann en donde se refiere de manera acrítica e intuitiva a conceptos como “raza” o “civilización” me sentí tremendamente espantado de lo que puede estar enseñándose en este momento en las aulas universitarias peruanas.

El texto de Tonsmann sostiene, al menos, tres proposiciones gruesas sin someter sus conceptos a crítica alguna:

Primero: que existen ciertas entidades llamadas “civilizaciones”.

Segundo: que las diferencias entre “civilizaciones” son las causantes de las guerras.

Tercero: que el “mundo posmoderno” o “liberal” es incapaz de armonizar estas diferencias, con lo cual reproduce e incluso agudiza las condiciones para el odio y las guerras internas y externas.

Yo no puedo aceptar como “filosófica” una especulación que no eche sus raíces en la evidencia empírica. No se puede considerar “filosófica” una forma de pensamiento que haga a un lado los datos, imponiendo una realidad paralela que se pretenda forzar sobre el mundo. Tonsmann no da ninguna prueba de lo que sostiene, no ofrece ningún dato empírico que demuestre que hay más violencia dentro de las sociedades liberales que en las sociedades iliberales.

Tonsmann dictamina con gran soltura, por ejemplo, que “al carecerse de un sentido natural de patria, la violencia está servida en el modelo del Estado liberal”. ¿Cómo comprueba su afirmación? Con ningún ejemplo. Tonsmann se choca con la realidad como contra una pared y no parece importarle. No explica, por ejemplo, el éxito de la Unión Europea que ha permitido que Alemania y Francia sean socios y respondan a intereses comunes. No se pregunta, por ejemplo, por qué nos parecería improbable una guerra entre Canadá y Estados Unidos e, incluso, entre México y Estados Unidos.

Yo he estudiado varios casos de conflictos políticos y militares y no conozco un solo ejemplo en el cual el detonante de la guerra haya sido la diferencia cultural. En cambio, sí conozco varios ejemplos en los cuales la religión y la cultura han sido utilizadas como armas para justificar la violencia. Sí conozco ejemplos en los cuales la “civilización” ha sido utilizada como arma de avanzada en el dominio de las comunidades subalternas. Tonsmann cita como un ejemplo el intento de Nixon de llevar el protestantismo a Latinoamérica como parte de la infiltración imperialista de Estados Unidos en los países católicos y sostiene lo siguiente:

“En una oportunidad el gobierno norteamericano de Richard Nixon subestimó el poder de identificación que había de la Iglesia Latinoamericana con su feligresía, creyendo que podía deshacerse fácilmente de ella por su lucha contra el capitalismo inundando los países con propaganda evangélica. Nada más lejos de todo éxito. Si hay un sitio donde la Iglesia Católica genera cohesión social, ese es el pueblo latinoamericano.”

Como debería ser obvio para cualquier intelectual regido por una mirada crítica, el rechazo al protestantismo no se debe tanto a una mera afirmación del catolicismo sino a una razonable resistencia a los símbolos que traía consigo el invasor y con los cuales quería justificar su dominio. Nixon podía entender que la propaganción de nuevas ideas religiosas servía de arma para afirmar la influencia de Estados Unidos en América Latina. Pero de allí no se deduce que la finalidad de Nixon haya sido que los católicos se volvieran protestantes. Esto ya lo sabía Tácito y lo reconoce en un pasaje muy citado de Agrícola en el que describe los cambios de costumbres de británicos y galos como el medio por el cual aquellos bárbaros creen civilizarse cuando en realidad se están convirtiendo en siervos de Roma (Agricola 1, 21). ¿Creemos acaso que los reyes católicos estaban sinceramente interesados en llevar la fe de Cristo a las poblaciones americanas que vivían en la oscuridad? Ciertamente, no. Quien insista en la idea de que la conquista de América tuvo como motivación principal la salvación de las almas de los indígenas contradice lo que sabemos sobre aquella época a través de sus propios documentos. No hay que ser marxista para concluir que la invasión europea de América en el siglo XVI no se debió a diferencias culturales, a un “choque de civilizaciones”. Lo que estuvo en juego desde el inicio fue el control de la riqueza. Sin este interés concreto la historia de la conquista se haría, simplemente, incomprensible.

Tonsmann se queja de que la sociedad liberal trate homogéneamente a los individuos negándole sus identidades colectivas. Sin embargo, él mismo trata a las civilizaciones como entidades homogéneas y se refiere a ellas como si fueran unidades autónomas capaces, por ejemplo, de hacer la guerra. Las civilizaciones –deberíamos darnos cuenta— son meras abstracciones; no son entidades que puedan irse de un lado a otro como si fueran cuerpos gigantescos en busca de un espacio en el planeta. El hecho de que algunos líderes aludan a las “cruzadas” o invoquen motivaciones civilizadoras no significa que la razón por la cual se muevan ejércitos sea la lucha contra el infiel. Los verdaderos intereses no suelen enunciarse y hay que poseer una ingenuidad impropia de un filósofo como para creer que esta clase de discursos explican la violencia.

Pero el pasaje de su texto que más me asombra y me atemoriza es el siguiente:

“La guerra sólo es lícita si es una lucha por el reconocimiento que, a posteriori, debe resultar en una madurez moral del pueblo que combate, madurez consistente en el ejercicio personal e institucional de la misericordia”.

¿Qué ha querido decir aquí Tonsmann? ¿Acaso que las guerras sirven para formar el temple de un pueblo y que su finalidad es que los pueblos maduren? Hay que entenderlo bien: Tonsmann, en un rapto de irrealidad e iluminación, concluye que la guerra no sería lícita para el Perú en caso de que, por ejemplo, Brasil lo atacase. No. La única razón por la cual el Perú podría ir a la guerra sería con el fin de obtener un reconocimiento o una madurez moral. ¿Qué clase de situación sería aquella?

Lo que parece sostener Tonsmann es que solamente “los pueblos” pequeños, no reconocidos, marginados, pueden ir a la guerra a fin de obtener el reconocimiento y la madurez moral de la que carecen. Con ese razonamiento, no le fue lícito a Estados Unidos entrar en guerra contra el Eje y no le fue lícito ir en busca de los talibanes afganos que planearon el ataque del 11 de setiembre de 2001. Tonsmann pretende darle a la guerra un carácter terapéutico más que propiamente político. Observa además que no son los ejércitos sino “el pueblo” el que combate. Tonsman parece creer que los “pueblos” son entidades orgánicas que poseen identidad y deben pasar por una etapa de adolescencia y madurez, para lo cual han de pasar por un momento de crisis que sería la guerra. Que la gente se mate, se lance bombas, granadas y destruya ciudades con tanques y misiles es un camino hacia la formación de la “identidad”. Debido a su énfasis en la idea de “pueblo” que busca su “madurez moral” Tonsmann está justificando, por cierto, la insurgencia de los que considera las “naciones marginadas” contra aquello que la extrema derecha considera el poder apátrida del capitalismo global. Siguiendo las ideas de Tonsmann, cualquier grupo que se sienta excluido tiene derecho a la guerra, sin importar otras consideraciones como el derecho de los demás a la paz y a la prosperidad. En realidad, está justificando la estrategia de los extremistas nacionalistas de asediar a las sociedades abiertas y democráticas bajo el pretexto de que el capitalismo y la globalización no reconocen su identidad. Pero, ¿qué puede querer decir exactamente que mi identidad no es reconocida?

No me parece un asunto desdeñable pero la extrema derecha lo enfoca equivocadamente y con malicia. Veamos lo que las ideas de Tonsmann podrían significar esto en el Perú. Acabo de hacer a una consulta a una experta en lenguas nativas peruanas. Me asegura que en el Perú se hablan actualmente 42 lenguas nativas. Cada una de esas lenguas podría conformar una comunidad que, con toda razón, se puede considerar excluida y no reconocida (lo que no cierto, hay un número mayor de comunidades con su propia identidad aunque compartan la lengua con otras pero supongamos que en el Perú hay, por lo menos, 42, una cifra respetable si se trata de valorar la diversidad cultural). Pues bien, si seguimos tal como la plantea la idea de Tonsmann sobre la guerra eso significa que en el Perú hay 42 “pueblos” con derecho a hacer la guerra en busca de su reconocimiento y de su maduración.

Actualmente, en la Selva peruana estamos ante un caso bastante agudo de reclamo de derechos (protesta que, dicho sea de paso, apoyo plenamente). Sobre cómo solucionar este conflicto y otros similares, los “metapolíticos” callan. Y lo hacen porque, si siguieran con coherencia sus postulados sobre el derecho de “los pueblos” a la diferencia, tendrían que admitir que la única salida sería la desintegración del país, exactamente lo contrario a lo que, por otro lado, defienden, es decir, un Estado único y fuerte, con poderes “excepcionales” para imponer el orden y evitar el caos. Se trata, en realidad, de un uso oportunista de la identidad y de las diferencias étnicas pues se invoca solamente cuando se trata de atacar, por ejemplo, a Estados Unidos o a Israel o a cualquier instancia política que consideren monstruosa como la secularización o la libertad de culto.

Las identidades siempre se pueden multiplicar, partir o sumar y los regímenes más duros no pueden impedir que esto ocurra, a menos que recurran al genocidio o al exterminio de cualquier disidente. Las identidades no son estables, no son esenciales, ni muchos menos corresponden, como increíblemente sugiere Tonsmann, a una cuestión “natural”. No solamente es innecesario sino que es imposible que la jurisdicción de un Estado corresponda a una sola nación homogénea. Las identidades no son un problema ni tienen que serlo en una sociedad democrática y liberal porque sencillamente en ellas el Estado no tiene que nada que decir. La solución al conflicto de la Selva peruana no tiene que pasar por una “guerra”, como sería el caso si siguiéramos a pie juntillas la doctrina de Tonsmann. Se resolvería fácilmente y sin sangre si el Estado peruano otorgara a los habitantes de la Selva los derechos fundamentales que corresponden a cualquier ciudadano, por ejemplo, el derecho a la propiedad, a no ser molestado, ni a que su modo de vida sea alterado, así como a hablar su lengua y practicar sus propias creencias. Alan García está en realidad socializando la Selva, convirtiéndola en propiedad del Estado, expropiándola a favor de intereses privados, lo que debería resultar inaceptable para cualquier liberal. Más bien es la “razón de Estado” que tanto defiende Eduardo Hernando la que se quiere imponer en aquella zona de nuestro país, transgrediendo los derechos fundamentales que corresponden todos los ciudadanos y no solamente a los que viven en San Isidro o La Molina. Se trata, en realidad, del principio de sacrificar a unos para el beneficio de otros, justamente esa forma de moral socialista con la que tanto simpatiza la extrema derecha.

Concluyo este comentario reiterando mi preocupación porque estas ideas tengan cabida alguna en la discusión universitaria. La universidad, tal como la entiendo, debe ser un espacio crítico y de pluralidad. Pero la diversidad no puede significar contradecir la historia ni negar la ciencia. No se puede poner en un mismo plano la discusión académica con el mero desprecio a la verdad. El prejuicio y la incapacidad para hablar desde la realidad, con asiento en la experiencia humana misma, no debería tener cabida en las aulas. Quienes estamos preocupados por la violencia y quienes quisiéramos vivir en un mundo sin guerras tenemos la obligación moral e intelectual de entender por qué se producen. A ello solamente puede llegarse mediante el examen de los hechos. En los comentarios al post de Tonsmann, él me acusa de “reduccionista” al querer enfocar mis explicaciones sobre la guerra en los intereses materiales. Me parece una mala objeción, ya que Tonsman solamente podría invalidar mi interpretación si fuera capaz de demostrar que hay otros elementos que deberían agregarse al análisis, tarea que hasta ahora no ha podido emprender. Si un médico nos receta un medicamento que nos alivia de algunos malos síntomas, no lo acusamos de “reduccionista” por habernos ayudado a soportar el dolor con una sola medicina en vez de usar dos o tres –aunque por experiencia te puedo decir que algunos pacientes salen sumamente decepcionados cuando el médico no encuentra necesario recetarles nada. Si encontramos una explicación sumamente simple a la cura de la gripe, no se nos ocurriría objetar que deberíamos buscar métodos más complejos. En todo caso, una teoría “culturalista” de la guerra que sostenga que la violencia se origina en las diferencias o choques entre civilizaciones es notoriamente simplista y analíticamente muy pobre, ya que se rinde ante las explicaciones que ofrecen los mismos actores como si el discurso político agotara el porqué de las actuaciones políticas. De todos modos, para mí, la simplicidad de la teoría de Tonsmann no es el problema. Lo que objeto es que sea, por un lado, llanamente falsa, irreconciliable con las evidencias históricas y, por otro, que no contribuya a solucionar una de las grandes causas de dolor como es la guerra. Y una filosofía que no busque explicaciones ni soluciones a los problemas ¿de qué manera es relevante, es decir, para qué nos sirve? No basta ser, pues, “políticamente incorrecto”. En primer lugar uno debe ser moral e intelectualmente solidario y verdadero. Las pachotadas también son “políticamente incorrectas” y, sin embargo, no esperamos que ningún intelectual se las tome en serio (o tal vez sí).

Me detengo aquí, recordando ese cuento de Borges en donde se describe de esta manera a un personaje: “refutarlo es contaminarse de irrealidad”. Otro día podemos hablar de Borges, el escritor fantástico que más agudamente ha reflexionado sobre el valor moral de vivir en la realidad.

Recibe un cordial saludo y espero que nos veamos pronto.

Daniel

martes, 5 de mayo de 2009

RELIGIONES Y DERECHO A LA CRÍTICA



RELIGIÓN E IDENTIDAD SINGULAR


Gonzalo Gamio Gehri


En nuestro último post, La ilusión del destino, destacamos la tesis de Amartya Sen y otros según la cual la imposición tradicionalista de la primacía a priori de la religión o la cultura sobre cualquier otra faceta de la identidad constituye una grave limitación a la libertad. Una identidad significativa se construye sobre la base de poderosas adhesiones y vínculos sociales, pero también desde el ejercicio irrenunciable de la reflexión y la elección. La pertenencia a un ethos no puede poner en suspenso la capacidad de crítica de sus valores y creencias sin que ello implique alguna clase de deterioro para la identidad del creyente o del miembro de una cultura. Se me viene a la mente el viejo conflicto entre Sócrates y Aristófanes. El filósofo consideraba que la preocupación por la “vida examinada” contribuía decisivamente a que los ciudadanos cultivaran las virtudes. En contraste, el comediógrafo representa la posición conservadora, que denuncia la mayéutica socrática como una práctica que introduce el temido “virus del cuestionamiento”, y socava irremediablemente los cimientos de la tradición. Incluso, acusaba a Sócrates de no rendir culto a los dioses de la ciudad, e introducir otras devociones (por eso he sugerido que nuestros reaccionarios criollos son falsamente "aristotélicos": en realidad, son "aristofánticos", especiosos personajes de Las Nubes).
Se ha invocado una y mil veces a la religión para intentar suprimir libertades individuales relativas a la elección del modo de vida y el ejercicio de la crítica, a las que en círculos tradicionalistas se juzga a menudo como “blasfemas”. En ciertos círculos, se cuestiona al "librepensador" que osa plantear serias dudas en torno a la validez de las creencias convencionales en el campo de la religión; se supone falazmente que quien así procede atenta contra "la coherencia de vida". En Occidente, incluso este impulso por la defensa de la ortodoxia religiosa, y por la afirmación de un “consenso (inmediato) sobre el Bien" ha asumido, aunque de manera superficial, los ropajes retóricos del discurso postmoderno de la vindicación de las diferencias. Pensando en el escenario peruano, el periodista Ricardo Vásquez Kunze - reconocido intelectual de 'derecha ilustrada' - dice lo siguiente:

“Sé de varios cucufatos que se llenan la boca de “derecho al disenso” contra el mundo moderno, pero que no dudarían un momento, si tuvieran el poder, en censurar con hierro candente las “blasfemias a la fe”. No faltan los que reivindican su derecho a jugar a las espaditas como la mejor forma de gobierno”.


Esta historia se ha repetido muchas veces. Algunas veces, determinadas versiones de la religión proscriben la heterodoxia o la crítica como nefastas. Es preciso discernir en torno al derecho a suscribir una religión y también el derecho a abandonarla o a reflexionar libremente sobre ella. Es frecuente que los matices no sean claros para algunos creyentes, a pesar de que son fundamentales para el esclarecimiento de esta cuestión. Algunos agentes encuentran en las religiones una fuente inagotable de libertad y realización humana; otros encuentran en ciertas tradiciones una auténtica prisión, un cuerpo de doctrina que permite la mutilación de sus aspiraciones y proyectos vitales. Es por eso que el énfasis de Nussbaum y Sen en el ejercicio de la razón práctica y la elección, así como su preocupación por los derechos que protegen su práctica están plenamente justificados.

Presento en esta oportunidad el artículo Derechos Humanos y Religión – escrito por David Villena – que aborda este importante tema. Villena es Vice-Presidente del Centro de Estudios de Filosofía Analítica y Profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. El día de ayer me contactó y me envió su texto. Me contó que había querido publicarlo en un espacio local, pero que no había obtenido una respuesta satisfactoria. Me llamó la atención, porque encuentro su texto excelente. Parece que algunos medios no aprecian la pluralidad y la discrepancia. Dada la lucidez del autor y la calidad del documento, para mí es un honor publicarlo en Política y Mundo Ordinario. Lo dejo para la discusión que seguramente suscitará.






DERECHOS HUMANOS Y RELIGIÓN


David Villena Saldaña



Con 23 votos a favor, 11 en contra y 13 abstenciones, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU aprobó el 26 de marzo pasado una controvertida resolución en contra de la “difamación de las religiones.” Este documento, aunque de carácter no vinculante, insta a los estados a modificar sus “sistemas legales y constitucionales” a “nivel local, nacional, regional e internacional” de modo que se proteja a cualquier religión, y al Islam en particular, de eventuales o sistemáticas censuras públicas conducentes a su estigmatización. Según esto, la difamación de las religiones constituye una abierta afrenta a la dignidad, y, por ello, una violación a los derechos humanos.

El texto, propuesto originalmente por Pakistán a nombre de la Organización de la Conferencia Islámica (OIC), incurre en una serie de problemas conceptuales. En principio, obviando los tratados, la doctrina y la jurisprudencia del derecho internacional, concibe como sujeto no a la persona humana, sino a la religión. Ello es un error craso. Pues los derechos humanos buscan proteger a los individuos del abuso de sus estados, no a los conjuntos de ideas frente a las críticas que puedan merecer o no.

La idea de difamación resulta también espuria en este contexto. Las personas son quienes tienen derecho a no ser difamadas, es decir, a que no se menoscabe sin prueba su reputación. Para aplicarse este concepto a las religiones, deberíamos conceder que cuentan con reputación – cosa que, en sentido estricto y no metafórico, no ocurre. Hay, pues, otro error categorial.

Al carecer de estatus jurídico, la religión, en sí misma, no tiene derecho alguno. Quien sí lo tiene es el creyente. A él, es legítimo proteger de la discriminación, persecución o violencia que tenga como causa su fe. Criticar una religión no equivale a incitar el odio contra sus practicantes. Debe distinguirse, por tanto, entre el derecho a la libertad de culto de las personas y el presunto derecho de la religión a no ser “difamada.”

Ahora bien, dado que los derechos humanos se aplican a todos los sujetos por igual, si se pretende que la religión sea finalmente un sujeto de derecho, entonces, en tanto conjunto de afirmaciones sobre la experiencia y el mundo, toda la protección que se le otorgue deberá otorgarse también a otros conjuntos de afirmaciones de este tipo. Así, si no se puede criticar a la religión, tampoco debería poder hacerse lo propio con ninguna teoría científica o ideología política, por ejemplo.

Esta resolución no constituye un avance en materia de derechos humanos. Se trata, más bien, de un retroceso, ya que acatarla conlleva al recorte de la libertad de expresión y de prácticas fundamentales de la democracia tales como el cuestionamiento o debate público de las ideas.

Es de lamentar que, con la sola excepción de Chile, los países latinoamericanos permitieran con su silencio – como es el caso de Argentina, Brasil, México y Uruguay – o de modo directo -- como Bolivia, Cuba y Nicaragua – que este documento se imponga.