sábado, 22 de octubre de 2011

PLURALISMO ÉTICO Y ESTADO MODERNO




Gonzalo Gamio Gehri



Hemos argumentado que en una sociedad compleja coexisten – a veces en tensión – diferentes perspectivas sobre la vida buena. Hemos insistido en que cualquier pretensión de imposición de una exclusiva lectura del sentido de la vida sobre otras por parte de la organización política entrañará violencia; la experiencia de las guerras de religión (y de la Inquisición) todavía está fresca en el recuerdo de la mentalidad liberal. Los conservadores alegan de manera precaria y extravagante que “no imponer (una forma de vida) es imponer(la)”. Incluso deslizan la idea de que la promoción oficial de una doctrina se justificaría si es suscrita por la mayoría. Olvidan (¿o no?) que una democracia opera políticamente – ojo con el término - a partir de decisiones tomadas por mayoría, pero que también ella consagra ética y legalmente el principio del respeto de los derechos y libertades de las minorías. El Estado democrático-liberal se compromete con una concepción política de la justicia observante del pluralismo, no suscribe ninguna doctrina comprensiva. Permite que los ciudadanos examinen y elijan por sí mismos su propia percepción del bien y de la trascendencia.

Quienes presuponen irreflexivamente que el Estado podría suscribir expresamente una visión de la vida buena confunden gravemente el rol que cumplía la antigua pólis y el que hoy podría cumplir el Estado moderno (1). Olvida el crítico que la pólis desconocía (no podría ser de otra manera) la separación entre Estado y sociedad y que descansaba – a diferencia de la sociedad moderna – sobre un ethos común inmediato. Quienes conocen realmente a Hegel (así como un poco de historia académica) no pierden de vista estas ineludibles determinaciones espirituales. El surgimiento del Estado moderno supone el factum de la diversidad. Constituye una ilusión peligrosa (y potencialmente perversa) convertir al Estado en el “sujeto” de un extraño retorno al modelo de la comunidad orgánica. El espacio de la discusión sobre la buena vida – en el marco de un ‘pluralismo razonable’ – corresponde al de las ‘instituciones intermedias’, a lo que en un registro cívico-humanista contemporáneo se denomina “sociedad civil”.

¿Quién garantiza este pluralismo? En tanto el cuidado de la diversidad y la laicidad requieren de un marco legal y político preciso, en parte esta tarea corresponde al Estado democrático, garante de las libertades y derechos de las personas. Al mismo tiempo, esta responsabilidad recae asimismo en los hombros de los propios ciudadanos, quienes asumen la experiencia histórica del pluralismo, así como la percepción de los riesgos que entrañaría perder su vigencia o sacrificarla. Uno podría preguntarse qué motivaría al Estado y a los ciudadanos preservar el pluralismo y /o luchar por él. Me preocupa el precipitado y frecuente uso nada estricto del concepto de “ideología” con el fin de descalificar retóricamente éste propósito político (y tantos otros). Si se usa el término “ideología” en el sentido de Marx (como “conciencia falsa”, reflejo de algún interés socioeconómico), entonces se trata de un recurso que debe justificar el denunciante, puesto que se trata de un arma arrojadiza que en principio se podría usar contra cualquier posición, con el simple objetivo de levantar sospechas contra ella: el objetor tendría que precisar cuál es la tradición unitaria y homogénea presuntamente imperante que los pluralistas pretenden destruir como parte de un supuesto proyecto conspirativo particular. La diversidad de puntos de vista ético-religiosos (así como la realidad manifiesta de las identidades plurales, para citar a Sen) constituye un hecho que no puede borrarse de un plumazo. Constituye un hecho que no puede disolverse desde el escueto deseo de retorno, por ejemplo, de la combinación premoderna de trono y altar, o la nostalgia por el monismo cultural o por el Estado confesional de antaño. El Estado democrático, tiene el deber de garantizar la existencia de escenarios de libertad en los que los ciudadanos puedan cultivar el diálogo y la suscripciónn crítica de aquello que confiere sentido a la vida. Los ciudadanos son los guardianes de que la instancia política esté a la altura de este fin.

Preservar ese pluralismo ético constituye un desafío medular para las políticas democráticas en el registro del sentido de lo público.



(1) Debo esta interesante puntualización al destacado colega y buen amigo Rafael Campos García Calderón, de la UNMSM.







domingo, 16 de octubre de 2011

PLURALISMO Y ENCARNACIÓN






Gonzalo Gamio Gehri



Una de las objeciones más sencillas – y manidas – al pluralismo ético consiste en identificarlo con “el punto de vista desde ningún lugar”, para utilizar una expresión de Thomas Nagel. No es un cuestionamiento novedoso. El crítico supone que la defensa del respeto por la diversidad o el reconocimiento de la heterogeneidad y la potencial conflictividad de los bienes se plantea desde una concepción de la racionalidad práctica ahistórica y socialmente desvinculada. Me parece que la crítica incurre en la confusión y en más de un lugar común.

Voy a concentrarme brevemente en el pluralismo liberal como interpretación ético-política, y a dejar para otra oportunidad una reflexión específica en torno a la vida de instituciones puntuales, como por ejemplo las universidades. La tesis liberal en torno a que se hace necesario construir un marco legal y político que permita la coexistencia de diversas visiones de la vida buena o de la trascendencia religiosa, un marco que genere la apertura de espacios extra-estatales que constituyan escenarios de discusión en torno a los fines de la vida, resulta a la vez sensata e importante. Se deja así en manos de los propios ciudadanos (y de las instituciones sociales a las que han elegido pertenecer) la responsabilidad de examinar críticamente y cultivar sus creencias sobre el sentido de las cosas. El Estado como tal no se compromete con la corrección de ninguna doctrina particular, sólo prumueve una concepción de la justicia que permita la coexistencia social y la observancia del sistema de derechos básicos.

Esta comprensión no es fruto de un mero experimento conceptual - tipo el contrato -, es resultado de una amarga historia de experiencias de violencia cultural e intolerancia religiosa. Las guerras de religión, los crímenes de odio, así como diversos abusos cometidos desde los Estados confesionales, persuadieron a los pensadores de la modernidad a encontrar en la perspectiva de un Estado plural una estructura política abierta a las libertades religiosas. Las personas, las asociaciones religiosas y las comunidades académicas están entregadas a la búsqueda de la verdad y al cuidado del sentido de la vida, pero la verdad doctrinal no es una ‘meta de Estado’, a diferencia de la observancia de la justicia. Convertir la búsqueda de la verdad doctrinal en una ‘meta de Estado’ generó expresiones de barbarie como la inquisición, la cruzada contra los albigenses y otras formas seculares de persecución ideológica bajo el estalinismo y el fascismo. Este propósito provocó el control de las conciencias, la quema de libros y diversos atentados contra la vida y la dignidad. El enemigo del pluralismo liberal es el integrismo (la actitud del "pensamiento único", aunque los conservadores usen hoy esta expresión en un sentido diferente).

El pluralismo constituye una concepción ética encarnada que no implica "relativismo". Quien en el seno de las asociaciones religiosas y las comunidades académicas – fuera de la tutela del Estado - se compromete con el trabajo de reflexión crítica sobre la verdad y el cuidado del sentido de la vida, no considera (ni al inicio ni al final del diálogo) que todas las visiones de la vida valen lo mismo o son igualmente “correctas”; esa precaria hipótesis constituye un lugar común en diversos libros de texto que dejan de lado una descripción más detallada de lo que realmente está en juego en el ejercicio del diálogo. La “superioridad racional” es un asunto que se pone de manifiesto en el propio proceso del diálogo - pensemos en el oficio del propio Sócrates -, y que depende de la disposición de los interlocutores al contacto genuino entre las posiciones y los horizontes que les subyacen. No hay aquí “relativismo”, tampoco “desvinculación”. Isaiah Berlin lo ha planteado muy bien al examinar el pluralismo de Vico y Herder:


“Yo prefiero café, tu prefieres champagne. Tenemos diferentes gustos. Aquí no hay más que decir´. Eso es relativismo. Pero el punto de vista de Vico y el de Herder no corresponden a esto: esto es lo que he descrito como pluralismo – esto es, la tesis de que hay muchos fines diferentes que el hombre puede buscar y aún ser plenamente racional”[1]

















[1] Berlin, Isaiah “The idea of pluralism” en: Anderson, Walter T. The truth about the truth New York, G.P. Putnam´s sons 1995 p. 51.

sábado, 8 de octubre de 2011

SOBRE UNIVERSIDAD, FE Y RACIONALIDAD



















Gonzalo Gamio Gehri




La polémica sobre la PUCP ha destacado el asunto del perfil de las universidades católicas en una sociedad democrática. El tema presenta diversas aristas, pero yo intentaré detenerme en una, vinculada a su irrenunciable condición de universidad. Como tal, una universidad católica genuina – esto es, que no sea un recinto dedicado a la promoción de una única doctrina, a a la imposición de la “tiranía del anillo único”, para citar a Natán el sabio – debe examinar toda perspectiva científica y dialogar de manera honesta y razonada con las diversas teorías y visiones de la vida que habitan en el mundo contemporáneo. Debe ser plural.



Entiendo y suscribo la idea de universidad católica en estos términos. Me parece importante que el diálogo entre la ciencia, el mundo social y la cultura incorpore asimismo a la fe (concebida no como actitud dogmática y excluyente, si no como una manera sutil y reflexiva de adentrarse en las cosas) en ese espacio decisivo de interlocución que es la universidad. Se trata de un propósito sensato si se trata de un verdadero diálogo, sin imposiciones ni perspectivas privilegiadas ni “inmunes” a la crítica. El diálogo supone una apertura real al horizonte y a las razones del otro; de lo contrario, se trataría de una práctica falsa, de una burda estrategia conducente a la manipulación ideológica y el control de las conciencias, más allá de cuál sea la ideología que se profesa.



No estoy seguro de que la universidad sea un espacio para la “evangelización de la cultura”. Depende de qué se entiende por esa expresión. Si se entiende como la incorporación del mensaje ético y espiritual del Evangelio como una voz – junto a las otras formas de pensamiento, saber y creación – en la trama de interlocución que constituyen las culturas en el seno de nuestras sociedades (en una línea afín al Concilio Vaticano II), no puedo estar en desacuerdo. Si “evangelización de la cultura” es interpretado en el sentido del adoctrinamiento religioso e ideológico, que pretende suprimir la diversidad o imponer una suerte de “segunda cristiandad” (en el estricto sentido teológico – político del concepto, en convergencia con el proyecto medieval), entonces disiento. Y añado que, más allá de lo dicho, el propósito de predicar el Evangelio en nuestro mundo (el verbo es crucial, ciertamente) es importante y encomiable, pero no debe distorsionar la naturaleza y alcances de la actividad académica y la pluralidad constitutiva de sus espacios, la universidad entre ellos.



Es por estas razones que no puedo ocultar cierta preocupación frente a quienes plantean de manera imprecisa “una mayor presencia del catolicismo en la PUCP”. La Pontificia Universidad Católica del Perú tiene una inspiración católica en la conducción de su vida institucional, sus estudiantes deben llevar dos cursos de teología a lo largo de su proceso de formación. Cuenta con cinco obispos en la Asamblea Universitaria, y existe un Centro de Asesoría Pastoral Universitaria. Es clara y evidente la presencia del catolicismo en la PUCP, en un contexto pluralista. Como recientemente ha señalado Raúl Mendoza, el trabajo específicamente de la prédica doctrinal debe tener un espacio puntual en las actividades extracurriculares de una universidad católica; se trata de un espacio significativo, que no debe confundirse con el académico en absoluto. En la vida académica deben ponerse de manifiesto las excelencias del trabajo del concepto, la apertura crítica y la urrestricta libertad intelectual. Las excelencias del diálogo y del cultivo honesto del conocimiento.




















domingo, 2 de octubre de 2011

CATOLICISMOS





Gonzalo Gamio Gehri



El problema de la autonomía de la PUCP ha puesto de nuevo en discusión el tema del sentido o sentidos del catolicismo. Publiqué hace unos días la carta anónima de una persona que decía ser una economista egresada de la Universidad, y madre de dos hijos adolescentes, que exigía desde una reflexión teológica, considerar una mayor libertad de pensamiento entre los católicos. Reclamaba para sí acaso el tipo de trabajo crítico que el propio Jesús ejercía contra la jerarquía eclesiástica de su comunidad y época. Una crítica desde el propio espíritu del cristianismo. Dada su lucidez y sentido del respeto, la publiqué con gusto.

No se trata del único punto de vista. En la otra orilla, sólo por poner un ejemplo, Fernán Altuve señala en Expreso - sobre el conflicto con la PUCP - que “no se puede interpretar la doctrina católica”, invocando una absoluta obediencia y ortodoxia que puede recordarnos a cierto talante literalista – fundamentalista – que en rigor podría percibiste como ajeno a la matriz hermenéutica del pensamiento católico tal y como se ha puesto de manifiesto desde la Patrística e incluso antes. La exégesis bíblica, la reflexión teológica sobre el diálogo fe-razón, así como el trabajo original sobre relatos y parábolas apunta sin duda al ejercicio de la interpretación, y la doctrina recoge formas de interpretación, más allá del núcleo dogmático que todo sistema religioso de creencias exhibe.

Está claro que no existe una sola forma de pensar el catolicismo. Las posiciones varían de acuerdo a los referentes teóricos (filosóficos y teológicos, incluso literarios) y a un importante elemento actitudinal y práctico: todas se remiten al núcleo al que hemos aludido hace un momento. Algunas versiones tradicionalismo ponen énfasis en el tipo de teología arquitectónica elaborada durante la escolástica, e incluso consideran ciertos desarrollos del realismo metafísico característicos del tomismo y del neotomismo como canónicos y vinculantes como soporte conceptual de la espiritualidad cristiana; en lo moral y político, suelen recurrir al Catecismo y al Derecho Canónico como una fuente de inspiración. Otras versiones más progresistas concentran su atención en el carácter narrativo y práctico del Evangelio, y procuran establecer vínculos con el mensaje de fe y justicia presente en la tradición de los profetas. Sus fuentes filosóficas suelen ser más contemporáneas, p.e. la fenomenología o el neohegelianismo. Ambas lecturas coexisten (a veces en una difícil tensión) en el seno de la comunidad teológica católica y en los espacios de discusión filosófica. Incluso encíclicas como Fides et Ratio indican claramente que no existe una “filosofía oficial” dentro de la Iglesia (la idea misma de una “filosofía oficial” tiene un pobre valor filosófico, como resulta más que evidente). Aquí también existe (y se hace necesario) un cierto pluralismo crítico.

Nuestro mundo es saludablemente diverso, y es natural encontrar el factum de la diversidad en los diversos escenarios que lo integran. También es el caso de nuestros espacios de reflexión espiritual.