jueves, 31 de enero de 2008

LA UNIVERSIDAD Y LA BÚSQUEDA COMPARTIDA DE BIENES COMUNES



Gonzalo Gamio Gehri

He argumentado en más de una oportunidad que el “modelo empresarial” contribuye a la distorsión de los objetivos fundacionales de la institución universitaria. He señalado que la “capacitación profesional” no constituye el único fin de esta institución: la universidad debe formar espíritus críticos, que promuevan el conocimiento y la justicia. Un centro de educación superior que sólo fabrica engranajes en serie que mantienen en funcionamiento la gigantesca maquinaria del mercado no merece el título de universidad. Esta clase de negocios únicamente contribuye a que sus egresados se inserten en el mundo laboral sin cuestionar sus reglas ni las diversas formas de exclusión que éste despliega sin remordimiento alguno.

El mercado es un escenario de conflicto entre necesidades e intereses privados. Los agentes económicos persiguen aquí el logro de sus bienes individuales; no hay espacio para los bienes comunes. Entiendo por “comunes” aquellos bienes cuya adquisición no solamente requiere de la ejecución de un esfuerzo colectivo, sino que su comprensión y práctica resulta inseparable de la existencia de vínculos humanos de alta intensidad. Los bienes comunes constituyen y presuponen un “nosotros”: no pueden descomponerse en bienes individuales sin distorsionar aquello que los convierte en bienes. En contraste, los bienes individuales propios de las transacciones económicas pueden converger o enlazarse con otros bienes individuales. La configuración de empresas privadas o de sociedades anónimas implica el concurso de diferentes habilidades, necesidades, expectativas, de modo que múltiples voluntades se asocian contractualmente para la consecución de ciertos objetivos, pero estos no se convierten nunca en comunes: los fines de una asociación o transacción económica son siempre – por principio – divisibles en términos de bienes privados (como en el caso evidente de las ganancias monetarias). El móvil de la empresa es el anhelo de bienestar individual, atomizado; más aun, el egoísmo y el ejercicio de la razón instrumental constituyen la piedra de toque de la ‘maquinaria’ de las relaciones económicas. El propio Adam Smith lo ha expresado de manera muy persuasiva en Riqueza de las naciones:



“Dame lo que necesito y tendrás lo que deseas, ese es el sentido de
cualquier clase de oferta, y así obtenemos de los demás la mayor parte de los
servicios que necesitamos. No es la benevolencia del carnicero, el cervecero o
el panadero lo que nos procura nuestra cena, sino al cuidado de su propio
beneficio. No nos dirigimos a su humanidad, sino a su propio interés, Y jamás le
hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas.”
[1]


¿Podemos o debemos comprender la vida y tareas de la institución universitaria desde ese horizonte? Creo que no, y estoy convencido de que si intentamos hacerlo perderemos dimensiones prácticas y valorativas esenciales a lo que significa la universidad. No es difícil reconocer en ella el cultivo sostenido de bienes comunes, intraducibles al lenguaje atomístico del mercado. Me detendré brevemente en dos casos particularmente relevantes para mi tesis: a.) El ejercicio de la teoría y del “puro saber”, y b.) La formación de una ética de la civilidad.

1. La universidad, el cultivo del humanismo y la theoría. La investigación sobre las “cuestiones últimas”.

Vivimos en un mundo al que le es cada vez más extraño el cultivo del saber por el saber mismo. La ideología dominante apunta al fortalecimiento de una mentalidad baconiana: el conocimiento es concebido como know how, saber que produce cosas que pueden ser medidas, calibradas, usadas, cosas que puedan generar confort o bienestar. El saber que no reporta una utilidad inmediata a sus productores o destinatarios, o que no repercute inmediatamente en sus condiciones de vida aparece como prescindible. Si el saber no genera poder, entonces es ilusión.

No siempre se pensó así. Hace mucho tiempo, Aristóteles sostenía – como muchos pensadores griegos antes que él – que el tipo de saber más alto (que él caracterizaba como la ciencia que se busca), encontraba en sí mismo su propio fin. En lugar de someterse a objetivos externos a ella, la sabiduría era perfecta y suficiente (autarkés).En uno de los pasajes iniciales de la Metafísica, Aristóteles señalaba que “entre las ciencias, pensamos que es más Sabiduría (sophía) la que se elige por sí misma y por saber, que la que se busca a causa de sus resultados”[2]. El saber mismo era su propio objetivo y realización; por ello era la ciencia libre. Esta clase de conocimiento buscaba la contemplación (theoría) de lo más universal y esencial, común a todas las cosas. De acuerdo con esta concepción, la búsqueda del saber es intrínsecamente provechosa, ella nos convierte en seres más autoconscientes, y por lo tanto, en agentes más libres.

Esta clase de investigación ‘pura’ no está reñida – en principio – con el trabajo propio de las ciencias particulares, con las artes, o con las vicisitudes de la producción y la acción. Husserl solía caracterizar este tipo de saber como ‘fundado’ en una actitud teórica “desinteresada”, que atiende a la comprensión rigurosa los sentidos que tejen la relación entre los agentes y su mundo circundante. Es precisamente desinteresada porque lo que anima a la theoría es la verdad de la ‘cosa misma’ y no su posesión o las posibilidades de su uso con miras al poder o al control sobre el entorno[3]. Se trata de una indagación que explora los ‘fundamentos’ de nuestros vínculos con lo ‘real’ que subyacen a nuestros modos de percepción, juicio, valoración, actividades y prácticas sociales. Aún los más devotos defensores de las “ciencias aplicadas” tendrían que caer en la cuenta que las formas más experimentales e instrumentales de saber requieren de una teoría crítica y general del proceso del conocimiento y de una concepción del ser humano que conoce, o que pretende conocer.

Desde luego, esta búsqueda no puede caracterizarse en términos de una actividad meramente solitaria. Tanto Platón como Aristóteles (más allá de sus discrepancias conceptuales y programáticas) denominaban “dialéctica” al proceso argumentativo que llevaba a los agentes hacia la intelección de los principios, y la caracterizaban como un diálogo abierto dentro de una comunidad de investigación. La “verdad” no es sólo, el resultado eventualmente exitoso de este proceso, es también el proceso mismo, la búsqueda inagotable y siempre renovada de respuestas y de cuestionamientos acerca de lo que nos provoca asombro y curiosidad. Esta búsqueda compartida no necesariamente nos reporta utilidades económicas, pero inaugura en el seno de lo humano nuevos horizontes de reflexión y libertad.

Esta búsqueda no es exclusivamente filosófica: concierne a toda investigación humana, a todas las ciencias y las artes. Involucra fundamentalmente al diálogo entre las diferentes disciplinas, en tanto se aspira a articular diferentes enfoques y argumentos que versan sobre lo humano. La institución universitaria vela porque la profesionalización del conocimiento no conduzca a la fragmentación del saber. En esta línea de pensamiento, la universidad – en tanto comunidad de investigación – pretende cimentar en sus diferentes organismos el ejercicio de una reflexión ‘fundacional’ e interdisciplinaria acerca de las “cuestiones últimas” que interpelan al hombre no sólo como profesional, sino también como ciudadanos y como persona. Por esta razón se le llama “universidad”: ese ha sido, por otro lado, su marca de distinción originaria respecto de otras instituciones de educación superior.

Estas consideraciones revelan la enorme relevancia de una formación integral – y no sólo especializada – para un currículum universitario de calidad. El compromiso de la institución universitaria es con la comunidad y con la cultura, y no sólo con el mercado. La universidad tiene que ser un foro en el que se pueda cultivar sentido de humanidad y pensamiento riguroso[4]. Los Estudios Generales como previos a los estudios especializados en las facultades han apuntado siempre al fortalecimiento de esta clase de educación ‘fundacional’ e interdisciplinaria, que aliente tanto la profundidad de la meditación tanto como a la “eficacia” de los conocimientos adquiridos. En nuestro medio a lo largo de décadas, la Pontificia Universidad Católica del Perú ha reconocido y reconoce en sus dos años de Estudios Generales una base decisiva para la formación de sus estudiantes y un rasgo crucial de su identidad como institución académica. La Universidad Antonio Ruiz de Montoya, en una línea convergente, entiende los Estudios de Humanidades como esenciales para la formación de los futuros pedagogos, periodistas y cuentistas políticos. La Universidad Mayor de San Marcos ha luchado por preservar los cursos básicos de educación humanística y científica como horizonte fundamental del proceso de formación profesional y académica del estudiante.

2. La formación de ciudadanos comprometidos.

La universidad se ha caracterizado por ser - en diferentes épocas y latitudes (también en el Perú) – una especie de ‘conciencia moral y social’ para las sociedades y culturas en las que se inscribe. Constituye un espacio público y académico en donde se ha sometido a reflexión crítica los diferentes proyectos políticos que los ciudadanos han querido aplicar o promover, así como, desde un punto de vista humano y científico – social, aquellos problemas que interpelan a la comunidad: cuestiones relativas a la construcción de la ciudadanía democrática, el reconocimiento intercultural, la pobreza y las formas de exclusión de diverso cuño. Conocemos la relevancia de la configuración del pensamiento social y político en el Convictorio de San Carlos y la Universidad Nacional de San Marcos en el período de la emancipación y los primeros siglos de la República, así como el rol decisivo de la Universidad Católica en los debates intelectuales y políticos de la segunda mitad del siglo XX (pensemos, por ejemplo, en la caída de la dictadura de Fujimori y en el contexto del trabajo de la CVR).

Pero esta dimensión de la vida universitaria no parecen entenderla los promotores de la universidad – empresa: en cierto sentido, de acuerdo con ellos, la vindicación del pensamiento y la acción política es el elemento que más “entorpece” la buena marcha de las empresas educativas en su modelación de profesionales eficaces del mercado. En ciertos casos, la ‘investigación pura’ podría ser “tolerada” como una especulación ociosa que puede encontrar su lugar acaso en los cursos electivos, o quizá en el contexto de conferencias magistrales extracurriculares “con gancho comercial” en hoteles de lujo u homenajes públicos a intelectuales o literatos de renombre como parte del necesario marketing universitario. El tema ‘político’, en contraste, está “vetado” de diversas formas en estas modernas instituciones, pues representa la evocación recurrente de viejos sentimientos ‘comunitarios’ y formas de participación colectiva en los estudiantes, afectos reñidos con los vientos individualistas que soplan en la modernidad. Sea como fuere, la universidad es sólo para “estudiar”. Curiosamente, los defensores del ‘modelo gerencial’ no se percatan – dado su desconocimiento respecto de la historia de las ideas - de que la vindicación del ethos político constituye precisamente un elemento central de la agenda liberal, al menos desde Montesquieu y Tocqueville. No sólo cuenta la vigencia de las libertades individuales, un auténtico liberal alienta también el ejercicio de las libertades cívicas en los espacios públicos con que la sociedad cuenta (la universidad incluida, por supuesto).

El estudio y la discusión en torno a las fuentes de las identidades políticas y los principios democráticos ponen énfasis no en lo que nos enfrenta en escenarios competitivos, sino lo que compartimos como ciudadanos. Desde la matriz unitaria del mercado no es posible vislumbrar espacios comunes en los que interactuar, pensar juntos y deliberar. Los apologistas de la universidad - empresa pueden argüir que ellos ‘capacitan’ técnicos y empresarios “con valores” (¿?), pero por lo general esta referencia parece converger con la tarea de la inculcación – básicamente acrítica – de un catálogo de principios vinculados al trabajo de calidad en el sentido de los textos de autoayuda y motivación que difunden (y que suelen recordarnos que, por si acaso, “los valores también venden”), fundamentalmente un discurso de raquítica profundidad y de discreta relevancia pública. El relato del ‘individuo emprendedor’, celoso observante de sus intereses económicos y sus libertades exclusivamente privadas, es insuficiente respecto del tema de la responsabilidad cívica de las personas para con sus conciudadanos e instituciones. El saber práctico propiamente cívico nos interpela como agentes políticos, y llama la atención acerca de nuestra responsabilidad histórica en torno a los mecanismos sociopolíticos de exclusión, los vínculos entre Estado y sociedad, los problemas y retos vinculados a la defensa de los derechos humanos y el multiculturalismo. Más que promover el activismo partidario, la universidad estimula el sentido de ciudadanía y la cultura constitucional. Nos invita a reconsiderar reflexivamente nuestros lazos comunitarios, y a estar dispuestos a comprometernos con ellos.

La universidad forma parte de la sociedad civil, y como las otras organizaciones que la componen, está comprometida a velar porque el poder político no se concentre en pocas manos, antes bien, procura se distribuya conforme a los principios del Estado de Derecho y al ejercicio de las libertades políticas (distribuir el poder y las responsabilidades no significa “diluirlos”, sino más bien considerarlos sobre la base del esfuerzo común y el respeto y el cultivo de la libertad). Estas instituciones y asociaciones voluntarias apuntan a la promoción de espacios de vigilancia e influencia ciudadana frente al Estado, así como a la configuración de espacios de conversación cívica y formación de corrientes de opinión pública. La forma en la que la universidad contribuye a que se cumplan estos objetivos consiste en la creación de círculos académicos y centros de investigación que fomenten la producción del pensamiento ético – político, tanto como la educación de ciudadanos ilustrados y comprometidos con la institucionalidad democrática.





[1] Smith, Adam Investigación sobre la naturaleza y causas de la a riqueza de las naciones México, FCE 1987 p. 17.
[2] Metafísica 982ª 14 – 15.
[3] Cfr. Husserl, Edmund La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental Barcelona, Crítica 1991, § 73 y Anexo III.
[4] Lerner Febres, Salomón “La naturaleza de la universidad” en: Reflexiones en torno a la universidad Lima, PUCP 2000 p. 7.

jueves, 24 de enero de 2008

“ROSA CUCHILLO”: PACHACUTI Y RECONCILIACIÓN

Gonzalo Gamio Gehri


Empiezo diciendo que hace mucho tiempo que no leía una novela peruana de la calidad literaria y la profundidad de Rosa Cuchillo, de Oscar Colchado (1). Después de leer tantas aproximaciones sesgadas a la temática del conflicto armado interno – elaboradas desde el mero interés ideológico, y buscando la justificación de la propia conducta corporativa frente al escándalo del terror y de la represión (generalmente ataques irracionales al Informe de la CVR provenientes de algún sector de las FFAA, de la "clase política" o exponentes del ala más conservadora de la Iglesia )– por fin llega a mis manos un libro que examina la tragedia que hemos vivido sin desatender los matices conceptuales, y particularmente, bosquejar magistralmente el punto de vista de las víctimas. Curiosamente, se trata de un texto literario, redactado además con singular maestría. Escrito en 1997, el texto desarrolla una tesis polémica, que toma distancia tanto de las “historias oficiales” que quienes detentan el poder quieren imponernos, como se aleja de las propuestas que más tarde hará suyas la propia CVR en torno a las políticas de reconciliación. Este es el tema que me gustaría discutir hoy. Reconozco el enorme valor literario y temático del libro, pero discrepo respecto de alguna de las tesis generales que pueden extraerse de su lectura.

Rosa Cuchillo narra la historia del alma de una madre que atraviesa los diferentes niveles que posee la morada de los muertos de acuerdo con la cosmovisión andina, tratando de descubrir el paradero de su hijo Liborio, muerto luego de un choque con los soldados. Ella ha muerto por la pena causada por la desaparición prematura del joven. Liborio había sido incorporado a las filas de Sendero Luminoso - que lo han rebautizado como Túpac -, a pesar de no estar convencido de la consistencia de sus propósitos o de la legitimidad de sus métodos. El muchacho se percata de que la organización subversiva no pretende liberar completamente a los runas del yugo de los mistis – en la dirección del mito de Inkarri -; antes bien, van a darle el poder a la clase obrera, dejando de lado al campesinado. Los senderistas no comprenden las fuerzas de los Apus y la Pachamama: tienen una visión puramente intelectual de la naturaleza y sus relaciones con ella. Ha contemplado con profundo dolor cómo los propios senderistas entran a las comunidades y masacran a los pobladores ante la sospecha de que acogen a quienes los han delatado ante las autoridades. Si lo que él estaba buscando es una señal que mostrara el pachacuti - la inversión de la realidad existente, su sentido y jerarquías -, no la iba a encontrar en las crueles acciones terroristas.

Rosa Cuchillo busca conocer el destino del alma de su hijo en su camino desde el Wañuy Mayu – el río de aguas negras que separaba el mundo de los vivos del de los muertos, hacia el Janaq Pacha, el mundo de arriba, el de la comunión con los dioses. No tiene más compañía que su perrito negro Wayra, y tiene que evadir los ataques de jarjachas y almas condenadas que pretenden arrastrarla hacia el abismo. Su viaje constituye además un proceso anamnético, que le permitirá recuperar el conocimiento acerca de quién en realidad es ella. Algunos críticos han comparado este plano de la narración con el camino que realiza Dante en La Divina Comedia – guiado por Virgilio a través del Infierno y del Purgatorio -, así como el tortuoso camino de retorno al hogar emprendido por Ulises en la Odisea. El relato tiene la virtud de articular tiempos y niveles de realidad diversos, que se yuxtaponen significativamente con el fin de esclarecer los conflictos que los personajes afrontan.

Colchado ha logrado describir con singular belleza y hondura las opciones del campesino ayacuchano frente a la violencia, la ausencia del Estado en las localidades altoandinas, el dolor frente a la pérdida de los seres queridos, las graves contradicciones morales de sinchis y senderistas, la riqueza del universo mítico quechua y wari. Sus personajes son seres de carne y hueso: sus pensamientos y emociones son expresados a través de un lenguaje persuasivo y conmovedor. No obstante, el autor nos transmite la sensación de que, o los conflictos del mundo terminan resolviéndose (o planteándose de materia definitiva) en el horizonte sobrenatural, o simplemente las diferencias y desigualdades que desagarran el mundo se mantienen irresueltas hasta la llegada del pachacuti…..resultando "superadas" sólo a través de la violencia.

Este dilema me parece altamente discutible.Pareciera que tenemos que elegir entre el delicado olvido que las almas experimentan al recobrar su lugar en el Janaq Pacha – como es el caso de la propia Rosa Cuchillo, que en la morada divina se reconoce como la diosa Cavillaca -, y el camino terrible de la guerra como instrumento de la justicia (cósmica). El propio Liborio abandona aceleradamente el mundo espiritual para retomar el camino de la confrontación en el mundo humano, pues está llamado a transformar la realidad humana:


“¿Y adónde vas? Indagué. Estoy volviendo a la tierra, respondió, me
envía el Padre a ordenar el mundo. ¿Un pachacuti? Dije. Sí, es necesario voltear el mundo al revés.” (p. 198).

En términos de Liborio, la única forma de poner las cosas es su sitio es a través del combate. Incluso podría suponerse que él mismo se convierte en el caudillo que dirige la Gran Transformación. En su perspectiva, no hay reconciliación. Aquí salen a la luz los elementos propiamente políticos que encuentro especialmente discutibles, por su rigidez y rotundidad casi irreflexivas. No se trataría de castigar a los criminales subversivos y a los efectivos militares que violaron los Derechos Humanos. Tampoco se trataría - según su enfoque - de reconstruir nuestras instituciones democráticas, y luchar políticamente para erradicar las condiciones estructurales de la violencia en lo económico y en lo social. No se trataría de luchar contra la exclusión y fortalecer una cultura del reconocimiento de las etnias y los credos que componen el Perú. Para los personajes épicos de Rosa Cuchillo, la solución sigue siendo la guerra sin más. A los ojos de Liborio, Sendero Luminoso se equivocó: no había que promover la lucha de clases, sino la lucha entre runas y mistis. El tiempo de la "calandria de fuego", el sueño de Arguedas de una época "en la que cualquier hombre no engrilletado y embrutecido pueda vivir todas las patrias" simplemente no existe aquí ni siquiera como un sueño.

Esta es una salida que me parece inaceptable, entre otras cosas, porque no es una salida: nos instante nuevamente – e irremediablemente – en medio de la tragedia y de la violencia. Sustituye, eso sí, la “dialéctica materialista” por la apelación al pachacuti como recurso ideológico de legitimación. Divide nuevamente el mundo ético-político – que algunos celebran – entre “nosotros” y “ellos”: la posibilidad de una comunidad plural le parece insostenible. Y propone esta nueva confrontación sin abandonar el pathos por la “inevitabilidad histórica”. En el mundo imaginado y querido por Liborio / Túpac no se supera la violencia en la deliberación - las fronteras étnicas le parecen infranqueables, en la línea que se deriva del propio mito del Inkarri - , sino (otra vez) la violencia “incorrecta” es superada por la “correcta” (e incluso "sagrada"). No obstante, toda violencia es inhumana. En este punto, lo investigado y propuesto por el Informe de la CVR en torno a la posibilidad de las políticas de reconciliación se evidencia más razonable y fructífero para pensar el futuro de la vida pública en el país.
Considero importante reconocer que no debemos intentar resolver problemas complejos con recetas simples, y la violencia constituye la receta más simplista – y mutiladora – que el hombre ha conocido y experimentado a lo largo de su historia. No debemos prestar oídos en los cantos de sirena que entona Liborio al final del libro. Creo que, más allá de la fuerza narrativa de la obra, el personaje “idealista” de Rosa Cuchillo transmite un mensaje que debemos rechazar con firmeza, porque tenemos poderosas razones para hacerlo. Para que no se repita la historia siniestra que hemos vivido.
[1] Colchado, Oscar Rosa Cuchillo Lima, Editorial San Marcos 2005..

lunes, 21 de enero de 2008

LA LUCHA POR LA MEMORIA: CIUDADANÍA Y CRISTIANISMO




LOS DOS "ESPÍRITUS"






Gonzalo Gamio Gehri



Memoria o silencio, justicia o impunidad, reconciliación o fragmentación: tales parecen ser los dilemas que tenemos que enfrentar en el Perú de hoy. Un lector algo precipitado podría pensar que la victoria de la memoria sobre el silencio ya ha sido lograda en virtud de que el Informe Final de la CVR ya ha sido presentado al Estado y a la sociedad; esta es una victoria aparente, en tanto que el Informe no sea examinado, criticado o asumido críticamente por las instituciones sociales y políticas. Un silencio más peligroso puede cernirse sobre nuestra precaria democracia: el silencio de la inacción, que alimenta la indiferencia y el crírculo vicioso que conecta la injusticia pasiva, la servidumbre voluntaria y el autoritarismo. Estos dilemas exigen una toma de decisión de parte de los ciudadanos. De hecho, no hay modo de evadir esta elección, puesto que permanecer indiferente frente a estos dilemas implica en la práctica haber optado por una de las alternativas, la del silencio. Una de las cosas que creo importante tener claro es que toda actitud del individuo tiene a la larga una repercusión relevante en lo relativo a la distribución efectiva del poder político, vale decir, en lo que respecta a ser ciudadano o siervo.

A estas dos opciones políticas corresponden dos actitudes o – por así decirlo – dos “espíritus”, dos modos de encarar el presente, nuestra crisis, y por tanto – como señalaba al principio – nuestro peculiar kairós ético - político. No pierdo de vista que - al menos en parte - estas reflexiones se dirigen a un público lector que ha asumido un doble compromiso, a saber, con una comunidad política y a la vez con una visión cristiana (pero crítica) de la vida. Yo mismo comparto esa doble apuesta ética. Creo como ustedes que sólo desde la defensa del pluralismo y la buena disposición al diálogo y la crítica es posible ser a la vez auténticos “ciudadanos y cristianos”[1]. Por eso me siento cómodo al hacer uso de una metáfora de origen religioso, pero que quiero reinterpretar desde un punto de vista secular, esencialmente cívico. Estamos, decía, ante dos “espíritus” dos tipos de disposición ética: el espíritu de sumisión y el espíritu profético.

El espíritu de sumisión ha sido el interlocutor central de todos mis post sobre acción política y Derechos Humanos, pues constituye el enemigo más encarnizado de la reconstrucción democrática y la justicia transicional. Se traduce en la renuncia voluntaria del individuo a su rol de ciudadano, agente político y potencial coautor de leyes e instituciones. Esta deserción deja la sociedad a merced del “tutelaje” de sus representantes e “instituciones protectoras”, cuando no de un dictador corrupto; en cualquiera de estos casos, el ejercicio de la libertad política se convierte en ilusoria o inexistente. La actitud frente a la configuración de la memoria y la superación de la violencia a través de la justicia será el de un corrosivo desdén: “lo pasado es pasado ¿Para qué volver sobre él?”. Pero el espíritu de sumisión puede presentarse en otra de sus figuras, que no puedo desarrollar aquí en detalle, sino sólo mencionarla. Se trata del “espíritu de cuerpo”, la disposición de aquellos que pertenecen a algún tipo de organización, fuerza o gremio (por ejemplo, una institución militar, partido político, comunidad religiosa o cultural, asociación empresarial o colegio profesional) a rechazar acríticamente la responsabilidad de algunos de sus miembros frente al proceso de violencia vivido, en nombre de sus vínculos de pertenencia (un penoso ejemplo de ello lo encontramos en el sesgado y folletinesco libro El trigo y la cizaña - escrito por el periodista conservador Federico Prieto Celi -, que he reseñado en otro post (2)). Esa es una tentación recurrente, que es preciso combatir, por el bien de la propia institución, y para observar la coherencia entre los valores que ella busca promover y la acción de sus miembros. Esta actitud no hace más que profundizar la fractura entre estas instituciones y la sociedad en general, en especial las víctimas de la violencia y la exclusión.

El espíritu profético corresponde a la actividad del crítico social y del ciudadano comprometido. La recuperación pública de la memoria constituye un imperativo ético – político, aunque implique asumir una posición crítica respecto de las comunidades y asociaciones a las que uno pertenece. La crítica interna contribuye con la transformación y revitalización de esta clase de comunidades y le recuerda su inscripción en una comunidad mayor, la comunidad política. Ninguna membresía soslaya los vínculos ciudadanos, o pospone o relativiza los compromisos con la verdad y con la justicia. La tarea de cooperar en el logro de la reconciliación social y política es concebida como un fin que nutre los lazos con la pequeña comunidad tanto como con la grande: recuperar la memoria - aun la más dolorosa – de la propia responsabilidad frente al sufrimiento o la exclusión del inocente contribuye a clarificar nuestros juicios acerca del lugar del otro en la esfera de nuestras opciones éticas y cívicas. Se trata de examinar el pasado para poder aprender de él y reconducir el mundo social y político desde un nuevo telos. Ese es el sentido último de reconstruir la memoria. “El pasado está allí”, escribe Gustavo Gutiérrez, “para dar espesor al momento actual del presente”[3].

Este es el desafío que nos plantea la idea misma de justicia transicional en estos tiempos de precariedad y esperanza. Nos exige que desempeñemos o no un papel activo en el proceso de reconstrucción democrática - tan desatendido, cuando no bloqueado, por nuestra "clase política" -, que ocupemos un lugar o no en el espacio público, en los escenarios sociales en los que el sentido de nuestra memoria histórica o la refundación del pacto social pueda ser considerado como tema de discusión. El sufrimiento de tantos miles de inocentes no tuvo lugar sin el concurso de nuestro desinterés o de nuestro silencio frente a lo que estaba sucediendo: el dolor de la víctima no es simplemente fruto del infortunio, o la “fatalidad social”, en el sentido de los neoliberales (y los viejos marxistas). Esas son burdas trampas retóricas. La violencia y la exclusión se deben a hechos sociales, a acciones que son obra de la voluntad humana. No suceden sin nuestro consentimiento; antes bien, pueden ser combatidas a través de la acción ciudadana. No es posible saber si al final, el camino de la transición política nos lleve a edificar una república realmente inclusiva o si la tentación autoritaria termine recuperando el terreno social que tanto costó arrebatarle hace unos años. Lo único que puede ser afirmado con algún grado de “certeza” es que, sea cual sea la actitud que asuma cada peruano en este tiempo crítico, ella no será irrelevante para decidir el curso que tomará la historia de nuestra institucionalidad política.



[1]Antoncich, Ricardo “Ciudadanos y cristianos” en Antoncich, Ricardo y otros Ciudadanos y cristianos Lima, CEP 2003; véase especialmente pp. 58 y ss.

(2) En ese texto el espíritu de cuerpo lleva al autor a defender lo indefendible - por ejemplo que "hubiera sido mejor que nadie confrontara a los actores" del conflicto armado (p.81), a través de procesos de justicia transicional -. Se trata de un bizarro escrito apologético que denuncia una presunta "conjura" de la CVR contra un controvertido personaje eclesiástico sin ofrecer siquiera un mínimo de argumentos que sustenten tan delirante tesis o alguna descripción de los hechos que sea mínimamente verosímil. Este libro parece remitirse con devoción a la senda planteada por la escuela espiritual de El Código Da Vinci, su completa ausencia de rigor histórico y su vocación por el cultivo de la extravagante teoría de la conspiración como género subliterario.

[3] Gutiérrez, Gustavo “Memoria y profecía” en: Páginas Vol. XXVIII, Nº 181, junio 2003 p. 24.

jueves, 17 de enero de 2008

NOTA SOBRE LOS MODELOS DE RACIONALIDAD PRÁCTICA






Gonzalo Gamio Gehri



El último debate suscitado en la blogósfera ha puesto sobre el tapete una importante cuestión epistemológica y ontológica-práctica: ¿Puede prescindir la teoría política de compromisos éticos de alguna clase? Creo que este es un problema fundamental que se plantea hoy el filósofo político, pero también el científico social (y no pocos actores políticos). Algunos participantes han insistido en la tesis de que - en determinadas circunstancias - es posible "suspender la ética" (para, dado el caso, aplicar medidas "realistas" en la política. Martín Tanaka ha sido el más explícito aunque no el único. Ha sostenido agudamente que - aún cuando se declara contrario a las posiciones antidemocráticas - constituye un elemento fuerte en la perspectiva reaccionaria el reconocer que (en determinadas circunstancias) no queda otra cosa que "suspender la ética" y actuar conforme a los dictámenes de la utilidad: en su opinión, el liberalismo tendría que responder, desde la cultura de los Derechos Humanos, a este desafío planteado por los conservadores.
Debo decir que suscribo completamente sus interpretaciones políticas sobre este problema, discrepo en algunas cuestiones filosóficas que subyacen al modo en que ha formulado el asunto de la "suspensión de la ética". Quiero deslizar una tesis diferente - deslizarla todavía, no puedo desarrollarla en detalle por cuestiones de tiempo - la ética - concebida en principio como la reflexión y la práctica de aquello que orientan nuestras vidas - constituye un elemento ontológicamente ineludible en la comprensión y la acción humanas. Nuestras ideas de bien y mal, justicia e injusticia, plenitud, eficacia, etc., acompañan nuestra conducta. No abandonamos del todo el terreno de lo ético. Ni siquiera cuando sacrificamos lo "bueno" o "justo" en nombre, por ejemplo, de la "eficacia instrumental". Nunca suspendemos la ética. Tampoco "perdemos" los valores, los cambiamos. La "eficacia" no es una noción valorativamente desarraigada.

Recuerdo, en esta línea de reflexión, las discusiones en el extraordinario Seminario de Filosofía Práctica que llevé en el Doctorado en la Universidad de Comillas con el maestro Augusto Hortal - mi Director de Tesis -, que implicaba la lectura de diversos autores de la tradición occidental, entre ellos Manheim. La lectura inicial de algunos pasajes de la obra de Karl Manheim, Ideología y Utopía. Una Introducción a la sociología del conocimiento, apuntaba precisamente a destacar los compromisos – implícitos o explícitos – de las diferentes formas de pensamiento ético-político con las imágenes concretas de lo que sería su encarnación social. La tesis central reside en que precisamente no puede plantearse un divorcio entre ambas (y si se postula tal cosa, ello supondrá asumir argumentos éticos subyacentes). Ni el marxismo ni la doctrina del rational choice son moralmente neutrales (a pesar de que a ello aspiren). Quisiera reseñar algunos modelos de razonamiento moral - recuérdese que esto es una nota preliminar al tema, que no estoy siendo exhaustivo, sino completamente esquemático (en mi libro Racionalidad y conflicto ético examino con algún detalle alguno de estos paradigmas de razonamiento práctico) - particularmente relevantes en los debates actuales en filosofía práctica. Nótese cómo plantea cada uno el vínculo que señalamos.

a.- Planteamiento clásico.
b.- Planteamiento empírico-teórico.
c.- Planteamiento dialéctico
d.- Planteamiento procedimental.



a.- Planteamiento clásico:

Para esta perspectiva la filosofía práctica indaga ante todo por el buen vivir, el discurso acerca de los fines que convierten a la vida que los sigue en una vida plena o llena de significado. La búsqueda y realización parcial de tales fines exige el desarrollo de hábitos y modos de ser que dirijan aquella vida en tal dirección; las virtudes y las prácticas sociales que son importantes para orientar la vida suponen formas de educación comunitaria al interior de instituciones políticas en donde tal vida puede florecer. En este sentido, la ética y la política se relacionan entre sí como la especie y el género. Aristóteles es el exponente más célebre de esta posición, y Hegel, Arendt y los denominados (erróneamente) “comunitaristas” son los defensores modernos y contemporáneos de la perspectiva clásica (reformulada). Para ella, la defensa de determinados valores está sostenida por ciertas imágenes, públicamente disponibles para el debate y la reformulación crítica, de los “rasgos distintivos de lo humano”, un discurso elaborado desde y en las actividades y relaciones que los agentes concretos desarrollan en el curso de su vida.

b.- Planteamiento empírico-teórico:

Esta es la perspectiva que defiende la ciencia social de inspiración naturalista. La política científica busca contrastar hipótesis con la realidad social tal y como esta se manifiesta en el plano de los hechos ante un observador neutral, el “científico”. Si el anterior puede ser caracterizado como “el punto de vista del agente”, éste es más bien “el punto de vista de un espectador desvinculado”. La distinción entre juicios de valor y juicios de hecho es la piedra angular de la sociología y politología como “ciencias de la conducta social”. Ello implica la necesaria separación entre ética y política. Los “valores” se transforman en meras “variables” que sólo entran en juego cuando hace su ingreso la racionalidad instrumental, criterio por excelencia del juicio político. El tema de los fines aparece como irracional, o simplemente como una noción no susceptible de escrutinio científico. El logro de la “eficacia” - concebida como la selección y aplicación de medios para la consecución de los fines - es para algunos autores el verdadero tema de la ciencia política.. Max Weber es, ciertamente, el más célebre representante de este paradigma de la teoría social.

c.- Planteamiento dialéctico:

Esta posición – defendida por Marx y por el marxismo – asume a través de una diferente vía la vocación cientificista. Supone que el pensamiento práctico – tanto ético y político – no tiene consistencia propia, fuera de la referencia a las condiciones económico – sociales de su emisión: la ética y la filosofía política constituyen formas de superestructura ideológica. Como toda producción de la conciencia, dependen de la estructura económica, los procesos reales de producción, consumo, intercambio y dominación que determinan el curso de la historia. No obstante, la filosofía fue concebida como crítica del mundo existente, como instrumento de liberación humana. En ese sentido, el conflicto de narrativas éticas resulta para este esquema en gran medida ilusorio, dado que las verdaderas luchas se dan en el ámbito de las contradicciones histórico-económicas, hogar de la verdadera praxis emancipatoria (no es difícil reconocer en esta postura una "narrativa ética implícita", una ética de la liberación social). La liberación de las cadenas reales del hombre supuestamente no tendría lugar en sus modos de ser propiamente ético y político, sino en las relaciones de posesión y dominación económicas.

d.- Planteamiento procedimental:

Esta es en buena medida una respuesta a la primera posición, el planteamiento clásico. Ante la diversidad de ethe y concepciones de la vida buena rivales entre sí resulta necesario postular un “criterio” metacultural que determine lo que es justo y correcto en materia de convivencia social, de modo que individuos practicantes de diferentes tradiciones puedan coexistir pacíficamente (o llegar a un consenso mínimo en materia de principios prácticos) en un mismo suelo siguiendo las reglas de la razón. Esta perspectiva práctica asume las pretensiones de neutralidad valorativa y desvinculación propias de la idea ilustrada de racionalidad (a pesar de que el compromiso con la libertad individual y la reducción del sufrimiento las animan). Existen diversas formulaciones de este planteamiento, algunas de ellas se relacionan de manera tensional entre sí. Las teorías del contrato – en las versiones de Hobbes, Locke, Kant y Rawls – son la expresión pública de esta posición. En el plano de la teoría moral propiamente dicha, el utilitarismo, la moral kantiana y la ética discursiva constituyen las lecturas procedimentalistas de la razón práctica más importantes.

miércoles, 16 de enero de 2008

APUNTES SOBRE EL ESTADO DE EXCEPCIÓN



Gonzalo Gamio Gehri


Ha aparecido tardíamente (y un tanto artificialmente) en el debate sobre los griegos y la noción de dignidad el tema del Estado de excepción (Carlos Pérez ha dicho en su blog que la discusión versó sobre el "Estado de excepción", pero ese no ha sido el caso de la discusión en Las páginas de Hernando y en la mía). No había sido planteada en los textos iniciales, que versaron sobre el sentido de la ética antigua, la tortura, el reconocimiento del otro como ser humano. Martín Tanaka y Carlos Pérez han sugerido que sea desarrollado explícitamente, y Alesandro Caviglia ha elaborado un interesante texto formulado en clave kantiana, ¿Qué es el Estado de excepción? Me gustaría añadir una breve nota a lo expuesto por Caviglia.
Yo partiría de dos tesis, basados en la teoría política democrática : a) que bajo el Estado de excepción se suspenden las garantías, no los derechos. En algunos casos se recortan provisionalmente los derechos de reunión y libre tránsito. Esa es una distinción que no ha sido señalada por quienes han intervenido en la discusión en los últimos días; b) El Estado de excepción es eso, una medida extraordinaria, bajo determinadas circunstancias debatibles (pregunté al respecto: ¿Era necesario el autogolpe de Fujimori para "pacificar" el país?). Carlos Pérez dice que mi pregunta está "mal planteada". No lo creo. Él señala que la pregunta correcta es: "¿Por qué se llegó a una situación tal que los peruanos dejamos de creer en la vía democrática liberal parlamentaria como medio para pacificar el país?" (su formulación hasta parece asumir que el golpe era ineludible). Evidentemente, considero que su pregunta resulta fundamental para comprender la "legitimidad" del golpe del 5 de abril, para que no se repitan situaciones como esa. Sin embargo, no creo que esa pregunta sea similar a la que yo formulé, o que pueda sustituirla (o esclarecerla). Su pregunta es impersonal, está dirigida al "observador", al "analista" que quiere hacerse un punto de "vista objetivo" - si esto es posible - acerca del fenómeno -; mi pregunta está dirigida al ciudadano Carlos Pérez - el agente - que interpreta las circunstancias desde ellas mismas. No interrogo acerca de la "legitimidad", sino si era - a su juicio - necesario suspender el orden constitucional para enfrentar la crisis económica y el terrorismo, o si pudo conjurarse estos males sin desmontar las instituciones, las instancias de fiscalización y violar las condiciones del debido proceso. La "necesidad" de estas medidas siempre es el pretexto para acabar con el Estado de Derecho y violar las libertades. No en vano Judith Shklar señala que las políticas de necesidad suelen encubrir las "razones" - privadas - del "príncipe", es decir, del tirano. La aplicación del (llamado por algunos) "Plan Verde" a partir del autogolpe es un buen ejemplo. Mi pregunta apunta a intentar desenmascarar una posible trampa antidemocrática, pero mi interlocutor asume a priori que los reaccionarios dan en el clavo.
Es importante insistir en que los reaccionarios afirman que el Estado de excepción forma parte de una teoría general del Estado. Los reaccionarios paleoconservadores - los que predican la antigua alianza entre Trono y Altar, y suspiran por los "buenos tiempos" barrocos de los Austrias o góticos con los Hohenstaufen - no creen en la suspensión transitoria de las garantías constitucionales: consideran que las "crisis de la democracia" revelan la "necesidad" de superar el nefasto "paréntesis moderno" y volver a una imagen idealizada de la Edad Media (no al cultivo de la filosofía escolástico, sino al sistema político y social de las edades oscuras): orden social jerárquico de castas, un Estado confesional monárquico (al modo del Sacro Imperio Germánico). Su apelación a la observancia de la "Estructura de la realidad cósmica", a una "naturaleza humana inmutable" o a la "sociedad de castas" no es gratuita. Tampoco su entusiasmo por recuperar el tema del cuerpo como objeto de castigo. Incluso consideran que elk asunto de la excepción mostraría la auténtica "esencia" de lo político: la decisión del "soberano". Para ellos, el acto cuasi adánico del líder es más relevante para la política que la deliberación ciudadana. He escrito muchísimo contra esta tesis - simplemente inaceptable - no quisiera reiterar el enjambre de argumentos en favor de la praxis cívica. Quizá sólo lamentar que muchos caigan en la trampa de las tesis autoritarias, so pretexto de cultivar cierto "realismo político" (¿?).
La ilusión de la "universalidad" y la "objetividad" suelen merodear en algunas canteras reservadas las ciencias que se ocupan de la conducta. Me parece importante rehuir esos cantos de sirena. Desde un punto de vista epistemológico, tanto la fenomenología hermenéutica como el pragmatismo han señalado sus inconsistencias. Entiendo que la postura del "observador desvinculado" siempre es tentadora para quien reflexiona sobre la política; siempre es placentero jugar a imaginar que uno puede ver las cosas como las vería un 'dios menor' (un espectador imparcial y objetivo, curioso respecto de cómo "viven los mortales", sopesan "costos" y "beneficios", etc.). Yo prefiero el enfoque del actor finito, un mortal más. Pretender asumir la postura desvinculada me parece engañosa, así como un un síntoma de hybris.

Suele pensarse erróneamente que el tema del Estado de excepción es coto de caza exclusivo de los reaccionarios (que se valen para pretender convertir la excepción en un régimen estable, a la manera de una nueva Edad Media), suele desconocerse que autores democrático-liberales como Oakshott, Rawls y Walzer - Caviglia ha citado a Agamben - se ocupan de este y otros "casos extremos". En fin, se trata de un tema muy importante que no podemos ceder sin más a los antiliberales.

sábado, 12 de enero de 2008

ANTIHISTORIA, JUSTICIA Y UNIVERSALISMO MORAL






Gonzalo Gamio Gehri



De entre todos los logros de la cultura moderna que han llegado a nosotros - incluyendo el desarrollo científico, la autonomía de los saberes, etc. - el universalismo moral me parece sin dudarlo el más importante. Hemos visto que esta idea es fruto de un trabajo largo (de grandes debates y cambios históricos), que no es ajeno a las reflexiones del propio mundo clásico (los estoicos y en cierta medida los trágicos) . Se trata de la concepción de la persona humana como un fin en sí mismo, sujeto de derechos inalienables que no pueden ser conculcados por institución ni autoridad alguna - puesto que la autoridad y las instituciones se justifican a partir del consentimiento racional de los individuos - ni pueden ser sacrificados en nombre de un "ideal superior" (la pureza cultural o religiosa, la pervivencia del status quo, etc.). El rechazo de la crueldad y la ética de la reducción del sufrimiento se derivan de esta clase de pensamiento sobre la praxis. No hay idea de "bien común" - por lo general "obra" de las "autoridades" contingentes - que pueda trascender los derechos y las libertades de las personas. Los individuos aman y sostienen la comunidad en la que viven en tanto ésta protege sus libertades y derechos y en tanto ellos pueden convertirse - a través de la acción política, palabra y participación cívica - en potenciales coautores de la ley y de las instituciones. Los grandes principios de las democracias modernas y la justicia global hunden sus raíces en el universalismo moral. Estas determinaciones prácticas constituyen el horizonte normativo que da sentido a las instituciones democráticas.

Hoy en La República tuve la oportunidad de leer el interesante artículo de un joven egresado de filosofía - Andrés Hildebrandt - que se enmarca bien en esta línea del universalismo que hemos evocado. Me ocuparé de los asuntos propiamente de los elementos conceptuales, prescindiendo un tanto de los elementos más personales del texto, pues se trata ante todo de examinar ideas. Se titula Cipriani y la eternidad, y es, como lo indica el título, un texto polémico. Comenta críticamente el juicio del Cardenal sobre la investigación que realiza una corte italiana sobre los presuntos compromisos de Morales Bermudez con el Plan Cóndor (hemos examinado sus declaraciones sobre el tema, junto con las del Presidente y el ministro de Defensa en un post anterior). Cipriani se refiere a los tribunales internacionales como una expresión de "dioses modernos y profanos". Una especie de 'nueva herejía' que desafía la juridicción de los Estados particulares. Extrañaría los tiempos en los que las "autoridades" civiles eran intocables y podían diseñar alguna imagen incuestionada de "bien común".

Hildebrandt muestra cómo esta lucha de la justicia contra el poder personificado aparece con fuerza en la literatura antigua:




"Este es uno de los significados más bellos y
profundos de la tragedia griega. La violación de las leyes de la polis es una
afrenta contra los dioses que siempre recibe castigo. Edipo ignora las
advertencias del oráculo y acusa injustamente a Creonte, pensando que eso lavará
la sangre derramada y detendrá la peste que arrasa Tebas. El final de la obra
revela que, por el contrario, el origen de todo el mal reside en el gobernante
que no somete su poder a ningún tipo de restricción.".



El autor muestra su extrañeza ante las circunstancias en las cuales una autoridad religiosa prefiere asumir el partido del antiguo mandatario antes de comprometerse con la justicia, al punto que se muestra contrario al sólo hecho que se investigue la responsabilidad del ex dictador respecto de la desaparición de los montoneros argentinos. Recuerda los vínculos del personaje en cuestión con el fujimorato, e incluso evoca el tema de las relaciones del papado de Pío XII y el régimen nazi. Es seguro que el tema de la acción de la Iglesia frente al Holocausto será nuevamente tema de discusión, dado que es altamente controversial. Una de las cosas importantes que el artículo de Hildebrandt destaca es que esta actitud contraria a la justicia no es cristiana. En absoluto. Si el cristianismo es una religión de amor y de encarnación, esta debe configurarse en modos de acción observantes de la dignidad de las personas, particularmente de aquellas que hayan sufrido (más allá de cuál sea su condición). Es en este sentido que el cristianismo constituye un credo secular: propone el ingreso del espíritu en lo temporal, en sus afanes y tensiones (al respecto véase mi artículo ¿Qué es la secularización?).

El teólogo católico J.B. Metz señala que una figura clave para comprender el cristianismo consiste en percibir su compromiso con lo que llama la antihistoria. La historia por lo general es relatada desde la perspectiva de los vencedores, los héroes (Carlyle) o es concebida desde categorías más abstractas: el desarrollo de los Estados (Hegel), el conflicto por el control de los modos de producción (Marx) o el anhelo de poder (Foucault). El cristianismo, en contraste con esas narraciones, sitúa el centro de gravedad de la historia en la memoria del sufrimiento y la búsqueda de justicia y paz (Shalom), con miras a la construcción del Reino. Sin esclarecimiento de la violencia y sin la acción de la justicia no hay reconciliación posible. Las "políticas de silencio" son inaceptables en esta perspectiva. Metz se remite al Evangelio, a la experiencia de las primeras comunidades cristianas, para proyectar este horizonte hacia la reflexión crítica en torno a situaciones contemporáneas de irracionalidad y violencia, como Auschwitz.
Hildebrandt señala que "es por lo menos paradójico que en esos tiempos profanos de muchas polis y dioses, la impunidad sea combatida con mucha más dureza que en la era de la Iglesia universal". En muchos casos, la "cristiandad" ha olvidado esta matriz de identificación con la víctima y de lucha por la memoria y la justicia. Con cierta frecuencia la Iglesia se ha apartado de esta misión humanizadora y solidaria. De hecho, contemplar el espectáculo de un pastor que incluso se opone a las investigaciones judiciales que podrían echar luces sobre casos de secuestro y desaparición forzada nos llevan a preguntarnos dónde ha quedado la prédica fundamental de un Dios que quiere la vida. Una jerarquía que rechaza el anhelo de verdad y la protección de los Derechos básicos está claudicando peligrosamente frente al mensaje que le da sentido como tal. Curiosamente, esos presuntos "idolos profanos" están más cerca de la preocupación por el Reino que los alegatos tribales al silencio y la impunidad.
Lamentablemente, este rechazo del humanitarismo "por razones religiosas" no es extraño en nuestro tiempo y en los espacios en los que actuamos y nos comunicamos. Diríase que la obseción tradicionalista por la corrección ritual y la "pureza doctrinal" está primando sobre la sustancia del cristianismo: esto es particularmente penoso en el caso de una confesión para la que Dios solicita no sacrificios, sino misericordia. No olvidemos que Jesús no estaba particularmente preocupado por el cumplimiento de las formalidades rituales (por ejemplo, en la observancia del Sábado) y por la ortodóxia doctrinal: esa era la obsesión de los fariseos. En el clima de confrontaciones dialécticas y excesos verbales que a veces se suscitan en la blogósfera - y yo no he sido totalmente ajeno a ellos, a mi pesar - he notado que muchas veces se identifica erróneamente el cristianismo con cierta espiritualidad medievalizada, de espadas y cruces encendidas en lugar de redes e instrumentos de carpintería. Las letras góticas y sellos de cera han sustituido las prácticas sencillas del cristianismo originario. En la mente de muchos cristianos - influidos por el sector conservador de la Iglesia, hoy dominante -, la disciplina marcial y sumisión irreflexiva ante la autoridad ha tomado el lugar de crítica profética. No obstante, ese no es el ethos del Evangelio.
Si lo que he estado señalando es correcto, entonces las interpelaciones al poder provenientes de la justicia internacional no son manifestaciones de meros "dioses modernos y profanos"; se trata de formas de acción que - de ser concebidas seriamente - no son extrañas a la tradición judeo-cristiana del esclarecimiento de la memoria y la acción de la justicia. Esta lucha ético-espiritual en nombre de la dignidad y la paz puede llevarnos a confrontar los puntos de vista de quienes asumen posiciones de poder y autoridad en las instituciones que habitamos, incluidas las religiosas; ello no debe amilanar a las personas que están dispuestas a cuestionar (como ciudadanos o como creyentes) estas posturas claramente inconsistentes, que desvirtuan el compromiso originario con el otro y con la justicia. A veces, eso es lo que toca. Al fin y al cabo, la perseverancia en tales principios y el ejercicio de la crítica son promovidos tanto por el Evangelio como por la Ilustración - y, a su manera, por el ethos clásico -, las fuentes de este universalismo moral. En cambio, la disposición a guardar silencio, mirar a otro lado y "dejar las cosas como están" en abierta condescendencia con los poderosos (bloqueando incluso las investigaciones) conspiraría contra ese espíritu. La invitación conservadora al abandono de las "cosas del mundo" - señaladas como finitas o contingentes - en favor del cuidado de las "cuestiones eternas" constituiría una penosa actitud evasiva respecto de las propias exigencias de la justicia planteadas por el Evangelio y la Iglesia, centradas en la acción en el mundo temporal. Tal invitación contravendría una religión fundada en la encarnación y en el amor. El propio Hildebrandt lo dice con claridad meridiana (y con singular contundencia):

"Porque desde la perspectiva de la Eternidad,
donde reinan inmaculados la geometría y el orden, los déspotas y asesinos se
confunden con "señores" y se olvidan los sacrificios y vejaciones que sufrieron
los verdaderos líderes de la Iglesia."

Estas reflexiones de Hildebrandt ponen sobre el tapete (nuevamente) el debate de las últimas semanas sobre la dignidad y los griegos. De hecho, su descripción del caso de Edipo Rey me da la razón. Hoy la discusión está derivando - un poco artificialmente - hacia el tema de la "naturaleza" y las circunstancias empíricas del Estado de excepción. Por desgracia, solemos ocuparnos más de examinar las condiciones en que la vigencia de este universalismo - expresado, por ejemplo, en el sistema de Derechos Fundamentales - puede - hipotéticamente - suspenderse que a discutir las formas en que podemos señalar su plausibilidad o promover políticas que concreten la posibilidad de su ejercicio.

viernes, 11 de enero de 2008

UNA INTERPRETACIÓN DE LA INTRODUCCIÓN A LA "FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU" DE HEGEL



Gonzalo Gamio Gehri


Como se sabe, la Fenomenología del espíritu de Hegel constituye la historia del camino de la conciencia natural - las diferentes expresiones de la búsqueda humana de la verdad - hacia el saber. La conciencia va elevándose progresivamente hacia concepciones más complejas de la Realidad, de modo que la cosa misma va desocultándose poco a poco. El saber, para que sea saber efectivo, debe ser producto del trabajo del hombre, de su propio pensamiento activo y no la simple consecuencia de la recepción pasiva de una verdad solamente revelada; debe ser objeto de un discurso explicativo en el que el hombre puede reconocer la verdad a partir de la argumentación racional, en virtud de la cual encuentre el contenido de la verdad “en concordancia con la certeza de sí mismo”. Siguiendo la tradición ilustrada, debe ser un discurso cuyo mensaje sea para todos los hombres y no para beneficio de una élite de iniciados.

Hegel inicia el texto de la Introducción planteando el problema de si resulta pertinente problematizar la posibilidad y naturaleza del conocimiento antes de intentar articular un discurso afirmativo acerca del absoluto, esto es, de la verdad. En efecto, parece ser una actitud sensata aquella –tan frecuente entre los filósofos de la modernidad- que proclama la necesidad de una reforma de la mente, que haga posible la consecución de un método seguro que garantice la validez absoluta del conocimiento: una vez depurada la mente de perjuicios y de los ídolos puede ésta emprender la tarea de ocuparse de la cosa misma. Así, la ciencia debe desembarazarse de toda presuposición para constituirse en un conocimiento cierto; pero he aquí que el conocimiento se manifiesta como un intermediario entre la mente y lo real que (aun entendido como un medium pasivo) altera la realidad. Alguien podría pensar que este inconveniente podría ser salvado si se logra separar del resultado aquello que el instrumento –el conocimiento- ha incorporado en nuestro acceso a la cosa, mas esta depuración equivaldría a regresar a la situación de ignorancia que nos aquejaba al principio.

Y es que concebir el carácter anterior del método respecto de la verdad supone un contrasentido que muestra la forma del vicio lógico de la circularidad, a saber, que concibamos el método como anterior a –y eo ipso fuera de- la verdad y al mismo tiempo como verdadero. No hay conocimiento fuera de lo absoluto, sencillamente un absoluto con esas características no sería absoluto, sino un polo limitado, limitado allí donde ocupa su lugar el conocimiento (sería una expresión de la mala infinitud). El método para Hegel es consubstancial al absoluto, es la forma de su devenir, que surge una vez que atendemos al movimiento propio de la cosa misma; la actitud del epistemólogo, que Hegel llama temor al error, es víctima de su propio juego: defiende la dignidad de la ciencia en contra de toda presuposición sin tomar conciencia que ella misma encubre una presuposición que no tematiza, a saber, que la ciencia se halla separada de la opinión, lo cual supone un desgarramiento en la realidad que se pretendía reflejar.

Es preciso pues, que la ciencia no prescinda de la opinión si es que ella quiere ser absoluta, sino que aquélla deba surgir del dinamismo propio de “esta consecuencia se desprende del hecho de que solamente lo absoluto es verdadero y solamente lo verdadero es absoluto”[1]. Estamos, siendo conscientes o no de ello, en el seno de lo absoluto. En esta perspectiva, el temor a error se ha convertido en temor a la verdad, siendo claro que la ciencia ha de resultar del sistema mismo de las opiniones; no basta pues que, en nombre de la ciencia, se desestime toda presuposición, dado que cada una de ellas, aun la más ingenua, forma ya parte del absoluto.

El examen de toda presuposición acerca de la realidad “del saber tal y como se manifiesta” debe efectuarse sin tomar criterios externos a dichas opiniones, por ejemplo su origen, sólo su consistencia inmanente encierra su valor de verdad: cada posición debe ser examinada como un momento necesario en el acceso de la verdad o, mejor aún, en el autodevelamiento progresivo de la verdad en el que manifestación y resultado son inseparables. En este sentido, toda posición acerca de la realidad tiene un lugar en el seno de la ciencia en devenir que la Fenomenología quiere sacar a la luz: a lo largo de dicho examen, del examen de las sucesivas formas en las que se va configurando el saber, y en cada uno de sus estados de tránsito va constituyéndose un lenguaje especulativo, que corresponde a la necesidad del proceso, y que se enriquece al surgir de aquél los problemas. En este sentido el punto de vista de la lógica, del saber absoluto que es la meta de la Fenomenología, va secretamente acompañando el trayecto fenomenológico, en conformidad con la tesis griega que lo semejante sólo se conoce por lo semejante. Este es un punto de vista que sólo conoce el filósofo, el para nosotros que ha elaborado la Fenomenología y que ya conoce el resultado. Pero vayamos más despacio.

Decíamos que el saber real surgía del movimiento de las opiniones como producto del examen de toda presuposición, examen que, dicho sea de paso, lograba que perdiese su carácter previo. La ciencia sólo aparece cuando el saber ha ensayado todas sus formas, evidenciándose como el devenir del proceso en el que la conciencia va experimentando sucesivas formas de desgarramiento, hasta conseguir erigir la unidad viviente entre sujeto y objeto. La Fenomenología del espíritu no consiste en otra cosa que en la exposición del drama de la conciencia en pos de la supresión de toda diferencia entre subjetividad y objetividad. Este camino largo y sinuoso no es ajeno a la experiencia de la muerte; antes bien, el motor del devenir es la experiencia de la limitación, y en este sentido, de la necesidad de superar el límite hacia un nuevo momento del saber, porque “saber su límite quiere decir saber sacrificarse”[2].
La conciencia natural debe, pues, afrontar su propia finitud si quiere elevarse a la infinitud del saber. Cada conciencia, portadora de una manera de ver la Realidad, debe, en su propio autoexamen, afrontar la pérdida de la verdad y, con ello, enfrentar su muerte, en la que su último acto es el reconocimiento de su no-verdad. Cada conciencia inicialmente identifica su posición como la única verdadera, pero, al ser llevada a sus últimas consecuencias, y siendo confrontada con el objeto, toma conciencia de su unilateralidad, prueba de que la meta, el saber absoluto, aún se halla lejos; pero he aquí que la experiencia de su propia finitud la empuja más allá de ella misma, hacia una nueva figura que toma en cuenta la experiencia llevada a cabo la anterior. Este es el camino de la desesperación, el duro camino de lo negativo que toda conciencia que pretenda poseer la verdad debe asumir, en tanto que es “la penetración consciente en la no-verdad del saber que se manifiesta para el cual lo más real de todo es en verdad el concepto no realizado”[3]. Es el escepticismo que la conciencia límite proyecta sobre su propio concepto y que reaparece al surgir una nueva figura, la desconfianza ante una opinión que, de forma inmediata, quiere identificarse con el absoluto.
Es importante subrayar que la actitud escéptica que Hegel atribuye a la conciencia natural no puede ser identificada sin más con el escepticismo absoluto, aquél que reduce a la pura nada cualquier argumentación. Por el contrario, el escepticismo hegeliano se extiende también al escepticismo de la tradición filosófica, que constituye una figura más de la conciencia; la conciencia fenomenológica desespera de esta posición, postula un escepticismo que en su impulso negativo no puede sino engendrar el sistema. El escepticismo aplicado de esta manera no puede reducir a nada las representaciones de la conciencia, condenando al saber a convertirse una y otra vez en silencio. Antes bien, aquí la nada en la que desemboca la conciencia al experimentar su no-verdad es entendida como un resultado, resultado que está presenta en aquello de lo cual resulta: es una negación determinada que contiene una verdad y no una negación abstracta que sólo deja su lugar al silencio. Como dice Hegel, el producto de este movimiento negativo “es un nuevo concepto, pero un concepto superior, más rico que el precedente; porque se ha enriquecido con la negación de dicho precedente, o sea con su contrario; pero contiene algo más que él y es la unidad de sí mismo y su contrario”[4]. Cada conciencia, al afrontar el trabajo de la negatividad, reconoce que ello constituía una perspectiva unilateral, incompleta, lo cual tenía por consecuencia el surgimiento de una nueva figura de la conciencia ahí donde había sucumbido la que le precedía, pero que a su vez recordaba la experiencia de la anterior y su muerte. De tal manera que la experiencia del no-saber contiene ya el saber. La experiencia de la conciencia no verdadera la evidencia como un ensayo fallido necesario en la cadena del concepto que se autodetermina en pos de acceder a un desarrollo omnilateral y completo, sin el concurso de ningún tipo de exterioridad.

Uno podría preguntarse entonces si ese proceso es un cambio interminable, y, si tiene una meta, cuál sería ésta. El impulso que desata el dinamismo de la conciencia natural consiste en la conciencia de la diferencia entre el concepto que la conciencia tiene del objeto y el objeto mismo, inadecuación entre sujeto y objeto; diferencia cuya refutación es la actividad filosófica propiamente dicha. Así, la conciencia desgarrada no encontrará la quietud hasta que el desgarro deje su lugar a la unidad entre concepto y objeto. Es ahí donde el saber obtiene plena satisfacción, “la progresión hasta esta meta es por tanto incontenible y no puede encontrar satisfacción en ninguna estación anterior”[5]. El final del camino tiene lugar cuando la conciencia descubre el movimiento regular del concepto que ha descrito ella misma una y otra vez al encontrarse a sí misma en la alteridad: ello implica descubrir que las oposiciones y diferencias son diferencias internas que el concepto puede dilucidar en su devenir intrínseco: “este resultado –escribe Hegel- es la libertad autoconsciente (...) que, en vez de dejar a un lado y abandonar la contraposición, se ha reconciliado con ella”[6]. Es una reconciliación lograda por el pensamiento, por el trabajo de la razón ajeno a cualquier síntoma de inmediatez, a cualquier forma de entusiasmo místico que la conciencia desestima por su indeterminación y exterioridad.

Sin embargo, aún quedando claro el movimiento que la Fenomenología inaugura, con el fin de liberar a la conciencia de sus falsas oposiciones y reflejar en la unidad de la vida la totalidad de las determinaciones del concepto, no queda tan claro dónde ha de comenzar el proceso y por lo mismo, el sistema de la ciencia; cabe recordar que no hemos llegado todavía al umbral de la lógica, al círculo de círculos en donde principio y fin coinciden y en donde, al investigar, podríamos decir con Parménides “no importa dónde empiece, que allí volveré de nuevo”.

Aquí en la Fenomenología, si hablamos del método que sigue la conciencia, parece sensato pensar que es necesario partir de algún lado, asumiendo dicho punto de partida como una pauta. Esta pauta nos aseguraría la consecución de la verdad al confrontarla con el objeto. Pero hacer depender el examen de la pauta equivaldría a banalizar la ciencia misma, que justamente no puede asumirse como pauta sin convertirse en una pre-suposición non examinada, incurriendo en una petición de principio.

Hegel confía en que este percance puede ser salvado si contemplamos más de cerca la forma como la conciencia se relaciona con la verdad. Así, si nos interesa la verdad del saber, nos preocupa lo que es el saber en sí, pero al mismo tiempo hacemos del saber nuestro objeto, éste consistiría en lo que es para nosotros. Caemos así en la cuenta de que la distinción y la relación entre saber y verdad recae en el seno de la conciencia, de modo que el en sí es siempre un en sí para nosotros, de tal forma que la comparación entre concepto y objeto resulta ser una comparación que la conciencia hace consigo misma: la verdad como adecuación se convierte en verdad como coherencia. En este sentido, es necesario abandonar la idea de encontrar una pauta y penetrar totalmente en el terreno del saber, esto es, de la conciencia, a fin de realizar el examen de toda concepción posible del absoluto. Y, ¿por dónde empezar? Por la más abstracta, esto es, la más indeterminada, la que inmediatamente defiende la conciencia vulgar; aquélla que sindica la certeza sensible como el criterio más claro de la verdad: allí empieza el proceso de autodespliegue de la especulación.

De esta manera la Fenomenología se manifiesta como la sucesión sistemática de las distintas formas en las que la conciencia ha considerado –en el tiempo- que se constituye el verdadero saber; si concepto y objeto no se corresponden, la conciencia se ve obligada a cambiar su saber a fin de ensayar otro paradigma, y, cuando el paradigma sucumbe, el objeto tampoco puede sostenerse en virtud de la interacción entre el saber y la cosa, de tal manera que cuando asistimos a la inversión de la conciencia, asistimos al mismo tiempo a la inversión de un mundo, como veremos.

Este surgimiento y muerte progresivas, que la conciencia experimenta entre el concepto y el objeto, evidenciando como el movimiento de negación determinada, es lo que entiende Hegel por experiencia; esto es, la anulación del en sí, en el en sí para la conciencia. La experiencia consiste en que la conciencia reconozca que las determinaciones del en sí son determinaciones que ella misma establece al confrontarse con el objeto, lo que por otro lado no constituye otra cosa que la esencia del objeto y su propio devenir; devenir que es también el de la conciencia, dado que el nuevo objeto, producto de la experiencia, surge como producto de la investigación de la misma.

No obstante, esta última consideración introduce en la exposición la noción del para nosotros al que nos referíamos al inicio. La conciencia que está inmersa en la experiencia y que toma conciencia de la no-verdad de su saber, debe sacrificarse y morir encontrando su verdad en la siguiente; esta conciencia muere realmente –y su objeto con ella- sin conocer el resultado final que se despliega, como señala Hegel, “a sus espaldas” desconociendo la legalidad del proceso. Pero existe también el para nosotros, el aprendiz de filósofo que acompaña el movimiento de la conciencia en sus sucesivas muertes, descubriendo paulatinamente el hilo del concepto mismo que guía el dinamismo de las figuras de la conciencia; es este para nosotros el testigo de la aparición del nuevo objeto, y, al mismo tiempo, de una nueva figura; podemos además afirmar la existencia de un segundo para nosotros, la conciencia filosófica que tiene en mente la “lógica”, que ya conoce el desenlace de la fenomenología y que discretamente nos adelanta, con relativa frecuencia, algunos resultados del recorrido, lo que evidencia que fenomenología y lógica se implican mutuamente en el seno de la ciencia misma.

Una vez llegado al final se comprenderá que no hay otro verdadero saber que aquél que la conciencia puede hacer suyo en la vida y que reclama vida propia en el mundo. “Debe decirse (...) que nada es sabido que no esté en la experiencia (...) pues la experiencia consiste precisamente en que el contenido –que es el espíritu- sea en sí sustancia y, por tanto, objeto de la conciencia”[7].En este sentido, la experiencia del logos hegeliano es, strictu sensu, experiencia histórica. Esta evidencia se manifiesta al enfrentarnos al concepto de espíritu, que es entendido por Hegel como totalidad concreta que se hace mundo, como producto del obrar intersubjetivo de un sujeto colectivo: un yo es un nosotros y un nosotros es un yo. Las figuras de la conciencia no son sólo figuras categoriales, puramente epistemológicas, sino también figuras de un mundo, épocas de la vida del espíritu: “el movimiento consciente en hacer brotar la forma de su saber de sí es el trabajo que el espíritu lleva a cabo como historia real”[8].

El duro trabajo de la conciencia, un camino largo y penoso, es un camino que ha asistido al inicio y desmantelamiento de mundos enteros, en los que una forma de saber ha ensayado no sólo representaciones intelectuales sino también, y a partir de las mismas, instituciones políticas, desarrollando dentro de sí una filosofía de la historia inmanente: la experiencia de la conciencia se halla atravesada de motivos culturales tales como la tragedia griega o el arte egipcio, que deben ser entendidos como la expresión de la presencia de una racionalidad más alta, que supera todo desgarramiento y reincorpora en el concepto de sistema la noción de ciencia como cultura total, involucrada en la idea griega de episteme. Una idea que necesita atravesar todas las formas en las que se relaciona la conciencia con el objeto para lograr exponer la vida del concepto; exposición que, según Hegel, sólo llega en su momento, dado que historia sensible e historia inteligible responden a una única sucesión que es la expresión concreta de una necesidad absoluta.

Como lo hemos afirmado varias veces, una vez que la conciencia ha logrado para el pensamiento la unidad entre apariencia y ser, entre sujeto y objeto, la Fenomenología termina y se inicia la Lógica, la ciencia libre que se entrega a la sola relación entre conceptos, en la vida transparente del pensamiento; como afirma Hegel “el sistema de la lógica es el reino de las sombras, el mundo de las simples esencias liberadas de todas sus concreciones sensibles (...) es la educación y la disciplina absolutas de la conciencia”[9].Ciertamente, el sentido de esta liberación parece no quedar claro por lo que queremos dedicar nuestro tercer y último punto a profundizar en la relación entre experiencia y concepto a partir de figura de la Fenomenología correspondiente al saber absoluto.






[1] FE, p. 52.
[2] Ibid., p. 472.
[3] Ibid., p. 54.
[4] CL, t. I, p. 71.
[5] FE, p. 55.
[6] Ibid., p. 17.
[7] Ibid., p. 468.
[8] Ibid., p. 469.
[9] CL, t. I; p. 76.

jueves, 10 de enero de 2008

'TEORÍA DE LA CONSPIRACIÓN' Y APOLOGÍA DEL SILENCIO: RESEÑA DE "EL TRIGO Y LA CIZAÑA"



Prieto Celi, Federico El trigo y la cizaña. Radiografía de una conjura contra el Cardenal Cipriani Lima, s/ editorial 2007 275 pp.


Gonzalo Gamio Gehri



La publicación del Informe Final de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación (IF-CVR) en agosto de 2003 ha dejado una estela de reflexiones y debates acerca del rol de la memoria histórica en la reconstrucción de las instituciones en el Perú, así como una importante discusión en torno a las responsabilidades de nuestras autoridades políticas y sociales, de los institutos armados y de la ciudadanía, en los veinte años de conflicto armado interno en el país. En muchos sentidos, se trata de una discusión pública que todavía permanece pendiente, dado que la investigación y las conclusiones del IF-CVR no han sido sometidas a un examen sistemático en los foros del Estado y la sociedad civil. Es sabido asimismo que sus recomendaciones no han sido atendidas con seriedad y genuina voluntad política por los dos últimos gobiernos elegidos. La mayoría de los libros que han sido publicados sobre el tema se han aproximado al IF-CVR desde canteras partidarias (como el caso de Mártires de la pacificación, escrito por el militante aprista Jesús Aliaga), o constituyen reflexiones sobre el conflicto armado interno desde la experiencia de determinadas comunidades e instituciones sociales (destaca aquí el importante libro Ser Iglesia en tiempos de violencia, editado por Cecilia Tovar). El IF-CVR se ha convertido también – qué duda cabe – en objeto de los ataques provenientes de lo peor de la prensa peruana. El trigo y la cizaña constituye uno de los primeros libros que recoge y continúa esta cuestionable clase de lucha ideológica.

1.- En la senda de Dan Brown.

El trigo y la cizaña no tiene nada que envidiar a El Código Da Vinci en lo que a derroche de imaginación maquiavélica se refiere. Ambas cultivan lo que los norteamericanos llaman conspiracy theory, la idea según la cual determinados eventos en la vida de las personas o las instituciones son el fruto directo de las intrigas y actividades clandestinas de sociedades secretas o grupos de poder en la sombra. Según el autor, Federico Prieto Celi – periodista, ex profesor de la Universidad de Piura y miembro del Opus Dei -, la imagen controvertida que el Cardenal Juan Luís Cipriani proyecta en la opinión pública peruana es obra de sus enemigos, algunos sectores heterodoxos del clero peruano, la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación, los activistas de ciertos organismos de Derechos Humanos. Esta “conjura” estaría enmarcada dentro del contexto mayor de la lucha de los teólogos de la liberación por influir en el curso de la vida de la Iglesia latinoamericana. Los cuestionamientos de la CVR a la actuación de Cipriani como obispo de Ayacucho y el caso de las cartas entregadas por el ministro Olivera sólo pueden entenderse como parte de una oscura conspiración en su contra. Como el título del texto lo sugiere, el autor invita a “separar el trigo y la cizaña” respecto de la actuación de los sectores de la sociedad peruana y la Iglesia local en las dos últimas décadas. Este trabajo de distinción “moral” es llevado a cabo, empero, a partir de una más que discutible reconstrucción histórica, digna de Dan Brown.

El texto se inicia con una descripción de la homilía del Te Deum del año 2006, en la que el Cardenal le reprocha al presidente saliente – con ánimo de “terminar con las venganzas” – el juicio elaborado por la CVR en torno a la conducta de las autoridades episcopales de Ayacucho, Huancavelica y Apurimac, así como por el incidente de las cartas falsificadas. Inmediatamente, el autor se entrega a una descripción – cargada de interpretaciones personales – de la “irrupción de la teología de la liberación” en el escenario eclesiástico local, que habría generado una “crisis de fidelidad” a la Iglesia. Luego pasa a reconstruir el proceso de formación de la presencia del Opus Dei en el Perú. Como se trata de una confesión de parte, no es de extrañar que se trate de una descripción que pretende asumir tonalidades épicas. Uno se pregunta qué sentido tiene tal ejercicio de proyección hacia el pasado. La respuesta no tarda en llegar: se trata de justificar la tesis de un antiguo ‘complot marxista’ contra la propia Iglesia.

Desde el inicio de la lectura, uno va cayendo en la cuenta que el autor no está particularmente interesado en afirmar un compromiso con la objetividad periodística: Prieto Celi ha elegido su trinchera particular contra la CVR y los sectores progresistas de la Iglesia desde la primera línea del libro. Las fuentes evocadas por El trigo y la cizaña son casi exclusivamente los medios que desarrollaron abiertamente una campaña contra la CVR: Expreso, Correo, La Razón. Prieto Celi usa sin ningún reparo el vocabulario con el que estos órganos de prensa califican a sus adversarios en la arena política y en la sociedad civil: “izquierda caviar”, “cívicos”, etc. Es claro que su defensa de la persona del Cardenal Cipriani está definida en el contexto del juego de fuerzas de las posiciones internas de la Iglesia y de la sociedad peruana. Por ello, no considera una deficiencia de su relato el que sólo evoque el punto de vista de los clérigos, periodistas, feligreses o ronderos próximos a la causa del Cardenal. Incluso se sumerge en un intrincado ejercicio hermenéutico dirigido a rescatar el “sentido positivo” de las irreproducibles expresiones de Cipriani contra la Coordinadora de Derechos Humanos.

El bosquejo de la propia historia del obispado de Cipriani en Ayacucho omite una serie de situaciones y datos que permitirían al lector formarse un juicio más completo acerca de la conducta de la persona en cuestión, si esa es la intención del texto. No se menciona nada acerca de la tensa relación entre Cipriani y CEAS en Ayacucho (al punto que se le impidió trabajar en la región), o cómo la oficina del Padre Carlos Schmidt – la Oficina Arquidiocesana de Acción Social de Ayacucho, que cumplía una importante labor en materia de atención médica y defensa de los Derechos Humanos de las víctimas de la violencia – fue cerrada por “órdenes superiores”[1]. Sus declaraciones más violentas contra los organismos nacionales e internacionales de Derechos Humanos no figuran en el texto. Ni una palabra acerca de su defensa incondicional del régimen autoritario de Fujimori en materia de represión, de control político y temas vinculados a la ética pública (sólo tomó distancia respecto de las políticas reproductivas emprendidas por aquel gobierno).

Aparentemente, Prieto Celi ha contado, sin ninguna vocación de objetividad una parte de la historia (en el mejor de los casos, pues esto también es altamente discutible). Corresponde a la ciudadanía – y en particular al pueblo de Ayacucho – juzgar la conducta de quien fue primero obispo auxiliar y luego obispo de la zona en una época de terror y de represión. Le toca a la ciudadanía ayacuchana examinar si las autoridades concentraron su labor en el exclusivo “plano espiritual” (el culto y la administración de los sacramentos) o si su servicio le dio prioridad a la defensa de la vida y la integridad de quienes eran víctimas de las acciones subversivas o de sectores de la Fuerza Armada. Los fieles de Ayacucho recordarán con claridad si las autoridades eclesiásticas locales acogieron sus pedidos de ayuda o sus denuncias cuando los suyos sufrieron tortura o desaparición forzada, o si quedaron desamparados en medio de su dolor y desesperación; si eran escuchadas las apelaciones a sus derechos humanos, o si su observancia era subordinada al cumplimiento de lo que la propia autoridad eclesiástica llamaba los “deberes humanos”.

En el libro de Prieto Celi confluye una serie de lugares comunes de la reacción conservadora frente al IF-CVR. Muchos de ellos se evidencian falsos y maledicientes al pasar revista a las conclusiones del Informe. Tal es el caso de la acusación de que la Comisión a puesto en el mismo nivel a las huestes subversivas que declararon la guerra al Estado y a las Fuerzas del Orden que juraron defenderlo. O que las organizaciones de Derechos Humanos ejercían sistemáticamente la defensa de los grupos subversivos. La identificación de la teología de la liberación con una ideología marxista contraria a la doctrina de la Iglesia es también una vieja observación cuya inconsistencia es manifiesta a la luz de los propios textos (incluyendo el documento vaticano que acredita la ausencia de problemas doctrinales en la obra de Gustavo Gutiérrez). Pero El trigo y la cizaña defiende una serie de tópicos que bajo ciertos contextos pueden apuntar a la vindicación de políticas de impunidad promovidas por regímenes autoritarios (como el de Fujimori y Montesinos). Prieto Celi sugiere que la represión es fundamentalmente ‘reactiva’ frente a los crímenes terroristas, de modo que las acciones de aquellos militares que “presuntamente se excedieron en el cumplimiento de su deber” sean vistos bajo una luz diferente; el autor considera que el IF-CVR carece de esta clase de análisis, y “que se debió estudiar hasta qué punto la violencia revolucionaria es causa de la violencia militar y paramilitar” (p. 106). Resultan desconcertantes las alusiones a la tenebrosa “pedagogía” impartida en la Escuela de las Américas (donde estudió, por ejemplo, el siniestro perpetrador argentino Emilio Eduardo Massera). No sorprende que muchos políticos afines a la postura de Prieto Celi hayan apoyado la nefasta Ley de Amnistía bajo el fujimorato.



“En consecuencia, hasta qué punto ‘el voluntario in causa’ como se
dice en ciencia moral, explica la violencia represiva fomentada desde los
Estados Unidos en la Escuela de las Américas de Panamá,
dónde estudiaron como
combatir al comunismo los generales más prestigiosos de América Latina, también
algunos dictadores”
(p. 106, las cursivas son mías).

Si uno no está dispuesto a confrontar hechos e interpretaciones rivales – privilegiando la propia perspectiva y negándole cualquier espacio a las demás - está condenado a convertir la investigación en panfleto, la historia en historieta. A convertir los personajes de su relato en esculturas monolíticas, inevitablemente poco creíbles. La apología de Prieto Celi abunda en ejemplos en los que su lectura crítica de los eventos y su semblanza de los personajes se hacen manifiesta y conmovedoramente inverosímiles:



“Para comprender a Cipriani hay que conocer a fondo el ambiente
deportivo. Porque Cipriani es un deportista por vocación. Si no se hubiera
dedicado al baloncesto, por la influencia de su colegio, posiblemente hubiera
terminado jugando fútbol en primera división. Su carácter se ha ido perfilando a
lo largo del tiempo con las virtudes propias del jugador, y, por qué no decirlo,
la deformación profesional connatural de los deportistas.

Así, es
un ganador nato, no le gusta perder, pero su sentido ético de la vida se traduce
en su actitud al final del partido: magnanimidad al ganar y nobleza al perder.
Sabe aceptar el resultado de todo juego, como debe ser. En el juego como en la
vida, que tiene en sí misma una trascendencia hacia la eternidad en la persona
que tiene fe pero que es, al mismo tiempo y por eso mismo, un juego humano a lo
divino, una comedia terrena con un espectador divino” (pp. 261 -2).




2.- La verdad reducida a silencio.

Este curioso entramado de silencios, infundios y medias verdades convierte en implausible el relato que Prieto Celi pretende precariamente construir apelando a artículos periodísticos – propios y ajenos – documentos eclesiásticos citados al paso y declaraciones de personajes afines al punto de vista y a la persona que procura defender. No obstante, el libro contiene algunas tesis sumamente curiosas acerca del modo como ciertos sectores de la opinión pública vinculadas a las Fuerzas Armadas y a la jerarquía católica limeña conciben la verdad del conflicto armado vivido y cómo entienden que ésta debe ser afrontada políticamente, tanto desde la sociedad como desde la Iglesia. Algunos pasajes del texto permiten vislumbrar la penosa concepción del autor respecto de las políticas de Derechos Humanos. No sorprende que se declare adverso al trabajo de la CVR. He aquí uno de los más reveladores en esta materia:



“Hubiera sido mejor que el Perú no sufriera el drama del terrorismo
en esos años, y una vez ocurrido, hubiera sido mejor que nadie confrontara a los
actores
, más allá de las irrenunciables funciones policiales y judiciales. Todo
suceso importante de la historia nacional requiere su seguimiento y su
escritura. Son valiosos los protagonistas, los hechos, y el análisis histórico.
Todo ello debe darse en la vida de la sociedad y en la vida de la Iglesia, de
mano de los historiadores.
No es dable un silencio cómplice, que oculte la
verdad objetiva. Pero frente al dolor de los pueblos, dicho en su momento lo que
es debido, es viable asimismo, como acompañamiento a la verdad, el silencio
respetuoso a los que sufren, el silencio que acompaña con claridad y con cariño.
No la manipulación exhibicionista. Ya lo dijo Neruda: ‘Me gustas cuando callas
porque estás como ausente / Distante y dolorosa como si hubieras muerto./
Una palabra entonces y una sonrisa bastan’. Es un silencio que además tiene un
valor singular para el cristiano, porque es el clima natural de la contemplación
divina, que hubiera purificado con el tiempo los corazones de los hombres” (p.
81, las cursivas son nuestras).


Dejemos de lado por un momento lo hiperbólico del estilo y las extravagantes referencias a Neruda. Prieto Celi pone de manifiesto su abierta vocación por el silencio en materia de justicia transicional. Las tareas de una comisión de la verdad le resultan inconvenientes (“hubiera sido mejor que nadie confrontara a los actores”), y considera que la reconstrucción de la memoria de la violencia es un asunto que deben examinar ante todo los historiadores, pasado un tiempo prudencial que haga propicio su trabajo. No se trata de que los ciudadanos organizados en la sociedad civil, ni las organizaciones de Derechos Humanos, ni una comisión ad hoc investigue y asigne responsabilidades (pues esto sería materia exclusiva de “las irrenunciables funciones policiales y judiciales”). Merece especial atención su peculiar dialéctica de verdad y silencio. Las recargadas alusiones al Poema 15 de Neruda se refieren a la verdad del sufrimiento del inocente: ‘Me gustas cuando callas porque estás como ausente / Distante y dolorosa como si hubieras muerto”. El silencio frente a la verdad de la tragedia padecida transmite la sensación (¿acaso deseada?) de su ausencia (aunque de hecho esté presente aunque no se la quiera ver).

Las frases finales del texto citado son particularmente elocuentes. Este silencio frente a la verdad “es el clima natural de la contemplación divina”, señala. Nótese que el paradigma aquí de la experiencia cristiana no es la encarnación, la acción por la construcción del Reino de Dios – definida como una comunidad de justicia y reconciliación – sino la contemplatio medieval. Es esta clase de visión, y no el proceso de deliberación pública que ciudadanos y fieles afrontan para el esclarecimiento de la memoria y la acción de la justicia, lo que finalmente purificaría “con el tiempo los corazones de los hombres”. Pero no es esto lo que enseña el Evangelio y el Magisterio de la Iglesia. La reconciliación es fundamentalmente acción – interacción – antes que contemplación y recogimiento: “Si vas, pues, a presentar una ofrenda al altar”, dice el propio Jesús, de acuerdo con el Evangelio, “y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda” (Mateo 5: 23 - 24). La Iglesia Católica lo ha reconocido así en repetidas oportunidades y en múltiples documentos; tal es el caso de la intensa exhortación de Juan Pablo II Reconciliatio et paenitentia y del estudio de la Comisión Teológica Internacional Memoria y reconciliación.

Pero Prieto Celi considera que la Iglesia y la sociedad peruanas no deben examinar en público sus responsabilidades frente a la situación de violencia y desamparo vividos en las dos décadas del conflicto armado. A su juicio, la recuperación pública de la memoria promovida por el IF-CVR es motivo de “escándalo”. El autor sugiere que los comisionados sacerdotes no debieron suscribir el Informe Final – en particular la sección sobre el comportamiento de la Iglesia en Ayacucho, Apurimac y Huancavelica – por respeto a las cabezas de la Iglesia peruana. Afirma que mientras los comisionados laicos “pueden apelar a su ignorancia sobre la naturaleza de la Iglesia” (p. 128), los clérigos tendrían pleno conocimiento de las consecuencias de sus acciones. Tal actitud significaría “un atentado frontal contra la Iglesia” (Ibid.). Prieto Celi parece invocar una especie de “espíritu de cuerpo” que proteja a la institución eclesiástica de la necesaria reflexión sobre su actuación en los tiempos de la violencia. Un espíritu abiertamente contrario al que puso de manifiesto la Iglesia de Juan Pablo II en textos como Memoria y reconciliación.

El libro de Prieto Celi se describe a sí mismo como un intento de cubrir a la sociedad con el “bálsamo de la verdad, de la justicia y de la caridad, que devuelva la normal salud espiritual a la opinión pública” (p. 81). Enseguida compara esta tarea con el episodio del Evangelio en el que Jesús aplaca la tempestad, salvando a los discípulos. No obstante, El trigo y la cizaña no es un texto de reconciliación. Tampoco es un escrito académico, en absoluto. Es un escrito de combate – de “agitación y propaganda”, según una antigua terminología - en la larga campaña de ataques que ha recibido la CVR desde su formación. Su evidente vocación por la distorsión de la historia y por el ataque personal le dan un lugar de privilegio en esta “época folletinesca” – para usar la expresión de Hermann Hesse – que ha convertido al oficio periodístico en una herramienta de demolición política y confrontación ideológica, herencia de los peores años de nuestra historia reciente.

[1]Comisión de la Verdad y Reconciliación (Perú), Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación Tomo III, p. 292.