miércoles, 29 de abril de 2015

REMEMORACIÓN Y RENDICIÓN






Gonzalo Gamio Gehri

El historiador José Carlos Agüero acaba de publicar con el Instituto de Estudios Peruanos Los rendidos, un libro de veras importante. Un libro reflexivo y personal – es sin duda una meditación continua en primera persona – que plantea preguntas que probablemente nadie se atrevía a formular ¿Cuál es el estatuto moral de la víctima? ¿El victimario de ayer puede convertirse en la víctima de hoy (y viceversa)? ¿Heredamos las culpas de nuestros ancestros? M. Tanaka, S. Lerner Febres y N. Manrique han desarrollado interesantes comentarios a esta valiente y honesta obra. Me gustaría desarrollar algunas breves cuestiones, en estrecha conversación con el libro.

Agüero es un investigador sanmarquino experto en temas de derechos humanos. Trabaja actualmente para el ministerio de cultura, y colaboró con la CVR recogiendo testimonios de víctimas del conflicto armado. En este libro, revela una verdad que hasta entonces había guardado celosamente en su mente y sus afectos: es hijo de dos miembros del PCP-Sendero Luminoso, asesinados extrajudicialmente en El Frontón y en Chorrillos, respectivamente, durante dos etapas diferentes del conflicto. Agüero alterna recuerdos personales sobre su familia y la tragedia vivida por ella, con reconstrucciones de la historia del conflicto, que como académico y especialista conoce muy bien. El autor no rehuye los cuestionamientos más severos sobre sus padres, su militancia, su ideología – que critica sin apelaciones ni eufemismos – y actividades. Agüero es contrario al maoísmo de Sendero y del Movadef, y es perfectamente consciente del mal queque los grupos subversivos han producido en la sociedad peruana, incluyendo el ejercicio de la violencia sobre la población empobrecida y el ensañamiento sobre los cadáveres de sus víctimas. Conoce bien el carácter y alcances de los delitos del PCP-Sendero Luminoso. No obstante, intenta acercarse a la dimensión humana de los perpetradores de violaciones de derechos humanos- sean terroristas o malos agentes del Estado -, para comprender lo sucedido sin justificar ni avalar un ápice los crímenes cometidos.

Se trata de una empresa delicada y riesgosa – porque será sin duda malinterpretada por un periodismo, un sector empresarial y una “clase política” a los que no les interesa hacer memoria y revisar los estereotipos con los que trabaja a la base de su discurso cuando "hace política", pues creen falazmente que modificarlos implicaría claudicar en el terreno de las convicciones. Ni siquiera consideran de que una lectura más compleja del fenómeno – más lúcida y realista – podría llevarnos a extraer lecciones más hondas acerca de qué hacer para que sucesos como éstos no se repitan. La mayoría de nuestros políticos, de nuestros líderes empresariales y de nuestros periodistas no aprecia la conexión entre la “verdad” y la “justicia”. Contra esa violenta y autocomplaciente ignorancia se enfrenta el libro de  José Carlos Agüero. La estigmatización le viene mejor a nuestras "élites" que la revisión de sus supuestos. Es la actitud que asumieron con el documento de la CVR, y no han asumido una lectura seria de los textos de Carlos Flores Lizana y de Lurgio Gavilán.

El autor critica con razón que algunos estudios nuevos en materia de justicia transicional que debilitan la noción de víctima o prescinden de ella. Ellos abogan por “descentrar” las narraciones, o desplazar el acento de las mismas, de la experiencia del daño hacia el ejercicio de la ‘agencia’. Antes bien, Agüero aboga por complejizar el concepto de víctima, sin desestimar sus vínculos con el proceso que lleva de la víctima a su conversión en agente (proceso que lleva el nombre de “justicia”, por cierto). La reconstrucción de la memoria concentra parte significativa de su atención en el padecimiento de las víctimas, ciertamente; se trata de conocer el daño producido, y repararlo. “Porque en una guerra el daño es un tema central para comprender las relaciones”[1]. La condición de la víctima no es la de la “inocencia absoluta”, sino la del sufrimiento de la injusticia. Las víctimas son personas concretas, no ángeles.

Agüero se interroga acerca de si él mismo es una víctima. Sin duda, lo es. Se vio privado prematuramente de la presencia de sus padres, a causa de la propia decisión de éstos. Tuvo que enfrentar por años la espada de Damocles de la estigmatización. Ocultar su identidad, renunciar al duelo. El ser víctima implica insertarse potencialmente en la red del ejercicio del perdón, que hace posible el pedir perdón o concederlo libremente. Como se sabe, el perdón supone el cuidado del recuerdo y la práctica estricta de la justicia en diversos espacios sociales. No puede ser confundido con la amnistía ni con otra forma de olvido moral o político. No existe reconciliación en un contexto de impunidad. La víctima que perdona elige voluntariamente observar el pasado sin la presión del odio y de la amargura, pero no ha renunciado a la transformación de estructuras y mentalidades que exige el cumplimiento de la justicia en materia de rememoración, sanción y reparación.




[1] Agüero, José C. Los rendidos. Sobre el don de perdonar. Lima, IEP 2015 p. 108.

jueves, 16 de abril de 2015

JUSTICIA, FINITUD Y ÉTICA TRÁGICA




Gonzalo Gamio Gehri

El concepto de justicia en la Atenas clásica – particularmente en la tragedia de Esquilo a Eurípides - no deja de ser ambiguo.  Por un lado, se refiere a la preservación del equilibrio cósmico, que vigila la diosa Díke. Por otro, alude a la defensa de la armonía de los vínculos humanos dentro del ágora, el espacio público. Aquí evoca una virtud política (la dikaiosyne)  La relación entre ambas es a menudo altamente conflictiva. Esquilo ha discutido este asunto en Las Euménides.  Ambos casos aluden a una forma de lidiar con la finitud y la vulnerabilidad humana.

    “La amarga punta de la espada que llega cerca de los pulmones, produce una herida que atraviesa a Justicia, pisoteada en el suelo, lo que conculca la ley divina, cuando alguien ofende a la absoluta majestad de Zeus de modo ilegítimo.
Pero el cimiento de Justicia tiene firmeza y, forjador de espadas, funde el destino de antemano el bronce, y, con el tiempo, trae un hijo a su casa, para castigar la mancilla de sangres más antiguas derramadas, la ilustre Erinis que, en lo profundo de su espíritu, mantiene los deseos de venganza [1].
El cuidado de la justicia – en todos sus niveles y espacios – lleva implícito nuestro sentido de vulnerabilidad. No sólo el cultivo de la mesura revela la clase de saber práctico versado en la condición de la mortalidad, la proclividad al error, la exposición al sufrimiento y la incertidumbre que entraña lo humano. La discusión de la ley y la construcción de instituciones públicas tienen el propósito de proteger a quienes participan de la vida de la pólis, tomando en cuenta sus necesidades y capacidades para la acción. La deliberación cívica y los debates legales buscan tomar decisiones que puedan producir o preservar una vida común equilibrada, de modo que la libertad y el bienestar puedan convertirse en fines que el ciudadano pueda perseguir razonablemente en términos de un proyecto comunitario. Sólo criaturas frágiles como nosotros requieren de tales actividades e instancias de discusión y decisión como un elemento básico de la coexistencia. Los dioses no necesitan del derecho ni de la política, al menos en los términos que hemos señalado líneas arriba.





[1] Coéforas Estrofa 4° y Antistrofa 4°.

sábado, 11 de abril de 2015

DE VIDAS Y MARCHAS





Gonzalo Gamio Gehri

En una sociedad libre, no debatir temas complejos es realmente perjudicial. Bloquear estos debates mina severamente la capacidad de esa sociedad de autoexaminarse y configurar caminos de justicia y desarrollo humano. Pretender que sobre estos temas existe sólo un punto de vista o que otros puntos de vista no deben ser tomados en cuenta porque no representan la visión de la mayoría no contribuye a fortalecer la condición de “pluralismo razonable” - en la terminología de Liberalismo político de Rawls - que requieren nuestras democracias.

La llamada “marcha por la vida” ha convocado a una gran cantidad de personas. Si el número de participantes ha sido exagerado por sus organizadores o si algunos participantes fueron obligados a asistir,  es algo que no vamos a discutir aquí. El asunto realmente importante es otro. Da la impresión que un sector de nuestras llamadas “élites” (y tal vez un sector de la población) considera que el hecho de exhibir a miles de personas respaldando un punto de vista puede relevarnos de la tarea de discutirlo. Más allá de la libertad de expresar una opinión sobre el tema, puede entrañar una suerte de “prepotencia ideológica”,  que impide debatir a fondo ciertos temas realmente conflictivos.

El nombre “marcha por la vida” puede resultar equívoco, o inducir a confusión. Nadie en su sano juicio está en principio en contra de la vida. Se trataba de una marcha en contra de la implementación de un protocolo para el aborto terapéutico – pues ya existe una ley sobre la materia – y contra la propuesta legislativa en torno a la unión civil (no está en discusión ahora el aborto sin restricciones ni la unión matrimonial igualitaria, aludir a esas propuestas constituye una estrategia retórica conservadora que conduce a incurrir en la 'falacia del plano inclinado').  Es legítimo mostrar la popularidad del propio ideario, pero es mucho mejor – si se inspira uno en un espíritu democrático – dialogar en torno a lo que realmente está en juego. Examinar los casos que han sido llevados al Tribunal Constitucional y a organizaciones internacionales, por ejemplo.

Examinar en el espacio público estos temas con honestidad y atención a las razones del otro constituye una exigencia moral para las asociaciones y las personas que coexisten en una democracia liberal. Las políticas no las deciden los grupos religiosos, sino la instancia pública y los ciudadanos actuando como actores políticos, deliberando desde y en el lenguaje de los derechos y las libertades civiles en espacios públicos plurales. La estipulación es una posibilidad, pero el léxico articulado ha de ser el de la razón pública  compartida y no el de doctrinas comprensivas que pueden actuar de una forma excluyente. Vivimos en un Estado laico cuyo primer propósito es garantizar derechos y libertades de las personas. Un Estado que no debe pronunciarse sobre el estilo de vida de los individuos – ese es un asunto que corresponde a los propios individuos, así como a las comunidades en las que ellos aceptan libremente participar – sino sólo asegurarse de que nadie vea recortados sus derechos y libertades. Incluidos la vida, la elección del proyecto personal, a no ser discriminado, las sucesiones, etc. Se trata de examinar los casos, las situaciones límite, etc. Ese estado no confesional debe garantizar, además,  la existencia de foros en los que se discutan los alcances de estas normas y principios. Los espacios cívicos y académicos, evidentemente, deben someter a discusión los rasgos y límites de aquello que corresponde a la “naturaleza”, la “vida” y la “libertad”, para saber si estamos hablando de lo mismo cuando recurrimos a estas palabras.

Se trata de discutir estos temas en el marco de una legalidad democrática (y de cierto ethos falibilista). Lo peor que puede hacerse es no discutir estos asuntos. El recurso al trabajo de lobbies y la organización de marchas pueden convertirse en meras exhibiciones de fuerza. Pueden encubrir a veces el temor a examinar cabalmente problemas delicados en una sociedad diversa como la peruana. Recordemos que el Estado se debe a todos los peruanos, no sólo a quienes suscriben una determinada convicción religiosa o un determinado conjunto de creencias. Reconoce a sus ciudadanos como iguales ante la ley. Eso significa estríctamente vivir en una democracia auténtica. No lo olvidemos.










jueves, 2 de abril de 2015

VIDA, ENCARNACIÓN Y VERDAD





Gonzalo Gamio Gehri[1]

Celebrar la Semana Santa constituye ocasión para revisitar, por así decirlo, el núcleo de la fe cristiana. El misterio propio de la Pasión, muerte y Resurrección de Jesús como actos de amor incondicional. Reconocer que no es la muerte la que tiene la última palabra, sino el ágape y la justicia. Aquí reside en buena cuenta, la verdad del cristianismo.

No se trata, evidentemente, de una verdad puramente intelectual. No se concibe aquí la verdad como la correspondencia entre la mente y las cosas. Para Jesús – como para los judíos que se remitían a la tradición profética – la verdad se dice emeth, que es más precisamente "lealtad" , confianza en la relación Yo / Tu como base de toda relación interhumana, pero también piedra angular de la Alianza entre Dios y su Pueblo. Este concepto de verdad alude al proceso de la comunicación, y por lo tanto al horizonte del encuentro con el otro. Es más una categoría ética que estrictamente metafísica. Ella supone su encarnación en una forma de vida. 

 Esta dimensión práctica de la verdad explica probablemente el silencio de Jesús ante la pregunta de Pilatos “¿Qué es la verdad?”. No se trata de evocar una solución epistémica, o de describir una doctrina religiosa. La verdad alude a un modo de estar en la vida, confiar en la acción del Amor en las personas, por eso no cabe responder a la pregunta con una definición teórica. La verdad acontece en medio de los seres humanos, orienta el cultivo del diálogo, así como las transacciones más sencillas de las personas. En lugar de remitirnos al conocimiento definitivo de la estructura del cosmos, plantea la conexión entre Yo y Tu, conexión que se pone en juego en el gesto, en la palabra, en la mirada y la escucha.

La verdad se comprende como la encarnación del ágape, con todos sus riesgos. El cristianismo destaca la vulnerabilidad como un rasgo distintivo de esta relación interpersonal. Nos habla de un Dios que quiere misericordia y no sacrificios, que accede a vivir en medio de los seres humanos y entablar amistad con ellos. Un Dios que abandona lo eterno para ingresar en el tiempo finito, que nace en un pesebre y que muere en la cruz. Evoca en particular la vulnerabilidad de aquellos en quienes concentra su atención el anuncio del Reino; los pobres, los excluidos, las víctimas. Por eso examina la historia desde su reverso, desde la perspectiva de los pequeños, los débiles, los marginados, los “insignificantes”. Aquellas personas por las que los poderosos, sabios e influyentes no darían un centavo. Ni entonces, ni ahora. No obstante, los últimos serán los primeros. En Mateo 25 el compromiso con los más pequeños adquiere una connotación ética bastante precisa: dar de comer al hambriento,  visitar al enfermo o al preso. El ágape se manifiesta en las obras.

Con frecuencia olvidamos que esta forma de vida constituye la matriz de significado del cristianismo, el compromiso incondicional con los más débiles. Jesús asume su propia fragilidad en la cruz, dando la vida por sus amigos. Su Resurrección, en contraste, se propone mostrar que lo que quiere Dios de sus criaturas es que ellas tengan vida en abundancia. La violencia, la discriminación y la desigualdad contravienen aquel deseo y aquella promesa hecha a todos los hombres. El amor y el sentido de justicia inspiran a las personas de buena voluntad en la tarea cotidiana de combatir todo aquello que corrompe la plenitud de vida que merecen los hijos de Dios, en conformidad con el anuncio del Reino. Al actuar así apuestan porque la muerte no tenga jamás la última palabra.
  

(Publicadoen la columna ‘La periferia es el centro’ de La República).




[1] Profesor de filosofía de la PUCP y la UARM.