LA COMISIÓN DE LA VERDAD, ARGUEDAS Y LA JUSTICIA[1]
Gonzalo Gamio Gehri
"Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú Quizá
conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú y lo que él
representa: se cierra el de la calandria consoladora, del azote, del arrieraje,
del odio impotente, de los fúnebres “alzamientos” del temor de Dios y el
predominio de ese Dios y sus protegidos: sus fabricantes: se abre el de la luz y
de la fuerza liberadora invencible del hombre de Vietnam, el de la calandria de
fuego, el del dios liberador....Aquel que se reintegra. "
J.M. Arguedas
En uno de los últimos pasajes de El zorro de arriba y el zorro de abajo – correspondientes al “¿Último diario?” – señalaba Arguedas, con la ternura y la honestidad que caracterizaban su pluma, que su prematura y voluntaria muerte podría ser interpretada como uno de los signos del fin de una etapa de la historia del Perú. Con esa convicción, indicaba que los conflictos vitales que se ponían de manifiesto en su “desigual pelea” contra la muerte (conflictos de fractura y dolor, como los de nuestro país, que él tanto amaba) no debían llevarnos al agotamiento y a la desesperanza: “mi vida no ha sido trunca. Despidan en mí un tiempo del Perú. He sido feliz en mis llantos y lanzazos, porque fueron por el Perú. He sido feliz con mis insuficiencias porque sentía el Perú en quechua y en castellano. Y el Perú ¿qué?: todas las naturalezas del mundo en su territorio, casi todas las clases de hombres. (...) Despidan en mí un tiempo del Perú cuyas raíces estarán siempre chupando jugo de la tierra para alimentar a los que viven en nuestra patria, en la que cualquier hombre no engrilletado y embrutecido puede vivir feliz, todas las patrias”[2].
“Vivir todas las patrias”, habitar un mundo en el que uno pueda hablar diferentes lenguajes y cultivar diversas creencias y valores sin padecer los males de la discriminación y la exclusión social, donde uno pueda rezarle a los propios dioses sin verse obligado a “aculturarse”. Poder encontrar espacios para el encuentro y el diálogo entre las culturas y los credos, las palabras y los mitos, sin pagar el injusto precio del desarraigo o de la alienación. Derrumbar “el muro aislante y opresor” que separa el Perú de los Runas del “Perú oficial”, de modo que “el caudal de las dos naciones” de pueda unir[3]. Esta es una expresión que traduce muy bien el anhelo político – social de reconciliación tal y como ha sido entendido desde el proyecto emprendido por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR)[4]. Acaso la época que nos toca vivir corresponda al periodo de transición del que Arguedas nos hablaba. Si esto es así, se trata de un tránsito profundamente difícil, en el que apenas hemos avanzado. En todo caso, estos tiempos de cambio plantean muchas luchas que librar, y los duros escollos que aparecen en el camino evidencian que los problemas que dificultan la reconciliación son justamente los que Arguedas denunciaba en sus novelas y en sus estudios antropológocos.
El Estado peruano encomendó a la CVR una triple tarea: a.- en primer lugar, reconstruir narrativamente – en virtud de la redacción de un informe interdisciplinario riguroso y consistente – el proceso de violencia vivido en el país entre 1980 y 2000, explicitando sus causas y secuelas, teniendo como referentes fundamentales los estudios existentes, sus propias investigaciones y el testimonio de los protagonistas, especialmente las víctimas. b.- En segundo lugar, cooperar con el esclarecimiento de las responsabilidades (penales y políticas) respecto de los actores del conflicto armado interno – terroristas, agentes de las Fuerzas Armadas, autoridades civiles o militares - involucrados en violaciones de los derechos humanos. g.- Por último, la elaboración de una propuesta general de reconciliación, que incluya el diseño de un plan integral de reparaciones y reformas institucionales, que contribuya con impulsar esta propuesta. En unos cuantos días se cumplirá un año desde la fecha en que el presidente de la CVR entregó su Informe Final a los representantes de los poderes del Estado.
El Informe Final de la CVR constituye probablemente la más rigurosa investigación sobre la desigualdad en el Perú. Las cifras nos hablan ya del escándalo de la violencia y la discriminación oprante en este tiempo de miedo (manchaytimpu). De las víctimas del conflicto armado interno, la CVR ha establecido que el 75% era quechuahablante, el 90% habitante del campo y provenía de las zonas más empobrecidas y postergadas del país. El número de los muertos y desaparecidos asciende – según los cálculos de la Comisión – a 69,280 personas. Esta cifra duplica los “datos oficiales” anteriores al trabajo de la Comisión respecto del número de víctimas. El Perú urbano y criollo no se dió cuenta de que faltaban decenas de miles de compatriotas. Ellos no encontraron auxilio alguno en la municipalidad, los cuarteles, o la diócesis del lugar. Al escándalo de la muerte, se le añade – en palabras de Salomón Lerner, “el de la indolencia, la ineptitud y la indiferencia de quienes pudieron impedir esta catástrofe humana y no lo hicieron”[5].
Es un hecho conocido que nuestros políticos y la mayoría de nuestras autoridades sociales han perdido la extraordinaria oportunidad de reconocer su responsabilidad frente al proceso de violencia y así cooperar con la construcción pública de la memoria. Casi la totalidad de los participantes en las audiencias públicas con los partidos políticos rechazaron cualquier clase de responsabilidad en la conducción de la política antisubversiva, en la penosa abdicación del poder civil en la formación de los gobiernos político – militares o en la casi inexistente fiscalización parlamentaria en materia de derechos humanos. La ausencia real del Estado – y de muchas instituciones sociales importantes – en las zonas de emergencia dejó sin protección a la población frente a la violencia terrorista, a la vez que generó las condiciones de una represión policial y militar indiscriminada y brutal. Ante esa situación, pareciera que nuestros políticos no han tenido nada que decir. Quizá la muestra más patética de la ignorancia y la falta de lucidez – o quizá el cinismo - de nuestra autodenominada “clase dirigente” frente a la tragedia nacional la constituya la exigencia, manifestada por un congresista conservador, de que la CVR justificase la cifra de víctimas del conflicto armado haciendo pública la lista de nombres, consignando los números del DNI de cada uno de los desaparecidos.
La tibia recepción del Informe Final de la CVR por parte del Estado y la sociedad política genera serias dudas respecto de la viabilidad de cualquier proyecto sensato de transición democrática en el Perú. Pasado un año de la entrega del Informe, podemos constatar que el gobierno ha desatendido considerablemente el seguimiento de las recomendaciones de la CVR, y se ha mostrado completamente indiferente frente a la necesidad de la aplicación del plan integral de reparaciones, que las víctimas y sus familias necesitan para seguir con sus vidas. El reciente atentado contra la vida de Luis Albeto Ramírez – testigo de la CVR en casos de tortura y desaparición en el cuartel 9 de Diciembre – nos muestran en qué medida grupos violentistas vinculados a los antiguos perpetradores están abiertamente comprometidos con la impunidad de los agentes del Estado que incurrieron en violaciones de derechos humanos y apuestan por el imperio del silencio frente a la verdad acerca de lo sucedido en el tiempo del conflicto armado interno. Por su parte, muchos sectores de la sociedad – incluidas no pocas asociaciones de empresarios y ciertas organizaciones eclesiásticas de inspiración conservadora – han manifestado su disconformidad con el informe, generalmente sin haber analizado el Informe Final con algún detenimiento. Los medios de comunicación que han seguido de cerca el trabajo de la CVR y no han participado de la campaña difamatoria inicial poco a poco han dejado de tocar el tema por considerarlo una noticia antigua. El diagnóstico – por demás arguediano – de una sociedad fracturada y excluyente parece confirmarse con el aparente desinterés que parece sentir una parte importante de la población.
En este sentido, el temor a la verdad compite encarnizadamente con el anhelo de verdad para influir en el diseño de la agenda publica. Frente a una verdad dolorosa, no pocos han preferido mirar hacia otro lado. Con ello no quiero decir que la reconstrucción histórica y el trabajo propositivo de la CVR merezcan sin más la adhesión inmediata de los ciudadanos y las instituciones. Las audiencias públicas realizadas en las zonas más deprimidas del país – las zonas de la violencia – han hecho posible que las víctimas de tortura y los deudos de los muertos y los desaparecidos – cerca de 17,000 personas - puedan contar lo que vivieron, y expresar su dolor e indignación en su propio idioma, sin que la propia traducción tenga que modificar la articulación de sus sentimientos. Se ha honrado, al menos parcialmente, su legítimo derecho a encontrar un espacio público para la sacar a la luz su verdad, hacer escuchar su voz ante quienes negaban su existencia (o quienes pretendían hablar en su nombre, usurpando su propio lugar en la sociedad). Esto es ya un acontecimiento positivo, un hecho sin precedentes en el Perú, que tendrá importantes consecuencias sociales y políticas en el futuro. Evidentemente, estos testimonios se han contrastado con otras investigaciones y con las declaraciones de otros testigos, incluyendo a los perpetradores: la reconstrucción e interpretación del proceso de violencia que hace la CVR supone ese trabajo de recepción crítica y confrontación de testimonios. Lo que la CVR espera que los poderes del Estado, las asociaciones civiles y la ciudadanía conviertan el Informe Final en objeto de discusión cívica, de modo que los temas de justicia transicional y derechos humanos puedan constituirse en futuros focos de consenso público.
Lo que subyace a esta pretensión sociopolítica es el imperativo ético de la recuperación pública de la memoria[6]. Una de las condiciones para edificar un nuevo pacto social que realmente incluya a todos los habitantes del Perú – que nos permita “vivir todas las patrias” – consiste en esclarecer la tragedia vivida y castigar a los culpables de esa tragedia. Se trata no sólo de desocultar la verdad de lo acontecido, sino también de determinar nuestro rol como sociedad en los años del conflicto. Ello implica asimismo reconocer la propia responsabilidad en el devenir de esa historia de muerte y opresión. Muchos de nosotros preferimos mirar otro lado cuando quienes sufrían desapariciones forzadas o eran asesinados no transitaban nuestras calles o no estudiaban en nuestras universidades, o no tenían nuestro color de piel, o no hablaban nuestra lengua materna con nuestro acento. Fuimos pasivamente injustos en tanto guimos condescendientes con el dolor ajeno y las violaciones de los derechos humanos y del orden constitucional[7]. Es preciso confrontarse con la propia responsabilidad moral respecto del deterioro de nuestra comunidad política para poder reconciliarnos con el pasado. Reconocer nuestras culpas constituye el primer paso para reconducir nuestras vidas y también para considerar viable el proyecto de construcción de una genuina comunidad política.
Los detractores políticos de la CVR – en colusión con cierto grupo de militares retirados, vinculados a los gobiernos político – militares de la década de los ochenta – han apostado por la supresión de la memoria, el control, ejercido desde alguna posición de poder, de los eventos del pasado relativos al uso de la violencia. En otras palabras, la constitución de una “historia oficial” que no registre el daño infligido e incluso la existencia de las víctimas[8]. Es sabido que los regímenes totalitarios han recurrido a esta estrategia para silenciar las denuncias sobre sus crímenes. El esfuerzo por la supresión de la memoria cuenta en nuestro medio con la tácita complicidad de una parte de nuestra sociedad. Creo que la actitud de in – diferencia y letargo frente al drama sufrido por tantos peruanos revela algo más que ceguera voluntaria, pone de manifiesto cierta creciente incapacidad para ponerse en el lugar del otro. En sentido estricto, para los cómplices del silencio, ese otro no existe como tal. Si las víctimas no tienen un número de DNI que las identifique, entonces no pueden ser protegidos por el Estado, para el cual tampoco existen. Es en ese sentido que Primitivo Quispe declaraba en una de las audiencias públicas que su comunidad, doblegada por la violencia, había sido considerada por sus compatriotas “un pueblo ajeno dentro del Perú”[9]. Él y sus compañeros no solamente recibieron un trato inhumano, para las autoridades políticas de entonces, esos crímenes nunca tuvieron lugar.
La participación de la víctima en la recuperación de la memoria implica la restitución de su condición de ciudadano y de sujeto intrínsecamente digno - miembro de una comunidad política, titular de derechos inalienables – condición que le fuera arrebatada de modo ilegítimo. Este ejercicio de reconstrucción narrativa le permite elaborar el trabajo de duelo necesario para recuperar la conducción de su vida y su lugar en la comunidad. El logro de la justicia a través de los fueros públicos establecidos por el Estado y la sociedad hacen posible la conciliación con el pasado y la superación del daño. Por el contrario, bajo el imperio del silencio, sumido en su dolor, sin las condiciones ni los canales para expresar sus sentimientos y relatar su historia, la víctima permanece victimizada, capturada por la visión del daño sufrido y el deseo de venganza.
En esta línea de pensamiento, el trabajo de la memoria – allí donde se desarrolla con éxito, vale decir, dónde se traduce en un ejercicio dialógico orientado hacia la construcción de la ciudadanía - tiene la función ético-política de regenerar el tejido social y re-estructurar el vínculo comunitario e institucional. Resulta fundamental por ello caer en la cuenta que el objetivo de la rememoración de los hechos de violencia es la configuración de los mecanismos legales y la formación de disposiciones cívicas para que estos hechos no se repitan. Tzvetan Todorov ha mostrado con especial lucidez que la memoria es ante todo un “proceso selectivo” que procura determinar – a partir de la deliberación pública – qué sucesos del período conflictivo deben conservarse en el re-cuerdo del grupo social y qué eventos pueden ser progresivamente olvidados. La clave para que este proceso sea éticamente relevante consiste en que la decisión acerca de los criterios de selección sea fruto del entendimiento común y de la escucha atenta de la perspectiva de las víctimas. De este modo, la memoria de lo pasado vivido está subordinada a los fines del presente.
No toda forma de rememoración está al sevicio de la justicia; Todorov indica que es preciso distinguir el uso literal de la memoria de su uso ejemplar. En el primer caso, lo que se busca es descifrar las conexiones entre los eventos del pasado, sus protagonistas y contextos en vínculo con el sufrimiento con un afán fundamentalmente descriptivo. El segundo alude a la reconstrucción de los acontecimientos y el sufrimiento de las víctimas con el fin de establecer – desde mi / nuestra experiencia - analogías y generalizaciones que me permitan interpretar y enfrentar situaciones similares. Ls memoria ejemplar, en este sentido, sirve “como un modelo para comprender situaciones nuevas, con agentes diferentes”[10]. La experiencia del daño y la injusticia se convierte así – tanto para Todorov como para Esquilo, y también para Arguedas – en fuente de aprendizaje moral[11].
El Informe Final de la CVR, tanto como las obras de Arguedas debe ser entendida desde el horizonte de la memoria ejemplar y su correlato ético - político, el anhelo de justicia. La narrativa arguediana se nutrió de este mismo espíritu. En efecto, la novela indigenista buscaba revelar al lector – por medio de la reconstrucción literaria de casos que tenían y tienen un referente histórico puntual – las viscisitudes de la existencia del runa y del mestizo, seres oprimidos por un sistema basado en la desigualdad, la discriminación y la explotación. La prosa de Arguedas pretendía mostrar al indio como un actor social en pos del control de su propio destino, un sujeto que reclamaba el derecho de ser tratado como un igual, de practicar las costumbres de sus localidades y entonar los cantos de sus ancestros sin temer a la imposición de los cánones socioculturales occidentales. Arguedas procuró mostrar al runa desde sus propios hábitos lingüísticos, desde la proclamación de sus propios mitos fundadores, como un agente concreto, alejado ya de esa imagen distorsionada y caricaturesca que nuestro autor denunciaba, por ejemplo, en la obra de López Abújar e incluso en los escritos del propio Mariátegui[12] .
De este modo, cuando Arguedas nos cuenta la historia del sufrimiento del poblador indígena víctima del desprecio, del comunero explotado, del indio o del mestizo sumido en el desordenado y caótico Chimbote de los años sesenta, quiere asegurarse de que nos transmite con su prosa la voz y la frustración de alguien real, vivo. Alguien que el Perú oficial ha desconocido sistemáticamente, tratando de privársele precisamente de voz. Los personajes arguedianos nos hablan desde sus propios contextos vitales, y nos exigen desde él ser reconocidos como seres libres e iguales, sujetos de su propia vida y titulares de derechos ciudadanos. En el célebre relato El sueño del pongo, Arguedas muestra cómo “el gran señor” de la casa-hacienda disfrutaba sobremanera humillando a uno de sus siervos, obligándolo a imitar los movimientos y sonidos animales, entregánolo “a la mofa de sus iguales”:
- ¿Eres gente u otra cosa? – le preguntó delante todos los hombres y mujeres que estaban de servicio[13].
El narrador cuenta que el pongo cumplía con los requerimientos burlones del patrón – así como sus propias labores domésticas – en el más absoluto silencio. Parte de la humillación consistía precisamente en privarlo del uso del lenguaje, un rasgo específicamente humano. Arguedas señala que “el hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado, comía en silencio”. El pongo obtiene una clase de justicia – cierta satisfacción en contraste con el maltrato sufrido. Cuiando obtiene el permiso para dirigirse a su patrón, y le habla desde el horizonte de su dignidad y sus demandas de respeto incondicional. Es justamente a la luz del discurso del viejo pongo desde donde puede reonocerse el verdadero lugar de cada cual, la sabiduría del siervo, y la insignificancia moral del “señor”. El relato hace manifiesta la necesidad de construir escenarios públicos en torno a aquellas exigencias de inclusión y equidad, de modo que ese enfoque moral encuentre un mundo político – social en el que habitar.
Lo que promueve el ejercicio de la memoria ejemplar y, en este caso, la reflexión literaria es el desarrollo de la katharsis, entendida en un sentido ético – cívico. El uso fundamentalmente psicoanalítico del término katharsis ha oscurecido, lamentablemente, la relevancia que tenía en el mundo griego – pienso, por supuesto en las tragedias – y que creo puede tener en el trabajo propio de la justicia transicional. La psicoterapia, y la reflexión estética que se inspira de algún modo en ella, ha insistido en su función “purgante”, es decir, en la clase de “desahogo” y la consecuente “higiene” del alma que tiene lugar a través de la narración o percepción de experiencias pasadas, sobre todo negativas. Este primer concepto alude a la depuración de la psique, la “limpieza de la chimenea”, imagen que hizo célebre Freud. Esa dimensión existe, tanto en el trabajo mismo de la CVR (particularmente en el desarrollo de las audiencias públicas) como en la propia narrativa de Arguedas; no obstante, ambos proyectos de integración social y recuperación de la memoria ponen énfasis en un sentido más complejo de katharsis, que sobrepasa el enfoque exclusivamente psicológico. Arguedas advertía el carácter fugaz y falsamente liberador de la limpieza que provocaba el llanto; ese primer concepto de katharsis podía ser utilizado como un inaceptable anestésico emocional o social que adormece la lucidez de la crítica y el esfuerzo del cambio social. Es por por eso que en el “¿Último diario?” Arguedas señalaba que la figura de la “calandria consoladora” correspondía a una etapa de la historia peruana marcada por la opresión y la ausencia de reconocimiento, una figura que ubica al lado “del azote, del arrieraje, del odio impotente, de los fúnebres ’alzamientos’ del temor de Dios” y que contrasta claramente con el nuevo período que es preciso inaugurar, “el de la luz y de la fuerza liberadora invencible del hombre de Vietnam, el de la calandria de fuego, el del dios liberador....Aquel que se reintegra”[14].
Ese segundo concepto de katharsis – el que buscamos – alude más bien al proceso de purificación ética, esto es, la clarificación del juicio ético- político a través del contacto con una realidad dolorosa, pasada o presente, que exige de nosotros algún tipo de compromiso y toma de posición en el espacio público. Es en este sentido que la recuperación pública de la memoria es condición imprescindible para el ejercicio de la justicia y la regeneración del tejido social. Los hechos de violencia e injusticia que describen las novelas de Arguedas y el Informe Final pretenden generar en nosotros formas de solidaridad y discernimiento que nos lleven a ponernos en el lugar de las víctimas, que tengamos el coraje de sentir con ellos el peso del desprecio y la subordinación, el dolor de ser considerados ciudadanos de segunda clase, obligados a adoptar otra lengua y costumbres para lograr sobrevivir en un mundo que no siempre terminamos de entender y que nos confronta como extraños. Sólo desde esa experiencia – la proyección empática del otro dañado – es que es posible que pueda forjarse en nosotros el sentido de justicia e inclusión. Sin ese trabajo de katharsis, se hace imposible la tarea de extender los vínculos comunitarios a todas las patrias que habitan el Perú. Sin asumir el punto de vista de los débiles y oprimidos se hace imposible el proceso de reconciliación. El tránsito hacia la nueva etapa que Arguedas anuncia depende de nuestro compromiso con la memoria.
En el fondo es la vieja pugna entre la esperanza y la muerte, lucha que planteaba Arguedas en el pasaje de Los zorros que citábamos al principio. Ese es precisamente nuestro dilema como país. Quienes hayan asistido a la exposición fotográfica Yuyanapaq recordarán seguramente el impacto provocado por aquello que muestra la última sala de aquella exposición. A medida que uno se acerca, puede escuchar el ruido que provoca la confusión de voces que provienen de allí. Se trata de un cuarto pequeño en cuyas paredes uno puede apreciar seis parlantes, cada uno de los cuales lleva pegado la foto de uno de los tantos muertos y desaparecidos por la guerra interna, un peruano inocente asesinado o torturado por miembros de Sendero Luminoso, el MRTA, o efectivos de las Fuerzas Armadas y Policiales. Cuando uno escucha con atención alguno de los parlantes, tiene la oportunidad de conocer el testimonio de uno de los familiares de la víctima, que cuenta la historia de su desdicha y clama por justicia. Una vez que termina la historia, la cinta se reinicia. La composición de esa sala representa muy bien lo que he querido decir en esta tarde. Si nos detenemos a escuchar la voz de la víctima, podremos acompañarlo en la recuperación de la memoria, sentir con él su dolor y hacernos partícipes de su historia, que pasa a ser en un sentido importante nuestra historia. Tendremos frente a nosotros a un ser humano concreto, a quien podemos reconocer como uno de nosotros, y en cuyo favor podemos actuar. Si nos mantenemos distantes, probablemente sólo podremos percibir el ruido interminable – casi infernal – provocado por múltiples voces que se confunden, balbuceando cosas que son ininteligibles a la distancia. Nosotros podremos dejar atrás la sala, pero esas voces, abandonadas a sí mismas, estarán condenadas a repetir una y otra vez su propia historia, sin encontrar la forma para ponerle fin a su dolor.
[1] Aparecido previamente en: Pinilla, Carmen María (Editora General) Arguedas y el Perú de Hoy Lima, SUR 2005 pp. 409 – 16.
Agradezco especialmente a Luis Mujica y Shindira Trillo por las extensas e iluminadoras conversaciones sobre la relación entre el trabajo de la CVR y la obra de José María Arguedas.
[2] Arguedas, J.M. El zorro de arriba y el zorro de abajo Lima, Ed. Horizonte p. 198.
[3] Arguedas, J.M “No soy un aculturado” en: Ibid. pp. 13 – 4.
[4] Sobre los tres niveles del proceso de reconciliación (político, social e interpersonal) propuesto por la CVR, véase el Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (en adelante IF-CVR), Tomo IX, Cuarta Parte, capítilo I “Fundamentos de la reconciliación”, p. 2.
[5] Hatun Willakuy. Versión abreviada del Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación Lima, Comisión de entrega – CVR 2004 p. 9.
[6] Me he ocupado de este tema en mi artículo “La política de la inclusión. Justicia transicional, espacios comunicativos y sociedad civil”, en: Miscelánea Comillas Nº 62 Madrid, UPCo 2004 pp. 243 - 271.
[7] Sobre el concepto de “injusticia pasiva”, véase Shklar, Judith N. The faces of injustice New Haven and London, Yale University Press 1988 pp. 40 – 50.
[8] Cfr. Todorov, Tzvetan Los abusos de la memoria Barcelona, Paidós 2000.
[9] IF-CVR tomo I, p. 228.
[10] Todorov, Tzvetan Los abusos de la memoria op.cit. p. 31.
[11] He desarrollado este argumento – a partir de un examen crítico de La Orestiada de Esquilo - en Gamio, Gonzalo “La purificación del juicio político. Narrativas de justicia, políticas de reconciliación” en: Derecho & Sociedad Nº 24 pp. 378 – 389.
[12] Arguedas, J.M. “Razón de ser del indigenismo en el Perú” en: Formación de una cultura nacional inndoamericana México, Siglo XXI 1977 pp. 189 – 197.
[13] Arguedas, J.M “El sueño del pongo” en: Relatos completos Madrid, Alianza 1983 p. 261.
[14] Arguedas, J.M. El zorro de arriba y el zorro de abajo Lima, Ed. Horizonte p. 198.
1 comentario:
Revisar además "Entre las calandrias" de Gustavo Gutiérrez, teólogo y amigo de Arguedas.
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