ALEXIS DE TOCQUEVILLE,
PROFETA DE LA DEMOCRACIA
Gonzalo Gamio Gehri [1]
Este año se celebra el bicentenario del nacimiento de Alexis de Tocqueville, célebre pensador político francés de la primera mitad del siglo XIX. A él le debemos una serie de agudas reflexiones acerca de los tiempos “de Ilustración y democracia”, que aún vivimos. Son particularmente penetrantes sus agudas meditaciones acerca del carácter del sistema político democrático, la crisis moderna de la ciudadanía, y la constante amenaza autoritaria que padecen las democracias ‘de baja intensidad’, en las que el sentido de ciudadanía es escaso o débil. En más de un sentido, la lectura contemporánea de la Democracia en América y El Antiguo Régimen y la Revolución contribuye a echar luces sobre las profundas dificultades, pero también la construcción de genuinos espacios de libertad, que supone vivir en democracia.
Tocqueville nació el 29 de julio de 1 805 en Verneuil, en el seno de una antigua familia aristocrática, ligada a la defensa de la monarquía y los privilegios de la nobleza. Fue juez auditor en tiempos de Carlos X y Luis Felipe de Orleans, rey simpatizante del espíritu ciudadano cultivado en la Revoluciòn. En 1831 visitó los Estados Unidos, con el afán de conocer de cerca el sistema político y penitenciario de la joven y floreciente república norteamericana. Las investigaciones que realizó en aquel país constituyeron el material básico para la redacción posterior de un informe compartido sobre el régimen penitenciario estadounidense y los tres tomos de la Democracia en América (1835 y 1840).
Tocqueville no era, en un principio, un admirador de la democracia: podríamos decir que aprendió a amarla – con un amor marcado y matizado por la crítica y la reflexión - a medida que fue tomando contacto con su ejercicio y con el estudio de sus fundamentos ético - políticos. Él había sido educado en su juventud en las costumbres y valores del Antiguo Régimen, en la visión un mundo social en el que se presuponía que Dios había asignado sus roles sociales a los diferentes estamentos en conformidad con un hipotético “orden natural” en el que cada cosa desempeña una función específica: unos mandan, otros obedecen; unos hacen la guerra, otros dirigen el culto, otros trabajan la tierra o el ganado. Si cada cual hace lo que le toca hacer, entonces la justicia divina es honrada con devoción. A una concepción como esa los conceptos liberales de movilidad social, derechos universales e igualdad civil le son completamente extraños.
Sin embargo, Tocqueville estaba convencido que estos esquemas resultaban caducos y que la Ilustración y la democracia se convertirían rápidamente en los dos ejes centrales del desarrollo social y político en la historia de occidente. Incluso en materia religiosa, consideraba que la creencia en un orden natural estático y jerárquico – probablemente un concepto más medieval que propiamente cristiano – caería pronto en el descrédito, y abrigaba la idea de que la Iglesia terminaría abandonando tarde o temprano ciertas formalidades y esquemas arcaicos en nombre de la clara transmisión de lo sustantivo de su mensaje. En la Democracia en América señala con talante liberal que las instituciones religiosas deberán esforzarse por distinguir entre lo accesorio y el contenido fundamental de las religiones, y que éstas no debían, por ningún motivo, pretender ejercer una influencia directa en la esfera pública, limitando las libertades ciudadanas.
Uno de los argumentos centrales en la obra de Tocqueville consiste en establecer con claridad el contraste entre las formas antiguas y modernas de democracia. En primer lugar, nuestro autor consideraba a la polis ateniense y a la civitas latina como comunidades aristocráticas en donde el ejercicio de la actividad política estaba restringido a un sector reducido de individuos. La vigencia de la esclavitud convertía a esos regímenes en excluyentes y a la virtud cívica en privilegio de una élite de ciudadanos. Las democracias modernas, por el contrario, están basadas en el principio de la igualdad de todas las personas ante la ley, y en el consecuente rechazo de las antiguas jerarquías sociales. En este sentido, las democracias modernas deben asumir el reto de distribuir el poder político entre todos los ciudadanos que forman parte de la sociedad.
Pero Tocqueville considera que el contraste entre ambos modelos de democracia debe tomar en cuenta la presencia de un fenómeno socio – cultural sin precedentes en la historia política: el individualismo. “El individualismo”, escribe Tocqueville, “es un sentimiento reflexivo y apacible que induce a aislarse de la masa de sus semejantes y a mantenerse aparte con su familia y sus amigos; de suerte que después de formar una pequeña sociedad para su uso particular, abandona a sí misma a la grande”. En las democracias modernas e igualitarias, los individuos tienden a concentrar su atención en la realización de sus intereses privados y a desatender sus compromisos con la comunidad política. La consecuencia de esta actitud es que se resienten los lazos de solidaridad que otrora cohesionaban a la comunidad.
En las sociedades modernas, el trabajo y el consumo han sustituido a la política como las actividades de mayor reconocimiento social, generadoras de satisfacción y realización personales. No obstante, la poderosa influencia del individualismo en la vida social tiene como consecuencia un creciente desinterés por el ejercicio de los derechos ciudadanos, que no deja intacta la distribución del poder político. Si los ciudadanos renuncian a participar en la toma decisiones en materia pública – a través del discurso y la acción común – entonces ésta recaerá en la cúpula de gobierno (y quizá también en los llamados “políticos profesionales”). Contrariamente a lo que los críticos conservadores de la democracia han sostenido, el riesgo mayor de la democracia no es la “anomia”, o la “tiranía del rebaño”, sino la facilidad con que ésta se degrada hasta caer en las garras del despotismo (justamente la oscura receta que los conservadores suelen recomendar como supuestamente “providencial”, bajo la forma de una dictadura comisarial).
Nada de esto ocurre sin la complicidad de los miembros de la sociedad. Allí donde las libertades políticas no se ejercen ni se defienden, el festín autoritario prospera sin encontrar resistencia alguna. Tocqueville llamaba a este fenómeno “despotismo blando”. Se trata de un acuerdo tácito – de un trueque silencioso – entre los gobernantes y los gobernados. Los gobernantes contribuyen a preservar un cierto clima de estabilidad que permite, por ejemplo, que los individuos puedan acceder a un cierto nivel mínimo de bienestar económico y seguridad física. los gobernantes, a cambio, consienten gustosos en ceder la administración del poder y la toma de decisiones a los gobernantes y a su entorno, alejándose de la esfera pública. Renuncian de este modo a ser ciudadanos, y se convierten en meros siervos. La población, entusiasta y automutiladora, se inclina así ante el “líder pragmático” o al caudillo de turno.
Es en este punto que los textos de Tocqueville adquieren una estremecedora y contundente actualidad. Hace ciento setenta años que nuestro autor nos advertía que, sin actividad política ciudadana, la democracia termina autodestruyéndose, desembocando en formas de autoritarismo y servidumbre. Sin participación cívica, el déspota terminarìa engullendo incluso los espacios privados de libertad. Tocqueville pensaba que esta forma de patología ética y política podía revertirse combatiendo la corrosión social que provoca el individualismo. Es preciso – de acuerdo con la Democracia en América – fortalecer espacios intermedios de participación ciudadana, asociaciones voluntarias y comunidades locales que medien entre la sociedad y el Estado, instituciones desde las cuales los ciudadanos de a pie puedan vigilar que el poder se distribuya y no se concentre ilegalmente, y puedan generar corrientes de opinión pública que les permitan ejercer alguna influencia importante en la ámbito estatal. Tocqueville pensaba en los municipios y en las instituciones de la hoy llamada sociedad civil como tales espacios para la participación y el diálogo ciudadanos.
Tocqueville afirmaba, en esta línea de reflexión, que la construcción de estos espacios cívicos constituyen – en una auténtica sociedad democrática – el complemento propiamente político de los principios del Estado de Derecho, los mecanismos electorales de representación y la observancia de los Derechos Fundamentales. Sin el ejercicio de la libertad, el llamado “gobierno del pueblo” podría constituir una mera formalidad, o una ficción política. Después de todo, no han faltado en la historia de las republicas esos personajes funestos y pintorescos que han declarado con patética presunción: “el pueblo soy yo”.
[1] Profesor de filosofía de la PUCP.
PROFETA DE LA DEMOCRACIA
Gonzalo Gamio Gehri [1]
Este año se celebra el bicentenario del nacimiento de Alexis de Tocqueville, célebre pensador político francés de la primera mitad del siglo XIX. A él le debemos una serie de agudas reflexiones acerca de los tiempos “de Ilustración y democracia”, que aún vivimos. Son particularmente penetrantes sus agudas meditaciones acerca del carácter del sistema político democrático, la crisis moderna de la ciudadanía, y la constante amenaza autoritaria que padecen las democracias ‘de baja intensidad’, en las que el sentido de ciudadanía es escaso o débil. En más de un sentido, la lectura contemporánea de la Democracia en América y El Antiguo Régimen y la Revolución contribuye a echar luces sobre las profundas dificultades, pero también la construcción de genuinos espacios de libertad, que supone vivir en democracia.
Tocqueville nació el 29 de julio de 1 805 en Verneuil, en el seno de una antigua familia aristocrática, ligada a la defensa de la monarquía y los privilegios de la nobleza. Fue juez auditor en tiempos de Carlos X y Luis Felipe de Orleans, rey simpatizante del espíritu ciudadano cultivado en la Revoluciòn. En 1831 visitó los Estados Unidos, con el afán de conocer de cerca el sistema político y penitenciario de la joven y floreciente república norteamericana. Las investigaciones que realizó en aquel país constituyeron el material básico para la redacción posterior de un informe compartido sobre el régimen penitenciario estadounidense y los tres tomos de la Democracia en América (1835 y 1840).
Tocqueville no era, en un principio, un admirador de la democracia: podríamos decir que aprendió a amarla – con un amor marcado y matizado por la crítica y la reflexión - a medida que fue tomando contacto con su ejercicio y con el estudio de sus fundamentos ético - políticos. Él había sido educado en su juventud en las costumbres y valores del Antiguo Régimen, en la visión un mundo social en el que se presuponía que Dios había asignado sus roles sociales a los diferentes estamentos en conformidad con un hipotético “orden natural” en el que cada cosa desempeña una función específica: unos mandan, otros obedecen; unos hacen la guerra, otros dirigen el culto, otros trabajan la tierra o el ganado. Si cada cual hace lo que le toca hacer, entonces la justicia divina es honrada con devoción. A una concepción como esa los conceptos liberales de movilidad social, derechos universales e igualdad civil le son completamente extraños.
Sin embargo, Tocqueville estaba convencido que estos esquemas resultaban caducos y que la Ilustración y la democracia se convertirían rápidamente en los dos ejes centrales del desarrollo social y político en la historia de occidente. Incluso en materia religiosa, consideraba que la creencia en un orden natural estático y jerárquico – probablemente un concepto más medieval que propiamente cristiano – caería pronto en el descrédito, y abrigaba la idea de que la Iglesia terminaría abandonando tarde o temprano ciertas formalidades y esquemas arcaicos en nombre de la clara transmisión de lo sustantivo de su mensaje. En la Democracia en América señala con talante liberal que las instituciones religiosas deberán esforzarse por distinguir entre lo accesorio y el contenido fundamental de las religiones, y que éstas no debían, por ningún motivo, pretender ejercer una influencia directa en la esfera pública, limitando las libertades ciudadanas.
Uno de los argumentos centrales en la obra de Tocqueville consiste en establecer con claridad el contraste entre las formas antiguas y modernas de democracia. En primer lugar, nuestro autor consideraba a la polis ateniense y a la civitas latina como comunidades aristocráticas en donde el ejercicio de la actividad política estaba restringido a un sector reducido de individuos. La vigencia de la esclavitud convertía a esos regímenes en excluyentes y a la virtud cívica en privilegio de una élite de ciudadanos. Las democracias modernas, por el contrario, están basadas en el principio de la igualdad de todas las personas ante la ley, y en el consecuente rechazo de las antiguas jerarquías sociales. En este sentido, las democracias modernas deben asumir el reto de distribuir el poder político entre todos los ciudadanos que forman parte de la sociedad.
Pero Tocqueville considera que el contraste entre ambos modelos de democracia debe tomar en cuenta la presencia de un fenómeno socio – cultural sin precedentes en la historia política: el individualismo. “El individualismo”, escribe Tocqueville, “es un sentimiento reflexivo y apacible que induce a aislarse de la masa de sus semejantes y a mantenerse aparte con su familia y sus amigos; de suerte que después de formar una pequeña sociedad para su uso particular, abandona a sí misma a la grande”. En las democracias modernas e igualitarias, los individuos tienden a concentrar su atención en la realización de sus intereses privados y a desatender sus compromisos con la comunidad política. La consecuencia de esta actitud es que se resienten los lazos de solidaridad que otrora cohesionaban a la comunidad.
En las sociedades modernas, el trabajo y el consumo han sustituido a la política como las actividades de mayor reconocimiento social, generadoras de satisfacción y realización personales. No obstante, la poderosa influencia del individualismo en la vida social tiene como consecuencia un creciente desinterés por el ejercicio de los derechos ciudadanos, que no deja intacta la distribución del poder político. Si los ciudadanos renuncian a participar en la toma decisiones en materia pública – a través del discurso y la acción común – entonces ésta recaerá en la cúpula de gobierno (y quizá también en los llamados “políticos profesionales”). Contrariamente a lo que los críticos conservadores de la democracia han sostenido, el riesgo mayor de la democracia no es la “anomia”, o la “tiranía del rebaño”, sino la facilidad con que ésta se degrada hasta caer en las garras del despotismo (justamente la oscura receta que los conservadores suelen recomendar como supuestamente “providencial”, bajo la forma de una dictadura comisarial).
Nada de esto ocurre sin la complicidad de los miembros de la sociedad. Allí donde las libertades políticas no se ejercen ni se defienden, el festín autoritario prospera sin encontrar resistencia alguna. Tocqueville llamaba a este fenómeno “despotismo blando”. Se trata de un acuerdo tácito – de un trueque silencioso – entre los gobernantes y los gobernados. Los gobernantes contribuyen a preservar un cierto clima de estabilidad que permite, por ejemplo, que los individuos puedan acceder a un cierto nivel mínimo de bienestar económico y seguridad física. los gobernantes, a cambio, consienten gustosos en ceder la administración del poder y la toma de decisiones a los gobernantes y a su entorno, alejándose de la esfera pública. Renuncian de este modo a ser ciudadanos, y se convierten en meros siervos. La población, entusiasta y automutiladora, se inclina así ante el “líder pragmático” o al caudillo de turno.
Es en este punto que los textos de Tocqueville adquieren una estremecedora y contundente actualidad. Hace ciento setenta años que nuestro autor nos advertía que, sin actividad política ciudadana, la democracia termina autodestruyéndose, desembocando en formas de autoritarismo y servidumbre. Sin participación cívica, el déspota terminarìa engullendo incluso los espacios privados de libertad. Tocqueville pensaba que esta forma de patología ética y política podía revertirse combatiendo la corrosión social que provoca el individualismo. Es preciso – de acuerdo con la Democracia en América – fortalecer espacios intermedios de participación ciudadana, asociaciones voluntarias y comunidades locales que medien entre la sociedad y el Estado, instituciones desde las cuales los ciudadanos de a pie puedan vigilar que el poder se distribuya y no se concentre ilegalmente, y puedan generar corrientes de opinión pública que les permitan ejercer alguna influencia importante en la ámbito estatal. Tocqueville pensaba en los municipios y en las instituciones de la hoy llamada sociedad civil como tales espacios para la participación y el diálogo ciudadanos.
Tocqueville afirmaba, en esta línea de reflexión, que la construcción de estos espacios cívicos constituyen – en una auténtica sociedad democrática – el complemento propiamente político de los principios del Estado de Derecho, los mecanismos electorales de representación y la observancia de los Derechos Fundamentales. Sin el ejercicio de la libertad, el llamado “gobierno del pueblo” podría constituir una mera formalidad, o una ficción política. Después de todo, no han faltado en la historia de las republicas esos personajes funestos y pintorescos que han declarado con patética presunción: “el pueblo soy yo”.
[1] Profesor de filosofía de la PUCP.
1 comentario:
Muchas gracias por el aporte sobre tocquecville , me sirvio mucho para un trabajo de cultura politica es muy facil de comprender y de muy buen contenido el señor le bendiga
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