Gonzalo Gamio Gehri[1]
Soy una de esas personas que pasó su adolescencia bajo el primer gobierno de Alan García. Tengo un recuerdo bastante nítido de las colas que formaba la gente para adquirir alimentos y productos de primera necesidad en los mercados, de los apagones y los atentados, de los paquetazos y los sonados escándalos de corrupción. Cuando García dejó el poder, en 1990, tenía diecinueve años y cursaba mis primeros semestres en la Universidad Católica. Fui testigo – como tantos jóvenes de mi edad – de cómo el recuerdo de la censurable conducción del Estado bajo el gobierno aprista y la hiperbólica retórica de García abonaron el terreno para el imperio de la antipolítica y el grosero “pragmatismo” en la década autoritaria de Fujimori. Para ser honesto, nunca me imaginé a García asumiendo el poder por segunda vez. La sola idea de votar por él me parecía inconcebible.
No obstante, lo hice. Tengo que decir que lo hice desde la percepción de que las circunstancias planteadas por la segunda vuelta en parte “me forzaban” a hacerlo, en la medida que creía afrontar, como ciudadano, una especie de dilema trágico: o García, o Humala. El candidato a quien había apoyado con mi voto en la primera vuelta había quedado fuera de la contienda; votar en blanco me parecía una evasión cobarde cuando lo que estaba en juego era el futuro de las instituciones democráticas. Consideraba que debía optar por el menor de ambos males, y ante el potencial autoritario de la propuesta nacionalista, concluí que tendría que votar por García. Creí respaldar – sin demasiado entusiasmo, y con muchas dudas – una “alternativa democrática”. Lo hice pensando en las (en realidad remotas) posibilidades de que un eventual gobierno aprista pudiese recuperar la agenda de la transición, que la gestión de Toledo asumió sólo parcialmente y con cierta apatía. Me refiero particularmente al seguimiento de la agenda democrática en materia de la política anticorrupción y la observancia de las recomendaciones de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación.
Creo que el futuro de la agenda de la transición en el contexto del gobierno aprista se torna sumamente incierto. El silencio del discurso inaugural de Alan García frente al tema del sistema anticorrupción y a las políticas de defensa de los Derechos Humanos ha sido profundamente revelador respecto de la actitud de un gobierno que ha prometido imponer “orden y autoridad”, que se ha comprometido innecesariamente con iniciativas populistas y virulentas como la propuesta de aplicar la pena de muerte a los violadores de menores que asesinen a sus víctimas, o que ha asumido una actitud hostil frente al trabajo de las Organizaciones No Gubernamentales en materia de justicia y medio ambiente. La presencia en el gobierno de personajes vinculados a los sectores del conservadurismo político y religioso y la desconcertante proximidad con el fujimorismo suscita serias dudas sobre la continuidad de las políticas de justicia transicional iniciadas en el gobierno de Valentín Paniagua. En el terreno de las formas, cierto trato vertical a los ministros, y cierto discurso de corte voluntarista y paternalista – con matices religiosos de muy viejo cuño – nos devuelven al tradicional estilo de la política presidencialista, que creíamos ya desaparecido en el Perú, justamente a partir de finales del año 2000.
Resulta evidente que los actores políticos del actual gobierno – como la mayoría de los grupos políticos presentes en el Congreso de la República – carecen de la voluntad política necesaria para hacer justicia en torno a los temas de corrupción y violación de los Derechos Humanos bajo la gestión de Alberto Fujimori. Tanto en la campaña electoral como en los primeros meses en el ejercicio del poder, el entorno de García ha mostrado gestos de cercanía con el fujimorismo, pese a que este grupo político avaló y encubrió sistemáticamente las acciones de la organización criminal comandada por la dupla Fujimori – Montesinos en la década de los noventa. Ninguna forma de cálculo político por razones de apoyo parlamentario podría justificar la condescendencia del APRA para con las evidentes pretensiones del grupo fujimorista de lograr la impunidad de su líder. El partido de gobierno no tuvo reparos en presentar a una representante de Alianza para el Futuro para conformar la junta directiva del congreso nacional. Que el propio ex abogado de Fujimori logre en el congreso la presidencia de la Comisión de Relaciones Exteriores, o que la propia hija del extraditable logre presidir la Liga parlamentaria peruano – chilena sin ninguna clase de protesta articulada por los restantes grupos políticos resulta francamente vergonzoso y desconcertante; se trata de situaciones que constituyen por sí mismas un atentado contra la ética más elemental. Ya el Presidente García y el primer ministro han señalado que para ellos el “asunto Fujimori” constituye un problema judicial frente al que guardarán un “prudente silencio” y asumirán una “perspectiva neutral”, a fin de no “politizarlo”. Curiosa actitud la de los representantes de un Estado que en teoría constituye una parte interesada en el proceso de extradición de un personaje sobre el que pesan acusaciones de corrupción en el ejercicio de la función pública y crímenes de lesa humanidad.
En el tema de las recomendaciones y las reparaciones propuestas por la CVR la posición del gobierno es absolutamente ambigua. De un lado, resulta esperanzador que el primer ministro Jorge del Castillo haya anunciado medidas orientadas al cumplimiento del Plan Integral de Reparaciones; de otro, el mutismo presidencial frente al tema de los Derechos Humanos, la complacencia del oficialismo frente a la campaña en pro de la pena de muerte y sus escarceos con el fujimorismo fortalecen el escepticismo de quienes razonablemente dudamos acerca de la buena voluntad de la nueva administración respecto a la aplicación de las reformas planteadas en el Informe Final. Después de tres años de entregado el documento, las únicas personas que han sido efectivamente procesadas a causa del Informe han sido los propios ex comisionados, denunciados injustamente ante los tribunales por militares en retiro involucrados en la dirección de las antiguas zonas de emergencia y por políticos vinculados a la dictadura fujimorista. No olvidemos que más de uno de los gestores de la exacerbada campaña de demolición dirigida contra el trabajo de la CVR y contra la persona de sus integrantes hoy ocupa un lugar importante en el equipo de gobierno o en el consejo de ministros.
El (¿reciente?) interés del vicealmirante Giampietri por investigar a las ONG apunta a propiciar el debilitamiento de los espacios de vigilancia cívica y control democrático del poder que se generan desde la sociedad civil. Para algunos sectores del oficialismo, la sociedad civil habría usurpado sin más espacios de acción política que corresponderían por derecho propio a los partidos políticos, que perdieron protagonismo público durante el régimen de Fujimori. Quienes así piensan confunden groseramente el plano de la representación y la pugna por el acceso al poder con el ámbito de actuación de las organizaciones que procuran garantizar que se respeten los principios constitucionales y que la voz del ciudadano común pueda ser escuchada en el espacio público. El gobierno parece haber desestimado las tareas pendientes de la agenda de la transición, y ha dirigido sus baterías contra quienes han señalado la necesidad de sacarlas adelante. Es preciso recordar que los temas básicos de la transición política en materia de Derechos Humanos, justicia y reconstrucción institucional surgieron de planteamientos de la de la sociedad civil organizada - universidades, colegios profesionales, Organizaciones No Gubernamentales, asociaciones voluntarias, comunidades religiosas, etc. -, de aquella ciudadanía que salió a las calles para protestar contra el fujimorato exigiendo democracia y respeto por la legalidad y las libertades públicas. Si la nueva administración del Estado ha desatendido estos temas, quizá sea tiempo de que los ciudadanos le hagamos saber, una vez más, – desde los canales que establecen la Constitución y las leyes – que puede estar equivocando el rumbo.
[1] Profesor de Ética y Cultura de Paz en la Pontificia Universidad Católica del Perú, profesor de Filosofía Política en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.
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