sábado, 7 de abril de 2007

RECONSTRUIR NUESTROS LAZOS SOCIALES




Gonzalo Gamio Gehri




De todos los retos planteados por el Informe Final de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación (CVR), el proyecto de reconciliación política y social es el que ha generado mayor incomodidad y resistencia en diversos sectores de la sociedad, especialmente nuestra autodenominada “clase política”. En efecto, con excepción de la posición de algunos activistas y políticos conservadores, parece existir consenso en torno a la necesidad de recuperar la memoria como único camino para evitar que en el futuro se reproduzcan las condiciones de violencia y exclusión que padecimos en los años del conflicto armado interno. La discusión pública acerca del Informe Final de la CVR podría convertirse en el horizonte crítico de la comprensión de los nudos de nuestra historia reciente. Del mismo modo, sólo los defensores de la impunidad rechazan hoy por hoy la invocación de la CVR al ejercicio de la justicia para castigar con las armas de la ley a quienes hayan cometido delitos contra la vida o desarrollado estrategias políticas para la violación de los Derechos Humanos y las libertades cívicas. Verdad y Justicia constituyen – para la mayoría de los ciudadanos – exigencias legítimas para la construcción de una auténtica transición democrática.

La propuesta de reconciliación, en contraste, ha generado reservas y suspicacias entre los políticos y otras autoridades sociales. En un inicio, sectores reacios a la formación de la CVR consideraban positiva la invocación a la “reconciliación” desde una estrategia política conducente a resentir el filo crítico de una Comisión que contaba entre sus objetivos – consignados en el Decreto que le dio vida - la asignación de responsabilidades entre los actores del conflicto armado interno. Estos sectores – comprometidos otrora con la tenebrosa Ley de Amnistía - querían hacer pasar las expectativas de impunidad para los perpetradores desde una supuesta “lectura” (bastante burda y antojadiza en realidad) de la concepción cristiana del perdón. Una vez que los miembros de la CVR precisaron que el perdón sólo puede otorgarlo libremente la víctima, y que ni siquiera ese acto podría bloquear la acción de la justicia, la reacción conservadora contra el proyecto de reconciliación osciló entre el rechazo abierto y el desconcierto: “¿Qué reconciliación? ¿Reconciliación con quién?”. Se trataba en principio de cuestiones que revelaban más la intencionalidad política de los supuestos “censores” que de genuinas inquietudes éticas, eso al menos puede deducirse del talante difamatorio de las acusaciones y del carácter virulento de las críticas, que en la mayoría de los casos apuntaban más hacia el honor de las personas que al corazón de los argumentos en torno a la justicia transicional. En todo caso, tales dudas y cuestionamientos se despejarían pronto en el debate que se generó sobre el concepto y sus alcances para la vida pública.

1.- El tiempo de la reconciliación

.El proyecto de reconciliación alude a un proceso histórico de conversión ético – institucional orientado a la reconstitución de los vínculos sociales y cívicos, la regeneración del tejido social dañado por los hechos de violencia, discriminación e indiferencia que el país sufrió entre los años 1980 – 2000. El horizonte histórico – práctico que da sentido a la propuesta de de reconciliación es la afirmación de la transición democrática, el ideal de construcción de una comunidad de ciudadanos basada en el diálogo entre las naciones, las culturas y los credos que conforman el Perú. Arguedas prefiguraba este ideal al referirse –al final de El zorro de arriba y el zorro de abajo - a la construcción de un mundo social en el que podamos vivir “todas las patrias”[1]. No se trata de proponer una “síntesis”, como proclamaban los antiguos patriarcas del pensamiento republicano (por ejemplo, la famosa apelación al “mestizaje”, esa peculiar abstracción, generalmente desprovista de concretas dimensiones políticas), sino de comprometerse con la construcción de un sistema de instituciones y formas de vida en donde puedan encontrarse los peruanos desde el marco del respeto de sus diferencias y del discernimiento de sus propósitos comunes.

En el Informe Final de la CVR se señala claramente que el proyecto de reconciliación debe entenderse tomando en consideración tres niveles, estrechamente relacionados entre sí: 1) el político, en tanto Estado y sociedad reconstruyen sus lazos de compromiso y confianza; 2) el social, en el sentido de que la sociedad civil y sus espacios se reencuentra con una sociedad que la violencia y la dictadura contribuyó a dividir; 3) el interpersonal, referente a la reconstrucción de los lazos al interior de las comunidades y grupos sociales que se vieron enfrentados en el período de conflicto. De este modo, los individuos y los colectivos se confrontan e interactúan a partir de sus propias historias, pero también desde sus aspiraciones para el futuro[2]. Sólo desde la concreción de estas tres dimensiones de restitución de los vínculos comunitarios es que es posible afirmar las condiciones de la paz y la convivencia social en una democracia constitucional.

Lo que se busca es en gran medida la refundación de la república. Ante la envergadura de tal proyecto, resulta claro que la importante investigación interdisciplinaria que constituye el Informe Final de la CVR sirve específicamente como material para la discusión cívica, debate que procure impulsar el proceso de reconciliación – a través, por ejemplo, del diseño de una agenda pública y la implementación de reformas institucionales – desde los foros de la sociedad civil y el Estado. En primera instancia, esto significa colaborar con la recuperación pública de la memoria y la generación de los mecanismos sociopolíticos conducentes al encuentro entre los peruanos en los tres frentes mencionados líneas arriba. La reconciliación es una tarea conjunta que exige la participación de cada ciudadano y cada comunidad de vida.

El conflicto armado interno provocó un enorme dolor en el pueblo peruano, y generó aun mayores injusticias que las que ya existían en las zonas más empobrecidas y olvidadas del país. La angustia y el temor sufridos permanecen en el alma de las víctimas, desafiando el paso de los años. La tortura, la indiferencia y la desaparición forzada del ser querido suscitan terribles heridas en las personas, y siembra el odio y la desesperanza en el corazón de los suyos y sus comunidades de origen. El ejercicio de la crueldad, la indolencia de las autoridades y la impunidad de los criminales producen seres desdichados como Urania Cabral – el personaje central de La fiesta del chivo – criaturas con enormes dificultades para amar, volver a creer en otros seres humanos y confiar en las instituciones que los dejaron indefensos y desconocieron sus derechos básicos. Develar la verdad de lo ocurrido y castigar a los culpables constituyen elementos esenciales para que la víctima recupere realmente su condición de ciudadanos. Ni el silencio ni el olvido reconcilian.

La reconciliación, ante todo, es un proceso histórico que nos convoca como agentes sociales y políticos. Constituye un signo de ingenuidad pretender que el “tiempo de la reconciliación” corresponda a un período corto, de modo que podamos pensar que en unos cuantos años podamos saldar todas las cuentas pendientes en materia de inequidad, abuso, ausencia de reconocimiento y autoritarismo “político”. Las heridas no sanan así. Luego de un “tiempo de duelo” (un período de exposición de y ante) la verdad que des-ocultamos a través de la purificación de la memoria) y del ejercicio de la justicia – a la sazón “momentos” iniciales y decisivos de la reconciliación – es preciso abocarnos a la re-escritura de nuestra historia y a la discusión y construcción de una estructura público – legal inclusiva, enmarcada en el proyecto más amplio, de la transición política. Se trata de un trabajo colectivo de largo aliento, que implicará probablemente el trabajo paciente, la perseverancia y la esperanza de varias generaciones de ciudadanos. Quizá las múltiples formas de resistencia frente a la transición, que pueden identificarse en diversos sectores de nuestra “clase dirigente” puedan entenderse como los dolores de un parto, los signos posibles de un cambio epocal – un cambio en el sentido de las relaciones humanas y políticas - que se va generando en nuestro país. El desgano y la hostilidad de nuestros políticos y de ciertas autoridades sociales frente a las exigencias de la justicia transicional puede contrastarse sin duda con el entusiasmo y el sentido de compromiso con las víctimas de tantos estudiantes y jóvenes que han integrado con entusiasmo programas de voluntariado y grupos de reflexión en torno al desafío planteado por la CVR a la sociedad. Esa actitud nos permite abrigar esperanzas respecto de nuestro futuro.

El supuesto ético de mi posición – más precisamente, mi esperanza, aunque ciertamente no sólo la mía - es que el tiempo de la reconciliación ya se inició entre nosotros, a pesar de su precariedad, sus retrocesos, resistencias e incertidumbres. Quizá con el derrumbe del fujimorato, o con la entrega del Informe Final, un tiempo nuevo haya comenzado. No obstante, este “cambio epocal” no puede en absoluto gestarse a nuestras espaldas: o es obra nuestra o simplemente no es: depende de nosotros que se trunque o vaya definiendo su curso. No es algo que “está hecho”, es algo que “está haciéndose” o que acaso “tendría que hacerse”, no pertenece al ámbito de los hechos, sino al de la acción, al campo de la ética cívica. El reto de la reconciliación pone a prueba nuestro sentido de la justicia y nuestra capacidad de ponernos en el lugar de las víctimas tanto como nuestro espíritu de ciudadanía y nuestra sensibilidad democrática. El proyecto apela a nuestra capacidad de movilizarnos en torno al propósito de la reconstrucción pública de nuestros lazos ético – sociales. Se trata de ampliar el círculo de nuestros compromisos y lealtades de modo que este abarque la totalidad de las comunidades del Perú, que el discurso de la ciudadanía y los Derechos Humanos pueda ser expresado en los diversos idiomas que se hablan en el país, desde los mundos vitales en que habitan.

El proyecto de reconciliación plantea diversas tareas tanto al Estado como a las instituciones de la sociedad civil. La primera de ellas es, sin lugar a dudas, el diseño de una agenda pública en torno a los lineamientos medulares de este proceso social y político. Estos abarcan temas de justicia redistributiva, descentralización socioeconómica y políticas de reconocimiento intercultural y sexual tanto como la configuración de programas educativos para la formación de una genuina conciencia ciudadana y la promoción de una cultura política democrática para combatir el autoritarismo y los fundamentalismos de diverso carácter. Sin perder de vista esta multiplicidad de cuestiones involucradas en la efectiva puesta en marcha de las políticas de reconciliación, permítanme desarrollar brevemente un punto que considero central respecto de la construcción de una ética cívica, ética que resulta esencial para la afirmación de la transición que perseguimos. Se trata de la defensa del pluralismo.

2.- Regular nuestros conflictos. Cultura política y pluralismo

La cultura democrática es una forma de considerar los conflictos prácticos desde el cultivo de la deliberación pública al interior de instituciones políticas y sociales. Ella busca mediaciones institucionales y procedimientos públicamente reconocidos para afrontar racionalmente estos conflictos. La democracia no constituye una utopía social más, pretende ser una forma de vida concreta y un régimen político puntual que no promete más que la distribución del poder y el escrutinio público de las decisiones públicas y las políticas sociales a través de los canales que establece la ley como ejes de la vida política. En un sentido importante, las sociedades democráticas practican un cierto anti -utopismo y son adversarias de los fundamentalismos de toda especie. Es evidente que una de las causas principales de la emergencia y el imperio del terror en el país ha sido el evidente fanatismo de la ideología del Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso y el modo en que esta “doctrina” pretendió ser impuesta por sus suscriptores, a sangre y fuego. Este ideario – autocalificado como “científico” - consideraba la revolución violenta como el único medio para el logro de la justicia y la libertad en el Perú (y, según la dogmática senderista, para “liberar” el mundo entero).

La doctrina maoísta / el autodenominado “pensamiento Gonzalo” pasaba por ser una ideología que re-velaba todos los misterios del sentido de la historia bajo la forma de leyes que regían su curso, y que conducían a la resolución de las contradicciones socio-económicas en una futura “sociedad sin clases”. Una sociedad idílica, sin injusticia ni desigualdades sociales. En suma, un mundo sin conflictos; esa fue la promesa de Guzmán a sus adeptos, una vez consumada la revolución, el reino de la libertad habría sido conquistado de una vez y para siempre. La búsqueda de la “justicia social” – concebida exclusivamente como igualdad simple – constituye el valor supremo que guía la vida de los militantes y del Partido. Los valores rivales (por ejemplo, las libertades cívicas o la dignidad del individuo) o se asimilan finalmente al relato de la Igualdad, o son desconocidos como valores. En esta versión monista de la sociedad, quienes discrepan con el credo del Partido están “alienados”, están simplemente suscribiendo creencias incorrectas. Para el partidario del Terror, no tiene sentido discutir con ellos: es preciso “convertirlos”, o eliminarlos, pues simplemente son enemigos de la revolución y del ineludible y “objetivo” destino de la Humanidad.

Pese al carácter perverso de su imaginario social – particularmente su elogio de la violencia – la prédica senderista encontró un terreno fecundo en algunos pobladores sectores más empobrecidos del ande y la periferia de algunas ciudades de la costa y sierra. Como el Informe Final de la CVR ha señalado, el PCP – SL invitaba expresamente – esto es explícito en la prédica de Guzmán, por ejemplo – “al genocidio”, a pagar “la cuota de sangre” que el pensamiento único imponía a la población. Las masacres y atentados en el campo y la ciudad y la reducción de pueblos ashaninkas a trabajos forzados muestra hasta que punto, para la ideología senderista, la vida de personas inocentes podía (y debía) ser sacrificada sin mayores escrúpulos en los altares del supremo y unívoco ideal. En contraste con aquella visión totalitaria, la alternativa democrática – implícita en el proyecto de justicia transicional – defiende el cultivo del pluralismo como eje de la acción política.

¿Qué se entiende por “pluralismo”? Mas que aludir al factum histórico de la diversidad de ethe y formas culturales al interior de las comunidades políticas, se trata de una propuesta ético – política consistente en reconocer que en algunas situaciones concretas – que, por ejemplo, debe afrontar una institución social, o un agente individual - tenemos que elegir entre cursos de acción que resultan incompatibles o incluso entre valores inconmensurables que no podemos realizar simultáneamente. Si los valores chocan entre sí, es preciso deliberar y optar, aun sabiendo que la elección podría implicar pérdida o lamentación: las razones que apoyan nuestra decisión no anulan aquellas que sostienen la alternativa rival como una opción valiosa en sí misma. Se trata de conflictos de valores de gran intensidad. Pensadores como Isaiah Berlin y John Gray estaban convencidos de que no existe una jerarquía a priori de bienes que nos ahorre las dificultades que entraña a nivel público (y personal) el deliberar y tomar decisiones. La promoción de la igualdad de derechos y oportunidades y las libertades individuales, así como la participación cívica constituyen valores que la democracia constitucional busca realizar: ellos traducen exigencias que a veces colisionan entre sí. Es preciso buscar mediaciones para combinarlos atendiendo a los contextos sociales en los que los conflictos se plantean; por ello es tan importante la educación de los ciudadanos en la deliberación pública. Las utopías decimonónicas por lo general – y la versión senderista del maoísmo es un ejemplo bastante crudo de esta actitud, evidentemente totalitaria – han pretendido absolutizar sin más un único valor y asfixiar todos los demás a través de la represión y la violencia.

Pretender realizar sólo un valor en el contexto de la biografía personal o en la vida social – rechazando dogmáticamente los bienes rivales - constituye en el plano de la teoría un signo de estrechez de miras; en la perspectiva de la práctica esta es simplemente una opción mutiladora. En el curso de la vida tanto como en el escenario de la acción política, buscamos múltiples bienes, que a veces se definen en tensión. La justicia social, la libertad individual y la pertenencia cultural son valores importantes para una sociedad floreciente ¿Necesitamos renunciar absolutamente a alguno de ellos, en nombre de un exclusivo y solitario “valor supremo”? ¿Es posible diseñar programas sociales que rescaten esa pluralidad y procuren observar tales bienes aplicándolos y destacándolos de acuerdo con las situaciones concretas que en la práctica se nos hacen manifiestas? La concepción democrática responde “no” a la primera pregunta y “sí” a la segunda. En una democracia – en una sociedad reconciliada, o en todo caso en vías de reconciliación – los conflictos no son eliminados, son regulados y “resueltos” a partir de los recursos de la deliberación y la forja de consensos públicos. Lo conflictos siempre se resuelven provisionalmente, a través de la acción ciudadana: aquí no existe, ni debe existir, una “solución final” o un “fin de la historia” (conocemos el talante totalitario y excluyente de estas imágenes). No debemos caer en la tentación del utopismo de los Reinos definitivos de la Libertad. Imaginar un mundo futuro en el que no existan los conflictos, en el que estos hayan desaparecido para siempre, parece implicar la desafortunada postulación de un mundo en el que parte de lo que apreciamos como humano hubiese sido extirpado sin remedio. En ese hipotético mundo, la acción política sería innecesaria o indeseable. Podríamos concebirlo como un “mundo perfecto”, pero – obviamente – ese mundo no sería en ningún sentido un mundo libre. No se trataría, en absoluto, de una res pública.

[1] Arguedas, J.M. El zorro de arriba y el zorro de abajo Lima, Ed. Horizonte 1971 p. 198.
[2] Comisión de la Verdad y Reconciliación, Informe Final (Tomo I) Lima, UNMSM – PUCP 2004 pp. 64 – 65.

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