miércoles, 12 de marzo de 2008

UNA NOTA SOBRE EL PROBLEMA DE LA VIDA BUENA


Gonzalo Gamio Gehri


Para los griegos, la importante cuestión del sentido de la vida se planteaba en términos de qué clase de vida era propiamente buena y mejor desde el punto de vista de los agentes humanos concretos. Se trataba del más decisivo y medular de los problemas éticos. Demos un vistazo a esta importante cuestión conceptual. Empecemos por examinar esquemáticamente la palabra “ética”, con el fin de indagar acerca de cual es su sentido, digamos, filosófico. Ética, como sabemos, Viene del griego ethos. Se trata de un término que posee una gran riqueza semántica, profundamente relevante para el esclarecimiento del objeto de estudio y los alcances de la filosofía práctica.

i.- En primer lugar, ethos significa costumbre, y también carácter. Alude así a los modos de actuar, a los hábitos cuyo ejercicio nos aproxima al bien, es decir, evoca ciertas prácticas sociales cuyo ejercicio le otorga un significado ‘plenamente humano’ a la vida, y por lo tanto la hace “digna de ser vivida” en un sentido intenso. Estoy usando la expresión “plenamente humano” en la línea de reflexión de Hannah Arendt, en el sentido fenomenológico - no esencialista - de aquello que pone en juego de modo excelente las capacidades que hacen de nosotros agentes prácticos encarnados ( no debe ser entendida, en ningún caso, en los términos de una "naturaleza humana inmutable", categoría harto discutible)[1]. Señalaba que también ethos significa “carácter”, y alude en esta perspectiva a las disposiciones de ánimo, a los hábitos emocionales que el agente práctico habría que adquirir a través de complejos procesos educativos para poder acercarnos a aquello que le otorga significación a la vida.

ii.- En segunda instancia, ethos significa - además de los sentidos ya mencionados de “carácter” y “costumbre” - morada, es decir evoca el habitat propio del agente práctico, la comunidad política. Este es un elemento fundamental del concepto de lo ético, porque nos remite no solamente a las prácticas sociales y a las disposiciones de carácter que le dan un significado pleno a la vida, sino que extiende la reflexión hacia los escenarios, a las reglas, a las instituciones, a las relaciones humanas, en las cuales esos bienes pueden florecer. O si lo planteamos en negativo, podemos decir que la pregunta ética nos remite también a la investigación en torno a las relaciones, las instituciones, y los marcos legales en donde los bienes, las practicas excelentes y los modos de carácter, pueden verse obstaculizados o sofocados[2]. El ejercicio y el discernimiento de los bienes siempre están situados en escenarios sociales concretos en los que el agente desarrolla – a veces con dificultad - vínculos complejos (amistad, amor, ciudadanía, etc.).

Esto para los griegos era relevante y fundamental puesto que, pone de manifiesto que la pregunta por la ética implica también la pregunta por la política, que una reflexión sobre los fines últimos de la vida que careciera de una posición respecto del tema de las instituciones, las relaciones y las leyes, condenaría la reflexión ética a la abstracción; obviamente, toda acción supone un contexto práctico en el que se la elige y ejecuta - un aquí y un ahora -, y, en esa línea de reflexión, supone una comprensión de la especificidad del espacio y del tiempo de las relaciones sociales. No podemos hablar de la ética sin tomar en consideración esos nudos, que constituyen el mundo concreto del agente práctico.

Cuando hablamos del sentido de la vida, estamos evocando directamente el problema de la “vida buena”, el de la búsqueda de aquellos fines “últimos” de la vida. En griego la palabra “fin” es télos, y esta expresión - como el castellano “fin” - acoge esa doble significación de meta, objetivo; y a la vez consumación, de modo que, cuando se logra este fin en la práctica, la vida que lo cumple llega a su realización y término. Para los griegos la palabra “bien” y la palabra “fin” eran utilizadas comúnmente como sinónimos: cuando nos referíamos al término bien, nos referíamos a aquello que corona una serie de aspiraciones, que uno anhela lograr a través de la práctica o a través de algún esfuerzo espiritualmente significativo. En este sentido podemos representarnos una serie de bienes, una serie de deseos, una serie de modos de vivir que pueden ser entendidos como fines. Sostenía Aristóteles que el placer, el ejercicio de las virtudes, los honores, la reputación, la prosperidad, pueden ser elegidos como fines. Pero si bien el placer, la prosperidad o las virtudes pueden ser elegidas como fines, también pueden ser elegidas como medios para lograr un fin supuestamente mayor; el caso más claro es el de la prosperidad, el poseer ciertos bienes materiales o dinero por lo general constituye un medio para, a través de ellos, obtener otras cosas. Los honores y la reputación pueden brindarnos alguna forma de bienestar y satisfacción, pueden asegurarnos espacios en la vida política por ejemplo; el ejercicio de las virtudes también puede llevarnos al cumplimiento de ciertos fines en la vida profundamente significativos. Todos estos bienes pueden constituirse en medios o en fines para la vida.

No obstante, indica Aristóteles que existe un fin entre todos que tiene la peculiaridad de ser fin, que solamente podemos concebirlo y trazarlo como télos: no constituye un medio para lograr algo más (a diferencia de las virtudes, a diferencia de la prosperidad o los honores). Se trata de la felicidad, (eudaimonía), Sobre ella dice el propio Aristóteles que es el bien sumo, perfecto y suficiente, el fin que “se basta a si mismo”. Buscamos la felicidad por ella misma, porque se trata del fin supremo.

La palabra “felicidad” traduce de manera limitada la expresión griega eudaimonía, del mismo modo que sus variantes inglesa y alemana. Por lo general, cuando hablamos coloquialmente de felicidad pensamos, ante todo, en un modo de sentirnos, vinculado con la alegría, la satisfacción; la identificamos con un estado psicológico o psicofísico, pero los griegos no tenían en mente esto cuando hablaban de felicidad. Para ellos, la felicidad es aquel modo de vida consciente que le confiere un sentido superior a la existencia. No es un estado de ánimo satisfactorio, porque la satisfacción es una consecuencia de las acciones, una consecuencia que puede, de algún modo, separarse de las acciones; cuando los griegos piensan en la eudaimonía, aquello que realiza plenamente la vida, no están pensando en una mera consecuencia. La eudaimonía radica no solamente en el resultado, sino fundamentalmente en el proceso relativo a la deliberación y a la acción que lleva al resultado, vale decir, la felicidad alude a la dinámica del juicio y la acción misma, más todavía cuando la acción se convierte en un hábito que nos acompaña a lo largo de nuestra vida. Por eso dice Aristóteles: que una vida feliz es lo mismo que una vida buena. Una vida en la cual los fines del agente práctico se concretan y se realizan plenamente.

Aristóteles señalaba que esta plenitud solo se podía lograr a través de la interacción humana. “Aquel que vive solo”- decía - “o es una bestia, o un dios”.Es decir, el ente solitario es o un animal o un dios, pero no un hombre, porque las capacidades humanas, nuestras facultades - la percepción, la razón, la comunicación - no pueden realizarse plenamente sin el concurso de otros; eso evidencia que nuestra vida está marcada por la interdependencia. No dependencia, sino interdependencia: el hecho según el cual necesitamos de los otros para ser “plenamente humanos”. Para los griegos la forma más elevada de vivir con otros era la pólis, aquel tipo de comunidad en donde la ley y las instituciones dependían de la acción de todos y de cada uno a través de la cooperación y el discurso. La eudaimonía, la felicidad, la plenitud de la vida supone la realización de la propia vida en el contexto de la interdependencia. La vida humana se muestra como un tejido de relaciones sociales.

A menudo, mis acciones y elecciones repercuten en tu vida, así como tus acciones repercuten en la mía: esto nos lleva con frecuencia a vernos forzados a dar razón a otros acerca del sentido de nuestras acciones. Es por eso que la experiencia de la rendición de cuentas es tan importante en los contextos de la vida privada y pública. La capacidad de lógos constituye un elemento central en la autocomprensión del agente práctico, que le permite plantear el problema de la vida buena como cuestión humana fundamental. Los sentidos posibles de la vida son elegidos por el agente – muchas veces en el contexto de la interacción comunicativa -, no se me impone el sentido particular de la vida; y si se me impone se esta pasando por encima de mi capacidad de discernir. Hay quienes piensan, por ejemplo, que la forma más elevada de libertad es la obediencia a la autoridad. Desde un punto de vista filosófico probablemente la forma más elevada de libertad sea el discernimiento, o sea, la deliberación práctica. El hombre es el único animal que puede desear tener deseos, que puede considerar reflexivamente sus deseos, mientras los animales se sienten atraídos de manera inapelable, ineludible, por sus deseos y pulsiones; los agentes humanos podemos dejarnos llevar conscientemente por ellos, pero también podemos posponerlos o sublimarlos, o rechazarlos en nombre de un deseo superior, en nombre de un sentido que reconocemos superior ante nosotros mismos y ante otros[3].

Señalábamos que la referencia de la acción a los fines nos remite al tema del sentido de la vida. Indicábamos también que la elección de los fines suponía el ejercicio de la deliberación: aquello que le da sentido a mi vida es lo que le otorga consistencia, lo que pone de manifiesto las razones que sostienen nuestras acciones cotidianas. Insistía además en el hecho que mis acciones pueden repercutir en la vida de otros, a veces de manera decisiva. Mis elecciones y acciones pueden modificar la vida de otros. Los seres humanos somos seres, ante todo, frágiles; somos vulnerables ante las acciones de otros, así como somos vulnerables ante las circunstancias externas de la vida (lo que los griegos denominaban tyché). Por eso necesitamos una ética, y requerimos de formas de entendimiento común, porque lo que hagamos con nosotros mismos y con los demás no nos deja intactos, ni deja intactos a los demás. Los dioses, en contraste, no necesitan ética alguna, porque son autosuficientes e inmortales. La fragilidad es otro elemento central aquí, que debe ser tomado en cuenta junto con la interdependencia y la capacidad de lógos.


[1] Véase Arendt, Hannah La condición humana Barcelona, Paidós 1997 p. 24.
[2] Cfr. Al respecto Walzer, Michael, “The civil society argument” en: Mouffe, Chantal (Ed.) Dimensions of radical democracy. Pluralism, citizenship, community New York- London Verso 1992; pp.89-107.
[3] Cfr. Sobre este punto Taylor, Charles “What is Human Agency?” en: Human Agency and Language. Philosophical Papers 1 Cambridge University Press,Cambridge 1985 pp. 15 - 44.

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