Gonzalo Gamio Gehri
Las doctrinas que cultivan el “espíritu de ortodoxia” edifican en torno a sí un sistema de instituciones dirigido a iniciar a sus nuevos miembros, transmitir y conservar su propio saber. Este sistema constituye un soporte esencial para la defensa de su núcleo ideológico. La verdad - según esta visión endurecida - necesita de vigilantes que guarden su pureza de la contaminación proveniente de creencias externas y los efectos corrosivos de la crítica. Se hace imperativo atender a los designios de las autoridades representativas de la sociedad ortodoxa, que pregonan contar con el conocimiento de aquello que constituye la Razón, la Verdad o la “Agenda de Dios”. “Uno debe conformarse con la opinión, ya sea de la mayoría, o de un jefe, y una vez que esta mayoría o este jefe se han pronunciado, seguirlos so pena de verse excluido de la sociedad”[1]. La existencia de ‘funcionarios de la verdad’ - resuenan aquí los nombres de Orwell, Huxley y Foucault – hace patente la estrecha relación existente entre saber ortodoxo y control social. La posesión monopólica de la verdad genera sobre los miembros de las instituciones (tutelares) una influencia inobjetable sobre sus modos de diseñar sus “mapas identitarios” y, por tanto, sus proyectos vitales.
La "posesión" de la verdad llama a la concentración del poder. Esta actitud, volcada hacia el corazón de las instituciones y llevada hacia su extremo más agresivo (no del todo infrecuente) –pensemos en los estremecedores análisis de Vigilar y castigar y en el Gran Hermano orwelliano - desarrolla una obsesión por el panoptismo, la mirada universal y controladora sobre cada resquicio de la vida de los miembros del colectivo[2]; este sistema de vigilancia se despliega, por supuesto, en nombre del “propio bien” de las mentes y las almas de los suscriptores de la Verdad, para los que supuestamente no debería existir secretos. De este modo, el poder se hace presente e impone sus condiciones en todas las esferas de la vida. El obvio peligro de esta situación –de suyo delirante y represora – es la corrupción y la vocación violenta que cultiva casi espontáneamente; “el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”, reza la célebre frase que evoca la figura de John Acton [3].
Los fundamentalismos religiosos de ayer y hoy, el nazismo y el estalinismo han abrigado la idea de construir una “comunidad homogénea”, un sistema social y político vigilante, cerrado y totalitario – concebido a la manera de un organismo vivo – organizado desde el ideario ortodoxo[4]. Quienes disienten o llevan una vida diferente a la del militante o fiel deben ser "convertidos" o "corregidos", "conducidos a la senda correcta": la heterodoxia, en el seno de las tradiciones más duras, es concebida como un severo (aunque no irreversible) desorden del alma. De este modo, los gestores y promotores del ordo impiden el acceso a otras formas – “heréticas” - de saber, que cuestionen el sistema de verdades y pudiesen revelar su carácter violento y mutilador; “es cosa inherente al mecanismo de la dominación” – asevera Th. W. Adorno – “el prohibir el conocimiento del dolor que ella causa”[5]. Las diferentes formas históricas de erradicación forzada de las heterodoxias (la Jihad y el Santo Oficio entre ellas) han sido concebidas como medidas para extirpar el error en el nivel de las creencias y los valores - como se elimina un cáncer - y para proteger a la comunidad ortodoxa del abominable virus de la diversidad[6].
Esa peligrosa tentación reaparece una y otra vez, tanto en la historia como en nuestra imaginación ética. Quizá la utopía fundamentalista más poderosa podamos encontrarla magistralmente descrita en la novela de Huxley, Un mundo feliz. El escritor británico retrata allí la pesadilla de un mundo social diseñado a partir del pensamiento único, un mundo programado en nombre de los principios de la ciencia natural, en donde no existen más la pobreza, la vejez y la enfermedad, pero en donde – a cambio de ello – los hombres han renunciado a la libertad y a la posibilidad de la crítica. En el Londres futurista de Huxley los libros de arte y humanidades han sido prohibidos, y sólo cuentan oficialmente los manuales y los dogmas hipnopédicos que han sido prescritos por los Supremos Interventores de Utopía, los guardianes de la verdadera fe. Programas genéticos guían la propia conducta hacia la única senda del bienestar “verdadero” y múltiples funcionarios observan cualquier asomo de conducta “anormal”. Incluso el trabajo científico – a la sazón la narrativa general de aquel orden social – está severamente parametrado y dirigido. La siguiente escena presenta una conversación entre los tres protagonistas de la novela, acusados de “heterodoxia agravada”, y Mustafá Mond, el Supremo Interventor.
“No deseamos cambios. Todo cambio constituye una amenaza contra la estabilidad. Esa es otra razón por la cual somos remisos a aplicar nuevos inventos. Todo descubrimiento de las ciencias puras es potencialmente subversivo; incluso hasta a la ciencia debemos tratar como a un enemigo. Sí, hasta a la ciencia.
- ¿Cómo? – dijo Helmholtz, asombrado - ¡Pero si constantemente decimos que la ciencia lo es todo! ¡Si es un axioma hipnopédico!
- Tres veces por semana entre los trece años y los diecisiete – dijo Bernard.
- Y toda la propaganda a favor de la ciencia que hacemos en la Escuela…
- Sí, pero ¿Qué clase de ciencia? – preguntó Mustafá Mond, con sarcasmo – Ustedes no tienen una formación científica, y por consiguiente, no pueden juzgar. Yo, en mis tiempos, fui un físico muy bueno. Demasiado bueno: lo bastante como para comprender que toda nuestra ciencia no es más que un libro de cocina, con una teoría ortodoxa sobre el arte de cocinar que nadie puede poner en duda y una lista de recetas a la cual no debe añadirse ni una sola sin un permiso especial del jefe de cocina. Yo soy actualmente el jefe de cocina”[7].
Huxley describe con un escalofriante esmero un mundo social posible hecho a la medida del espíritu de la ortodoxia. Con aquella novela nos presenta sus propios temores acerca de la represión del pluralismo y el libre discernimiento: un mundo así no sería un mundo humano en más de un sentido importante. En el universo fundamentalista la libertad es concebida como un valor ambivalente, en tanto suele convertirse en la causa fundamental de los extravíos del juicio y de la voluntad. Para la ortodoxia, el acto supremo de la libertad consiste en someterse voluntariamente al imperio absoluto de la autoridad: ello implica necesariamente la renuncia al ejercicio crítico. El fundamentalismo – especialmente en el plano ético-político – defiende una comprensión monolítica y sobresimplificada de la vida; interesado en exaltar un cuerpo acrítico de valores y creencias, el ortodoxo tiende a desconocer la complejidad de los asuntos humanos y sus vínculos. Un catálogo rígido y limitado de valores no permite describir con solvencia las formas encarnadas de deliberación práctica o los conflictos éticos que los agentes concretos han de enfrentar en circunstancias puntuales de la vida. Un sistema político basado en el imperio exclusivo de un valor supremo tiende ineludiblemente a reducir las relaciones institucionales y la acción social a transacciones hilvanadas desde ese único valor, siendo incapaz de percibir las tensiones motivadas por la búsqueda de los valores desdeñados o reprimidos. Para comprender la vida es preciso observar con cuidado, y no imponerle sin más los criterios abstractos de la doctrina: la realidad se resiste sin cuartel a la simplificación ideológica. La experiencia nos enseña que por lo general tales esquemas político-sociales están condenados al fracaso, en tanto la inquebrantable y multidimensional realidad termina haciendo valer sus derechos sobre la trágica ceguera voluntaria de los – autocalificados – “funcionarios de la verdad”.
La "posesión" de la verdad llama a la concentración del poder. Esta actitud, volcada hacia el corazón de las instituciones y llevada hacia su extremo más agresivo (no del todo infrecuente) –pensemos en los estremecedores análisis de Vigilar y castigar y en el Gran Hermano orwelliano - desarrolla una obsesión por el panoptismo, la mirada universal y controladora sobre cada resquicio de la vida de los miembros del colectivo[2]; este sistema de vigilancia se despliega, por supuesto, en nombre del “propio bien” de las mentes y las almas de los suscriptores de la Verdad, para los que supuestamente no debería existir secretos. De este modo, el poder se hace presente e impone sus condiciones en todas las esferas de la vida. El obvio peligro de esta situación –de suyo delirante y represora – es la corrupción y la vocación violenta que cultiva casi espontáneamente; “el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”, reza la célebre frase que evoca la figura de John Acton [3].
Los fundamentalismos religiosos de ayer y hoy, el nazismo y el estalinismo han abrigado la idea de construir una “comunidad homogénea”, un sistema social y político vigilante, cerrado y totalitario – concebido a la manera de un organismo vivo – organizado desde el ideario ortodoxo[4]. Quienes disienten o llevan una vida diferente a la del militante o fiel deben ser "convertidos" o "corregidos", "conducidos a la senda correcta": la heterodoxia, en el seno de las tradiciones más duras, es concebida como un severo (aunque no irreversible) desorden del alma. De este modo, los gestores y promotores del ordo impiden el acceso a otras formas – “heréticas” - de saber, que cuestionen el sistema de verdades y pudiesen revelar su carácter violento y mutilador; “es cosa inherente al mecanismo de la dominación” – asevera Th. W. Adorno – “el prohibir el conocimiento del dolor que ella causa”[5]. Las diferentes formas históricas de erradicación forzada de las heterodoxias (la Jihad y el Santo Oficio entre ellas) han sido concebidas como medidas para extirpar el error en el nivel de las creencias y los valores - como se elimina un cáncer - y para proteger a la comunidad ortodoxa del abominable virus de la diversidad[6].
Esa peligrosa tentación reaparece una y otra vez, tanto en la historia como en nuestra imaginación ética. Quizá la utopía fundamentalista más poderosa podamos encontrarla magistralmente descrita en la novela de Huxley, Un mundo feliz. El escritor británico retrata allí la pesadilla de un mundo social diseñado a partir del pensamiento único, un mundo programado en nombre de los principios de la ciencia natural, en donde no existen más la pobreza, la vejez y la enfermedad, pero en donde – a cambio de ello – los hombres han renunciado a la libertad y a la posibilidad de la crítica. En el Londres futurista de Huxley los libros de arte y humanidades han sido prohibidos, y sólo cuentan oficialmente los manuales y los dogmas hipnopédicos que han sido prescritos por los Supremos Interventores de Utopía, los guardianes de la verdadera fe. Programas genéticos guían la propia conducta hacia la única senda del bienestar “verdadero” y múltiples funcionarios observan cualquier asomo de conducta “anormal”. Incluso el trabajo científico – a la sazón la narrativa general de aquel orden social – está severamente parametrado y dirigido. La siguiente escena presenta una conversación entre los tres protagonistas de la novela, acusados de “heterodoxia agravada”, y Mustafá Mond, el Supremo Interventor.
“No deseamos cambios. Todo cambio constituye una amenaza contra la estabilidad. Esa es otra razón por la cual somos remisos a aplicar nuevos inventos. Todo descubrimiento de las ciencias puras es potencialmente subversivo; incluso hasta a la ciencia debemos tratar como a un enemigo. Sí, hasta a la ciencia.
- ¿Cómo? – dijo Helmholtz, asombrado - ¡Pero si constantemente decimos que la ciencia lo es todo! ¡Si es un axioma hipnopédico!
- Tres veces por semana entre los trece años y los diecisiete – dijo Bernard.
- Y toda la propaganda a favor de la ciencia que hacemos en la Escuela…
- Sí, pero ¿Qué clase de ciencia? – preguntó Mustafá Mond, con sarcasmo – Ustedes no tienen una formación científica, y por consiguiente, no pueden juzgar. Yo, en mis tiempos, fui un físico muy bueno. Demasiado bueno: lo bastante como para comprender que toda nuestra ciencia no es más que un libro de cocina, con una teoría ortodoxa sobre el arte de cocinar que nadie puede poner en duda y una lista de recetas a la cual no debe añadirse ni una sola sin un permiso especial del jefe de cocina. Yo soy actualmente el jefe de cocina”[7].
Huxley describe con un escalofriante esmero un mundo social posible hecho a la medida del espíritu de la ortodoxia. Con aquella novela nos presenta sus propios temores acerca de la represión del pluralismo y el libre discernimiento: un mundo así no sería un mundo humano en más de un sentido importante. En el universo fundamentalista la libertad es concebida como un valor ambivalente, en tanto suele convertirse en la causa fundamental de los extravíos del juicio y de la voluntad. Para la ortodoxia, el acto supremo de la libertad consiste en someterse voluntariamente al imperio absoluto de la autoridad: ello implica necesariamente la renuncia al ejercicio crítico. El fundamentalismo – especialmente en el plano ético-político – defiende una comprensión monolítica y sobresimplificada de la vida; interesado en exaltar un cuerpo acrítico de valores y creencias, el ortodoxo tiende a desconocer la complejidad de los asuntos humanos y sus vínculos. Un catálogo rígido y limitado de valores no permite describir con solvencia las formas encarnadas de deliberación práctica o los conflictos éticos que los agentes concretos han de enfrentar en circunstancias puntuales de la vida. Un sistema político basado en el imperio exclusivo de un valor supremo tiende ineludiblemente a reducir las relaciones institucionales y la acción social a transacciones hilvanadas desde ese único valor, siendo incapaz de percibir las tensiones motivadas por la búsqueda de los valores desdeñados o reprimidos. Para comprender la vida es preciso observar con cuidado, y no imponerle sin más los criterios abstractos de la doctrina: la realidad se resiste sin cuartel a la simplificación ideológica. La experiencia nos enseña que por lo general tales esquemas político-sociales están condenados al fracaso, en tanto la inquebrantable y multidimensional realidad termina haciendo valer sus derechos sobre la trágica ceguera voluntaria de los – autocalificados – “funcionarios de la verdad”.
[1] Grenier, Jean op.cit., p. 16.
[2] El modelo del panóptico ha sido desarrollado en la obra de Michel Foucault. Cfr.Foucault, Michel Vigilar y castigar México, Siglo XXI 1976.
[3] Consúltese al respecto Acton, Lord Ensayos sobre la libertad, el poder y la religión Madrid, Boletín Oficial del Estado / Centro de Estudios Políticos y Constitucionales 1999. Véase asimismo Hernández, Max intervención citada en Blondet, Cecilia y otros Corrupción y Democracia Lima, SIDEA 2001 p. 29.
[4] Sobre el tema de la crítica del fundamentalismo conservador en política véase Gamio, Gonzalo “¿Pensando peligrosamente? La teoría política reaccionaria el mito del retorno al ‘orden natural’” en: Pensamiento constitucional Año VIII, N· 8 pp. 465 -85.
[5] Adorno, Th. W. Mínima moralia Caracas,, Monte Ávila 1975 p. 69.
[6] Sobre la lógica violenta que puede llegar a practicar el poseedor excluyente de la verdad, John Locke dice lo siguiente: “Dejo pues pensar cuánto es el crimen de los que agregan la injusticia a la soberbia, si aún no es al error, cuando persiguen y despedazan, con tanta insolencia como temeridad, a los siervos de otro Señor, que no dependen de ellos sobre ese particular”. Cfr. Locke, John Carta sobre la Tolerancia en: Idem: Escritos sobre la tolerancia Madrid, CEC 1999 p.120.
[7] Huxley, Aldous Un mundo feliz Barcelona, Plaza & Janés 1969. op.cit. p. 178 (las cursivas son mías). He desarrollado un análisis más detallado de Un mundo feliz en Gamio, Gonzalo “Ética, contacto humano y utopía tecnológica” en: Miscelánea Comillas Nº 60 Madrid, UPCo 2002 pp. 515-543.
6 comentarios:
Realmente ilustran bastante los contenidos vertidos en sus post, recién los estoy leyendo... lo felicito.
Aunque no estoy tan preparada para procesar tanta especificidad filosófica en cada tema, me agrada que se refiera básicamente a los valores que sí me interesan dado que nuestra sociedad, parece que los olvida o que sus dirigentes lo obvian generalmente.
Realmente ilustran bastante los contenidos vertidos en sus post, recién los estoy leyendo... lo felicito.
Aunque no estoy tan preparada para procesar tanta especificidad filosofica en cada tema, me agrada que se refiera básicamente a los valores que sí me interesan dado que nuestra sociedad, parece que los olvida o que sus dirigentes lo obvian generalmente.
Gonzalo:
Con respecto al texto que has prestado tengo poco que decir, sólo resaltar tu admiracion por Aldous Huxley.
Ahora bien, cuando leí tu texto, me sentí profundamente bien al notar tu crítica a la imposicion del valor de verdad a algo. Ultimamente venía pensando en el cristianismo, que definitivamente es fundamentalista y aplica lo que expones en su doctrina, pero, en términos concretos, me ponía a pensar en la educacion del Perú con respecto a este tema: la religion.
Los colegios estatales están en la obligacion de enseñar a los alumnos el curso de religion, y sin embargo, éste es un adoctrinamiento al cristianismo, porque los profesores parecen ser más predicadores de la palabra y la verdad, que profesores en sí mismo.
Quisiera saber cuál es tu opinion con respecto a esto, porque, en lo personal, no creo que estos conceptos fundamentalistas se den en el colegio que es formador de nuestra infancia y es ahi donde se propician conocimientos previos para nuestro desarrollo.
En un texto que he publicado en mi blogger me explayo más en el tema, pero te dejo la idea de lo que pienso: la educacion estatal no debe brindar un curso adoctrinador de catolicismo, sino más bien, un curso que pueda enseñar a respetar y comprender las religiones que existen en nuestro pais. El niño podrá formar su personalidad religiosa en la iglesia si lo desea, pero no en el colegio.
Y no en el colegio, no porque esté en contra del catolicismo, sino que no me agrada escuchar en colegios estatales que existen alumnos que se retiran de este curso por pertenecer a otras religiones, quedandose con horas perdidas que pueden ser utiles para su formacion moral. Y lo moral no es necesariamente ser católico.
Espero puedas explayarte un poco en esto que digo, y pues, si me equivoco no me digas que soy un troll jeje como ya he visto que has dicho a varios: yo sí estoy abierto a las críticas constructivas.
Gracias.
valdivieso&necochea:
Estoy de acuerdo contigo, salvo en lo del fiundamentalismo.
Creo que en un estado laico no se debe catequizar en los colegios públicos, sino estudiar las rekligiones rigurosamente. Soy católico, pero esa es la exigencia de la democracia.
He escrito sobre el tema en este blog.
Sólo a Alfredo P. lo he llamado troll, porque se comporta como tal.
saludos,
Gonzalo.
valdivieso&necochea:
Una cosa más sobre este punto. En un Estado laico la libertad religiosa es un derecho, por ello deben existir espacios en los que uno pueda desarrollar su fe (parroquias, familias, etc.). Sin embargo, esos espacios no pueden ser estatales (colegios públicos, etc.). El Estado debe ser 'neutral' en materia religiosa. Eso hará bien al Estado y a las Iglesias.
También estoy en contra de ritos como el Te Deum, remanentes de la confesionalidad del Estado colonial.
Saludos,
Gonzalo.
Estimada Anónima:
Gracias por su mensaje. Bienvenida al blog.
Saludos,
Gonzalo.
Publicar un comentario