¿Necesitan las políticas democráticas una “fundamentación filosófica” que les confiera sentido y legitimidad? ¿Qué hacemos con el viejo ideal de ‘verdad’ en el contexto del cultivo de la política liberal y la cultura postmoderna? El problema de la ‘verdad’ ha asediado con frecuencia a los espíritus liberales; estos, no obstante, si bien han procurado prescindir de la religión a la hora de forjar consensos públicos, han preferido eludir el incómodo problema de tener que prescindir de la verdad para hacerlos viables. Renunciar a la verdad a menudo les parece una invitación a sumergirse en la irracionalidad o en el raquitismo moral, una forma de privar de poder las exigencias de justicia y respeto por la diversidad. Sienten que se están traicionando a sí mismos. Se preguntan si podría sobrevivir el liberalismo político sin una metafísica de la libertad que le sirva de “base”.
Richard Rorty (1931 – 2007) es probablemente el primero de los filósofos políticos en dejar en claro que la defensa de las formas democráticas de vida social y política no supone un compromiso con el concepto metafísico de verdad. Rorty sostiene que aquello que da sentido a las políticas que promueven las libertades cívicas y la lucha contra la discriminación no es cierta clase de contacto con una representación objetiva y neutra de lo que está más allá de nuestros arreglos sociales, sino precisamente nuestra capacidad históricamente desarrollada de configurar arreglos sociales contrarios a la concentración del poder y la exclusión. Podríamos decir que Rorty continúa y lleva hasta sus últimas consecuencias la propuesta pragmatista de secularización de la filosofía: el abandono de la pretensión tradicional de conocer el orden eterno de las cosas (o de la Razón) para concentrar estrictamente su interés en dilucidar los problemas prácticos que plantea nuestra existencia temporal. El objetivo de mi breve intervención es esclarecer esta escueta tesis en el elemento específico de la reflexión filosófico – política sobre el liberalismo.
Mi intervención consta de tres partes. En la primera, examinaré brevemente algunos aspectos de la concepción rortyana de la racionalidad, animada por el giro pragmático planteado en el campo propiamente metafilosófico. Allí me ocuparé de las críticas al modelo objetivista – presentes en Objetividad, relativismo y verdad –, para destacar la valoración de la solidaridad y la esperanza como conceptos medulares para la crítica cultural y el ‘crecimiento moral’. En una segunda parte, intentaré describir la interpretación rortyana del liberalismo político, destacando su deuda con la obra de Judith N. Shklar. Finalmente, discutiré el proyecto de educación sentimental, planteado por Rorty como la perspectiva más sensata y eficaz en la promoción de la cultura de los Derechos Humanos, corazón de las políticas liberales.
1.- Rorty y el giro pragmático en la comprensión de la racionalidad.
Tradicionalmente, los filósofos han concebido el anhelo de verdad – el contacto con aquello que es en sí, y no meramente para nosotros – como un deseo de carácter universal[1]. La verdad, concebida como la correspondencia entre nuestra mente y las cosas, era considerada la meta de toda investigación racional. Los filósofos aspiraban a descubrir un método que nos ayudara a remontarnos por encima de las opiniones y las interpretaciones comunes de los individuos y las comunidades, para lograr establecer una representación exacta de lo genuinamente Real. Este conocimiento privilegiado podría convertirse luego en un instrumento para la emancipación humana, tanto en la academia como en la ciudad. La célebre alegoría platónica de la Caverna describe bien este ideal. Se busca abandonar la perspectiva de un ser humano finito, corporal e históricamente constituido, para lograr el punto de vista de la objetividad. Para acceder a tal posición la mente debía prescindir de las convenciones sociales, de las preferencias subjetivas y aún de los sentimientos, todos ellos elementos generadores de distorsión cognitiva y signos del indeseable anclaje humano en un mundo contingente y precario. En esta línea de pensamiento, seremos plenamente racionales si nos disponemos a purificar la mente o el alma de estos lastres y emprendemos este camino hacia el saber real.
No obstante, este modo de plantear el tema de la racionalidad no carece de dificultades de orden conceptual. En efecto, si entendemos la verdad en términos de la adecuación entre nuestras representaciones sobre los objetos y los objetos mismos, podríamos preguntarnos cómo es que podemos tener certeza de que esta correspondencia realmente tiene lugar. La tradición filosófica ha bautizado esta dificultad como el problema del criterio. Necesitamos una pauta exterior a la relación inmediata mente – objeto para asegurarnos que efectivamente tenemos verdad ¿Dónde tendríamos finalmente que situarnos para verificar que es el caso que existe adecuación? Este argumento – parasitario de la idea de la verdad como meta de la investigación – fue desarrollado especialmente por los escépticos pirrónicos, que señalaban que cualquier intento de postulación de un criterio de verdad estaba irremediablemente condenado al fracaso. Incurriría a la larga en uno de tres vicios lógicos: argumentación circular, petición de principio, o regreso al infinito.
Conscientes de la fuerza del trilema pirrónico, los pragmatistas ensayaron una aproximación diferente al tema de la racionalidad. Inspirados por el evolucionismo darviniano y el historicismo hegeliano, los pragmatistas – en especial John Dewey – decidieron elaborar una perspectiva no teórica de la racionalidad. Tanto la metafísica objetivista como sus objetores escépticos suponían que la relación entre los seres humanos y la realidad debía plantearse en términos de sujeto y objeto. Somos esencialmente conciencias dirigidas intencionalmente a un objeto que se nos enfrenta, a la espera de ser conocido apodícticamente. Para los racionalistas, este encuentro es posible si disponemos del método adecuado; los pirrónicos consideran que ese encuentro es imposible, que resulta más sensato suspender nuestro juicio. Pero los pragmatistas plantean un cambio radical de punto de vista. Sostienen que – básicamente - el ser humano es un animal – distinto de los delfines y de los marsupiales sólo por el mayor grado de complejidad evolutiva de su especie – que busca, como todo organismo animal, sobrevivir y florecer en un entorno que en principio es hostil[2]. El animal humano pretende hacerse cargo de su propia evolución adaptándose al mundo o modificándolo para realizar sus propósitos. La deliberación, la construcción de teorías e incluso el ejercicio de las virtudes sociales deben ser entendidos desde el horizonte de estas exigencias, eminentemente prácticas, como herramientas puestas al servicio de esta lucha evolutiva.
En esta perspectiva, el vínculo entre el individuo y la realidad es planteado en términos de la relación entre el agente práctico – que vive con otros en el seno de un colectivo humano – y su entorno. Se trata de un habitat que debe ser transformado para hacerlo más confortable; nos proponemos arreglárnoslas con el mundo, no convertirlo en objeto de contemplación pura (al menos en un principio). A medida que los seres humanos transformamos el mundo - “humanizándolo” sometiéndolo a nuestro control práctico, dándole la forma de nuestros propósitos y categorías - nos modificamos a nosotros mismos en tanto agentes. El logro de acuerdos no coercitivos entre los agentes ha de entenderse desde este proceso de constitución de sentidos. En este punto, la proximidad entre la reflexión de Hegel y Marx sobre la Bildung y el darwinismo pragmatista resulta notable. La búsqueda de control sobre el entorno configura nuestros modos de entender / expresar nuestra experiencia.
A medida que vamos dándole satisfacción a nuestros deseos y necesidades, nuestras creencias y propósitos se van haciendo más complejos. Sin embargo, para Rorty está bastante claro que la actividad teórica no se desliga de esta clase de metas de orden práctico, ni siquiera en sus versiones más sutiles. La comodidad, la seguridad, la libertad y la reducción del sufrimiento siguen siendo objetivos prioritarios incluso para el hombre de ciencia. Nuestro autor llega a decir que si el científico constituye una figura ejemplar en las sociedades contemporáneas, ello no se debe a que nos provea a los simples mortales de una ‘explicación correcta y definitiva del mundo’, sino porque constituyen modelos de virtud para nuestra comunidad en lo relativo a sus ajustes con el mundo y sus arreglos sociales: los científicos nos enseñan que es la persuasión – y no la fuerza – el mejor modo de plantear y resolver los conflictos que surgen en una comunidad de especialistas o en una comunidad de ciudadanos[3].
Los pragmatistas han sustituido gustosamente el anhelo de verdad por el de la búsqueda de la justificación. Hemos pasado de la imagen del ascenso y salida de la caverna a la figura del espacio público, hogar de la deliberación y el diálogo. Se trata de reconocer el mejor argumento en el contexto concreto del libre encuentro de las razones en los foros – académicos, políticos o de otra clase – disponibles en nuestras comunidades. Al interior de estos espacios públicos los agentes forjan consensos racionales y provisionales, o plantean disensos cuya comprensión pueda ser relevante para los individuos o para el propio curso de la vida comunitaria. Desde esta perspectiva intersubjetiva de la racionalidad, la distinción entre conocimiento y opinión (esencial para la metafísica objetivista desde Platón) ha sufrido una radical transformación. Ya no la concebimos desde la clase de aprehensión de la cosa misma que podemos lograr, sino desde las posibilidades de acuerdo no coercitivo que podemos celebrar respecto de ciertos asuntos.
“Cuando los pragmatistas hacen la distinción entre conocimiento y
opinión es simplemente la distinción entre temas en los que el consenso es
relativamente fácil de obtener y temas en los que el consenso es relativamente
difícil de obtener”[4].
2.- Una interpretación postmetafísica del liberalismo.
El giro pragmático propuesto por Rorty – siguiendo el ejemplo de James y Dewey – tiene consecuencias radicales para la comprensión de la propia actividad filosófica. Nuestras preocupaciones se dirigen a las tensiones de la práctica, al peculiar diseño de nuestras instituciones, a la consistencia de nuestras narraciones en torno al espíritu de nuestra época y al desarrollo de la crítica cultural. Es en este sentido que describíamos el programa rortyano en términos de una suerte de proceso de secularización de la filosofía: la preocupación por la temporalidad finita de la vida humana (el saeculum) sustituye a la atención de lo eterno como ‘paradigma’ de lo que sea considerado real.
“Sólo después de haber renunciado a la esperanza de alcanzar el
conocimiento de lo eterno, los filósofos comenzaron a proyectar imágenes del
futuro (…) Sólo cuando comenzaron a tomar en serio el tiempo, sus esperanzas
dirigidas al futuro de este mundo ocuparon poco a poco el lugar de su aspiración
al conocimiento de otro mundo”. [5]
La filosofía procura ahora esclarecer la práctica ¿De qué modo? Por ejemplo, examinando nuestros arreglos y prácticas sociales, o sometiendo a discusión los discursos políticos, literarios y filosóficos que aspiran a servirnos de guías para la acción. Nuestros vocabularios y prácticas se formulan y reformulan de acuerdo al surgimiento de nuevos problemas y necesidades; algunos se convierten en inútiles, otros ofrecen mejores descripciones de nuestra experiencia. Las sociedades abiertas a la crítica y al cambio social requieren de la terapia filosófica ejercida sobre el lenguaje y la conducta. La filosofía pone de manifiesto la contingencia de nuestros ‘léxicos últimos’ y los somete a discusión al interior del espacio público.
Como es natural, el proyecto pragmatista cuenta con numerosos censores en el mundo académico. Todavía son muchos los filósofos que confían en descubrir las condiciones trascendentales de la razón práctica o el ‘punto de vista desde ningún lugar’, horizontes ideales que reaviven las ilusiones de la objetividad en la ética y en la epistemología. Incluso en sectores conservadores de inspiración teológico – política, no han faltado quienes proclaman sin ningún pudor (ni sentido crítico) que recuperar el pathos religioso tradicional constituye “el imperativo moral número uno de toda filosofía”. Quienes plantean ese retorno a la versión integrista de las religiones son los discípulos de Carl Schmitt y Leo Strauss, aquellos que juzgan los desarrollos modernos y postmodernos de la cultura liberal como un auténtico extravío de la historia de la humanidad. Rorty no cree que la recuperación de la atención de lo eterno como matriz de lo temporal sea una empresa falsa – quizá sí podría sostener que se trata de una opción peligrosa, por su potencial represivo -; lo más probable es que la juzgaría inútil. Hubiese suscrito la afirmación de Nietszche de que nuestra obsesión con la construcción de teorías con pretensiones de validez ahistórica encubren nuestro más elemental (pero radicalmente humano) miedo a morir.
Nuestras instituciones políticas y formas de vida en común constituyen asimismo – a juicio de Rorty – construcciones sociales que pretenden encarnar, mejor o peor, nuestros deseos y propósitos vinculados a nuestros logros evolutivos como especie. Desde la publicación de los ensayos reunidos en Contingencia, ironía y solidaridad, nuestro autor ha desarrollado una interpretación hermenéutica y pragmatista del liberalismo. Rorty considera que, para justificar los preceptos e instituciones básicas del liberalismo político, no es necesario situarse en la posición original de John Rawls, en la perspectiva del individuo que elige principios de justicia poniendo entre paréntesis sus concepciones éticas, haciendo abstracción de su incrustación social y omitiendo toda referencia al conocimiento de sus talentos naturales. De lo que se trata es precisamente de contar las historias y reconstruir los debates y las prácticas sociales que dieron progresivamente forma a las políticas democráticas y a la cultura de Derechos Humanos. De acuerdo con Rorty, los principios procedimentales invocados por los liberales kantianos para legitimar la ‘prioridad de la justicia sobre lo bueno’ sólo son de utilidad para resumir estas historias, no para darles un fundamento filosófico que las sostenga en condiciones de universalidad y neutralidad[6].
Rorty considera que la clave para comprender el espíritu del liberalismo – así como su presunta superioridad frente a otros sistemas políticos rivales – es el anhelo de reducción del sufrimiento y cultivo de la libertad. Cuando define la idea medular de las políticas liberales, evoca la afirmación de Judith Shklar, según la cual lo que caracteriza al liberalismo es haber puesto a la crueldad como el primero de todos los vicios[7]. Mientras las sociedades confesionales occidentales y premodernas el summum malum es claramente una falta contra Dios – la soberbia -, al interior de una sociedad liberal (marcadamente antropocéntrica y secular), se rechaza fundamentalmente el ejercicio de la violencia sobre otros seres humanos. El sistema de derechos, la división de poderes y el énfasis en el cultivo de las libertades políticas procuran proteger a los ciudadanos del daño y del temor. Este punto de vista ético – político expresa “un juicio hecho dentro del mundo en que la crueldad ocurre como parte de la vida privada normal y de nuestras prácticas públicas cotidianas”[8].
El rechazo de la crueldad y la prescindencia práctica de la verdad encuentran en las políticas liberales una conexión sumamente estrecha. No olvidemos que el liberalismo surge históricamente como una solución política frente a las guerras de religión que asolaban las islas británicas en el siglo XVII. La reivindicación exacerbada de una concepción densa – objetivista – de la verdad (metafísica y teológica) es precisamente el detonante del conflicto violento. El liberalismo propone no pronunciarse en torno a la religión verdadera o al sentido genuino de la vida buena; sólo apunta a configurar arreglos sociales e instituciones políticas que garanticen la coexistencia pacífica de los individuos, así como la protección de su dignidad y libertades. Podríamos decir incluso que la política liberal se funda en un consenso acerca de los males que debemos conjurar: sólo de este modo puede entenderse el primer lugar asignado a los vicios, en lugar de a las virtudes[9]. El tema de la verdad o el de la plenitud de la vida se convierten así en asuntos extrapolíticos, cuestiones de absoluto y exclusivo interés de los propios individuos.
3.- Justicia, empatía y derechos humanos.
En la perspectiva de Rorty, el liberalismo se pone de manifiesto como el sistema político que promueve en la práctica la búsqueda de libertad y diversidad característica de los usuarios de la cultura moderna. Ofrece espacios para la revisión de nuestros ‘léxicos últimos’ y la adquisición de nuevos lenguajes que redescriban nuestras vidas y prácticas sociales. Sus instituciones y reglas están públicamente disponibles para el escrutinio ciudadano. Pero fundamentalmente, las sociedades liberales se distinguen por considerar irrelevantes las diferencias doctrinarias y culturales a la hora de determinar quién constituye un miembro potencial de nuestra comunidad y quién no, quién es reconocido como titular de derechos inalienables y quién no. En este sentido, el modelo liberal de democracia se presta mejor que sus rivales a la concreción del ideal ilustrado de construcción de una comunidad humana genuinamente inclusiva.
Este último aspecto de la política liberal constituye el centro de gravedad de la cultura de los Derechos Humanos: el desarrollo de la disposición a admitir como miembros de nuestra comunidad – y por tanto destinatarios de nuestros vínculos de lealtad y compromiso – a todos los bípedos implumes, y no sólo a aquellos que piensan como nosotros o comparten nuestros rasgos étnicos, o adoran a nuestros dioses, o coinciden con nosotros en cuanto a sus preferencias sexuales o sus proyectos personales de vida. En contraste, las sociedades no-liberales – particularmente las premodernas – suelen identificar a los seres humanos plenos por su capacidad de compartir una identidad densa en materia racial, cultural y religiosa. “Ser humano” suele significar en aquellos contextos “ser uno como nosotros” en cuanto suscriptores de una identidad monolítica. Quienes no comparten esa identidad están excluidos de las inmunidades debidas a los agentes humanos. Los crímenes de lesa humanidad se nutren de esa clase de distinciones y excepciones grotescas.
Los filósofos ilustrados intentaron justificar la irrelevancia de las diferencias histórico – étnicas que invocaban los partidarios de la discriminación construyendo un concepto general de “ser humano”, fundado en algún rasgo característico de la condición humana, como la racionalidad o la capacidad de actuar conforme a principios. Pero ya hemos visto la clase de dificultades que enfrenta cualquier candidato a figurar – en la senda del objetivismo - como la ‘naturaleza intrínseca de x’, aunque ese x sea lo humano en cuanto tal. En consonancia con su crítica al representacionalismo, Rorty sugiere que abandonemos la estéril pregunta por la clase de ente que somos en favor de la cuestión práctica acerca de qué podemos hacer de nosotros. Se trata de preguntarnos qué podemos hacer en el terreno político y en el ámbito educativo para combatir la exclusión y la violencia.
“Platón creía que el modo de hacer que la gente se tuviera más
consideración era señalar lo que todos tenían en común: la racionalidad. Pero de
poco sirve señalarle a las personas que acabo de describir que muchos musulmanes
y muchas mujeres son buenos matemáticos o ingenieros o juristas. Los jóvenes
matones nazis cargados de resentimiento se daban perfecta cuenta de que muchos
judíos eran inteligentes y cultos, pero eso no hacía sino aumentar el placer que
sentían al golpearles. Ni sirve tampoco de mucho hacer que esa gente lea a Kant
y acepte que uno no debe tratar a los agentes meramente como medios. Pues todo
depende de quién cuente como otro ser humano semejante nuestro, quién cuente
como agente racional en el único sentido relevante: el sentido en el cual
agencia racional es sinónimo de pertenencia a nuestra comunidad moral”[10].
Se trata de ampliar nuestros círculos empáticos para forjar una comunidad que incorpore a todos los bípedos implumes como sus usuarios y destinatarios. Nuestro autor encuentra en las humanidades – particularmente en la literatura – el vehículo adecuado para la constitución de una comunidad moral como la descrita. La historia, la novela y el teatro nos familiarizan con las conmovedoras historias de personas y grupos que habitan tierras lejanas o practican cultos extraños, pero que reaccionan afectivamente como nosotros cuando enfrentan situaciones humillantes, ven recortadas sus libertades o pierden a sus seres queridos. Ponernos en su lugar, sentir con ellos, constituye el primero de los signos relevantes para su inclusión en nuestra red de lealtades y en nuestros espacios deliberativos. La cultura liberal de los Derechos Humanos no hace excepciones respecto de quiénes pueden ser considerados agentes morales dignos de respeto.
La única clase de universalismo ético a la que podemos consistentemente aspirar es aquella que subyace al proyecto de construcción de una red amplia de lealtades empáticas. Los éxitos de la educación sentimental, así como la forja de acuerdos no coercitivos para la formación de comunidades inclusivas constituyen los indicadores más relevantes de progreso moral que podemos razonablemente reconocer en la vida pública. En ninguno de estos casos hemos necesitado acudir a alguna versión de la teoría de la verdad como correspondencia; antes bien, la supresión de tal programa metafísico nos ha permitido discernir con mayor claridad nuestras prioridades respecto del logro de la justicia en los contextos de la vida ordinaria. De estar Rorty en lo cierto, el único modo sensato de dar cumplimiento a los ideales de la Ilustración en estos tiempos postmodernos implica necesariamente renunciar a emplear las estrategias conceptuales que los ilustrados habían diseñado para tal fin. Habremos renunciado al “gran relato” de la remisión al Reino de los Fines como fuente de moralidad, pero habremos rescatado precisamente aquellos pequeños relatos que contribuyen en el terreno de la práctica al reconocimiento del otro en condiciones de igualdad y libertad.
NOTAS.-
[1] Rorty, Richard El pragmatismo, una versión Barcelona, Ariel 2000 p. 79.
[2] Rorty, Richard “Dewey, entre Hegel y Darwin” en: Verdad y progreso Barcelona, Paidós 2000 p. 326.
[3] Véase Rorty, Richard “¿Solidaridad u objetividad?” en: Objetividad, relativismo y verdad Barcelona, Paidós 1996 pp. 39 - 56.
[4] Ibid., p. 41.
[5] Rorty, Richard “Filosofía y futuro” en: Filosofía y futuro Barcelona, Gedisa 2002 p. 15.
[6] Rorty, Richard “Liberalismo burgués postmoderno” en: Objetividad, relativismo y verdad op.cit., p. 269.
[7] Shklar, Judith Vicios ordinarios México, FCE 1990. Cfr. asimismo su agudo artículo "El Liberalismo del miedo" en: Rosenblum, Nancy El liberalismo y la vida moral Buenos Aires, Nueva Visión 1993; pp. 25-40.
[8] Ibid. p. 23.
[9] He desarrollado este punto en Gamio, Gonzalo “El liberalismo y la sabiduría del mal” Rizo-Patrón, Rosemary (Editora) Tolerancia. Interpretando la experiencia de la tolerancia Lima, PUCP 2006 pp. 55 – 64.
[10] Rorty, Richard “Derechos humanos, racionalidad y sentimentalismo” en: Verdad y progreso op.cit. p. 232.
[11] Rorty, Richard “La justicia como lealtad más amplia” en: El pragmatismo, una versión op.cit. p. 225.
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