LA CONEXIÓN CONCEPTUAL ENTRE JUSTICIA Y VIDA BUENA
Gonzalo Gamio Gehri
Consideremos la argumentación genérica de las teorías contractualistas de la justicia y la sociedad, presentes, por ejemplo, en la Teoría de la justicia de Rawls o en los textos de Dworkin. Todas ellas asumen la hipótesis teórica de un imaginario pacto universal que daría origen a la vida social, bajo el supuesto de un estado de cosas anterior, en el cual los individuos viven en una situación de igualdad y libertad, sin el amparo y las restricciones que provienen de la ley. Como hemos visto, el estado natural – o la posición original – son presuposiciones conceptuales de índole contrafáctica, no constataciones de corte antropológico. Justamente su carácter ideal pretende darle fuerza normativa a la teoría.
El resultado – si nos guiamos por la propuesta del primer Rawls – más que ingresar a cierto tipo de sociedad, es determinar en condiciones de equidad los principios deontológicos que la regularían en el futuro (si es que no la regulan de facto[1]). Se trata de principios que cada una de las partes elegirían en una situación de absoluta neutralidad, vale decir, si ninguno de sus intereses sustantivos y empíricos se pone en juego en el momento de la elección. Hemos visto cómo, en esta línea de reflexión, la hipótesis del recurso al velo de la ignorancia como mecanismo de eliminación de lo particular (tanto lo ético – cultural como lo socioeconómico e incluso lo “natural”) constituye una estrategia ineludible para preservar la “pureza racional” de la teoría. En esta situación de absoluta imparcialidad, el yo debe ser concebido como ontológicamente anterior e independiente de sus fines, fundamentalmente en lo que se refiere a sus concepciones de la vida buena. Esto constituye el precio de la ‘objetividad’.
No pocos autores – desde Hegel y Tocqueville en adelante – han llamado la atención acerca las debilidades conceptuales subyacentes al individualismo metodológico que han suscrito las diferentes teorías del contrato desde el siglo XVII hasta hoy. Ellas suponen la existencia (al menos teórica) de un individuo desarraigado, carente de raíces históricas y sociales, despojado de cualquier atributo cultural o sexual; un sujeto que se define como un elector racional merced a su capacidad de calcular intereses, costos y beneficios. Es un “yo sin trabas”, un sopesador libre de oportunidades y alternativas, que no ve su elección como constreñida por fines o lazos “exteriores”, heterónomos. No importa qué elija, lo que es relevante desde la perspectiva práctica es su capacidad de elegir.
Este sujeto desarraigado es el protagonista de los desarrollos más radicales de la filosofía moderna, desde las reflexiones metafísicas y cosmológicas de Descartes hasta las propuestas del liberalismo procedimental en Locke y Kant. Recordemos que ya en 1817 había señalado Hegel cuán célebre se había tornado la proyección del atomismo desarrollado en la investigación científico-natural hacia la filosofía moral y política. En efecto, en el § 98 de la Enciclopedia afirma el filósofo de Stuttgart que “en los tiempos modernos, el modo de ser atomístico se ha hecho más importante en el campo político que en el físico. Según este modo de ver, el principio del Estado es la voluntad de los singulares en cuanto tales, lo que atrae [a las voluntades] es la particularidad de las necesidades o las inclinaciones, mientras lo universal, el Estado mismo, es la relación extrínseca del contrato."[2]
El contrato aparece como el acto fundacional de la puesta en marcha de la racionalidad práctica de una sociedad justa y bien ordenada. Bajo el supuesto del pacto social – un acuerdo no distorsionado entre individuos independientes e iguales, que deciden autónomamente en materia de reglas para la convivencia y la asignación de libertades subjetivas y bienes primarios - los principios de la justicia logran su justificación última. Desde este punto de vista, una investigación empírica sobre el origen de los consensos acerca de la justicia no podría garantizar su absoluta imparcialidad y validez. De todos modos, es preciso recordar que la clase de contratos que tienen lugar en el seno de las sociedades concretas no reproducen sin más los esquemas teóricos de la suposición ideal configurada en la posición original. En El liberalismo y los límites de la justicia, Michael Sandel denuncia con agudeza el alto grado de abstracción de las transacciones y los sujetos en la teoría de Rawls.
“De la misma manera en que el “yo” es anterior a los fines que
afirma, el contrato es anterior a los principios que genera. Por supuesto,
no cualquier contrato es anterior a los principios de justicia; como hemos
visto, los contratos reales no pueden justificarse precisamente porque están
típicamente situados en las prácticas y convenciones que la justicia debe
evaluar. De forma similar, las personas reales, habitualmente concebidas como
“llenas (…) de rasgos particulares” no son estrictamente anteriores con respecto
a sus fines, sino que están rodeadas y condicionadas por los valores, intereses
y deseos de entre los cuales el “yo” “soberano”, en tanto sujeto de la posesión,
tomará sus propósitos.”[3]
En la óptica de Sandel, la Teoría de la justicia de Rawls ha construido una abstracción sobre la base de las prácticas reales de negociación en torno a intereses individuales, prácticas presentes en la construcción de los contratos reales, en la esfera de las transacciones vinculadas al comercio y la propiedad. En esta dirección, Hegel ha argumentado con lucidez que el modelo del contrato constituye un eje de lectura plausible para los acuerdos basados en la ponderación de los intereses económicos privados y el arbitrio individual[4]. Fuera de los márgenes del llamado “derecho abstracto”, el contrato resulta insuficiente para explorar formas de interacción humana en donde no sólo están en juego los bienes instrumentales del individuo o bienes convergentes: aquellas formas de vínculo en donde alguna noción de propósito común tiene lugar, por ejemplo, en la vida privada la familia (recordemos la ácida crítica hegeliana a la interpretación contractualista del matrimonio en el pensamiento de Kant[5]), y por supuesto en las formas de actividad política fundada en la pertenencia crítica a las instituciones que vertebran la comunidad política[6]: fuera del mercado y los tribunales penales, el enfoque contractual fracasa como explicación de las asuntos humanos. El derecho abstracto constituye una comprensión unilateral frente a las relaciones concretas que constituyen la eticidad. En esta perspectiva, tendremos que encontrar recursos conceptuales más finos que el propio esquema conceptual para enfrentar nuestras prácticas sociales y políticas y las reglas de justicia encarnadas en ellas.
Pero el contractualismo ha construido una ‘teoría del yo’ atomista y potencialmente corrosiva de los vínculos sociales que precisamente los principios de justicia pretendían esclarecer u orientar críticamente. La suposición del velo de la ignorancia convierte en borrosos los sentimientos de pertenencia mutua a un grupo social o institución, la remisión a un conjunto de prácticas cultural y reflexivamente adquiridas en el curso de una vida, así como la percepción de determinados ideales o propósitos que para los agentes cuentan como téle (las comprensiones de la vida buena). Puesta entre paréntesis esta amplia gama de valoraciones, relaciones y compromisos con los que de facto los agentes concretos se involucran, entonces resulta claro que el único móvil “legítimo” para la elección de los principios y el actuar reglamentado constituye la búsqueda del interés individual. No obstante ¿Nuestro sentido de justicia necesita realmente de este proceso de abstracción? ¿La justicia no pierde demasiado en el abandono de nuestras adhesiones ordinarias y compromisos sustantivos?
Bajo el velo de la ignorancia, sin duda los individuos elegirían los principios abstractos desarrollados por Rawls, u otros semejantes ¿Debemos entonces cubrirnos con él, o debemos profundizar en nuestra condición de agentes vinculados y enraizados en mundos vitales concretos? Michael Walzer ha desarrollado esta reflexión de una manera persuasiva a través de una curiosa imagen. Sostiene que en el caso hipotético de que tuviésemos que elegir las características del lugar donde vivir sin tener memoria de cómo eran los hogares donde vivíamos, probablemente propondríamos algo muy parecido a las habitaciones del Hotel Hilton; en tal situación hipotética los electores desarraigados pretenden configurar algún lugar donde sentirse “como en casa” (seguramente ese es el objetivo máximo de todo buen hotel), de modo que la pertenencia concreta incluso como metáfora marca la pauta valorativa de un consenso ideal en lo concerniente a la sociedad. Walzer señala con razón que las habitaciones de un hotel de cinco estrellas podrían reproducir los estándares deseables para individuos desarraigados mutuamente “extraños” – personas que viajan, que requieren habitaciones provisionales estando fuera del hogar -, pero que para los agentes concretos no hay nada mejor que “estar en casa” [7] .
Los agentes distributivos son agentes históricos concretos, y no “yoes desarraigados” escindidos de sus situaciones mundano – sociales. Los retos incorporados en la agenda de la justicia distributivos están asociados a bienes concretos, a significados sociales concretos, y a políticas distributivas también concretas. El enfoque meramente procedimental impone nuevamente a las formas de justicia a padecer sobre el Lecho de Procustes, simplificando las posibilidades de la distribución justa: si el individuo distributivo no posee atributos sustantivos, los únicos bienes en juego son privados, los únicos criterios deliberativos son instrumentales, los únicos principios distributivos son la igualdad y - en caso de existir desigualdad - las necesidades. La justicia contractualista echa a perder la sutileza del análisis en torno a los bienes sociales y la riqueza de los caminos posibles de la distribución.
El ideal de un ‘principio maestro’ no aprehende la complejidad del problema de la justicia (ya percibida por el propio Aristóteles). Este ideal nos recuerda al legendario actuar de Procustes – llamado Polipemón – quien vivía en el camino de Coridalo, en Ática. Cuenta el mito que Procustes brindaba hospedaje a los viajeros, ofreciéndoles por la noche un lecho mortal, supuestamente de ‘medidas perfectas’: quienes eran demasiado grandes para la cama, perecían mutilados por la parte de las piernas que sobresaliese, quienes resultaban demasiado pequeños para el lecho, eran estirados en un potro hasta ajustarse a su longitud. Esta macabra tortura provocaba el disfrute del malévolo anfitrión. El héroe ateniense Teseo acabó con él al poco tiempo, aplicándole sus propios tormentos, devolviéndole lo que merecía, según el juicio del joven[8]. Este mito representa alegóricamente (para nuestros propios intereses) la dramática hybris en la que incurren aquellos que pretenden imponerle esquemas ciegos y rígidos a la realidad, forzándola a adecuarse a ellos a como dé lugar. Muestra la carencia de lucidez de quienes no toman en consideración la complejidad de la vida práctica. Eso es precisamente lo que piensa Walzer de los dos principios de Rawls. Por ello entiende necesario asumir el punto de vista del agente, en oposición a la perspectiva desarrollada en tercera persona.
“Incluso si favorecieran la imparcialidad, la pregunta que con
mayor probabilidad surgirá en la mente de los miembros de una comunidad política
no es ¿qué escogerían individuos racionales en condiciones universalizantes de
tal o cual tipo? Sino ¿qué escogerían personas como nosotros, ubicadas como
nosotros lo estamos compartiendo una cultura y decididos a seguirla
compartiendo? Esta pregunta fácilmente puede transformarse en: ¿qué
interpretaciones (en realidad) compartimos?”[9]
Es cierto que algún discípulo de Rawls podría argüir en su favor que la distribución justa que la justicia como imparcialidad busca promover se concentra estrictamente en el fuero político, hogar de la razón pública: en ese caso, seríamos nosotros quienes pretenderíamos aplicar a la teoría de Rawls el Lecho de Procustes, estirando sus coyunturas – originariamente circunscritas a lo político procedimental y estatal – hacia toda la amplia gama de los bienes distributivos. Hay que precisar, no obstante, que esta objeción resulta ser bastante defectuosa en un nivel conceptual, si tomamos en cuenta el estrecho margen del ámbito político en el pensamiento de Rawls (las instituciones y actividades que conciernen al trabajo de los jueces y las autoridades estatales, gubernamentales y legislativas, así como la labor de los candidatos a ocupar estas plazas[10]), en contraste con los “bienes primarios” a ser distribuidos. Está claro, por ejemplo, que la estima social – bien perteneciente al rubro de las formas sociales de autorrespeto – no constituye un bien cuya transacción corresponda al plano restringido de lo político procedimental. La estima social (fuera del caso del respeto debido a la dignidad intrínseca de todas las personas), es un valor cuyas asignaciones nos remiten a la dinámica propia del reconocimiento, que transita diversos escenarios sociales; resulta evidente que esta clase de estima no es distribuida por el Estado, al menos no fundamentalmente por él. Suelen ser aquí los méritos, y no las necesidades y la igualdad, las pautas que priman ordinariamente en la administración de la estima social. Diríase que, acaso de un modo no completamente explícito, la multiplicidad de aristas de la propuesta de Rawls excede la estrechez básica de las fronteras de su limitado concepto de lo político.
El esquema contractualista asimismo caricaturiza sin remedio las conexiones entre lo justo y lo bueno, entre los fueros públicos, propios de la “política” y el “derecho” frente a la “ética”, entendida desde las aspiraciones y prácticas no públicas referidas a la plenitud de la vida. El liberalismo de inspiración procedimental promueve un “modelo normativo” externo a nuestras prácticas públicas, porque pretende examinar en qué medida éstas se fundan en relaciones equitativas y no discriminatorias. La propia pretensión de neutralidad ética, la búsqueda de imparcialidad frente a las concepciones particulares de la vida buena responden al ideal de respeto a la diversidad y a la promoción de la libertad subjetiva frente a la dirección de los proyectos vitales: en ese sentido se trata de pretensiones prácticas guiadas implícitamente por cierta clase de “bienes”. No cabe duda de que en este proceder puede existir cierta miopía conceptual – como veremos en el apartado siguiente, pues no todos nuestros compromisos éticos pueden asignarse al rubro de la esfera privada y al de la ‘elección individual – pero no es difícil constatar hasta qué punto este modo de pensar y de distinguir fueros se inspira en valoraciones puntuales que funcionan como téle.
Nuestros principios distributivos y sistemas legales apuntan a la protección de los derechos individuales; esto tiene sentido porque apuntamos a honrar aquello que consideramos la intrínseca dignidad de la persona humana. Concebimos que los servicios sociales deban garantizar el acceso de los ciudadanos más pobres a la satisfacción de sus necesidades más imperiosas porque consideramos que la solidaridad, la benevolencia y la igualdad de oportunidades deben ser observadas por una sociedad decente. Promovemos la expresión sin coacciones de las creencias y las valoraciones de todos los individuos, precisamente porque apreciamos las libertades intelectuales y de conciencia (y porque condenamos la discriminación y la tolerancia). Dignidad, solidaridad, igualdad, libertad, equidad constituyen “bienes” que una sociedad “justa” reclama como orientadores de su organización y actuación en la historia. Señalar que no constituyen una compleja visión liberal de la vida buena – a la sazón sanamente compatible con el pluralismo – evidencia una cierta falta de claridad reflexiva del liberalismo como civilización respecto a sus propios ‘fundamentos’. Una peculiar teleología ético – política la guía e interpreta: paradójicamente el liberalismo ha renunciado aparentemente a razonar en términos teleológicos para satisfacer ciertos valores que le dan razón de ser como enfoque normativo[11].
Desde luego, estas consideraciones no pretenden eliminar cualquier elemento procedimental en una imagen compleja de la justicia liberal: ellas apuntan solamente a poner de manifiesto el lugar de los bienes en las distinciones que promueve el liberalismo, e incluso inspiran el anhelo de imparcialidad y de pluralismo. De lo que se trata es de mostrar la articulación sustantiva entre el bien y el procedimiento allí en donde se les necesita (por ejemplo, en los asuntos judiciales, o en los procesos políticos de representación en el nivel del propio Estado, etc.). Intentos por justificar el liberalismo a la luz de sus contextos y compromisos éticos – como la propia perspectiva de Walzer – combaten frontalmente la reducción de las prácticas y las valoraciones a los esquemas formales; este realismo hermenéutico constituye el mejor remedio contra la tentación de tender las formas encarnadas de justicia distributiva sobre el letal Lecho de Procustes.
NOTAS.-
[1] En Liberalismo político, Rawls afirma que los principios que ordenan normativamente la estructura básica de la sociedad corresponden a los fundamentos que sostienen las “tradiciones democráticas).
[2] Hegel, G.W.F. Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Madrid: Alianza Universidad 1995, § 98, p. 201.
[3] Sandel, Michael El liberalismo y los límites de la justicia op.cit., p. 154.
[4] Consúltese Hegel, G.W.F. Principios de filosofía del derecho Madrid, EDHASA 1986. §§ 72-81. Véase además Ritter, Joachim “Persona y propiedad” en: Amengual, Gabriel (Ed.) Estudios sobre la Filosofía del derecho de Hegel Madrid, Centro de Estudios Constitucionales 1989 pp. 121-42.
[5] Ibid. § 75, obs.
[6] Ibid. , véase el Agregado al. § 75.
[7] Cfr. Walzer, Michael Interpretación y crítica social Buenos Aires, Nueva Visión p. 20 – 1.
[8] Consúltese sobre Teseo y Procustes Graves, Robert Los mitos griegos Madrid, Alianza 1985 tomo 1 pp. 411 – 2.
[9] Walzer, Michael Esferas de la Justicia op.cit., p. 19.
[10] Véase Rawls, John “Una revisión de la idea de la razón pública” en El derecho de gentes Barcelona, Paidós 2001 p. 158.
[11] Véase los importantes análisis de Charles Taylor a este respecto. Taylor, Charles Fuentes del yo Barcelona, Paidós 1996, capítulo 3, numeral 3.3.
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