Gonzalo Gamio Gehri
Intuyendo el curso de lo
inexorable, Héctor se pregunta si debe o no enfrentar a Aquiles. Sabe que
combatirlo equivale a aceptar la inminencia de la propia muerte. Contempla los intensos tonos naranjas
del amanecer, con la mano en la empuñadura de su espada, y examina los sombríos
pensamientos que se agitan en su interior. Sus padres le han suplicado no librar esta
postrera batalla, y el lúcido Polidamante – amigo de la infancia y antiguo compañero de
armas – es de la misma opinión. La noche anterior, en plena sesión de la
asamblea, el joven orador ha pretendido persuadirlo con aladas y convincentes palabras. Ha
pedido que los guerreros troyanos se replieguen hacia la ciudad. Él había
respondido:
“Mañana temprano, al alba, equipados con las armas, despertemos
junto a las huecas naves al feroz Ares. Si es verdad que el divino Aquiles ha
salido de las naves, peor será para él, si es eso lo que quiere. Yo no pienso
huir fuera del entristecedor combate, sino que me plantaré delante a ver quién
se lleva una gran victoria, si él o yo. Enialio es imparcial y también mata al
matador”[1].
No obstante, Atenea había
ofuscado su juicio, y le había empujado a hablar así.
Ahora, observando desde las altas
murallas los primeros rayos del sol, comprende que éste será su último día. Se
ha calzado las armas con esmero y sólo espera la acometida de la funesta Moira. Observa a sus propios soldados
prepararse para el combate, y le parece ver cómo sus almas se precipitan
velozmente a la cavernosa morada de Hades. Él mismo, pese al amor que le profesa su
pueblo y a los cantos que entonan sobre sus hazañas, ha llegado a considerar sensata y pertinente la propuesta de Polidamante. Él también ansía una vida larga y próspera. Con
gusto cambiaría la espada por el cetro que algún día heredaría de su padre. Sin
embargo, otro pensamiento contuvo su aliento. Todos los seres humanos mueren,
de un modo o de otro ¿La diferencia no consiste acaso en cómo morimos, en si
nos atrevemos a mirar o no a los ojos de la misma Muerte y dedicarle una sonrisa?
¿Por Qué aspirar a dejar la vida en una tibia cama y no en medio del combate,
cubierto de sangre, escuchando a mil gargantas que corean tu nombre, cuyo
recuerdo desafiará los siglos? Seremos inevitablemente alimento de gusanos, nuestra existencia tiene fecha de vencimiento, aunque ignoramos la fecha de nuestra muerte. La única inmortalidad que puede acariciar un ser
humano es aquella que confiere el recuerdo de tus semejantes. El amor propio y el de quienes empuñan
las armas en el campo de batalla.
Estos pensamientos sacudieron el
ánimo de Héctor. Luego escuchó el violento llamado de Aquiles.
1 comentario:
Interesante reflexión. Muy buena!!!
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