Gonzalo Gamio Gehri
El célebre congresista oficialista Aurelio Pastor – “fecundo en ardides”, como el héroe homérico, a pesar de contar con discretas habilidades dialécticas, según comentan sus colegas del Parlamento – ha deslizado la idea de reducir el mandato presidencial a cuatro años, e introducir la reelección inmediata. Quizás algún incauto pueda pensar que los apristas han asumido el ejemplo del Estado español – y su socialismo moderno – pero no, la senda que siguen es la del presidente colombiano Álvaro Uribe, quien alteró la constitución con el objetivo fundamental de mantenerse en el cargo por un período más. Están siguiendo el ejemplo del reo Fujimori.
Más allá de la eficacia de esta medida – a lo mejor se trata de uno de los tantos “globos de ensayo” a los que nos tiene acostumbrado el “talante estratégico” de este gobierno - es evidente que el APRA no ha procesado nada el pasado reciente de la sociedad peruana. A Pastor le importa poco que esta propuesta sea prácticamente un calco de la iniciativa fujimorista (que incluso dejó un espacio para una insólita “interpretación auténtica”, no lo olvidemos). Lo suyo es la lógica de la preservación del poder. No le provoca pudor alguno el recuerdo de la imagen de un presidente-candidato, que puede disponer de ventajas, poder y exposición mediática que vician un proceso democrático (pensemos en la casi nula cobertura mediática de los contendores del fujimorismo en 1995 y 2000. Tampoco le quita el sueño el funesto caudillismo y el patrimonialismo existentes en la política peruana - particularmente en el APRA - que amenaza con viciar las propias prácticas democráticas. Al fin y al cabo, se trata del mismo congresista que sugirió cerrar el Parlamento. Fíjense, sólo podía pasar en nuestro país: un congresista que pide cerrar el Parlamento. Contamos con una “clase política” que parece estar sumida entre lo tragicómico y lo real-maravilloso. Un espectáculo patético.
Y mientras tanto ¿Qué ocurre en el país? Movilizaciones en el Sur que ponen en jaque a un ministro del interior negligente y carente de reflejos. Pero quizá la noticia más estremecedora sea el hallazgo de cuatro fosas clandestinas en el poblado de Putis, en Ayacucho. Prensa Libre ha realizado un informe detallado del caso. Las fosas contienen aproximadamente 420 cadáveres de hombres, mujeres y niños asesinados por las Fuerzas Armadas en 1984. Testimonios señalan que algunos pobladores fueron obligados a cavar fosas, bajo el pretexto de construir una piscigranja. Cavaron su propia tumba. Se sostiene en el reportaje que el objetivo de esta masacre era arrebatarle cabezas de ganado a los comuneros ¿Alguien todavía se atreve a usar la expresión “excesos” para referirse a estos crímenes, perpetrados por agentes del Estado? Nuestras Fuerzas Armadas deberían dar facilidades para que se investigue el caso y se castigue a quienes participaron y ordenaron estos delitos de lesa humanidad., con el fin de distinguir a los oficiales honorables de los vulgares delincuentes, que denigran el uniforme. Desgraciadamente, tanto el Ejército Peruano como el ministerio de defensa han señalado que ya no se cuenta con la información acerca de la identidad de quienes son responsables de estos actos inhumanos (y que actuaron usando un seudónimo); señalan que tal información habría sido destruida. Esta reacción indigna me recuerda la frase de uno de esos infames artículos de opinión – llenos de vileza – que se publicaron en el pasquín de los Wolfenson en tiempos de la campaña difamatoria contra la CVR: “a los militares, la gloria o el silencio”. La impunidad corrompe las instituciones, no la dejemos prosperar. Combatir la impunidad es una tarea democrática a la que están llamados civiles y militares. No obstante, los ministros y las autoridades correspondientes parecen no estar a la altura de las circunstancias. Esclarecer estos hechos y asignar responsabilidades debería ser una de las prioridades del Estado.
Nuestras Fuerzas Armadas están perdiendo la oportunidad de afirmar su vocación por ser una institución moderna, respetuosa de la Constitución y los Derechos Humanos, servidora incondicional de la democracia. Una institución honorable que separa el trigo de la paja. Esas son las Fuerzas Armadas que los peruanos deseamos tener. Aquellas que respetan la prioridad de la justicia en una democracia.
Mientras todo esto pasa, el oficialismo concentra sus energías en reeditar la agenda del fujimorismo. La ciudadanía debería estar alerta ante esta - al parecer inminente - nueva aventura autoritaria.
Más allá de la eficacia de esta medida – a lo mejor se trata de uno de los tantos “globos de ensayo” a los que nos tiene acostumbrado el “talante estratégico” de este gobierno - es evidente que el APRA no ha procesado nada el pasado reciente de la sociedad peruana. A Pastor le importa poco que esta propuesta sea prácticamente un calco de la iniciativa fujimorista (que incluso dejó un espacio para una insólita “interpretación auténtica”, no lo olvidemos). Lo suyo es la lógica de la preservación del poder. No le provoca pudor alguno el recuerdo de la imagen de un presidente-candidato, que puede disponer de ventajas, poder y exposición mediática que vician un proceso democrático (pensemos en la casi nula cobertura mediática de los contendores del fujimorismo en 1995 y 2000. Tampoco le quita el sueño el funesto caudillismo y el patrimonialismo existentes en la política peruana - particularmente en el APRA - que amenaza con viciar las propias prácticas democráticas. Al fin y al cabo, se trata del mismo congresista que sugirió cerrar el Parlamento. Fíjense, sólo podía pasar en nuestro país: un congresista que pide cerrar el Parlamento. Contamos con una “clase política” que parece estar sumida entre lo tragicómico y lo real-maravilloso. Un espectáculo patético.
Y mientras tanto ¿Qué ocurre en el país? Movilizaciones en el Sur que ponen en jaque a un ministro del interior negligente y carente de reflejos. Pero quizá la noticia más estremecedora sea el hallazgo de cuatro fosas clandestinas en el poblado de Putis, en Ayacucho. Prensa Libre ha realizado un informe detallado del caso. Las fosas contienen aproximadamente 420 cadáveres de hombres, mujeres y niños asesinados por las Fuerzas Armadas en 1984. Testimonios señalan que algunos pobladores fueron obligados a cavar fosas, bajo el pretexto de construir una piscigranja. Cavaron su propia tumba. Se sostiene en el reportaje que el objetivo de esta masacre era arrebatarle cabezas de ganado a los comuneros ¿Alguien todavía se atreve a usar la expresión “excesos” para referirse a estos crímenes, perpetrados por agentes del Estado? Nuestras Fuerzas Armadas deberían dar facilidades para que se investigue el caso y se castigue a quienes participaron y ordenaron estos delitos de lesa humanidad., con el fin de distinguir a los oficiales honorables de los vulgares delincuentes, que denigran el uniforme. Desgraciadamente, tanto el Ejército Peruano como el ministerio de defensa han señalado que ya no se cuenta con la información acerca de la identidad de quienes son responsables de estos actos inhumanos (y que actuaron usando un seudónimo); señalan que tal información habría sido destruida. Esta reacción indigna me recuerda la frase de uno de esos infames artículos de opinión – llenos de vileza – que se publicaron en el pasquín de los Wolfenson en tiempos de la campaña difamatoria contra la CVR: “a los militares, la gloria o el silencio”. La impunidad corrompe las instituciones, no la dejemos prosperar. Combatir la impunidad es una tarea democrática a la que están llamados civiles y militares. No obstante, los ministros y las autoridades correspondientes parecen no estar a la altura de las circunstancias. Esclarecer estos hechos y asignar responsabilidades debería ser una de las prioridades del Estado.
Nuestras Fuerzas Armadas están perdiendo la oportunidad de afirmar su vocación por ser una institución moderna, respetuosa de la Constitución y los Derechos Humanos, servidora incondicional de la democracia. Una institución honorable que separa el trigo de la paja. Esas son las Fuerzas Armadas que los peruanos deseamos tener. Aquellas que respetan la prioridad de la justicia en una democracia.
Mientras todo esto pasa, el oficialismo concentra sus energías en reeditar la agenda del fujimorismo. La ciudadanía debería estar alerta ante esta - al parecer inminente - nueva aventura autoritaria.
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