La relación existente entre las tradiciones heredadas – aquel sistema de interpretaciones sobre la organización del mundo y el sentido de la vida – y el examen crítico (propio del filósofo, del hombre de ciencia o del ciudadano) ha sido siempre un tema controversial. Suele sostenerse – y no sin razón – que las tradiciones vivas incorporan en su seno el cuestionamiento y la crítica. Esta es la tesis de Gadamer y de MacIntyre, y fue también la de Aristóteles y Hegel. No obstante, esta respuesta puede resultar quizás demasiado general cuando no se analiza en detalle las formas de ruptura que suscita el crítico en el ethos en la medida en que se introduce la práctica del cuestionamiento racional entre sus usuarios. A medida que abandonamos las narrativas de proceso histórico – amplias y panorámicas (pienso, por ejemplo, en la visión hegeliana del Volkgeist desde una concepción del curso de la historia universal desarrollada desde su "fin último", y en sus versiones más contemporáneas y modestas – y ahondamos más en las ‘pequeñas narrativas’ (histórico-biográficas, locales), llegamos a percibir la poderosa tensión entre la perspectiva del crítico y el cuerpo de prácticas, creencias e instituciones en los que está insertado.
¿Hasta dónde es preciso admitir la presencia del cuestionamiento en las tradiciones? ¿Podemos convertir el examen crítico en una práctica social ordinaria? Esta es una pregunta de singular importancia, no lo dudemos. En algunos círculos políticos y religiosos de inspiración integrista, la duda es considerada una especie de “virus” que carcome la fe y mina las lealtades comunitarias. “Paraliza la vida”, dicen. Nada mejor que el silencio y la obediencia muda a la autoridad – sostienen - para preservar la estabilidad del colectivo. El que obedece no se equivoca. Para esa concepción el crítico es considerado un enemigo de la tradición. Conocida es la confrontación de esa línea "reaccionaria" - la denominación es suya - con la modernidad y sus desarrollos en la cultura, en la economía y en la política. No obstante, es probable que incluso la energía crítica de un Sócrates le hubiese resultado corrosiva e incómoda (a pesar de sus reiteradas - aunque con frecuencia confusas - referencias generales a los "clásicos"). Habrían considerado la actividad filosófica socrática como una práctica manifiestamente corruptora del ethos.
La historia de Sócrates ejemplifica muy bien el meollo del asunto que quisiera discutir aquí. Sale a las calles a filosofar con la convicción de que la reflexión sobre la vida buena convertirá a los atenienses en mejores ciudadanos. En lugar de recurrir acríticamente al conjunto de valores y creencias heredados como una guía para la acción, Sócrates propone tomar en serio el ejercicio consistente en dar razón (lógon dídonai) acerca de nuestras opciones y compromisos en la vida. Se propone sacar a los ciudadanos de su letargo invitándolos a examinarse; compara a la ciudad con un caballo noble pero perezoso – poco dispuesto a iniciar el galope -, y al filósofo como el tábano que lo pica y lo hace despertar. Su método – la mayéutica – no consiste en transmitir verdades a través de la prédica; se trata de procurar, por medio de preguntas y la identificación de contradicciones y vacíos en la argumentación, que el interlocutor examine sus antiguas opiniones, con el fin de depurarlas y convertirlas en pensamientos consistentes. Sócrates consideraba que esta actividad poseía una dimensión pública, asociada a la configuración de una ciudadanía “autoconsciente” y responsable del curso de la vida política. No obstante, no todos en la pólis compartían esa visión. Un sector conservador de la ciudad no veía con buenos ojos que Sócrates se dedicara a filosofar con los jóvenes: se consideraba a la mayéutica una suerte de ‘práctica subversiva’ que corrompía las mentes de los espíritus más nobles de la comunidad. Esta posición se convirtió en materia de una de las acusaciones contra Sócrates en el famoso proceso que finalmente lo condenaría a muerte. Sócrates elige morir antes que renunciar a filosofar, consciente de que no podrá persuadir al tribunal acerca de la justicia de su quehacer:
“En efecto, si digo que me es imposible quedarme quieto porque esto es desobedecer al dios, no los convenceré, como si estuviera fingiendo. Ahora, si digo que el supremo bien para un hombre viene a ser hablar a diario acerca (de los modos de) perfección, y las demás cosas acerca de las cuales me oyen dialogar cuando me examino a mí mismo y a otros; y si (añado) que una vida carente de examen no es vida digna para un hombre, mucho menos los convenceré al decir tales cosas.”[1].
En el otro extremo de esta posición encontramos a Aristófanes, el joven comediógrafo que representa – con su ironía y la contundencia de sus juicios, -al sector conservador que hemos mencionado. Desde su punto de vista, Sócrates debilita a la ciudad, enseñándoles a los jóvenes a cuestionar sus convicciones sobre lo que es bueno y mejor para la vida. Una comunidad próspera y estable requiere de creencias firmes. Si los ciudadanos no suscriben dogmáticamente los valores de la pólis, no estarán dispuestos a morir por ella cuando haga falta. En Las Nubes, muestra cómo Sócrates induce a sus discípulos a abandonar el culto a los dioses y a los ideales de la patria, para introducir cultos extraños. Rechaza el Argumento Mejor – encarnado en un maduro guerrero, representante de los valores de la ciudad, el héroe de mil batallas -, en nombre de una vana retórica, generadora de vicios, “relativismos” – empleo adrede esta expresión anacrónica – y sutilezas ociosas, que minan los cimientos morales que alguna vez hicieron de Atenas una ciudad gloriosa, temida por sus enemigos. El filósofo y el crítico son una incomodidad y un estorbo para el crecimiento espiritual de la comunidad.
“Pues entre los hombres que discurren yo, precisamente por esto, recibí el nombre de Argumento Peor, porque fui el primerísimo al que se le ocurrió contradecir las costumbres establecidas y los litigios justos”[2].
La confrontación entre la Apología y Las Nubes constituye un interesante trasfondo para el abordaje del problema del conflicto entre las tradiciones y el espíritu crítico. hace años, Martha Nussbaum - en El cultivo de la humanidad, obra en la que se enfrenta abiertamente al modelo educativo asumido por Allan Bloom en The Closing of American Mind -ha desarrollado este tema en el contexto del análisis de la investigación universitaria en Estados Unidos (seguramente le sorprendería saber que las nuevas universidades privadas peruanas – creadas bajo el amparo del fujimorista DL 882 – se parecen más a un Mc Donald’s que a cualquiera de las antiguas y venerables universidades europeas, y que simplemente no se dedican a la investigación; con suerte, sólo a la preparación de clases). En nuestro país abundan los Aristófanes y escasean los Sócrates: el ejercicio perseverante y consistente de la crítica ha sido rara avis. Son extraños los intelectuales peruanos que prefieren beber la cicuta antes que renunciar a la libertad de pensamiento. La vocación por el ejercicio de la mayéutica ha sido observada con desconfianza (salvo en algunos círculos académicos), a pesar de que no necesariamente este desemboca en el cambio de valores (aunque exige, eso sí, estar dispuesto a abandonar los antiguos valores si estos se revelan inconsistentes o arbitrarios).
Hay que decir que el “espíritu socrático” es marginal entre nosotros, el antiguo virreinato. No se condice con el parecer de nuestras autodenominadas “élites”, por lo general conservadoras (o de temperamento camaleónico en sus relaciones con el poder). A pesar de concebirse como una práctica que contribuye a renovar el espíritu comunitario, en nuestro medio la crítica es un solo un agente trasgresor del sentido común autoritario. Aquí ha imperado el anhelo de “orden y la autoridad” sobre los inconvenientes y los bienes que trae el cultivo de la libertad. Se exige que se “guarde la línea” y se observe la disciplina, aún en los foros públicos. La rebeldía y la disidencia teórica se reservan a las pocas universidades genuinas que quedan - y todavía quedan algunas, aunque pueden ser contadas con los dedos de una mano, en el caso de Lima -, y a una que otra asociación voluntaria. En la política y en la religión el pluralismo ha sido observado con sospecha. En los seminarios teológicos limeños – no todos, afortunadamente – la filosofía se convierte en un animal doméstico – en una ancilla -, y los docentes que se proponen hacer filosofía y teología sin cortapisas duran poco tiempo al frente de la cátedra; se prefiere la cómoda ideología que asiente ante las voces de la ortodoxia y usurpa el nombre de filosofía. Los más extremistas entre los fundamentalistas religiosos consideran incluso que "el diablo se esconde en apariencias y tal vez todos estos discursos acerca de la libertad y liberacion sean eso". Nuestro conservadurismo local desespera de la crítica – la percibe desestabilizadora – y no es capaz ni siquiera de emular pálidamente el sarcasmo de Aristófanes (el sarcasmo requiere audacia y libertad). Cuando leen Antígona, están inmediatamente del lado de Creonte; cuando leen Un mundo feliz, Mustafá Mond les parece un funcionario responsable, un celoso guardián de la doctrina correcta.
Con todo, el oficio de Aristófanes difiere del trabajo de los conservadores peruanos. Las Nubes busca rescatar los valores de la Atenas tradicional ("arrasadora de ciudades", según el texto), se remiten a un ethos que existía parcialmente, definiéndose en tensión con las nuevas ideas. Los ultramontanos religiosos pretenden apartarse de los desarrollos del Concilio Vaticano II apelando a una Iglesia que se proyecta hacia un pasado remoto. Por eso, algunos reaccionarios no ocultan sus simpatías con Lefebvre. Los conservadores políticos lo tienen más fácil, porque el anhelo de "orden y autoridad" atraviesa toda nuestra historia política. Es cierto que los más extravagantes no se sienten satisfechos con el "autoritarismo pragmático-intuitivo" que impera en nuestra "clase política": algunos se remiten a una visión idealizada de la colonia, otros incluso sueñan con el retorno del antiguo Régimen europeo. Como saben que ese retorno es imposible en la práctica - sólo es posible como objeto de "re-cuerdo" o de nostalgia - no dudan en comprometerse con entusiasmo con los proyectos autoritarios existentes, menos sofisticados, pero igualmente brutales represores de las libertades. El vínculo entre el fujimorismo y la rancia intelectualidad de ultraderecha autodenominada "reaccionaria" (y pomposamente descrita como la "nueva derecha" ) es prueba de ello: algunos ultramontanos asumieron carteras ministeriales y otros puestos en el Congreso del funesto fujimorato, como se recuerda. Otros paleoconservadores aplaudieron desde las butacas, pero apoyaron con entusiasmo (salvo alguna solitaria excepción) ese régimen funesto.
Promover el socratismo metodológico - pues a eso me refiero, pensando en parte en lo propuesto por Nussbaum y Murdoch, e incluso por Appiah - exige ir contra la corriente. Aquí en mayor medida. Combatir las tradiciones autoritarias que aun nos circundan, no sólo sus versiones "aristocráticas", sino también sus variantes realmente existentes en la vida pública (presente en la extrema derecha, pero también en la extrema izquierda, no lo olvidemos). No obstante, el trabajo crítico constituye un modo de vida con el que merece la pena comprometerse. El tábano no debe dejar de picar, por el bien de la ciudad.
[1] Platón, Apología 38ª
[2] Aristófanes, Nubes 1039-40
2 comentarios:
"Son extraños los intelectuales peruanos que prefieren beber la cicuta antes que renunciar a la libertad de pensamiento. Son extraños los intelectuales peruanos que prefieren beber la cicuta antes que renunciar a la libertad de pensamiento."
Me parece que quisiste hacer referencia a "libertad de pensamiento-acción", en el sentido más fuerte, el diálogo, la política?
Sócrates apunta a una vida comunitaria fuertemente política, en la que el ciudadano no es ciudadano si no se cuestiona sobre los valores y las leyes de la polis. No es necesariamente "libertad de pensamiento" lo que deberíamos buscar, sino más bien una "libertad de humanización" o algo así (¿gracioso término verdad?), en donde cada ser humano tiene la libertad de decir "yo soy yo", en donde la tradición no destruye lenguajes, culturas, propuestas éticas o (aún peor) personas. En donde la tradición sea una herramienta con la cual el individuo se construye a sí mismo como parte de ella, como constructor, parte-activa, actor, boca de ella. Esto, obviamente, es imposible sin la búsqueda de criticidad, sin la opción de la duda.
Me parece importante resaltar el problema de la "palabra muda" que puede generar el pensamiento crítico en algunas personas... como pasa con muchas burbujas alternativas, centros educativos como La casa de Cartón o la Ruiz, donde las personas pecan (no siempre) de criticar por encima del hombro, sin proponer absolutamente nada.
Pero producir es difícil si no hay ejemplo. Y ahí entra la tarea de ustedes, profesores. Y el problema de la educación tradicional (sobre todo la nacional) y el gran monstruo: la televisión, y el Internet y la sobre-estimulación que producen los medios hoy en día... etc, etc, etc.
Espero, realmente, que exista la posibilidad de decir lo que decimos de forma tan sencilla y clara algún día que todo el que entienda, comprenda y cambie hacia donde su propio ser mande.
Un gusto leerte.
Esen
Muchas gracias, Esen, por tu agudo comentario. En efecto, el pensamieno que buscamos está articulado con la acción. Lo de la Ruiz y la Casa de Cartón es una tesis que tendríamos que examinar más en detalle. Sería excelente que ampliaras ese punto.
Saludos,
Gonzalo.
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