(MÁS ALLÁ DE LA INCONSISTENTE "EDUCACIÓN EN VALORES")
Gonzalo Gamio Gehri
En este blog hemos discutido varias veces en torno a la relevancia de la literatura clásica en la formación de la agencia moral. La tragedia griega constituía una celebración de la pertenencia al ethos como una vindicación de la capacidad crítica del agente individual, proyectada sobre la experiencia ética. Los poetas trágicos sabían tanto como los filósofos que la pólis requería de ciudadanos independientes, cultores del propio juicio, para florecer como un sistema de instituciones libres. Parafraseando a Hegel, el nosotros presupone el yo tanto como el yo presupone el nosotros; la relación entre el sí mismo y comunidad debe ser entendida en términos de una circularidad hermenéutica. Los foros públicos que ofrecía la ciudad antigua para la discusión cívica eran espacios de pluralidad, escenarios en donde los diferentes puntos de vista sobre lo justo y lo bueno podían contrastarse argumentativamente. Se trataba de construir homonóia, configuraciones de comunicación y consensos racionales - esta expresión suele traducirse frecuentemente y sin demasiada fortuna como “concordia” (dejando de lado la connotación a la vez intelectual y sensible de noús (mente) -, que, como recuerda Aristóteles no es “unanimidad en la opinión”, pues la la homonóia puede lograrse, “incluso en aquellos que no se conocen entre sí”[1]. Este concepto puede traducirse más rigurosamente como “comunidad de pensamiento”, esto es, el horizonte intersubjetivo de la expresión razonable de acuerdos y desacuerdos prácticos.
Como se recordará, Aristóteles define la tragedia como el género dramático que buscaba representar la acción y las formas de vida con el fin de “realizar, mediante la compasión y el temor, la katharsis de las experiencias de este género”[2]. El espectáculo trágico procuraba destacar los rasgos característicos de ciertos conflictos éticos que podían remecer los pre-juicios comunes – como el conflicto que hemos comentado en Antígona – de modo que el “espectador” pudiese proyectar su propio ‘yo’ sobre la situación de los personajes, y reaccionar frente a ella poniendo en juego los poderes de la razón práctica y las emociones; la reacción inmediata que el conflicto trágico quiere suscitar es la de la formulación de la pregunta: “si fuera yo el que viviese el dilema de Agamenón o el predicamento de Edipo ¿Qué podría o debería hacer?”. Esta interpelación nos impulsa hacia los derroteros del discernimiento[3]. Lo que la tragedia busca es que el agente – a través del contacto con esta clase de experiencias, y las polémicas públicas que estas pudiesen generar luego – forme su capacidad de juicio, su percepción práctica, no que concluya de manera unánime e invariable en una sola tesis. Sólo forzando el espíritu de la tragedia podríamos visualizarla como un género literario que transmite alguna moraleja. La tragedia no es “educadora en valores”, no al menos en el sentido de nuestros moralistas contemporáneos. La única “lección moral” de la tragedia es la de Tiresias que “la buena deliberación es la mayor de las posesiones”. Esta aseveración está estrechamente vinculada a la convicción de que es preciso evitar la hybris y las perspectivas unilaterales, renuentes a escuchar a sus rivales.
Esta clase de pedagogía moral aspira constituir formas ampliadas de conciencia, fruto del escrutinio de los conflictos éticos. No obstante, es probable que el lector tenga dificultades para vincular la paideia trágica con los procesos deliberativos, a causa del recurso aristotélico del concepto de katharsis. Lamentablemente en nuestra época el uso este término ha sido monopolizado por el psicoanálisis y la llamada “psicología profunda”, de modo que suele evocar los mecanismos de desahogo de las emociones reprimidas, la “limpieza de la chimenea”, como la describía Freud. Nada de esto tiene realmente que ver con la katharsis, tal y como la concebían los griegos. Originalmente se trataba de un concepto proveniente del vocabulario de la medicina que podría traducirse por “purificación”, y que aludía al proceso de limpieza del cuerpo, provocada por la ingestión de determinadas sustancias que estimulaban la expulsión de toxinas. En el contexto de la tragedia, el concepto adquiere una dimensión ética y política, al identificarse con el esclarecimiento del juicio, generado por la experiencia de situaciones humanas de dolor y conflicto[4].
La figura del esclarecimiento del juicio entraña el ejercicio de la racionalidad práctica como el concurso de sentimientos morales que se ponen de manifiesto en tanto los elementos del conflicto vivido / “espectado” los suscite o justifique. El temor y la compasión son evocados por Aristóteles como emociones trágicas, pero una fenomenología de la experiencia ética tendría que acusar la riqueza y multidimensionalidad de otras emociones éticamente significativas: indignación, misericordia, desconcierto, etc[5]. Los sentimientos morales entran en escena del discernimiento cuando el retrato de la circunstancia vivida exige su presencia para garantizar tanto la fidelidad del retrato mismo, así como para otorgarle a la acción o reacción generadas por ella (y ante ella) el sentido y la intensidad que correspondan a lo estipulado por el juicio y la percepción. Las emociones poseen una dimensión cognoscitiva que permite develar elementos de la realidad vivida que permanecerían invisibles ante un razonamiento distante y desvinculado[6]. Es preciso señalar aquí que la deliberación y la percepción suponen ineludiblemente el ejercicio de la proyección empática, operación básica que subyace a toda vivencia moral, y que permite situarse en el lugar del otro – a través de reflexión y la imaginación –, considerar su situación y sentir con él (en particular si es víctima de una injusticia). En virtud de esta operación incorporamos al otro en el círculo de nuestras lealtades y compromisos, y nos disponemos a responder por él (especialmente si su situación no le permite responder por sí mismo).
Esta clase de filosofía práctica – y de modelo educativo – apunta a constituirse en una ética de la adultez. Es un enfoque que promueve las formas de pensar y de experimentar que convierte a las personas en agentes independientes, vale decir, aquellas personas que ponderan y disciernen por sí mismos sus opciones y toman sus decisiones considerando su propia situación, así como la situación de quienes están involucrados en los cursos de acción que sigo o podría seguir. Deliberan sobre los bienes y los males, pero procuran asimismo vislumbrar aquellos bienes o males en indisoluble conexión con los contextos que les dan concreción (en la línea del ejercicio de la phrónesis aristotélica). En este sentido, la perspectiva fenomenológica toma distancia de la “educación del carácter” (y nuestra regional y fundamentalista ‘educación en valores’), que suele caracterizar los “bienes” al margen de las circunstancias de la práctica. Los “valores” son transmitidos desde la autoridad institucional de las comunidades religiosas y los partidos políticos, y por lo mismo pretenden suscitar obediencia y adhesión inmediata de parte de los agentes. El tema de la deliberación práctica y la incrustación contextual pasan a un segundo plano; de igual modo, el paradigma educativo descuida la forja de ese equilibrio dialógico entre el discernimiento y la sensibilidad que procuraba lograr la pedagogía moral de Aristóteles. La adhesión inmediata que promueven los educadores en valores se concentra al contrario en el nivel de las reacciones afectivas, no en el ejercicio de la autonomía y la reflexión encarnada. Se corre así el peligro de incurrir en lo que James llamaba burlonamente la “falacia sentimentalista”, una patética forma de abstraer la moral del mundo de la praxis:
Este divorcio entre los ideales y la especificidad de la experiencia echa a perder la posibilidad efectiva de la educación ética, que pretende orientar la práctica. Los abanderados de la formación en valores señalan – en el diseño de estrategias pedagógicas puntuales -: “¡nada de dilemas!”, porque estos educadores consideran que los más altos valores no pueden chocar entre sí. Ya hemos discutido en qué medida este juicio constituye una expresión de miopía conceptual. El problema se agrava cuando esta estrechez de miras se encarna en un proyecto educativo, y la temática de los conflictos desaparece de nuestra agenda. Es por ello que he insistido en la plausibilidad de la fenomenología del discernimiento práctico (de inspiración aristotélica) como una posible terapia filosófica para nuestros prejuicios morales y pedagógicos.
Como se recordará, Aristóteles define la tragedia como el género dramático que buscaba representar la acción y las formas de vida con el fin de “realizar, mediante la compasión y el temor, la katharsis de las experiencias de este género”[2]. El espectáculo trágico procuraba destacar los rasgos característicos de ciertos conflictos éticos que podían remecer los pre-juicios comunes – como el conflicto que hemos comentado en Antígona – de modo que el “espectador” pudiese proyectar su propio ‘yo’ sobre la situación de los personajes, y reaccionar frente a ella poniendo en juego los poderes de la razón práctica y las emociones; la reacción inmediata que el conflicto trágico quiere suscitar es la de la formulación de la pregunta: “si fuera yo el que viviese el dilema de Agamenón o el predicamento de Edipo ¿Qué podría o debería hacer?”. Esta interpelación nos impulsa hacia los derroteros del discernimiento[3]. Lo que la tragedia busca es que el agente – a través del contacto con esta clase de experiencias, y las polémicas públicas que estas pudiesen generar luego – forme su capacidad de juicio, su percepción práctica, no que concluya de manera unánime e invariable en una sola tesis. Sólo forzando el espíritu de la tragedia podríamos visualizarla como un género literario que transmite alguna moraleja. La tragedia no es “educadora en valores”, no al menos en el sentido de nuestros moralistas contemporáneos. La única “lección moral” de la tragedia es la de Tiresias que “la buena deliberación es la mayor de las posesiones”. Esta aseveración está estrechamente vinculada a la convicción de que es preciso evitar la hybris y las perspectivas unilaterales, renuentes a escuchar a sus rivales.
Esta clase de pedagogía moral aspira constituir formas ampliadas de conciencia, fruto del escrutinio de los conflictos éticos. No obstante, es probable que el lector tenga dificultades para vincular la paideia trágica con los procesos deliberativos, a causa del recurso aristotélico del concepto de katharsis. Lamentablemente en nuestra época el uso este término ha sido monopolizado por el psicoanálisis y la llamada “psicología profunda”, de modo que suele evocar los mecanismos de desahogo de las emociones reprimidas, la “limpieza de la chimenea”, como la describía Freud. Nada de esto tiene realmente que ver con la katharsis, tal y como la concebían los griegos. Originalmente se trataba de un concepto proveniente del vocabulario de la medicina que podría traducirse por “purificación”, y que aludía al proceso de limpieza del cuerpo, provocada por la ingestión de determinadas sustancias que estimulaban la expulsión de toxinas. En el contexto de la tragedia, el concepto adquiere una dimensión ética y política, al identificarse con el esclarecimiento del juicio, generado por la experiencia de situaciones humanas de dolor y conflicto[4].
La figura del esclarecimiento del juicio entraña el ejercicio de la racionalidad práctica como el concurso de sentimientos morales que se ponen de manifiesto en tanto los elementos del conflicto vivido / “espectado” los suscite o justifique. El temor y la compasión son evocados por Aristóteles como emociones trágicas, pero una fenomenología de la experiencia ética tendría que acusar la riqueza y multidimensionalidad de otras emociones éticamente significativas: indignación, misericordia, desconcierto, etc[5]. Los sentimientos morales entran en escena del discernimiento cuando el retrato de la circunstancia vivida exige su presencia para garantizar tanto la fidelidad del retrato mismo, así como para otorgarle a la acción o reacción generadas por ella (y ante ella) el sentido y la intensidad que correspondan a lo estipulado por el juicio y la percepción. Las emociones poseen una dimensión cognoscitiva que permite develar elementos de la realidad vivida que permanecerían invisibles ante un razonamiento distante y desvinculado[6]. Es preciso señalar aquí que la deliberación y la percepción suponen ineludiblemente el ejercicio de la proyección empática, operación básica que subyace a toda vivencia moral, y que permite situarse en el lugar del otro – a través de reflexión y la imaginación –, considerar su situación y sentir con él (en particular si es víctima de una injusticia). En virtud de esta operación incorporamos al otro en el círculo de nuestras lealtades y compromisos, y nos disponemos a responder por él (especialmente si su situación no le permite responder por sí mismo).
Esta clase de filosofía práctica – y de modelo educativo – apunta a constituirse en una ética de la adultez. Es un enfoque que promueve las formas de pensar y de experimentar que convierte a las personas en agentes independientes, vale decir, aquellas personas que ponderan y disciernen por sí mismos sus opciones y toman sus decisiones considerando su propia situación, así como la situación de quienes están involucrados en los cursos de acción que sigo o podría seguir. Deliberan sobre los bienes y los males, pero procuran asimismo vislumbrar aquellos bienes o males en indisoluble conexión con los contextos que les dan concreción (en la línea del ejercicio de la phrónesis aristotélica). En este sentido, la perspectiva fenomenológica toma distancia de la “educación del carácter” (y nuestra regional y fundamentalista ‘educación en valores’), que suele caracterizar los “bienes” al margen de las circunstancias de la práctica. Los “valores” son transmitidos desde la autoridad institucional de las comunidades religiosas y los partidos políticos, y por lo mismo pretenden suscitar obediencia y adhesión inmediata de parte de los agentes. El tema de la deliberación práctica y la incrustación contextual pasan a un segundo plano; de igual modo, el paradigma educativo descuida la forja de ese equilibrio dialógico entre el discernimiento y la sensibilidad que procuraba lograr la pedagogía moral de Aristóteles. La adhesión inmediata que promueven los educadores en valores se concentra al contrario en el nivel de las reacciones afectivas, no en el ejercicio de la autonomía y la reflexión encarnada. Se corre así el peligro de incurrir en lo que James llamaba burlonamente la “falacia sentimentalista”, una patética forma de abstraer la moral del mundo de la praxis:
“La “falacia sentimentalista” estriba en derramar lágrimas sobre la
justicia en abstracto, la generosidad, la belleza, etc., pero nunca llegar a
conocer esas cualidades cuando se tropieza con ellas en la calle, porque – claro
– ahí las circunstancias las hacen vulgares. Así leo en la biografía, editada
privadamente, de una personalidad eminentemente racionalista: “es extraño que
con tal admiración por la belleza en abstracto, mi hermano no sintiera ningún
entusiasmo por la buena arquitectura, la pintura bella, o las flores”. Y en la
casi última obra filosófica que he leído, encuentro pasajes como éstos: “la
justicia es ideal, únicamente ideal. La razón concibe que debe existir, pero la
experiencia muestra que no puede…la verdad debería ser, pero no puede ser. La
razón está deformada por la experiencia, esta se vuelve contra ella””[7]
Este divorcio entre los ideales y la especificidad de la experiencia echa a perder la posibilidad efectiva de la educación ética, que pretende orientar la práctica. Los abanderados de la formación en valores señalan – en el diseño de estrategias pedagógicas puntuales -: “¡nada de dilemas!”, porque estos educadores consideran que los más altos valores no pueden chocar entre sí. Ya hemos discutido en qué medida este juicio constituye una expresión de miopía conceptual. El problema se agrava cuando esta estrechez de miras se encarna en un proyecto educativo, y la temática de los conflictos desaparece de nuestra agenda. Es por ello que he insistido en la plausibilidad de la fenomenología del discernimiento práctico (de inspiración aristotélica) como una posible terapia filosófica para nuestros prejuicios morales y pedagógicos.
[1] Eth. Nic. 1167ª 22.
[2] Poética 6, 1449b 23.
[3] Cfr. Gamio, Gonzalo “La purificación del juicio político. Narrativas de justicia, políticas de reconciliación” op.cit.
[4] Para un análisis exhaustivo del concepto ético de katharsis, véase Nussbaum, Martha La fragilidad del bien Madrid, Visor 1995 pp. 480 -3.
[5] El propio Aristóteles examina la relevancia ética de las emociones en la Retórica.
[6] Cfr. Nussbaum, Martha La terapia del deseo Barcelona, Paidós 2003 capítulos 2 – 3.
[7] James, William Pragmatismo. Un nuevo nombre para viejas formas de pensar Madrid, Alianza 2000 p.189 (las cursivas son mías).
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