Gonzalo Gamio Gehri
Tengo que confesar que la Navidad es una festividad que disfruto mucho, y que siempre me da qué pensar. En parte debido a cierta nostalgia de mis años de infancia, y también por el nacimiento de Jesús de Nazareth, el hombre que pone el amor y el perdón en un lugar protagónico en la historia no de las religiones, sino de la humanidad en cuanto tal. Es una fecha cargada de simbolismo y poderosa humanidad. Es cierto que la idea del amor incondicional no es privativa de la tradición judeo-cristiana, pero en Occidente - en los espacios confesionales y en los seculares - el nombre del amor es casi inseparable del ejemplo de Jesús, quien amó hasta el extremo de dar la vida por sus amigos.
De modo que la Navidad significa para mí la oportunidad de empezar de nuevo, de infundirle amor a las cosas y a las personas. El ejemplo de Jesús siempre me ha parecido importante en este sentido, incluso más allá del aspecto estrictamente religioso. Como creyente, tomo cierta distancia de aquellas interpretaciones - fundamentalmente medievales, pero recientemente revitalizadas por Mel Gibson, y su propuesta paleoconservadora expresada en La Pasión de Cristo - de que Jesús tenía que morir, de lo contrario, nuestra redención sería imposible. Esa lectura sacrificial es deudora de la imagen errónea de un Dios Padre necesitado de sangre y dolor para poner las cosas en su sitio. Me parece más sensato y humano pensar en la muerte de Jesús como un acto de suprema coherencia con el mensaje de que es el Amor - que viene de Dios - y no el odio ni la violencia la clave para entender el sentido y la resolución de las relaciones humanas.
Esto supone introducir un elemento radicalmente nuevo: que no es la violencia un vehículo legítimo que decide el curso de la vida humana. Esta actitud supone enfrentarse a los fundamentalismos religiosos y seculares que pretenden tener un conocimiento definitivo de la agenda de Dios o de la estructura de la Historia, y le dan a la violencia un lugar privilegiado en ella; como se sabe, son muchas las ideologías que conciben y diseñan el mundo de ese modo. "Un individuo educado de esa manera”, advierte Leszek Kolakowski, “llega a la convicción general de que es imposible regular las relaciones entre los hombres por otro medio que por la violencia (...), y forja una cosmovisión infantil que eleva al rango de una burda filosofía de la historia, y se enorgullece de ella hasta el punto de afirmar de que es ‘realista’ o que ‘se ha liberado de ilusiones’”[1].
Esta obsesión por la verdad, por el control de las conciencias y las conductas, incluso sobre los hechos, es completamente antitética respecto del Magisterio de Jesús, que no predicó ortodoxia alguna - más bien estaba permanentemente bajo sospecha de herejía y fue condenado como blasfemo - (no me lo imagino avalando hoy la búsqueda y persecusión de 'desviaciones doctrinales' o algo parecido, eso era cosa de los fariseos y de los maestros de la Ley), y no postuló otra cosa que el amor incondicional. Por ello se juntaba con prostitutas y publicanos, por eso descubría en la samaritana y en el centuríón romano - que no pertenecían en principio a la 'comunidad espiritual' - modelos de genuina fe. Por ello desafiaba la obsesión por la formalidad y el ritual de los fariseos. Llevó hasta sus últimas consecuencias aquello de "Misericordia quiero, y no sacrificios". Ello le llevó a enfrentarse a las jerarquías sacerdotales y políticas de su tiempo, acercándose al pobre, al insignificante, al excluido. Su mensaje no era para los doctos o para los iniciados: estaba dirigido a todos, empezando por los más pequeños. Ellos también forman parte del Reino que él anuncia.
“¿No han leído cierta Escritura? Dice así: la piedra que los constructores desecharon llegó a ser la piedra principal del edificio: esa fue la obra del Señor y nos dejo maravillados”[2]
Creo que es en este sentido que es posible que el mensaje de Jesús resulta ejemplar para las personas, sean cristianos o no, sean creyentes o no. Poner en primer lugar a los pequeños, a los excluidos, a los débiles. Se trata de la vindicación del Amor y su encarnación en relaciones y modos de vivir reales y cotidianos. Es precisamente ese tipo de idea la que encuentra la oportunidad de encarnarse nuevamente en nosotros - gente común y corriente, que tiene, o no tiene convicciones religiosas - en cada Navidad. Una invitación abierta que no excluye a nadie.
Feliz Navidad a todos.
[1] Kolakowski, Leszek “Jesucristo: profeta y reformador” en: Vigencia y caducidad de las tradiciones cristianas Buenos Aires, Amorrortu 1971p. 34.
[2] Mateo 21, 42.
2 comentarios:
Hola Gonzalo te felicito por el blog, un fuerte abrazo
Jimena Sanchez Velarde
jimenasanchez@gmail.com
Muchas gracias ¡Feliz Navidad!
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