martes, 18 de marzo de 2014

SOBRE LA ÉTICA PÚBLICA






Gonzalo Gamio Gehri


La buena marcha de la “cosa pública” – la célebre res publica de los romanos – no sólo requiere de “condiciones de gobernabilidad” (estabilidad política y económica, viabilidad de los programas de acción, etc.) y eficacia en la gestión: necesita de buenas prácticas y formas de discernimiento cívico que permitan no sólo el logro de resultados sino también el logro de excelencias compatibles con la idea de bien común. Transparencia, vigilancia y rendición de cuentas constituyen elementos fundamentales para explorar la calidad de las actividades y procesos propios de la función pública.

La ética pública es la disciplina que estudia los principios y formas de acción que nos permiten examinar la calidad de la práctica política, tanto en el nivel de la conducción del Estado como en el de la actividad ciudadana en las instituciones del sistema político y en las organizaciones de la sociedad civil. Nuestras autoridades elaboran y ejecutan programas de acción gubernamental y de trabajo parlamentario, participan en los debates legislativos, etc. Los ciudadanos, por su parte, eligen a sus representantes a través del sufragio, y pueden intervenir en la discusión pública sobre la pertinencia o la corrección de determinadas leyes o instituciones; ellos pueden, asimismo, incorporar en la agenda política asuntos de interés colectivo, y organizarse para vigilar la conducta pública de las autoridades políticas. Estas actividades pueden llevarse a cabo bien o mal, justa o injustamente, de una forma abierta a la crítica o de manera arbitraria. El análisis y la precisión de estas distinciones de valor resultan fundamentales para orientar significativamente la práctica política. La ética pública se ocupa del discernimiento racional de estas formas actuales y potenciales de acción que tienen impacto o influencia en el curso de la vida común.

Una práctica crucial para la dirección de lo político es la deliberación. Se trata de la evaluación crítica de los principios, las motivaciones, los propósitos que entrañan un modo de actuar, así como la ponderación de consecuencias con el objetivo de elegir un curso de acción en lugar de otros posibles. Es un tipo de actividad que concierne a la vida ética en general, y que es relevante en el espacio privado como en el público. En lo referente a la política, involucra por igual al funcionario público y al ciudadano. Tomar una decisión  y actuar en tal sentido, aprobar un tipo de política institucional, crear o derogar una norma, constituyen elecciones que requieren alguna forma de deliberación. Es de esperar que nuestras sociedades ofrezcan procesos educativos conducentes a la adquisición de capacidades de juicio y de carácter propias de agentes políticos perspicaces, justos y comprometidos con su entorno comunitario. La antigua tragedia ateniense es considerada una de las más célebres fuentes de formación del discernimiento ciudadano. Ella promovía la reflexión crítica acerca de conflictos ético – políticos de difícil solución.

Uno de los fines específicos de la deliberación política consiste en saber reconocer los bienes y los males que se ponen en juego en la escena pública. No siempre es fácil lograrlo, pues con frecuencia la promesa de eficacia y el anhelo de resultados “provechosos” encubren malas prácticas y alientan la lesión de libertades y derechos importantes. La condescendencia frente a la corrupción, a pesar de sus efectos destructivos sobre la sociedad, constituye un ejemplo de lo que señalo.  Esta actitud revela el hecho que, para mucha gente, la corrupción en el espacio público (y también en el ámbito privado) es concebida como un hecho “inevitable” de la vida social, y es tolerado en la medida en que se la acompañe con una gestión eficaz en el quehacer propio del espacio estatal (así como en la empresa y en otros escenarios). Esta opinión lamentable se ve robustecida por el sentimiento extendido de que los delitos de corrupción suelen permanecer impunes, y que los funcionarios corruptos suelen preservar sus cargos o incluso consiguen ser reelegidos como autoridades.

La corrupción prospera en tanto el ciudadano renuncia al ejercicio de sus funciones como actor político y fiscalizador del poder. Sólo si está en condiciones de asociarse y  movilizarse para deliberar y ejercer formas de control sobre lo que se decide y se hace en la esfera pública, el riesgo de corrupción podrá ser menor. El halo de invulnerabilidad que rodea a los corruptos se nutre de la escasa fe de las personas en su capacidad de acción y transformación de los viejos patrones de conducta social y política. La falta de deliberación al interior de la sociedad civil y del sistema político puede contribuir a que los agentes sean permisivos con la corrupción, o que incluso accedan a participar (directamente o no) en sus círculos y aprovechar sus resultados. Sólo si los ciudadanos se comprometen con lo que ocurre en la sociedad y están dispuestos a actuar en coordinación, los males sociales de esta clase podrán ser combatidos y prevenidos. Si no son parte de la solución, son parte del problema.



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