miércoles, 7 de julio de 2010

EL LEGADO PLURALISTA DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA (SALOMÓN LERNER FEBRES)




A continuación presentamos - con autorización del autor - el artículo del Dr. Salomón Lerner Febres, El legado pluralista de la Universidad Católica, una profunda reflexión sobre el cultivo del pensamiento y el respeto de la diversidad en la PUCP. Inicialmente fue enviado a un conocido medio de prensa nacional, pero - luego de quince días sin ser publicado - fue retirado por el propio autor. Finalmente apareció en La República el 27 de junio.




Salomón Lerner Febres

Rector emérito de la PUCP


No es frecuente en nuestro medio que el destino de una universidad sea objeto de inquietud
pública. Ha llegado a serlo, en el caso de la Universidad Católica, por su indudable relevancia nacional, por la importancia que ella, en sus noventa y tres años de existencia, ha sabido conquistar en la vida pública del país. Tal importancia reposa no solamente en su contribución intelectual sino también en su activo compromiso con el desarrollo nacional y, como lo evidenció en los últimos años, con la defensa de la democracia en contra del autoritarismo.

Precisamente en razón de esa trascendencia, sería deplorable que la controversia actual se redujera a su simple aspecto patrimonial, aunque ello sea el contenido del contencioso judicial que hoy opone a la Universidad Católica con el Arzobispado de Lima. Lo que está en juego excede los límites de la contienda legal para involucrar un tema más amplio y decisivo: el futuro de una institución que es modelo de excelencia académica y, sobre todo, paradigma de pluralismo, de convivencia creativa de diferencias que se reencuentran siempre en el respeto y la tolerancia mutuos. Ese pluralismo ajeno a dogmas y a arrebatos autoritarios, acogedor de lo diverso y abierto siempre a la solidaridad, es, con seguridad, el mejor don que la Universidad Católica, en ejercicio de su identidad cristiana, desde décadas hace al país, y es preciso defenderlo.

Probablemente, cada persona que ha pasado por nuestra Universidad tiene una historia que contar sobre esa experiencia de diversidad y el aprendizaje de la tolerancia realizado en ella. En mi caso personal, encuentro una preciosa continuidad entre mi historia familiar y la historia que después he vivido como estudiante, profesor y rector de esa universidad. Soy hijo de un padre judío y de una madre cristiana y católica. Mi padre fue un fiel practicante de su religión e inclusive un referente de la comunidad judía en Arequipa. Ello no le impidió, sin embargo, instaurar en el seno de su familia el principio de libertad y de tolerancia que, a la larga, nos llevó a mis hermanos y a mí a tomar opciones religiosas distintas. Mi hermano mayor optó por el judaísmo. Mi hermana, recientemente fallecida, abrazó el catolicismo con una pasión tal que la condujo a incorporarse a la Legión de María. También yo, educado en el colegio de los hermanos de La Salle, hallé en el cristianismo y el catolicismo mi camino espiritual sin dejar de reconocer por ello el valor del judaísmo. Así lo sentí desde muy temprano, y esa convicción se ha fortalecido con el paso de los años, en la vivencia intelectual y familiar, en la forma de un cristianismo entendido como el seguir el modelo de vida de Jesús y de sus enseñanzas de humildad, tolerancia, solidaridad con los pobres y los débiles y amor a la verdad. Ese cristianismo, como fe y como norma de vida, es todo lo contrario de la búsqueda de poder y, desde luego, del culto del autoritarismo, ídolos falsos que tanto empequeñecen nuestras existencias.

Llegar a la Universidad Católica a muy temprana edad fue, para mí, descubrir que esa vivencia familiar de pluralidad y reconocimiento mutuo podía ser también la esencia de una comunidad intelectual. Desde que ingresé a la Universidad, hace ya 50 años, y a lo largo del tiempo, mientras asumía la docencia o ejercía el rectorado, no he dejado de experimentar como su bien más valioso esa atmósfera de libertad convertida en norma de convivencia entre personas dedicadas al cultivo del saber sin prejuicios, sin sentirse atadas por dogmas ni reducir el conocimiento a un medio para el beneficio económico. Esa libertad y ese espíritu creativo los he visto reflejados en todos los ámbitos de la vida universitaria. Reina en las aulas, en los currículos, en los planes de estudio, colorea la vida cotidiana más allá de los salones de clase y las bibliotecas: en los jardines y comedores donde los jóvenes aprenden el arte de la discusión respetuosa entre pares, y, desde luego, en las actividades culturales de cine, teatro, artes plásticas, foros y conferencias que la universidad – docentes y alumnos - organizan, actividades que imprimen al claustro una vitalidad siempre renovada. Gracias a esa libertad los profesores no dejamos nunca de aprender de sus estudiantes; el mutuo respeto intelectual propicia en el campus un incesante diálogo entre generaciones que constituyen, reunidas, una auténtica comunidad del saber.

Existe una estrecha conexión entre este cultivo del pluralismo y de la libre búsqueda del conocimiento, por un lado, y la reconocida excelencia de los profesionales que la Universidad Católica forma y pone al servicio del país desde hace casi un siglo. La formación profesional que ella brinda se plantea siempre como un emprendimiento intelectual y también como una opción ética. Ello permite que nuestros profesionales sean, además de expertos en sus respectivas especialidades, personas con un definido compromiso cívico y moral. Y aunque se multiplique varias veces aquello que materialmente recibió de manera generosa, aún así es muchísimo más lo que ella ha dado que lo que ha recibido. Por ello, la contribución de la Universidad Católica a la vida nacional difícilmente podría ser medida según las pautas de un patrimonio más o menos acrecido por medio de inversiones y otro género de operaciones. La contribución que la Universidad hace, y el empleo que ella ha sabido dar a la generosa dotación recibida hace casi setenta años, es literalmente inmensurable, pues se manifiestan en la tarea de sus egresados en múltiples campos del saber. De ello dan testimonio no solamente los reconocidos intelectuales, profesionales, científicos y técnicos que prestigian al país alrededor del mundo, sino también las labores anónimas, pero no menos decisivas, de decenas de miles de egresados que construyen y mejoran cotidianamente a nuestro país mediante el desempeño experto y honrado de sus tareas.

Hay quienes pretenden sostener que por el hecho de no imponer una formación estrictamente confesional, nuestra Universidad es infiel a su origen y su esencia cristiana y católica. Tal punto de vista solamente revela una equivocada concepción de nuestra fe, una deformación del cristianismo que se lo quiere entender como voluntad de poder y de regimentación de las existencias individuales y colectivas, y no como lo que realmente señala el modelo de vida de Jesús: una exaltación de la humanidad como abocada a una promesa de salvación centrada en el amor, la solidaridad, la humildad, la preocupación por los débiles y, por supuesto, la defensa a ultranza de nuestra libertad y dignidad humanas.

El compromiso de la Universidad Católica con el desarrollo del país y su determinación a alzar la voz en contra del autoritarismo y de la corrupción y en defensa de los derechos humanos es y seguirá siendo una forma inequívoca de expresar esa identidad cristiana. Esa expresión, que nace de un apego a la verdad, siempre impregnada de moralidad, se alzó ya cuando otros que tenían la obligación de pronunciarse a favor de los desvalidos, prefirieron callar e incluso ponerse del lado de la fuerza, la arbitrariedad, el abuso y la corrupción.

La fuerza moral de la Universidad Católica proviene de esa vocación cristiana y del encuentro entre ella y su apertura a la modernidad, a la renovación. Sólo se renueva quien sabe examinarse a sí mismo. Y solamente practica el autoexamen quien está despierto a la existencia de los otros, quien los ve como prójimos que nos imponen responsabilidades. Ese aprendizaje, el de la responsabilidad que viene de reconocer positivamente la diversidad del mundo, es una vivencia central en todos quienes integramos esta comunidad intelectual que siempre será más fuerte que los espíritus llevados por la ambición material o por el culto del poder. De un lado, estará siempre firme nuestro espíritu pluralista, solidario y celebrador de la vida humana; del otro lado, quedarán la arrogancia y su inevitable resultado, la soledad.

Estoy cierto de que la fe, la esperanza y la caridad, virtudes que hermanan a los católicos, servirán para que, más allá de disputas sobre cosas y dinero, podamos entablar todos los miembros del claustro un diálogo respetuoso en el que finalmente se reconozca la autonomía responsable de una institución casi centenaria que siempre ha servido con excelencia al Perú y a la Iglesia.


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