martes, 27 de julio de 2010

CASO PUCP: REFLEXIONES DE CIRO ALEGRÍA VARONA


(Tomado de Punto Edu)

Ciro Alegría Varona

Que el Arzobispado de Lima y la Pontificia Universidad Católica se encuentren querellando debido a la pretensión del primero de administrar los bienes que ésta heredó de Riva-Agüero es una situación penosa y debilitante para la sociedad peruana. La Iglesia, que en nuestra historia moderna ha bajado del pedestal del domino colonial y la oligarquía y ha ganado las voluntades del común de los peruanos mediante su sacrificio al lado de los pobres, no puede dejar de lado ahora su autoridad moral y contentarse con imponer por coerción legal una atribución dudosa. La Universidad Católica, que ha sabido traducir su inspiración cristiana en una organización educativa y científica de primer nivel y ha contribuido a lo largo de ya casi un siglo a la realización del ideal republicano, no puede dejar que se desgarre el tejido de sus más profundas convicciones, las de la fe cristiana, por defenderse de las consecuencias de un error jurídico de una autoridad de la Iglesia.

Este error se ha introducido hasta en el fallo del Tribunal Constitucional que rechaza el recurso de amparo de la Universidad. Ello ha ocurrido notoriamente porque la pretensión del Arzobispado ha estado acompañada por una estridente politización de derecha. El error ha sido alentado por los mismos medios de comunicación y voceros políticos que exigen dejar impunes a los violadores de derechos humanos y dar enormes ventajas a las grandes empresas, sin importar cuáles sean sus efectos en la vida de los pobladores. El error consiste en creer que la comisión designada por José de la Riva-Agüero no es sólo su albacea, sino titular directo del derecho esencial sobre la propiedad para disponer de ella y administrarla en sentido amplio y cabal. El error es creer que esa comisión no es sólo una instancia subsidiaria [1]que suple al heredero universal en los derechos que éste no pueda ejercer o sean ajenos a sus intereses naturales, sino un administrador supremo que hace al heredero dependiente de sus pareceres y sus decisiones. El concepto de subsidiariedad tiene su origen en la doctrina social de la Iglesia y se ha convertido en un principio estructurador del Estado de derecho democrático, particularmente en la Unión Europea. Este principio guía la descentralización del poder público y abre paso al fortalecimiento moral y jurídico de la sociedad. Si, por ejemplo, la autoridad del párroco sobre las familias católicas no fuera subsidiaria, sino administrativa, tendría él derecho a inspeccionar la vida íntima familiar para cerciorarse de que cumplan los preceptos morales. La confusión de la autoridad subsidiaria con la tutela es el error moral característico de la dictadura.

Riva-Agüero instituye a la Universidad Católica heredera universal y establece que se la reconocerá como propietaria absoluta al cumplirse los 25 años de su muerte, lo que ocurrió en 1964. El error del Arzobispado surge de una lectura precipitada de las palabras “administradora” y “perpetua”, referidas a la comisión. Riva-Agüero no usó estas palabras para deshacer con una mano lo que hacía con la otra, sino en el contexto de consideraciones complementarias para el caso de que la Universidad no existiera o no estuviera en capacidad de ejercer la propiedad absoluta al cumplirse el plazo indicado. Dejo mi herencia a un niño que he adoptado y quiero como a mi hijo, a cuya formación he dedicado mis mejores esfuerzos, y designo a un albacea en la función subsidiaria de proteger este derecho y hacer cumplir mi voluntad en tanto y en cuanto el heredero no sea capaz. Muero y, décadas después, al albacea se le ocurre que puede usar el carácter perpetuo de su encargo para poner bajo tutela al heredero y tomar el control de la herencia, juzgar si el heredero ha hecho buen o mal uso, reducirlo a la minoría de edad con ayuda de la justicia. ¿Se piensa que esta extraña figura de la tutela, contraria a un concepto central de la doctrina de la Iglesia, estaría en las intenciones de Riva-Agüero por tratarse precisamente de la Iglesia, porque a diferencia del común de los seres humanos, las autoridades de la Iglesia sí tendrían derecho a mantener bajo tutela a un heredero legítimo y capaz?

Las autoridades de la Iglesia peruana no deberían extrañarse de que profesores y estudiantes defendamos una autonomía normativa y administrativa que la ley y la Constitución establecen y que ha acompañado nuestro desarrollo personal e institucional durante décadas. No deberían extrañarse de que pidamos firmemente, una y otra vez, a nuestro Arzobispo y Gran Canciller de la Universidad, que reconsidere su parecer, porque en esto, como en muchas otras materias, él no es menos humano que cualquiera de nosotros. ¿Cuántas veces los cristianos han tenido que clamar como los profetas ante errores de autoridades de la Iglesia? ¿Cuántas veces se les ha dicho que eso es hacer abandono de la comunidad de fe? ¿Acaso nos une a los cristianos una obediencia por coerción, como la que une a los súbditos con el soberano, a los militares con sus superiores? Es natural que los Obispos nos llamen a acatar la autoridad espiritual, lo que hacemos a conciencia, pero ese mismo respeto nos obliga a poner a la vista de todos un error completamente terrenal y mundano.

El propósito de que la Universidad se gobierne a la luz pública está en la voluntad del país, como lo indica la ley universitaria recientemente reforzada por el Congreso, y está entre las preocupaciones prioritarias de la Iglesia, como lo han declarado los Obispos. Así también para la comunidad universitaria de la Católica, no hay nada más natural y bienvenido que el análisis público de su gestión y la deliberación pública sobre sus objetivos. Sobre esta amplia base debe restablecerse una relación que ahora, amargada por un error jurídico, da la falsa impresión de una lucha entre la fe y el saber. El respeto que algunos sentimos hacia el magisterio de la Iglesia surge de una necesidad que se incrementa con la reflexión y la experiencia. Sabemos que la escasa lucidez humana depende de remotos y amplísimos nexos espirituales, de consejos que vienen de mucho más allá de las conveniencias visibles. Esta conciencia, creemos, es el único respaldo seguro para la educación y la ciencia. Por ello no podemos apartarnos ni de la causa que consideramos justa
ni de la fe.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Alegría es profesor de la Cato?

Gonzalo Gamio dijo...

Es profesor principal de filosofía de la PUCP.

Anónimo dijo...

El profesor Alegría ha hecho un ejercicio de prudencia y de rigor intelectual ejemplar. Cuánto ya quisiéramos gozar en el Perú de esa mesura, por ejemplo, en el TC.