lunes, 14 de abril de 2008

CORRUPCIÓN Y CONTROL DEMOCRÁTICO



Gonzalo Gamio Gehri


Para nadie es un secreto que la corrupción constituye uno de los más poderosos males que amenaza la salud de las sociedades contemporáneas. Se trata de un fenómeno particularmente complejo para el análisis teórico - político. Incluso su definición resulta problemática. Es cierto que no es difícil reconocer su presencia – aún en un clima de condescendencia y complicidad como el que suele existir en nuestras frágiles democracias – pero describir sus determinaciones y matices entraña múltiples dificultades conceptuales que deben afrontar el derecho, la ciencia política y la filosofía moral. Es claro que la corrupción mina los vínculos de confianza y pertenencia que requieren las instituciones para sostenerse y funcionar. La fe en la transparencia de las transacciones humanas básicas se va debilitando hasta desaparecer por completo. Con el tiempo, el proyecto mismo de formar o proteger comunidades y asociaciones voluntarias se convierte en inviable. Evidentemente, esta crisis alcanza finalmente a la propia democracia como sistema político.

Quisiera ofrecer una definición exploratoria de la corrupción. Hablamos propiamente de “corrupción” cuando reconocemos la intervención irregular de la lógica del dinero y el anhelo de poder e influencia en transacciones y actividades humanas en las que se ponen legítimamente en juego otra clase de bienes sociales y recursos. Por lo general tal intromisión se ejecuta con la intención de lograr un beneficio particular (con frecuencia asociado al poder y al dinero). Un joven estudiante quiere graduarse con honores en una universidad de prestigio, e intenta hacer valer la influencia política de su padre para lograrlo. Una empresa de repuestos de automóvil pretende cerrar un millonario contrato con el Estado, y pretende asegurar esa posibilidad ofreciendo un soborno a la autoridad encargada de tomar esa decisión. Un alcalde que postula a la reelección usa dinero de la comuna para financiar su campaña. Todos estos casos son ejemplos evidentes de corrupción. Si el muchacho del primer ejemplo quiere obtener una licenciatura con calificación sobresaliente, debe poner mucho empeño en la redacción de su tesis y en la sustentación pública de su investigación, y no apelar a ninguna consideración ajena a la excelencia académica. La empresa de repuestos debe someterse a las condiciones de neutralidad propias de un concurso público. El alcalde / candidato sólo puede apelar a las fuentes de financiación que encuentre entre sus correligionarios y simpatizantes, siguiendo las pautas que establece la ley.

Todas estas son conductas moralmente inaceptables y susceptibles de castigo en el plano legal. He procurado bosquejar una definición de corrupción diferente de la usual – el uso de los bienes públicos para obtener beneficios de carácter privado – para ampliar el fenómeno de la corrupción más allá de los límites del dominio de la función pública (específicamente el Estado), pues su práctica puede ser percibida asimismo en los contextos de la esfera privada – por ejemplo, las empresas - y en instituciones no públicas (colegios profesionales, centros educativos particulares, etc.). En las prácticas y transacciones mencionadas en nuestros tres ejemplos debían contar como criterios distributivos subyacentes a sus prácticas el talento académico, la competitividad y la solidaridad; el poder y el dinero no deberían tener lugar, pues su intromisión distorsiona tales actividades, sus reglas y sus exigencias internas de transparencia y razonabilidad[1] (esta idea recupera, dicho sea de paso, el sentido originario de la expresión latina corrumpĕre, “echar a perder”, “trastocar la forma genuina de algo”). La corrupción altera y desnaturaliza los procesos distributivos en los que se entromete. Ciertamente, la corrupción es una práctica instrumental, esto es, quienes incurren en ella la ejercitan como un medio para lograr algún provecho personal o corporativo violando las normas de las instituciones y lesionando el derecho de otras personas.

El Perú se ha convertido – desde fines del año 2000 - en un auténtico laboratorio para el análisis de la corrupción. En efecto, hemos visto (a través de los famosos “vladivídeos”) desfilar por la salita del SIN de Vladimiro Montesinos (y de Alberto Fujimori) a parlamentarios y líderes políticos, dueños de medios de comunicación, empresarios, militares y jueces negociando lealtades y compromisos a cambio de dinero y / o influencia en los fueros políticos o judiciales. Buena parte de nuestra (autodenominada) “clase dirigente” vendió su conciencia a quienes concentraban el poder y recortaban las libertades de los ciudadanos. De este modo, los signos de corrupción y descomposición moral de la “clase dirigente” en la época más oscura de nuestra historia reciente ha quedado registrada para siempre. Aquello que sólo era objeto de sospecha y de conjetura fue puesto en evidencia con toda su crudeza. Lamentablemente, muchos de aquellos personajes funestos han ido recobrando su poder y presencia pública con el paso de los años – gracias a organizaciones políticas y a medios de comunicación complacientes con los sectores autoritarios de nuestra sociedad -, a medida que la agenda de la transición democrática se ha ido debilitando en el debate político y mediático.

Resulta imperativo plantearse la pregunta sobre las condiciones que promueven los actos de corrupción en una sociedad. Una serie de circunstancias y actitudes confluyen para favorecer la degradación moral y política de las instituciones. La concentración del poder político en pocas manos, la ausencia de fiscalización efectiva desde los fueros del Estado y la sociedad civil contribuyen a la constitución de situaciones de impunidad. Cuando los ciudadanos no cuentan con mecanismos de vigilancia y control legal que sometan a examen la conducta de quienes ejercen cargos de responsabilidad en las entidades públicas y las organizaciones sociales – particularmente en contextos de precariedad institucional –, los perpetradores generan en torno a ellos un ‘halo de invulnerabilidad’ frente a la acción de la justicia que refuerza la conducta corrupta (y corruptora), hecho que desmoraliza al ciudadano y va creando modos de pensar y actuar que son condescendientes con la corrupción. Esta condescendencia y sentimiento de impotencia robustecen, a su vez, las determinaciones sociales e ideológicas que favorecen la práctica de la corrupción. Cuando los miembros de la sociedad se convencen – y a veces constatan – que la comisión de delitos de corrupción no genera consecuencias penales, morales y políticas de consideración, los lazos de confianza respecto entre los conciudadanos y representantes se tornan raquíticos; como resultado de ello, la comunidad se debilita peligrosamente. El sentido de pertenencia comunitaria cede su lugar a la ideología atomizante del “sálvese el que pueda”, “que el último apague la luz”.

La lucha contra la corrupción y la impunidad requiere de instituciones democráticas sólidas, pero también de un sentido fuerte de ciudadanía. Voy a concentrarme en este punto, fundamental para la cultura política republicana. Es un hecho que la injusticia destruye toda forma de convivencia social y erosiona las lealtades ciudadanas. En su célebre tratado Los oficios, Cicerón señala que las personas pueden obrar injustamente de dos maneras. En primer lugar, activamente, cuando el individuo – a través de la comisión de un delito o una falta - lesiona expresamente el derecho de un tercero o vulnera el sistema constitucional. En segundo lugar, pasivamente, cuando los agentes deciden mirar hacia otro lado – a causa de la desidia, el temor, la indolencia o la complicidad – en circunstancias en las que el derecho de alguien es conculcado o se pretende violar el Estado de Derecho[2]. Con este gesto el individuo renuncia de facto al cumplimiento de su deber como ciudadano – cumplir y hacerla cumplir la ley, proteger al conciudadano indefenso, defender la legalidad, fiscalizar el poder constituido – y asume el cómodo y lamentable rol de súbdito. Con frecuencia, esta disposición antipolítica constituye una especie de respuesta a la persuasiva promesa de ‘eficacia’ del gobernante autoritario de turno. No obstante, el repliegue de las personas hacia su vida privada nunca ha sido positivo para la lucha contra la corrupción. La ausencia de control ciudadano y la emisión de “cheques en blanco” a las autoridades simplemente consolida el imperio del latrocinio, el cohecho y la autocracia. La frase atribuida a John Ancton – según la cual el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente – posee una incontestable validez. El poder está para ser distribuido en la senda de los principios democráticos.

Sin ciudadanos vigilantes – y habría que agregar, sin vecinos, trabajadores, consumidores, estudiantes y feligreses vigilantes - la corrupción y el autoritarismo prosperan sin resistencia alguna, en todas sus formas y contextos. La injusticia pasiva nos convierte en seres indefensos ante el poder de quienes logran privilegios indebidos infringiendo las normas. En contraste, el conocimiento de la ley, la conciencia del propio derecho a la praxis cívica y la fiscalización de las autoridades constituyen recursos importantes para el control democrático y la defensa de la ética pública. Así mismo, la construcción y el uso de los canales y espacios de acción común resulta esencial para que esta lucha ciudadana se cristalice en prácticas reales de movilización y crítica; tanto el Estado como la sociedad civil ofrecen tales espacios de deliberación y compromiso cívico. Necesitamos ciudadanos con coraje y sentido de justicia que estén dispuestos a salir al espacio común para denunciar la comisión de delitos. El incremento de la participación directa de los agentes en los procesos de vigilancia ciudadana constituye un poderoso elemento de contención (y prevención) del delito al interior de nuestras instituciones. Los súbditos nada pueden contra un soberano casi omnipotente; en un régimen ciudadano, los representantes administran el poder por encargo, y están sujetos al examen y a la interpelación de los agentes políticos. Cuanto mayor es el índice de democracia directa, menor es el riesgo de corrupción.





[1] Estoy asumiendo la tesis central del ya clásico libro de Michael Walzer, Esferas de la justicia, para describir la corrupción en términos de la colonización de esferas sociales heterogéneas por parte de los bienes internos del espacio económico y político. Consúltese Walzer, Michael Esferas de la justicia México FCE 1993.
[2] Cfr. Cicerón Los oficios Madrid, Espasa – Calpe Libro primero, capítulo VII; véase asimismo Shklar, Judith N. The Faces of Injustice New Haven and London, Yale University Press 1988 pp. 40 – 50.






La caricatura es de Carlín.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Gonzalo:

De tu definición exploratoria yo me inclinaría a generalizar un poco más, en el sentido que no sólo un efecto económico produce corrupción (aunque probablemente sea el fenómeno al cual estemos más acostumbrados y el que merezca todo un capítulo exploratorio). Pero la corrupción la vería en toda desnaturalización de los fines que busca una institución pública o privada, inclusive a veces justificado por "buenos objetivos" (lo cual suele ser lo más peligroso). Pienso por ejemplo en la religión y la educación. Cuando se desnaturaliza una institución educativa en nombres de valores superiores como los de la religión (¿no sería también corrupción?) En general, tal vez siendo un poco "Walzerianos" podriamos decir que la corrupción es toda desarticulación de una esfera de vida, con sus propios fines, valores y horizontes, llevada a cabo por otra. Normalmente, esta otra es la económica, pero no es la única.

Carlos Eduardo Pérez Crespo dijo...

Hola Gonzalo,

Disculpa por no comentar sobre el artículo en este post. Te comento que he publicado un post sobre Schmitt como lector de Marx.

http://chicobilly.blogspot.com/2008/04/el-guila-la-hoz-y-el-martillo.html

Me gustaría mucho saber tu reacción en tu calidad de "conocedor" de ambos autores.

Saludos cordiales,

Carlos P.