sábado, 15 de enero de 2011

LA ÉTICA Y LA PERSPECTIVA DE LA MORTALIDAD



Gonzalo Gamio Gehri


“En vano les hicimos sacrificios. Pero si un dios no hubiera revuelto lo de arriba poniéndolo al revés, bajo la tierra, seríamos desconocidos y no estaríamos en boca de los cantores ofreciendo tema de canto a las Musas de hombres venideros” [1].

A veces fragmentos como éste sirven para describir a Eurípides como un poeta por cuyo pensamiento destila cierto cinismo (o incluso cierto sentimiento de incredulidad) cuando se trata de los dioses. Los más osados lo aproximan a Protágoras. Buber recurre a otros versos para defender una tesis similar en Eclipse de Dios. Aunque es preciso decir que Eurípides es – con diferencia – el trágico ateniense que introduce con mayor frecuencia referencias a la filosofía naturalista de aquel tiempo para dar cuenta de algunos fenómenos y experiencias, no encontramos razón alguna para considerarlo una especie de escéptico.

El sentido y el talante de poderosos versos como el de la cita provienen de una aguda interpretación del tema de la vida (y la vida buena) de los seres humanos, una tesis que, en una versión más moderada, no es ajena a otros pensadores griegos, tanto filósofos como literatos (insisto en que la nitidez de la demarcación de la frontera entre ambas disciplinas es moderna). Recordemos el contexto en que estas líneas son pronunciadas y quién las pronuncia. Hécuba contempla las ruinas de Troya, la tierra que había visto florecer al lado de su esposo, el rey Príamo. Los más valientes guerreros teucros han sido destruidos, incluido su hijo Héctor, auténtico baluarte de Ilión. Sus hijas y nuera han sido sorteadas como esclavas, para cruel disfrute de los aqueos. Acaban de discutir, entre sollozos, si es mejor buscar la muerte para honrar a sus padres y esposos, o aferrarse a la vida y tratar de agradar a quienes las han tomado por la fuerza. Para colmo de desgracia, Ulises ha mandado matar a Astianancte, el hijo de Héctor, un niño pequeño, por temor a que algún día tome las armas contra los dánaos. Esta pérdida le resulta insoportable a la anciana reina.

En este sentido, su juicio alude al tipo de perspectiva que entraña la actitud del dios frente al sufrimiento de los seres humanos. Su inmortalidad, su autosuficiencia, le impiden percibir la magnitud del dolor de los mortales frente a la ausencia o la pérdida de los seres queridos. No conoce la enfermedad ni la vejez. Eurípides – pero también Aristóteles y Homero – desliza la idea de que como los dioses no pueden acercarse realmente al dolor humano y comprenderlo, tampoco son capaces de disfrutar el placer y el amor como una criatura finita y precaria lo haría. Tampoco requieren de la actividad ciudadana ni experimentan los bienes y los conflictos de la interdependecia. Los dioses no necesitan ética porque son invulnerables. En sentido estricto, no existe un “parámetro divino” para la vida buena[2]. La ética es radicalmente humana. Sólo humana.

Siempre he pensado que esta sutil sabiduría trágica sobre la perspectiva encarnada y frágil de la ética trasciende los tiempos de la Hélade y nos alcanza, pues toca la “cosa misma”. Quien ignora la clave de este pensamiento no sólo no conoce a los griegos (a la “tradición clásica”); desconoce uno de los nudos – acaso el nudo mismo – de lo que significa llevar una vida. La única inmortalidad a la que el ser humano puede acceder – se recordará la frase de Hannah Arendt, cuyo espíritu es griego de punta a punta – es la que confiere el recuerdo. Efectivamente, un dios se ha ensañado con ella y los suyos, pues ha “revuelto lo de arriba poniéndolo al revés, bajo la tierra”, y nada puede hacerse para revertir esa terrible moira. La divinidad no se conmueve con los ritos y con las ofrendas presentadas; más allá de la responsabilidad de la estirpe de Príamo, los dioses le han reservado a Troya un destino amargo, y contemplan el pavoroso espectáculo a la distancia. No podría ser de otra forma, pues lo radicalmente humano constituye una realidad que les resulta completamente exterior. Triste inmortalidad la de Hécuba, ser recordada por una pena inconmensurable, causada por la crueldad y la rapiña de los hombres. Triste regalo de los dioses. Todo un presente griego.

¿Alguien podría condenarla por esa irónica y lúcida reflexión?




(1) Eurípides, Troyanas 1242 – 5.

(2) Aunque aquí el estatuto “ético” de la theoría en Aristóteles podría plantearnos una importante y suculenta polémica filosófica.

**La escultura es una versión libre de un soldado griego según Botero. Fuente de la imagen: http://www.galeriacolombia.com/userfiles/GUser/mape/org/botero_medellin.jpg

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