Gonzalo Gamio Gehri
Me gustaría discutir algunos aspectos de la defensa que hace Charles Taylor de la modernidad como una cultura que es depositaria de un peculiar ideal moral. Quisiera inscribir estas breves refelexiones dentro de un propósito teórico más amplio - que plantearé explícitamente en otro post -, que pretende mostrar en qué medida pensadores como Taylor, Michael Walzer y Michael Sandel no pueden ser etiquetados como "comunitaristas" sin incurrir en una grave distorsión de sus planteamientos; los tres han rechazado este rótulo inventado por comentaristas externos al debate contemporáneo sobre la justificación de la ética. Se trata de pensadores cívico-liberales que buscan corregir algunos elementos del programa democrático-liberal desde dentro. Cualquier identificación con el ideario "reaccionario" les parece absurdo (cuando no ofensivo). Empecemos por la lectura ética de la valoración moderna del individuo y su libertad tal y como ha sido desarrollada en el pensamiento de Charles Taylor.
Taylor define un ideal moral como la “descripción de un modo de vida superior” que se constituye en un parámetro para nuestros deseos y necesidades[1]; en otras palabras, nuestro autor se refiere al conjunto de actitudes, actividades y deseos de segundo orden que son objeto de evaluaciones fuertes. Hemos discutido en otros textos las diferentes determinaciones de esta forma de valoración y orientación vital, y en qué medida esta ofrece una explicación de la elección y la deliberación práctica que es radicalmente incompatible con la posición subjetivista. Lo que tenemos que investigar ahora es cual es este ideal moderno y a partir de qué argumentos podemos reconocer dicho ideal en contraste con las ideologías atomistas de la autorrealización.
Se trata de encontrar la fuente moral que subyace a lo que llamábamos de modo general el “énfasis en el individuo” en sus múltiples facetas – la cultura de los Derechos Individuales, las ideas de autonomía y tolerancia, pero también las diferentes versiones del individualismo posesivo y el retiro de la comunidad – y mostrar de qué manera se mantiene operativa a pesar de sus “desviaciones” atomistas, pues en estas, explica Taylor, “el ideal desciende a nivel de axioma, (como) algo que no se pone en tela de juicio pero que tampoco se explica”[2] . Taylor cree encontrar una pista importante a este respecto en lo que Lionel Trilling llama “autenticidad” el imperativo de ser fiel a uno mismo[3].
En las diferentes formas de liberalismo político está implícito el “derecho” a ser uno mismo, al libre desarrollo de los intereses y talentos propios, a cultivar el propio credo y visión de las cosas, a la elección del estilo de vida en materia laboral, moral y sexual siempre y cuando estas elecciones no colisionen con el derecho a elegir de otros. Las diferentes cosmovisiones “vitalistas” – Nietzsche, el Golmund de Hesse, Emerson y algunas perspectivas esteticistas tenidas por “postmodernas”, como la de Savater, por ejemplo – defienden el valor de la autocreación del yo, la construcción de la propia vida como una obra de arte. Y la visión épica del compromiso personal con Dios presente en los célebres Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola apunta también a exaltar la búsqueda interior del sentido de la vida. Aunque muchas de estas concepciones puntuales pudiesen entrar en conflicto con las otras – y sólo he citado tres entre muchas más – la fidelidad a un sentido individual de la vida aparece explícitamente o no como un bien superior, un bien subordinante de otros valores o virtudes. En todos estos casos el ser uno mismo, desarrollar la propia identidad en oposición a un modo de vida alienado u opresivo aparece como una exigencia moral. Resulta sumamente interesante constatar como este como el contenido de este ideal de la autenticidad aparece como un valor compartido por las diferentes perspectivas éticas que se desarrollan en la cultura moderna; funciona como una premisa plausible que puede ser reconocida como un punto de partida de la discusión dialéctica en sentido aristotélico (comparable al rol de la eudaimonía en el libro I de la Ética a Nicómaco). No todos los involucrados en la discusión sobre la praxis están de acuerdo respecto a cómo configuramos la autenticidad o de que forma la realizamos plenamente, pero todos consideran que la autenticidad constituye un modo de ser intensamente valorado.
En realidad se trata de un ideal muy antiguo. Al evocarlo viene a la mente, por ejemplo, el espíritu del caballero de la Tabla Redonda que – habiendo recibido la orden de buscar el Santo Grial – no debía seguir alguna ruta que presentara los signos físicos de haber sido transitada por otro caballero[4]; también nos remite al tipo de búsqueda de la propia expresión en el artista romántico y, por supuesto, al postulado ilustrado de la autonomía y autorresponsabilidad de la razón. A Taylor le interesa sobre todo destacar su irrupción en la historia de la ética. Señala que dicho ideal aparece en el siglo XVIII como una perspectiva moral que se opone a una ética de cálculo, que solía identificar al bien con el placer y el mal con el dolor, de modo que el razonamiento práctico consistía en ponderar los posibles efectos potencialmente placenteros o dolorosos de las acciones. Tal punto de vista era atribuído a la filosofía de Locke – a su peculiar síntesis entre un Deísmo de inspiración cristiana y su proyección de la racionalidad instrumental hacia el plano moral[5]- y aún suele asociarse a Hume y Smith con tal modo de pensar. En contra de esta perspectiva, autores como Shaftesbury[6] y especialmente Rousseau defendieron la tesis de la fuente interior de la ética.
Situamos nuestra atención nuevamente en el cambio de localización de las fuentes morales, fenómeno del que ya nos ocupamos a propósito de la crítica tayloriana de Foucault. En contra de una visión puramente utilitaria y consecuencialista del bien, el ideal de autenticidad introduce el argumento según el cual los seres humanos poseemos una voz interior, un sentido interno de lo que es bueno o correcto que es preciso “escuchar” y a lo que es preciso “ser fieles”[7]. Tanto en Fuentes del yo como en La ética de la autenticidad Taylor reconoce en la obra de San Agustín un momento medular en la historia narrativa de su génesis[8]. Si para Platón e incluso para Aristóteles era condición esencial de una vida excelente la contemplación de las formas, para Agustín el contacto con el bien requiere volcarse dentro de nosotros, poner entre paréntesis las confusas y seductoras voces del “mundo” para escuchar al maestro interior.
No obstante, este giro interior no supone en absoluto, una ruptura con lo otro, la naturaleza, el logos o la divinidad – de hecho, una actitud como esa habría hecho presa al mismo Agustín de una evidente contradicción entre esta radical interiorización y la apertura a la revelación cristiana –Taylor afirma que “en principio, esta idea de que la fuente reside en nuestro interior no excluye nuestra ligazón con Dios o las Ideas, se puede considerar nuestra forma particular de relación con ellos”[9]. La conexión con el sentido de las cosas puede ser descubierta en lo profundo de nosotros mismos. Aunque convencido de que el ideal de autenticidad posee un ineqívoco origen cristiano, Taylor evoca a Rousseau como el primer filósofo quien claramente rehabilitó este ideal agustiniano para la modernidad. En las Ensoñaciones de un paseante solitario, el pensador ginebrino nos invita a descubrir nuestro propio “sentimiento de la existencia” en contraste con aquellas voluntades que se hallan sometidas a las preferencias y opiniones de los otros; en este sentido, el descubrimiento de nuestro “ser” auténtico es clave para la conquista de un modo de ser realmente libre. Dicho sea de paso, Roussseau consideraba que la dependencia respecto de las opiniones ajenas constituía la causa fundamental de la existencia de desigualdad entre los seres humanos.
Siguiendo el hilo narrativo de La ética de la autenticidad, otro hito importante de esta historia puede encontrarse en los textos de Herder y en general, en la obra de los románticos. Herder sostiene que “todo hombre tiene su propia medida y al mismo tiempo una voz propia de todos sus sentimientos respecto a los demás”[10]. Cada uno tiene una manera única e irrepetible de concebir y sentir lo humano, un sentido personal que debe ser expresado en un lenguaje. Este sentido interno del bien tiene que ser articulado. Con esta idea nos hallamos en el centro de gravedad del tema romántico de la expresividad: “todo ser –dice Novalis – busca la Gran Palabra, y el alma universal, grande e inmensa, se agita por todas partes y florece sin fin”[11]. Si cada uno posee una manera peculiar de sentir o pensar lo que nos rodea, de modo que las cosas hablan a través de nosotros, esta voz debe ser sacada a luz para beneficio de todos. No hacerla explícita o accesible a los demás constituiría una grave limitación para esta búsqueda interior: La expresión de la identidad no solo posee una función “terapéutica” relativa al descubrimiento de (y el con – tacto con) aquello que nos define en tanto individuos; busca dar forma a un genuino diálogo de espíritus libres y conscientes de sí que buscan configurar una comunidad y construir lazos sustanciales que trasciendan los vínculos establecidos según el cálculo estratégico. Lo que se pretende es reconciliar la razón humana con los sentimientos, la naturaleza y la cultura, de modo que es necesaio escapar del esquema explicativo propio de la ontología macanicista y la racionalidad instrumental. En la perspectiva del Sturm und Drang y del romanticismo, este giro interior no buscaba, en ningún caso, desvincular al individuo de su entorno natural y social, en ese sentido no puede ser confundida con la visión propia del subjetivismo. Antes bien, la búsqueda de la voz interna pretende descubrir una conexión más profunda con el sentido las cosas – el Geist – y ,por lo tanto, con las fuentes naturales e históricas que constituyen al yo: su remisión a un nosotros (esta, formulada escuetamente, es la utopía romántica por excelencia, expresada a veces en textos filosóficos como El primer programa sistemático del Idealismo Alemán o incluso en los pasajes finales de Fenomenología del espíritu) .
Esto está estrechamente ligado a un movimiento especialmente moderno – y específicamente romántico – en el plano estético: el paso del paradigma de la mímesis al modelo de la poiesis en lo que se refiere a la comprensión y la práctica del arte. Se trata de un profundo cambio en lo que respecta a la configuración de metáforas e imágenes estéticas. Si antes del romanticismo era frecuente el empleo por parte del artista de motivos que remitían a descripciones de la realidad que resultaban plausibles en el tiempo del artista (por ejemplo, de la doctrina de las correspondencias en Shakespeare o los tópicos histórico-religiosos en la pintura) para explicar determinadas situaciones que procuraba retratar la trama literaria o la composición del cuadro (por ejemplo, la inminencia de alguna desgracia o algún signo de santidad), desde el romanticismo se busca crear figuras originales oriundas de la creación artística[12], de la interioridad del poeta: como afirma el mismo Taylor, "allí donde el lenguaje poético anterior podía depender de ciertos órdenes de significado públicamente disponibles, ha de consistir en un lenguaje de sensibilidad articulada"[13]. Consideremos por ejemplo el testimonio del célebre pintor alemán C. D. Friedrich, que retrata muy bien este cambio de paradigma en la pintura: “la tarea del paisajista no es la fiel representación del aire, el agua, los peñascos y los árboles, si no que es su alma, su sentimiento, lo que ha de reflejarse. Descubrir el espíritu de la naturaleza y penetrarlo, acogerlo y transmitirlo con todo el corazón y el ánimo entregados, es tarea de la obra de arte”[14] . En este importante motivo espiritual romántico, el lenguaje artístico pasa a constituir la realidad circundante; se postula una cierta afinidad entre la realidad y la simbología empleada a fin de que la naturaleza hable a través del lenguaje del arte. Aquí encontramos una suerte de correlato estético del cambio moderno de Gestalt.
Se trata de encontrar la fuente moral que subyace a lo que llamábamos de modo general el “énfasis en el individuo” en sus múltiples facetas – la cultura de los Derechos Individuales, las ideas de autonomía y tolerancia, pero también las diferentes versiones del individualismo posesivo y el retiro de la comunidad – y mostrar de qué manera se mantiene operativa a pesar de sus “desviaciones” atomistas, pues en estas, explica Taylor, “el ideal desciende a nivel de axioma, (como) algo que no se pone en tela de juicio pero que tampoco se explica”[2] . Taylor cree encontrar una pista importante a este respecto en lo que Lionel Trilling llama “autenticidad” el imperativo de ser fiel a uno mismo[3].
En las diferentes formas de liberalismo político está implícito el “derecho” a ser uno mismo, al libre desarrollo de los intereses y talentos propios, a cultivar el propio credo y visión de las cosas, a la elección del estilo de vida en materia laboral, moral y sexual siempre y cuando estas elecciones no colisionen con el derecho a elegir de otros. Las diferentes cosmovisiones “vitalistas” – Nietzsche, el Golmund de Hesse, Emerson y algunas perspectivas esteticistas tenidas por “postmodernas”, como la de Savater, por ejemplo – defienden el valor de la autocreación del yo, la construcción de la propia vida como una obra de arte. Y la visión épica del compromiso personal con Dios presente en los célebres Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola apunta también a exaltar la búsqueda interior del sentido de la vida. Aunque muchas de estas concepciones puntuales pudiesen entrar en conflicto con las otras – y sólo he citado tres entre muchas más – la fidelidad a un sentido individual de la vida aparece explícitamente o no como un bien superior, un bien subordinante de otros valores o virtudes. En todos estos casos el ser uno mismo, desarrollar la propia identidad en oposición a un modo de vida alienado u opresivo aparece como una exigencia moral. Resulta sumamente interesante constatar como este como el contenido de este ideal de la autenticidad aparece como un valor compartido por las diferentes perspectivas éticas que se desarrollan en la cultura moderna; funciona como una premisa plausible que puede ser reconocida como un punto de partida de la discusión dialéctica en sentido aristotélico (comparable al rol de la eudaimonía en el libro I de la Ética a Nicómaco). No todos los involucrados en la discusión sobre la praxis están de acuerdo respecto a cómo configuramos la autenticidad o de que forma la realizamos plenamente, pero todos consideran que la autenticidad constituye un modo de ser intensamente valorado.
En realidad se trata de un ideal muy antiguo. Al evocarlo viene a la mente, por ejemplo, el espíritu del caballero de la Tabla Redonda que – habiendo recibido la orden de buscar el Santo Grial – no debía seguir alguna ruta que presentara los signos físicos de haber sido transitada por otro caballero[4]; también nos remite al tipo de búsqueda de la propia expresión en el artista romántico y, por supuesto, al postulado ilustrado de la autonomía y autorresponsabilidad de la razón. A Taylor le interesa sobre todo destacar su irrupción en la historia de la ética. Señala que dicho ideal aparece en el siglo XVIII como una perspectiva moral que se opone a una ética de cálculo, que solía identificar al bien con el placer y el mal con el dolor, de modo que el razonamiento práctico consistía en ponderar los posibles efectos potencialmente placenteros o dolorosos de las acciones. Tal punto de vista era atribuído a la filosofía de Locke – a su peculiar síntesis entre un Deísmo de inspiración cristiana y su proyección de la racionalidad instrumental hacia el plano moral[5]- y aún suele asociarse a Hume y Smith con tal modo de pensar. En contra de esta perspectiva, autores como Shaftesbury[6] y especialmente Rousseau defendieron la tesis de la fuente interior de la ética.
Situamos nuestra atención nuevamente en el cambio de localización de las fuentes morales, fenómeno del que ya nos ocupamos a propósito de la crítica tayloriana de Foucault. En contra de una visión puramente utilitaria y consecuencialista del bien, el ideal de autenticidad introduce el argumento según el cual los seres humanos poseemos una voz interior, un sentido interno de lo que es bueno o correcto que es preciso “escuchar” y a lo que es preciso “ser fieles”[7]. Tanto en Fuentes del yo como en La ética de la autenticidad Taylor reconoce en la obra de San Agustín un momento medular en la historia narrativa de su génesis[8]. Si para Platón e incluso para Aristóteles era condición esencial de una vida excelente la contemplación de las formas, para Agustín el contacto con el bien requiere volcarse dentro de nosotros, poner entre paréntesis las confusas y seductoras voces del “mundo” para escuchar al maestro interior.
No obstante, este giro interior no supone en absoluto, una ruptura con lo otro, la naturaleza, el logos o la divinidad – de hecho, una actitud como esa habría hecho presa al mismo Agustín de una evidente contradicción entre esta radical interiorización y la apertura a la revelación cristiana –Taylor afirma que “en principio, esta idea de que la fuente reside en nuestro interior no excluye nuestra ligazón con Dios o las Ideas, se puede considerar nuestra forma particular de relación con ellos”[9]. La conexión con el sentido de las cosas puede ser descubierta en lo profundo de nosotros mismos. Aunque convencido de que el ideal de autenticidad posee un ineqívoco origen cristiano, Taylor evoca a Rousseau como el primer filósofo quien claramente rehabilitó este ideal agustiniano para la modernidad. En las Ensoñaciones de un paseante solitario, el pensador ginebrino nos invita a descubrir nuestro propio “sentimiento de la existencia” en contraste con aquellas voluntades que se hallan sometidas a las preferencias y opiniones de los otros; en este sentido, el descubrimiento de nuestro “ser” auténtico es clave para la conquista de un modo de ser realmente libre. Dicho sea de paso, Roussseau consideraba que la dependencia respecto de las opiniones ajenas constituía la causa fundamental de la existencia de desigualdad entre los seres humanos.
Siguiendo el hilo narrativo de La ética de la autenticidad, otro hito importante de esta historia puede encontrarse en los textos de Herder y en general, en la obra de los románticos. Herder sostiene que “todo hombre tiene su propia medida y al mismo tiempo una voz propia de todos sus sentimientos respecto a los demás”[10]. Cada uno tiene una manera única e irrepetible de concebir y sentir lo humano, un sentido personal que debe ser expresado en un lenguaje. Este sentido interno del bien tiene que ser articulado. Con esta idea nos hallamos en el centro de gravedad del tema romántico de la expresividad: “todo ser –dice Novalis – busca la Gran Palabra, y el alma universal, grande e inmensa, se agita por todas partes y florece sin fin”[11]. Si cada uno posee una manera peculiar de sentir o pensar lo que nos rodea, de modo que las cosas hablan a través de nosotros, esta voz debe ser sacada a luz para beneficio de todos. No hacerla explícita o accesible a los demás constituiría una grave limitación para esta búsqueda interior: La expresión de la identidad no solo posee una función “terapéutica” relativa al descubrimiento de (y el con – tacto con) aquello que nos define en tanto individuos; busca dar forma a un genuino diálogo de espíritus libres y conscientes de sí que buscan configurar una comunidad y construir lazos sustanciales que trasciendan los vínculos establecidos según el cálculo estratégico. Lo que se pretende es reconciliar la razón humana con los sentimientos, la naturaleza y la cultura, de modo que es necesaio escapar del esquema explicativo propio de la ontología macanicista y la racionalidad instrumental. En la perspectiva del Sturm und Drang y del romanticismo, este giro interior no buscaba, en ningún caso, desvincular al individuo de su entorno natural y social, en ese sentido no puede ser confundida con la visión propia del subjetivismo. Antes bien, la búsqueda de la voz interna pretende descubrir una conexión más profunda con el sentido las cosas – el Geist – y ,por lo tanto, con las fuentes naturales e históricas que constituyen al yo: su remisión a un nosotros (esta, formulada escuetamente, es la utopía romántica por excelencia, expresada a veces en textos filosóficos como El primer programa sistemático del Idealismo Alemán o incluso en los pasajes finales de Fenomenología del espíritu) .
Esto está estrechamente ligado a un movimiento especialmente moderno – y específicamente romántico – en el plano estético: el paso del paradigma de la mímesis al modelo de la poiesis en lo que se refiere a la comprensión y la práctica del arte. Se trata de un profundo cambio en lo que respecta a la configuración de metáforas e imágenes estéticas. Si antes del romanticismo era frecuente el empleo por parte del artista de motivos que remitían a descripciones de la realidad que resultaban plausibles en el tiempo del artista (por ejemplo, de la doctrina de las correspondencias en Shakespeare o los tópicos histórico-religiosos en la pintura) para explicar determinadas situaciones que procuraba retratar la trama literaria o la composición del cuadro (por ejemplo, la inminencia de alguna desgracia o algún signo de santidad), desde el romanticismo se busca crear figuras originales oriundas de la creación artística[12], de la interioridad del poeta: como afirma el mismo Taylor, "allí donde el lenguaje poético anterior podía depender de ciertos órdenes de significado públicamente disponibles, ha de consistir en un lenguaje de sensibilidad articulada"[13]. Consideremos por ejemplo el testimonio del célebre pintor alemán C. D. Friedrich, que retrata muy bien este cambio de paradigma en la pintura: “la tarea del paisajista no es la fiel representación del aire, el agua, los peñascos y los árboles, si no que es su alma, su sentimiento, lo que ha de reflejarse. Descubrir el espíritu de la naturaleza y penetrarlo, acogerlo y transmitirlo con todo el corazón y el ánimo entregados, es tarea de la obra de arte”[14] . En este importante motivo espiritual romántico, el lenguaje artístico pasa a constituir la realidad circundante; se postula una cierta afinidad entre la realidad y la simbología empleada a fin de que la naturaleza hable a través del lenguaje del arte. Aquí encontramos una suerte de correlato estético del cambio moderno de Gestalt.
[1] Taylor, Charles La ética de la autenticidad op.cit. p. 51.
[2] Ibid, p. 53.
[3] El texto de Trilling al que Taylor hace referencia es Sincerity and Authenticity.
[4] Sobre esto puede consultarse, por supuesto, Malory, Thomas La muerte del rey Arturo Madrid, Alianza Tres 1980. Hegel desarrolla una interesante reflexión sobre el espíritu caballeresco y el nacimiento del principio de la subjetividad. Cfr. Hegel, G.W.F. Lecciones de estética. Barcelona, Península 1989 , véase volumen 2, tercera sección, capítulo II.
[5] Taylor, Charles Fuentes del yo op.cit. Ver el capítulo 14 “El cristianismo racionalizado”.
[6] Ibid, consúltese sobre esto el capítulo 15 “Sentimientos morales”.
[7] La sola localización de la identidad – los pensamientos y sentimientos que me definen – en el interior ya nos ubica en el horizonte de la civilización moderna. En el capítulo 5 de Fuentes del yo, Taylor desarrolla una interesante reflexión sobre la distinción dentro / fuera en lo que respecta al lugar específico de la “mente” y los “afectos” y los “objetos del mundo”, en función de la cual apela a algunos datos provenientes de la antropología contemporánea – por ejemplo, los trabajos de Clifford Geertz en Java-. Taylor concluye a este respecto que “la localización es universal (...) que los seres humanos reconozcan como un hecho, como, por ejemplo, reconocen que sus cabezas se apoyan sobre sus torsos. Se trata más bien de un modo de autointerpretación históricamente delimitado, un modo que ha venido a ser predominante en el Occidente moderno y que, por consiguiente, podría propagarse al resto del planeta; pero es un modo que tuvo un comienzo en el tiempo y en el espacio y podría tener un final”. Cfr. Taylor, Charles Fuentes del yo op.cit. p. 127, las cursivas son mías.
[8] Taylor, Charles Fuentes del yo op.cit. capítulo 7 “In interiore homine”; Idem La ética de la autenticidad op.cit. p. 61 y ss. En el capítulo 11 – titulado “La naturaleza interior” – Taylor señala que la noción de interioridad posee tres facetas que en sus desarrollos ulteriores se relacionan polémicamente entre sí, pero podemos encontrar en Las confesiones de San Agustín: a) una concepción autorreflexiva del yo, que nos llevará luego hasta Descartes y a la génesis de la idea de razón desvinculada b) un yo autoexploratorio, centrado en el reconocimiento – en clave narrativa – de la particularidad de la vida personal; esta idea será desarrollada por Montagne, desarrollándose luego en la novela moderna y en el romanticismo. Finalmente, c) el llamado “individualismo del compromiso personal”, presente primero en el pensamiento reformista, en los postulados acerca del sacerdocio universal y en su ética del trabajo y luego en el liberalismo de los derechos. ConsúlteseTaylor, Charles Fuentes del yo op.cit. pp. 201 y ss.
[9] Taylor, Charles La ética de la autenticidad op.cit. p. 62.
[10] Herder, J.G. “Ideen” vii, I, en: Sämtliche Werke XIII, 291 citado en: Taylor, Charles La ética de la autenticidad op.cit. p. 64; véase asímismo Idem Fuentes del yo op.cit. capítulo 21, “El giro expresivista”.
En el contexto de Herder este camino de autoexploración y autodefinición vale tanto para los individuos como para los pueblos: no es casualidad que éste autor fuese un defensor tanto del nacionalismo como del anticolonialismo.
[11] Novalis, Enrique de Ofterdingen en: Himnos a la noche -Enrique de Ofterdingen op.cit. p. 175.
[12] Taylor, Charles La ética de la autenticidad op.cit. cap. 8; véase sobre el expresivismo romántico idem, Hegel and modern society Cambridge, Cambridge University Press, 1979 cap. I.
[13] Taylor, Charles La ética de la autenticidad op.cit. p.113. Sobre el tema del paso de la mímesis a la poiesis ver pp. 112 y ss. Esta concepción estética de la expresividad desemboca también en la filosofía de Marx, en su teoría del homo faber. Véase Magee, Brian “La filosofía marxista (diálogo con Charles Taylor)” en: Magee, Brian Los hombres detrás de las ideas México, FCE 1985 pp. 47 – 64.
[14] Friedrich, C. D. “La voz interior” en: Novalis, Schiller y otros Fragmentos para una teoría romántica del arte Madrid, Tecnos 1987 p. 53 (las cursivas son mías).
[2] Ibid, p. 53.
[3] El texto de Trilling al que Taylor hace referencia es Sincerity and Authenticity.
[4] Sobre esto puede consultarse, por supuesto, Malory, Thomas La muerte del rey Arturo Madrid, Alianza Tres 1980. Hegel desarrolla una interesante reflexión sobre el espíritu caballeresco y el nacimiento del principio de la subjetividad. Cfr. Hegel, G.W.F. Lecciones de estética. Barcelona, Península 1989 , véase volumen 2, tercera sección, capítulo II.
[5] Taylor, Charles Fuentes del yo op.cit. Ver el capítulo 14 “El cristianismo racionalizado”.
[6] Ibid, consúltese sobre esto el capítulo 15 “Sentimientos morales”.
[7] La sola localización de la identidad – los pensamientos y sentimientos que me definen – en el interior ya nos ubica en el horizonte de la civilización moderna. En el capítulo 5 de Fuentes del yo, Taylor desarrolla una interesante reflexión sobre la distinción dentro / fuera en lo que respecta al lugar específico de la “mente” y los “afectos” y los “objetos del mundo”, en función de la cual apela a algunos datos provenientes de la antropología contemporánea – por ejemplo, los trabajos de Clifford Geertz en Java-. Taylor concluye a este respecto que “la localización es universal (...) que los seres humanos reconozcan como un hecho, como, por ejemplo, reconocen que sus cabezas se apoyan sobre sus torsos. Se trata más bien de un modo de autointerpretación históricamente delimitado, un modo que ha venido a ser predominante en el Occidente moderno y que, por consiguiente, podría propagarse al resto del planeta; pero es un modo que tuvo un comienzo en el tiempo y en el espacio y podría tener un final”. Cfr. Taylor, Charles Fuentes del yo op.cit. p. 127, las cursivas son mías.
[8] Taylor, Charles Fuentes del yo op.cit. capítulo 7 “In interiore homine”; Idem La ética de la autenticidad op.cit. p. 61 y ss. En el capítulo 11 – titulado “La naturaleza interior” – Taylor señala que la noción de interioridad posee tres facetas que en sus desarrollos ulteriores se relacionan polémicamente entre sí, pero podemos encontrar en Las confesiones de San Agustín: a) una concepción autorreflexiva del yo, que nos llevará luego hasta Descartes y a la génesis de la idea de razón desvinculada b) un yo autoexploratorio, centrado en el reconocimiento – en clave narrativa – de la particularidad de la vida personal; esta idea será desarrollada por Montagne, desarrollándose luego en la novela moderna y en el romanticismo. Finalmente, c) el llamado “individualismo del compromiso personal”, presente primero en el pensamiento reformista, en los postulados acerca del sacerdocio universal y en su ética del trabajo y luego en el liberalismo de los derechos. ConsúlteseTaylor, Charles Fuentes del yo op.cit. pp. 201 y ss.
[9] Taylor, Charles La ética de la autenticidad op.cit. p. 62.
[10] Herder, J.G. “Ideen” vii, I, en: Sämtliche Werke XIII, 291 citado en: Taylor, Charles La ética de la autenticidad op.cit. p. 64; véase asímismo Idem Fuentes del yo op.cit. capítulo 21, “El giro expresivista”.
En el contexto de Herder este camino de autoexploración y autodefinición vale tanto para los individuos como para los pueblos: no es casualidad que éste autor fuese un defensor tanto del nacionalismo como del anticolonialismo.
[11] Novalis, Enrique de Ofterdingen en: Himnos a la noche -Enrique de Ofterdingen op.cit. p. 175.
[12] Taylor, Charles La ética de la autenticidad op.cit. cap. 8; véase sobre el expresivismo romántico idem, Hegel and modern society Cambridge, Cambridge University Press, 1979 cap. I.
[13] Taylor, Charles La ética de la autenticidad op.cit. p.113. Sobre el tema del paso de la mímesis a la poiesis ver pp. 112 y ss. Esta concepción estética de la expresividad desemboca también en la filosofía de Marx, en su teoría del homo faber. Véase Magee, Brian “La filosofía marxista (diálogo con Charles Taylor)” en: Magee, Brian Los hombres detrás de las ideas México, FCE 1985 pp. 47 – 64.
[14] Friedrich, C. D. “La voz interior” en: Novalis, Schiller y otros Fragmentos para una teoría romántica del arte Madrid, Tecnos 1987 p. 53 (las cursivas son mías).
4 comentarios:
El concepto o la etiqueta comunitarista me parece una herramienta util para diferenciarlos de la moral de los derechos individual defendida por los liberales como Rawls o Nagel.
Por otro lado, ciertamente hay muchas diferencias entre Sandel y el resto ...
saludos
eduardo
De lejos Taylor parece ser el autor más interesante de los que examinas en tu blog.
Estamos esperando ansiosamente tu artìculo sobre Israel y la ofensiva contra Gaza. Acuérdate que prometiste escribir sobre el tema.
Daniel:
No olvido mi promesa. estoy recolectando información sobre el tema.
Saludos,
Gonzalo.
Estimado Eduardo:
El problema es que todos esos autores RECHAZAN la etoqueta "comunitarista" (de eso hablaré luego). Todos ellos - con la solitaria excepción de MacIntyre, quien tampoco se considera un "comunitarista" - suscriben la tesis de los Derechos individuales, sólo que introducen consideraciones sobre las "metas colectivas" y "políticas de reconocimiento de culturas y géneros" en el sistema de Derechos.
Todos han tomado de Aristóteles, Hegel y Marx su fuente de inspiración originaria. Decir que estos autores toman sus argumentos de los "reaccionarios" del XIX - no me refiero a tí, por si acaso, nunca has postulado esto - es tan falso y absurdo como sostener que Hobbes es un "filósofo liberal".
Un abrazo,
Gonzalo.
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