miércoles, 12 de octubre de 2016

UNA NOTA SOBRE UN SISTEMA INSPIRADOR Y PRECARIO







Gonzalo Gamio Gehri

Un viejo político británico solía decir que “la democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás”. Winston Churchill era famoso por sus declaraciones sesudas y llenas de sarcasmo. Su juicio sobre la democracia entraña una lúcida lección. Se trata de una herramienta algo precaria – pues su estabilidad requiere de un sentido fuerte de ciudadanía y (por consiguiente) de instituciones sólidas respaldadas por los ciudadanos -, pero potencialmente eficaz para plantear y resolver conflictos al interior de la sociedad.

Churchill tiene razón cuando plantea su reflexión en un sentido comparativo. La democracia es un régimen político que se propone organizar el ejercicio del poder a partir de la vigencia de un sistema de derechos y libertades individuales, que incluyen la toma de decisiones basada en la deliberación pública y la alternancia de quienes desempeñan funciones de Estado. Aspira con ello a realizar nuestras expectativas de autonomía, de justicia y de bienestar. Los otros modelos que compiten con ella – el  ya derrotado fascismo y el comunismo – se han revelado totalitarios; ellos pretenden organizar la vida de los individuos sin el concurso de su propia opinión, a partir de un régimen de partido único o de Estado corporativista, sin espacio alguno para la discrepancia o la expresión del pensamiento. La sombra de Hitler y Stalin todavía rondaban el mundo, y el gobierno de Franco todavía ejercía su poder en España. Observar las potenciales debilidades de la democracia liberal suponía observar en detalle a sus rivales.

Tiene sentido sin duda apreciar una forma de vida política basada en las acciones coordinadas de sus usuarios – los ciudadanos – y en el reconocimiento de los derechos universales de cada uno de ellos. Un régimen que no se reclama producido por la voluntad de Dios, por la decisión de un grupo de individuos que comparten un linaje  ancestral que ellos mismos juzgan especial, o por la intervención de una clase social racionalmente iluminada que dice conocer las leyes objetivas de la historia. Un sistema político en el que existen modos de fiscalizar la conducta pública de los funcionarios, y de incorporar temas nuevos en la agenda pública, que sean de interés ciudadano.

Una cultura política felizmente antropocéntrica está a la base de los programas democráticos que conocemos. No nos desconcierta que sean los viejos partidarios de las teocracias, las rancias aristocracias de origen feudal y las más anacrónicas visiones epistémicas de la historia las que pretendan condenar los intentos de cimentar el régimen democrático entre nosotros. Y pretenden hacerlo en nombre de un extraño saber cuyos fundamentos no saben sostener.

La democracia busca encontrar mediaciones que ponderen – no anulen – la tensión política entre las exigencias de la justicia y las demandas de la libertad individual. Se plantea el necesario diseño de reglas e instituciones que establezcan contrapesos en el uso del poder. Con frecuencia, estos ideales enfrentan obstáculos poderosos – gobiernos con pretensiones autoritarias, la presión de corporaciones y grupos de poder económico o de otro tipo, presencia de corrupción, etc. -, de forma tal que el proyecto democrático tienda a debilitarse, incluso en medio de la incredulidad de los propios ciudadanos. Pese a todo, la democracia constituye una meta política por la que vale la pena vivir. La nutren antiguos e importantes valores públicos a cuyo logro no podemos renunciar.



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