jueves, 11 de agosto de 2016

DOS DESAFÍOS PARA UNA ÉTICA CÍVICA









Gonzalo Gamio Gehri

Pasadas las elecciones presidenciales de junio, muchos ciudadanos sentimos que los peruanos nos hemos salvado de enfrentar una nueva etapa autoritaria en el Perú. Semanas atrás, pensábamos que, o no teníamos claridad sobre el movimiento de las tendencias electorales en pugna, o que el resultado sería otro. El último tramo de la campaña se revelaba como una noche llena de misterio; en el mejor de los casos, no se podía avizorar un desenlace. Finalmente, la opción política que en el último mes se planteó la defensa del sistema de derechos y la institucionalidad democrática como elemento básico de campaña ganó en la segunda vuelta.

Una victoria con tan estrecho margen debe llevarnos a hacer una estricta reflexión acerca del estado de la cultura democrática en el país, así como discutir la posibilidad de que ella se vea fortalecida en el futuro. La mentalidad autoritaria es muy poderosa e influyente en el Perú. Las perspectivas asociadas con el elogio del imperio de la autoridad y de la “mano dura” por lo general tienen acogida en períodos de crisis, tiempos en los que prima el sentimiento de inseguridad y desconfianza entre la población. No sólo inseguridad y desconfianza frente a la acción de los representantes y las instituciones, sino incluso frente al comportamiento de sus conciudadanos. En etapas de estabilidad, las ideologías autoritarias o proclives al uso de la violencia se evidencian ante la opinión pública como extravagantes e irracionales, son claramente objeto de ironía y cuestionamiento.  Es cierto que no sólo nosotros enfrentamos un clima de ansiedad – regiones de Europa también están viviendo una época de incertidumbre y sentido de fragilidad propiciada por los hechos de violencia que se han desencadenado  allí en los últimos años -, pero es cierto que en el Perú se ha instalado un discurso antidemocrático basado en el caudillismo y el tutelaje que ha calado hondo en la mente y en el corazón de muchos compatriotas.

Se trata de un fenómeno complejo que ha sido estudiado en detalle por diversos especialistas, entre los que destaca Alberto Flores Galindo[1]. La mentalidad autoritaria constituye una amenaza permanente para la vida pública. La idea de que un líder carismático ha de guiar al pueblo para la realización de su destino, así como la presuposición de que existen “instituciones tutelares” – las fuerzas armadas o la Iglesia católica - que orientan significativamente el curso de la vida del país, constituyen suposiciones que están presentes en nuestra sociedad. El equilibrio de poderes o la deliberación cívica como instrumento de control político son identificados a menudo como principios inútiles y engorrosos que obstaculizan la toma de decisiones que se requiere para tomar decisiones importantes en la escena política.

La propuesta autoritaria estuvo a punto de tener acceso al poder por la vía electoral. Quienes  estamos comprometidos – ya sea desde la academia, desde las organizaciones de la sociedad civil o desde los fueros del sistema político - con una comprensión de la democracia como una forma de vida que se consolide y eche raíces en territorio peruano debemos hacer una severa autocrítica acerca de lo que hemos dejado de hacer o hemos hecho mal en la tarea de fortalecer el sentido de la ciudadanía y el valor de la distribución del poder en nuestra sociedad.  Existen diversos frentes que esa autocrítica debe esclarecer con rigor[2]. Quisiera referirme esta vez a dos de estos niveles. En primer lugar, la comprensión de la democracia como una condición necesaria para la justicia social y el desarrollo; en segundo, lugar, examinaré la exigencia ética de edificar una genuina cultura política democrática centrada en el cultivo de la ciudadanía.






[1] Flores Galindo, Alberto La tradición autoritaria Lima, SUR – APRODEH 1999.
[2] Esta es la primera sección de un escrito más largo, que iré publicando aquí.

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