Gonzalo Gamio Gehri
He escuchado y leído en estas
últimas semanas – a propósito de la Ley Universitaria – diversos
mensajes que reivindican la “educación humanista” como un rasgo de identidad
de múltiples instituciones universitarias. A algunas - entre todas - podía reconocerlas como
promotoras de tal enfoque; a otras, de ninguna manera. Se achaca a la Ley de alentar una “educación
técnica”, “sin formación ética”. Como no se trata de sumergirse en nombres o en anécdotas - eso no tendría mayor sentido - sino de plantear una cuestión filosófica, permítanme dedicar unas breves líneas a aclarar
algunas ideas sobre el humanismo, asunto que valoro y considero de suma importancia práctica, y teórica. Dejo el tema específico de la Ley Universitaria para otro post.
El humanismo supone, por
supuesto, el cuidado del ser humano, de su dignidad y libertad, la búsqueda de
un conocimiento riguroso de sus condiciones, sus capacidades y posibilidades
como agente y como creador de sentido. Atender a lo humano no equivale a
imponer una visión de lo humano.
Centrarse en la persona no puede reducirse a elaborar una “antropología
filosófica” abstracta (o postular una “axiología”). Pretender fundar una perspectiva antropológica que sea incorregible es a todas luces una
lamentable hybris (una desmesura que merece una detenida lectura política vinculada a los peligros del totalitarismo). Que sea
asumida como “deductiva” es altamente
discutible (¿De qué misterioso arte extraemos sus principios?, lo dejo por
ahora como una pregunta). Es preciso comprender al ser humano desde el
ejercicio situado de sus actividades, y considerar rigurosamente su
vulnerabilidad, así como constatar el modo como la diversidad marca decididamente su
capacidad de lidiar con lo real.
Existen dos elementos básicos en una “educación humanista” que me gustaría destacar. No son los únicos. Que el
lector juzgue si muchas de esas universidades tradicionalistas que recurren a una
“antropología metafísica” y una “axiología” no discutida son o no humanistas.
El primero es el pluralismo. La idea básica es que no existe una única manera de ser un ser humano pleno, o de actuar
poniendo de manifiesto la racionalidad o la corrección de la vida. Los valores
humanos son diversos y en ciertas situaciones pueden enfrentarse. “la diversidad es la esencia de la raza humana y no una
circunstancia pasajera”[1],
sostiene sabiamente Berlin. Valorar la diversidad requiere empatía e
imaginación. Sólo quien no examina el asunto con cuidado puede concluir que el
pluralismo se identifica con el “relativismo”. Se trata de modos opuestos de
lidiar con la diversidad. El supuesto “relativista” – pues es difícil encontrar
algún autor que piense así - admite la diversidad sin diálogo ni crítica y
asume que todas las visiones del mundo son “igualmente válidas”, de modo que no
necesitamos de la deliberación. El defensor del pluralismo reconoce que existen
diversos modos de llevar una vida plena de sentido, pero no cree que todas sean
“igualmente
válidas”. Todas son susceptibles de discusión racional; es preciso verificar
cuáles entre ellas se ven sostenidas por el mejor argumento desarrollado hasta
hoy, y elegir entre ellas según su solidez. Para ello es preciso ir a las
fuentes intelectuales y artísticas, y desestimar la información de manuales. El
pluralista valora la diversidad, pero la afronta en virtud del examen crítico.
Esto me
lleva a plantear un segundo elemento. Es aquel ideal socrático de la “vida examinada”. Sócrates sostenía que una
vida sin examen no merece la pena, que es humano invocar y ejercitar el lógos. Estar dispuestos a dilucidar y a poner sobre la
mesa de discusión las tradiciones y concepciones de la
vida y del mundo. Las propias y las ajenas. Valorar la capacidad de discrepar - más allá de si podemos arribar o no a acuerdos en cada uno de los asuntos discutibles -, como un signo de libertad y de justicia democrática y cívica. La actitud contraria a la ética del examen crítico es el llamado "espíritu de ortodoxia" (Grenier), el talante autoritario de aquel que anhela acallar toda pregunta que remueva los cimientos de la tradición. Dejar sin examen las propias
visiones culturales, religiosas y políticas supone claudicar en cuanto a la
idea de asumir el trabajo de la razón. Y pasa a menudo con ciertas escuelas
intelectuales. Ha pasado con el marxismo ortodoxo, con el neotomismo, con el llamado
“derecho natural” y otros sistemas y cosmovisiones que han pretendido
convertirse en “zonas de confort” frente a las justas exigencias del pensamiento crítico y el ejercicio de la
razón práctica. Hoy existen instituciones educativas conservadoras que proscriben los estudios de género y que sospechan de la investigación intercultural: ese es el Lecho de Procustes que ellas imponen desde sus rígidas presuposiciones teóricas sobre lo humano. Rechazar a priori la diversidad constituye una forma de evitar afrontar una vida examinada. Emprender el camino de la crítica implica estar dispuesto a abandonar la propia concepción de la realidad si hay buenas razones de por medio. Cambiar de perspectiva si lo amerita el proceso de deliberación o el curso de la investigación. No renunciemos al derecho de examinar nuestras tradiciones
desde sus fuentes y expresiones. Se lo debemos a Sócrates.
Considerando
estos elementos (y otros sobre los que podemos discutir luego) nos acercamos al
ser humano concreto desde las diversas ciencias y artes, y desde las
circunstancias complicadas de la práctica. Contribuir a ka formación del duscernimiento y del juicio propio no es lo mismo que "inculcar valores": lo primero es reflexión, libertad y paideia; lo segundo es propaganda y adoctrinamiento.No tomar en cuenta esta clase de
dimensiones – que son amplias y flexibles, pues pueden aparecer asumiendo diversas
formas – puede condenar el “humanismo” a tornarse en una mera palabra vacía, o en una vana estrategia de marketing. En una
declaración sin asidero ni contenido. O en una forma, a veces elegante, otras
veces francamente trivial, de encubrir cierto dogmatismo ideológico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario