Gonzalo Gamio Gehri
Paul Valéry señaló cierta vez – lo ha recordado el
sociólogo alemán Wolf Lepenies – que “la intolerancia sería una virtud terrible de los tiempos puros”[1].
Los “tiempos puros” son los tiempos en
los que se concibe a la comunidad como estructurada en torno a una visión
dominante del bien o del orden de las cosas. Quienes se apartan de esta visión
compartida o presentan observaciones críticas contra ella corren el riesgo de
verse excluidos de la comunidad o ser corregidos – o sancionados – por ser
intelectual o espiritualmente “subversivos”. El respeto a la discrepancia podía
ser percibido como una inaceptable concesión al error, como falta de convicción
y fortaleza doctrinal, o como un inequívoco síntoma de laxitud moral. De lo que
se trata es de conducir a la comunidad a la verdad o dirigirla a la plenitud
espiritual (o política). Para ello, es preciso purificar el grupo social de la confusión o del raquitismo. Cuando
“tenemos” la verdad, no podemos ser
blandos ni tibios cuando se trata de administrarla o de proclamarla. Lo que
está en juego es la auténtica felicidad de la gente, y el destino de los
pueblos. Con la verdad no se juega.
Lepenies sostiene que el caso de la Alemania nazi constituye
un elocuente ejemplo de esta virulenta actitud. Se trataba de una respuesta clara a los ideales dela democracia y el liberalismo. Su enorme interés por imponer
una única lectura de la historia y del sentido de lo humano lo llevó a predicar
una funesta cruzada de “limpieza étnica e ideológica” que ensangrentó el siglo
XX.
“Los
nazis definieron su política sin ambages – y de la manera más agresiva – como
una política de purificación. Repitieron incansablemente que la tolerancia era
un signo de debilidad y un rasgo del liberalismo occidental, que era preciso
eliminar de su país. Alemania debía purificarse, con lo cual la intolerancia se
transforma en una virtud. La tolerancia era una actitud moderna, por lo que
volver a la intolerancia sin una disposición anímica propicia exigía una gran
fuerza de parte del individuo y una negación absoluta de la modernidad a nivel
de la ideología. El intenso deseo de pureza y el rechazo de la modernidad son
esenciales para el pensamiento y comportamiento intolerantes”[2].
El caso del
nazismo es la expresión radical de una actitud que podemos encontrar en nuestro
propio entorno local. El integrismo
religioso - en sus múltiples versiones - considera que la verdad y el sentido de la vida se derivan de una
concepción del orden inmutable de las cosas, que entraña una visión ahistórica
de la “naturaleza humana”. Los integrismos políticos – propios de la extrema
izquierda como de la extrema derecha – asumen como evidente que son capaces de
conocer las leyes de la historia, en un caso, o que cuentan con una teoría de
la racionalidad que les permite reconstruir el comportamiento humano a partir
de la ponderación de costos y beneficios privados, por el otro. Para unos el locus de la libertad es la utopía
social, para otros lo es el mercado existente aquí y ahora. No faltan incluso los ultraconservadores que pretenden
combinar ambos integrismos, y que se ufanan de defender un modelo de comunidad
orgánica que reproduce en la tierra los parámetros del orden natural, un modelo
que pretende corregir los esquemas de la cultura política moderna. La constante
en todas esas versiones del autoritarismo doctrinal es que el disenso no es
valorado para la construcción de una forma de vida razonable y justa, sino que
es sindicado como un penoso desvarío de la mente o de las costumbres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario